Crónica General del 8.1.1900
Nota: Se ha conservado la ortografía original.
D
esde que el hereje Lolardo Waltero sostuvo que fue injusto el destierro de Lucifer y que al fin éste triunfará echando del cielo a San Miguel y sus ángeles, no pueden sorprender por extravagantes las ideas más extrañas; por eso no nos choca que el Gobierno que ha venido a arreglar este país haya creído que lo principal era hacer una reforma en los relojes oficiales; ni que asistan, acaso en calidad de explotados, como llama el señor Paraíso a los que se reunirán en Valladolid, los infelices que especulan con el hambre del vecindario, contra quienes el Sr. Ubeda desea un congreso de consumidores en nombre de la saIud, de la humanidad y de la vida; ni que los señores diputados por Madrid pidan una información para averiguar por qué se mueren a centenares los niños de la Inclusa, cuando nadie ignora la causa y los efectos. Todo es opinable, todo es defendible. Si hay quien discute el siglo en que estamos, dentro de poco no sabremos acaso la hora en que vivimos; pero al adoptar por meridiano el del observatorio de Greenwich, ahora que no tenemos colonias, claro es que nos permitimos en lo internacional una expansión consoladora.Tendremos, pues, arreglado nuestro reloj al tipo europeo, ideal del Sr. Costa, que apela a los comerciantes, industriales y menestrales, en frases nerviosas y elocuentes, para arreglar al país con el auxilio del verdugo, poniéndoles como ejemplo el banquete de Enrique III, y aun aludiendo a la famosa campana de Huesca. Por desgracia, todo hace creer que lo de Enrique III no pasa de ser una leyenda, y hay quien duda también de la acción de D. Ramiro. Pero no es cuestión de hacer averiguaciones históricas, sino de fijarnos en la intención del Sr. Costa y de los tertulianos del Círculo, a quienes parece que se les hacía la boca agua a la simpática evocación del verdugo, siquiera haya sido para un efecto retórico. En ningún siglo ha sido España como en el presente tan europea: toda la legislación antigua se ha sustituído en lo político y administrativo con traducciones ó imitaciones del francés ó del inglés, y en ningún siglo hemos venido tan a menos. Para ser ya más europeos, sólo falta dejar que nos conquisten política ó militarmente, ya que mercantil é industrialmente estamos conquistados.
Pero... líbrenos Dios de defender a los políticos: sin embargo, ninguno se ha atrevido a despreciar a Cervantes, que siendo muy español, es el español más europeo. Felizmente, el comercio es más sensato de lo que piensan los que tratan de envolverle en aventuras sociológicas: pidamos a Dios que haya menos mercantilismo en la política, y contentémonos, que es mucho pedir, con ese adelanto acaso irrealizable; pero el elocuente Sr. Costa desea que España mude la piel, como si no fuera bastante que la hayan trasquilado, sino que ha de ser preciso todavía desollarla. Y decimos esto porque damos importancia a sus palabras, y le tenemos por uno de los hombres más ilustrados de la protesta que hoy está de moda, y en la cual hay una gran verdad, ofuscada por pretensiones absurdas: la necesidad de una reforma sustancial, es decir, una poda inteligente, en vez de golpes mortales en el tronco. Hay que rehacer el país sin dislocarle: que nuestras revoluciones cuestan mucho y valen poco; y, usando una comparación hidráulica, no parece sensato pedir el diluvio para regar una comarca.
Terminó la causa juzgada por el Senado francés constituído en tribunal, con la condenación de Mr. Guerin a diez años de encierro en una fortaleza, y destierro de Francia, por igual tiempo, de Mr. Deroulede, que parece ha de ser nuestro huésped, y de Mr. Buffet, que prefiere el refugio de Bélgica. Este proceso, más ruidoso por la solemnidad del juicio y los nombres de los procesados que por la causa en sí, ha tenido en su aparato tumultos, protestas é interrogatorios, algo como de parodia y nada de imponente, excepto las tres condenas a diez años, que aún han parecido suaves a los ministeriales franceses; que en todas partes los cortesanos del poder tienen la felicidad de admirar la rectitud de sus acuerdos y la dulzura y sobriedad de sus castigos. Resumen total: Dreyfus en libertad; el inofensivo Guerin condenado a diez años de fortaleza por los que demolieron la Bastilla, y el patriota Deroulede arrojado de su patria y debiéndola gratitud por una emigración suave de diez años.
La captura de algunos buques con bandera alemana, en especial del Bundesrath, fletado en Hamburgo para conducir un tren sanitario de la Cruz Roja al ejército de los Boers, ha aumentado la enemistad de los alemanes hacia los ingleses. El Gobierno del Emperador cumple con unos y otros enviando dos cruceros al Africa del Sur y entablando amistosas reclamaciones para recobrar los buques apresados. Esta es la novedad más importante en los sucesos de la guerra, porque inicia en aquellos mares la inspección marítima que en ocasiones análogas suelen ejercer las naciones para proteger a los suyos, descuidada esta vez por temor del poderío naval británico, en ciertas eventualidades como la ocupación de la bahía de Delagoa, ese boquete tan molesto para los ingleses. Sin embargo, no hay que esperar gran cosa del ejemplo de Alemania, que en apariencia ejerce un acto de precaución, y acaso se reserva otras intenciones, según el curso de los acontecimientos. Hace tiempo que el Imperio tiene puesta la vista en aquella región y ha creado allí algunos intereses, que no por poco ostensibles dejan de ser importantes, y después de Inglaterra es la nación que más puede ganar directamente en ciertas contingencias de la guerra. Aunque parece desinteresada, cuida de lo suyo. Quien está expuesto a perder sin ganar nada es Portugal.
Las marchas y reconocimientos, los ataques y amagos, ocupación y abandono de los puntos estratégicos, que constituyen para el militar el estudio exacto de la guerra, no nos interesan, porque no comprendemos su verdadero valor. Perdida por los ingleses la primera campaña, nos parece que la movilidad que se ha notado en ellos obedece al afán, algo peligroso, de los generales ingleses, de volver por su prestigio antes de que entren a mandar los nuevos generales. Hubo un día de júbilo para Londres creyendo conquistada la plaza de Colesberg. Luego otro día de pánico bursátil y de quiebras por los valores mineros. Y en verdad que no inspiran lástima esas decepciones de un negocio en que las acciones deben estar impresas en papel rojo teñido con sangre de soldados.
La colocación en Granada de una lápida conmemorativa en la casa que habitó el más popular de los novelistas españoles de este siglo, D. Manuel Fernández y González, es un tributo justo. Hay un concepto de esos que se estereotipan en la prensa, el de poner por ejemplo de novelas malas las que se repartieron a real ó cuartillo la entrega, falso en absoluto, porque si en las editadas en esa forma las hay detestables, no les suelen ir a la zaga las publicadas en tomos. Basta que la enorme producción de Fernández y González apareciese por entregas, y que en sus novelas se puedan elegir ocho ó diez que figurarán algún día como las obras más amenas é interesantes de nuestra época, y que en las peores de aquel prodigioso granadino se hallen siempre capítulos notables, rasgos de inspiración y llamaradas de ingenio no superadas por otros, fantasía, estilo gallardo y noble, y cualidades eminentes, para que la despreciada novela por entregas esté destinada a dar al investigador futuro sorpresas agradables. Fernández y González, por su fácil vena, su imaginación andaluza, sus desenfados y arrogancias de pensamiento, sus elegancias naturales de expresión, es, a nuestro juicio, uno de los ingenios de este siglo que pueden alternar con los grandes ingenios del siglo XVII por su anchura y valentía. El pueblo, con mejor instinto que la crítica, le apreció y se perdió con él en su enmarañada selva de aventuras, a través de nuestra historia y de la leyenda, en las quebraduras de las sierras, tras de los monfíes ó los caballistas, tolerándole sus delirios en la seguridad de sus aciertos, y perdonando sus blasfemias por sus delicadezas de creyente, y sus atropellos históricos por la claridad poética con que resucitaba las épocas, y sus defectos, propios de la improvisación desordenada, en gracia de sus maravillosas facultades.
Nuestro antiguo colaborador D. Narciso Campillo da principio con su inesperado fallecimiento a la crónica mortuoria del año 1900. Poeta de clásico y elevado estilo; narrador en prosa castiza de cuentos inspirados en el ingenio popular, y catedrático de Retórica y Poética en el Instituto del cardenal Jiménez de Cisneros; gran humanista; decidor como buen ingenio sevillano; de robusta complexión por su afición a la gimnasia, y uno de los más asiduos tertulianos del Ateneo, donde rehuía los cargos electivos, ha muerto estimado de todos, dejando en sus obras de preceptiva literaria muestra de su ilustración, como en sus versos y prosa pruebas de su inspiración y de su ingenio. Pudo y debió ser académico, y otros se le adelantaron con menos condiciones: en cambio, su buena reputación, hija de sus obras y no de los cargos que concede la intriga ó la fortuna, es puramente suya, dándole derecho a un honroso epitafio entre los hombres de valer de nuestro tiempo y que dejan más huellas de su paso que algunos que se juzgan superiores.
En Roma hemos perdido nuestro representante cerca de la corte del rey Humberto, el Sr. Conde de Benomar, D. Francisco Merry y Colom, que ya había representado a España en Alemania y antes en Marruecos, de cuya política era muy conocedor, según leemos en todos los periódicos, que afirman fue un cumplido caballero. Tiene el inconveniente dejar al morir cargos codiciados, de que las lágrimas de la familia se mezclan con las satisfacciones de los favorecidos por la muerte.
Doscientos volúmenes tienen los autos de una causa que se juzga en Italia: los procesados son cuatrocientos bandidos, los testigos mil novecientos, y cien los abogados defensores.
—¿Cuánto tardará en verse la causa?
—Creo que jueces, guardias, encausados, testigos, defensores y alguaciles están condenados a vista perpetua.
La varonil doña Blasa
Grita, deshace, golpea,
Y dice cuando vocea
Que está arreglando su casa.
Cuando su furia da fin,
Digo, oprimiéndola el talle:
—¿Qué haría usted en la calle
Si dirigiese un motín?
Una patrona avara de la calle de Goya,
Echó en los vasos agua del Lozoya.
—¿Es chocolate eso?
—No doy el chocolate tan espeso.