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Crónica General del No. 1, 1880

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La Ilustración Española y Americana (1880)
Crónica General del No. 1, 1880
de José Fernández Bremón

Nota: Se han modernizado algunos acentos.

CRÓNICA GENERAL


8 de enero de 1880

Europa lo creyó por un momento, pero debió ser el sueño de algún polaco emigrado de esos que esperan con respetable convicción el renacimiento de su patria. La falsa noticia era nada menos que la adopción del régimen constitucional por el Czar, ó convencido de las ventajas de un sistema en que al parecer tienen poca fe en Europa los gobiernos que le representan, según la insistencia con que le amoldan a su exclusiva voluntad, ó no pudiendo resistir a la influencia parlamentaria del siglo y procurando abrir una válvula liberal para desahogar los vapores condensados por las sociedades secretas.

El hecho hubiera sido magno y suficiente para dar celebridad al año que ahora empieza, pues sería la conclusión moral del dominio de los czares, y el establecimiento del sistema constitucional en una parte considerable del Asia, reforma que no se ha determinado a efectuar la liberalísima Inglaterra: sería interrumpir la obra gigantesca de Pedro el Grande, no por obstáculos insuperables de fuerzas contrarias, sino por la propia voluntad de uno de los descendientes de aquel emperador: sería trasplantar bruscamente a un imperio cuya unificación está sin realizar, y formado en gran parte de elementos orientales, un sistema político propio de otro estado social; y sería, por último, a nuestró juicio, una abdicación de soberanía, de esas que no se explican sino cediendo a la violencia.

Aunque parezca simpática a los liberales, que consideran la libertad inseparable de los congresos, lo cual no discutimos, Rusia constitucional tendría algo de absurdo, y acaso dificultaría la obra progresiva que realiza, asimilándose anexionando por lo tanto a nuestra civilización pueblos bárbaros, cuya cultura promueve esparciendo la moral cristiana, extendiendo los adelantos materiales y ensanchando Europa por Oriente. Esa obra lenta y colosal no podría efectuarse en aquellos pueblos incultos, sin el prestigio de una autoridad personal imponente y poderosa, cuya majestad y fausto hiera los sentidos de aquellas gentes atrasadas, en quienes ejerce tanto influjo la tradición de la obediencia, el aparato de la grandeza y el renombre de los czares. Importa más a la humanidad esa corriente civilizadora que va de Europa a Asia con los ejércitos de Rusia, en oposición a las corrientes opresoras que en otros tiempos venían de Asia a Europa, que un cambio político en sentido liberal en el gobierno de Rusia; pues si los sistemas hoy en el mundo culto prevalecen sobre los que la mistoria humana dice que han sido más duraderos; si en efecto los primeros son la resultante inevitable de la civilización moderna, la razón natural dicta que ante todo conviene civilizan para que las consecuencias de ese progreso se extiendan todo lo posible, y los países narcotizados de Oriente, donde tantos millones de almas esperan la redención de la cultura, despierten del pesado sueño de los siglos.

Pasó el entierro; algunos creyeron impropia de la pompa oficial con que se conducía al cementerio el cadaver del Presidente del Congreso la ceremonia artística de pasar el féretro por delante del teatro Español, donde le tributaron los últimos honores del arte los principales interpretes de sus obras, mientras se inauguraba, enfrente del coliseo, la estatua del ilustre Calderón, para cuyo pedestal apenas se ha concedido mármol. Dejémosles murmurar, como murmuraba en otro sentido el populacho, a quien ó aturde ó irrita el aparato.

Oyendo sus groseras exclamaciones experimentamos una triste sorpresa. Una gran parte del pueblo de Madrid no conocía a Ayala ni de nombre. El traje negro de los concurrentes, el uniforme civil, la etiqueta y el luto, no son simen Madrid a la muchedumbre; el oro y la plata de los uniformes, las plumas en los cascos, los bordados y los sables, todo lo tolera. En unos y otros ve una superioridad que le humilla, y prefiere lo brillante, lo que recrea la vista. El pueblo nunca aplaude la modestia, y los que quieran dominarle necesitan deslumbrarle de antemano. No concibe la superioridad sin disfraz, y el frac y el sombrero de copa no son de su gusto.

O cubrirse de bordados para producirle admiración, ó quedarse en mangas de camisa para infundirle confianza. La sucesión del Sr. Ayala en la presidencia del Congreso ha sido, y continúa siendo cuando escribimos estas líneas, una cuestión importantísima, el asunto palpitante, la conversación más animada de los hombres políticos.

Las prácticas parlamentarias aconsejan que en el caso de una crisis consulten los reyes constitucionales a los Presidentes de las Cámaras y se inspiren en su opinión ó les encarguen la formación de un nuevo Gabinete. La conveniencia aconseja a los Gobiernos parlamentarios procurar la elección de un Presidente de toda confianza, para tener asegurada su influencia sun después de su caída. ¿Debía el señor Cánovas del Castillo preocuparse de dar a su amigo Ayala un sucesor importante para honrar su memoria, ó de proponer al Congreso un político adicto a su persona? La amistad y el recuerdo exigían lo primero, y el instinto de conservación daba más importancia a lo segundo. Es indudable que ha vacilado el Sr. Cánovas del Castillo: el señor Romero Robledo parecía el más indicado, por ser el que tiene más influencia personal en la mayoría del Congreso, y esa consideración tan atendible debió sin duda hacer que se presentase primero dicho candidato a la imaginación del Sr. Cánovas; pero rectificada la primera impresión, fijó su vista en los Sres. Marqués de Orovio y Conde de Toreno: los enemigos de estos dos señores alegaban en contra de su elección la circunstancia de que si su entrada en el actual Ministerio tuvo el inconveniente de que pudiera traducirse como una falta de consideración al general Martínez Campos, cuya caída promovieron, la elección para Presidente de uno de ambos fortificaba esta creencia, y hasta podía considerarse como un premio político; pero esta hablilla cae por su base considerando que, a ser cierta, correspondería la presidencia al Sr. Silvela (D. Francisco). Por nuestra parte nos conformaremos con aquel a quien vote el Congreso por iniciativa del Sr. Presidente del Consejo de Ministros. Sólo haremos una observación de carácter general. Hay en las prácticas parlamentarias un círculo vicioso, que coarta la libre acción de la Corona, si los Presidentes del Gobierno pueden con su influencia elegir Presidentes de las Cámaras que sean sus hechuras, y la costumbre parlamentaria aconseja a los Monarcas ajustarse en caso de crisis a lo que le aconsejen los Presidentes de las Cámaras: por este sistema los Ministerios serían eternos; y no nos referimos a España, sino a cualquier otro país donde se respeten esas prácticas.

Otra herencia, más difícil de adjudicar con justicia, deja el Sr. Ayala y se disputarán sin duda hombres eminentes; nos referimos a la vacante que ha dejado en la Academia de la Lengua. El instinto de la conservación creemos que dictará a tan docto Cuerpo la solución que más convenga a su prestigio, mirando, con preferencia al interes ó la vanidad ajenos, lo que convenga a su mayor autoridad. Fijada la próxima reunión del Congreso Internacional de Americanistas, en Madrid, para Setiembre de 1881, se ha nombrado, como diligencia previa, la Junta encargada de preparar los trabajos para aquel acto importante, cuyo protectorado corresponde a S. M. el Rey.

La Junta honoraria la componen: Presidente, Sr. Cánovas del Castillo.

Vicepresidentes: Sres. Duques de Veragua y Moetezuma, Merry del Val y Russell Lowel.

Junta efectiva: Presidente, Sr. Conde de Toreno; Vicepresidentes, Sres. Merry del Val, García Gutierrez y Salas; Tesorero, Sr. Marqués de Urquijo, y Secretario general, Sr. Fernandez Duro, con otros siete secretarios y gran número de vocales.

La importancia del Congreso que se prepara y su objeto especial harán que nos ocupemos a su tiempo, con la extensión debida, de este asunto. Voces, aullidos, cencerros, insoportable clamoreo, hachones encendidos, mujeres desgreñadas, hombres cargados de escaleras, brutales carcajadas, vino y aguardiente... Horrible cuadro el de la víspera de Reyes en Madrid, si el fondo conrespondiese a lo grosero de la forma. Un extranjero, amigo nuestro, a quien rogamos que nos dijese con franqueza su opinión, nos contestó sinceramente:

—Esos gritos salvajes y el rudo aparato de esa algazara popular me hacen el efecto de una fiesta de caribes. Cuando vi por primera vez aquellos grupos siniestros al resplandor de las teas, vociferando y danzando en torno de su víctima, creí que trataban de comérsela.

Dicho sea en honor del pueblo de Madrid, esa calentura, esa orgía nocturnas, terminan, por el cansancio y la bebida, en un sueño profundo: rara vez la hoja de Albacete brilla en aquella bacanal, mezclando el vino con la sangre. No se puede pedir más cultura a la barbarie, ni a la embriaguez más sobriedad.

Es un delirio brutal, pero pacífico.

Cuando escuchamos su estruendo a lo lejos, arrimados los pies a la encendida chimenea y reclinada la cabeza en la vieja pero cómoda butaca, entonces recordamos vagamente el efecto que nos hacían en nuestra infancia aquellos mágicos rumores del acompañamiento de los Reyes, que habían de llenar las tradicionales bandejas puestas al balcón.

Criados vestidos como sotas de baraja y con turbantes trepaban de balcón en balcón como las monas, distribuyendo confituras de sabor delicioso, como traídas del Oriente, mientras los Reyes Magos tasaban, en justicia, la calidad e importancia del regalo. El fuerte taconeo de los mozos de cuerda nos parecía el trotar de los caballos, y el fugitivo resplandor de los hachones, claridad misteriosa del cielo, que alumbraba a la comitiva; los gritos, aclamaciones populares; los cencerros, poderosas y bien templadas campanillas, y el conjunto, magníficas fiestas Reales.

Pero la ilusión terminó; un amiguito nuestro nos reveló el secreto, y sin embargo, seguimos poniendo la bandeja, con escéptica glotonería: la conveniencia nos determinaba a disimular las dudas: en los niños, como en los hombres, el interés sustituye a la convicción y sostiene durante algún tiempo el o de los poderes heridos por la duda: después, ni el interés puede salvarlos.

Hoy la víspera de Reyes no tiene otro interés para nosotros que el de probar la torta con que se obsequia a los convidados en nuestras tertulias.

El deshielo del Sena ha sido grandioso: la dura superficie del río se dividió en fragmentos en un cambio de temperatura, y témpanos de gran tamaño, impulsados con mucha velocidad por la corriente y formando islas flotantes, arrastraban y echaban a pique los barcos que encontraban a su paso, y embistiendo los puentes, resentian sus cimientos, derribaban arcos y producían otros destrozos, miéntras el pueblo de París contemplaba en las orillas del Sena aquel espectáculo imponente. Pero el Sr. Fernández de los Ríos referirá en sus interesantes Quincenas este suceso curioso, que no nos corresponde, y nos limitamos a referir un episodio.

Cierto individuo, después de abandonar un azadón que llevaba, quiere penetrar en uno de los puentes, y un agente de policía se lo impide.

—Atrás, caballero; no se puede transitar por este puente.
—Sólo quiero asomarme...
—Está prohibido atravesar por aquí.
—Le prometo a V. que no llegaré al otro lado.
—Es imposible.
—El caso es que no puedo esperar.
—¡Atrás, le digo!
—Esto es un abuso, es una coacción; ¿dónde se suicidan las gentes en París?

El desesperado habia ido al Sena todos los dias anteriores, y el hielo le impidió zambullirse en el agua: pensó en romperle, y el deshielo no le permitió aproximarse al río, cuando había ya comprado un azadón para poder llegar al fondo.

Un telegrama de Burgos, en vista de la temperatura baja que allí se experimenta, da la desagradable noticia del rápido enfríamiento de nuestro planeta. Siempre que hemos visitado aquella antigua y notable población hemos creído que, por lo menos, Burgos se enfría extraordinariamente todos los inviernos. Hay capitales que debían usar en las plazas chimeneas, y Burgos es el polo de España: allí no se concibe el sistema plutoniano.

Pero ¿tienen derecho los honrados burgaleses a alarmarnos afirmando que la tierra pierde de día en día su calor?

Convenimos en ello, si se trata de la tierra de Burgos solamente.

–Maestro, necesito un traje de invierno rigoroso.
—¿Quiere V. un paletó forrado de astracán?
–No me basta.
–Tengo pieles...
–Son demasiado finas.
–Paños muy fuertes...
–Todo eso no sirve para nada: hágame V. un traje de OSO.
—¡Cómo se retuercen los troncos entre el fuego!
—Es que tiritan de frío.

Arrimamos el termómetro a la chimenea, y la lumbre señala cuatro grados bajo cero.


José FERNÁNDEZ BREMÓN.