Crónica del reinado de Carlos IX/02

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I - La soldadesca alemana[editar]

«The black bannds came over
the Alps and their snow
with Bourboun the rover
they passed the broad Po».

Lord Byron: The deformed transformed.


No lejos de Etampes, yendo del lado de París, puede verse todavía un gran edificio cuadrado, con vidrieras ojivales, ornadas de algunas groseras esculturas. Encima de la puerta hay una hornacina que antaño guardaba una virgen de piedra; pero durante la revolución corrió la suerte de casi todas las efigies de santos y santas y fue destruida con gran ceremonia por el presidente del club revolucionario de Larey. Pasado algún tiempo fue substituida por otra virgen, a decir verdad, de yeso; pero que, vestida con algunos pedazos de seda y luciendo algunas cuentas de vidrio, no desempeña del todo mal papel y da cierto aire respetable a la actual hostería de Claudio Giraut.

Hará poco más de dos —es decir, en 1572— este edificio se le destinaba como ahora para alojamiento de los viajeros fatigados; pero en aquel entonces tenía otras apariencias. Los muros estaban cubiertos de inscripciones que atestiguaban las diversas suertes que corrían los contendientes de una guerra civil. Al lado del grafito: ¡Viva el príncipe de Condé! se leía también: ¡Viva el duque de Guisa! ¡Mueran los hugonotes! Un poco más lejos un soldado había dibujado con carbón una horca y un ahorcado, y debajo escribía en tono de desprecio: Gaspar de Chatillon. Parecía, sin embargo, que las protestantes habían hasta hace poco dominado en estos parajes, pero ya no, pues el nombre de su jefe había sido substituido par el del duque de Guisa. Otras inscripciones medio borradas, bastante difíciles de leer y mucho más de traducir en términos decentes, probaban que el rey y su madre fueron tan poco respetados como los jefes de sus partidos. Pero, la pobre virgen de la hornacina parecía la condenada a sufrir los furores civiles y religiosos. La estatua, desmochada en veinte sitios por las balas, era una muestra del celo de los soldados hugonotes para destruir lo que ellos llamaban «imágenes paganas». Mientras que el devoto católico se quitaba respetuosamente su sombrero, al pasar delante de la estatua, el caballero protestante se creía obligado a lanzar un arcabuzazo, y si acertaba en la puntería, llegaba a suponer que había aniquilado la bestia de la Apocalipsis y destruido la idolatría.

Después de varios meses de guerra, la paz se había hecho entre los dos bandos rivales; pero era una paz ficticia, afirmada con los labios mas no con el corazón. La animosidad de los dos partidos subsistía implacable. Todo eran presagios de que la paz no podía ser de duración larga.

La posada del León de Oro, cuyo era el nombre de la hostería, estaba repleta de soldados aquel día. Por su acento extranjero y sus bizarros trajes se les podía reconocer por esos jinetes alemanes que iban a ofrecer sus servicios a los protestantes, sobre todo cuando tenían la seguridad de ser bien pagados. Si la destreza de esos extranjeros para manejar sus caballos y sus armas de fuego les hacía estimadísimos en un día de batalla, de otra parte habían conseguido la reputación —quizá justamente adquirida— de ladrones consumados e implacables vengativos. Los soldados que se encontraban en la posada serían unos cincuenta; habían abandonado París la víspera y regresaban a Orleans, donde tenían su guarnición.

Mientras los unos daban el pienso a sus caballos, atados a las murallas, los otros avivaban la lumbre y se cuidaban de hacer una buena comida. El desgraciado hostelero, con la gorra en la mano y las lágrimas en los ojos, contemplaba la escena turbulenta de que su hostería era teatro. Veía su corral destruido, su bodega saqueada y sus botellas rotas por el cuello para evitarse la molestia de descorcharlas; y lo peor es que tenía el convencimiento de que, a pesar de las severas órdenes del rey para la disciplina de los hombres de guerra, no había esperanza de indemnización alguna por parte de una gente que le trataba como enemigo. En aquellos malos tiempos era una verdad incontrovertible que, tanto en paz como en guerra, la tropa vivía sobre el país, apoderándose de cuanto caía al alcance de sus manos.

Delante de una mesa de roble, ennegrecida por la grasa y el humo, ocupaba un asiento el capitán de aquellos soldados. Era un hombre alto y grueso, de unos cincuenta años de edad, nariz aguileña, tez enrojecida, cabellos encanecidos y escasos, que malamente cubrían una vieja cicatriz, la cual, comenzando en la oreja izquierda, venía a perderse en su espeso bigote. Se había quitado la coraza y el casco, y no conservaba sino un justillo de cuero de Hungría, negro por el frote de las armas y cuidadosamente remendado por varios sitios. Su sable y las pistolas las había depositado en un banco, quedándose tan sólo con un largo puñal, arma que todo hombre prudente no debe abandonar sino para meterse en la cama.

A su izquierda estaba un muchacho arrebatado de color, alto y muy proporcionado de cuerpo a la estatura. Su justillo lo tenía bordado, y en todo su traje se observaba un poco más aseo que en el de su compañero. Éste era el portaestandarte de la compañía, el teniente del capitán.

Dos mujeres de veinte a veinticinco años les acompañaban sentadas a la misma mesa. Se observaba una mezcla de miseria y lujo en sus vestidos, no confeccionados para ellas, sino que los azares de la guerra les habían hecho caer entre sus manos. La una llevaba una especie de blusa de damasco, bordada de oro, pero toda deslustrada, y el resto del traje era de tela vulgar. La otra, un vestido de terciopelo violeta y un sombrero de hombre, de fieltro gris y ornado con una pluma de gallo. Las dos eran bonitas; pero sus miradas insolentes y la libertad de su lenguaje denotaban el hábito de vivir en compañía de soldados. Se habían marchado de Alemania a la ventura, sin empleo fijo. La del traje de terciopelo era bohemia y sabía echar las cartas y tocar la mandolina. La otra tenía ciertos conocimientos quirúrgicos, y en la apariencia denotaba poseer un puesto muy importante en la estimación del lugarteniente.

Estas cuatro personas, cada una enfrente de otra, ante una gran botella y sendos vasos, conversaban y bebían, esperando que se guisara la comida.

La charla se iba haciendo lánguida, como corresponde a gentes de importancia, cuando se detuvo delante de la posada un hombre joven, alto y elegantemente vestido, montando un buen caballo alazán.

El teniente se levantó del banco, avanzó hacia el recién llegado y asió la brida de su caballo. El forastero se preparó a dar las gracias por lo que él consideraba un acto de cortesía; mas no tardó en comprender su equivocación el ver que el teniente abría la boca del alazán y examinaba los dientes, con mirada de hombre práctico en el asunto. Después, al contemplar las piernas y la grupa del noble animal, sacudió la cabeza con aire de hombre satisfecho y dijo:

— Buen caballo monta usted, caballero.

Y añadió algunas palabras en alemán que hicieron reír a sus camaradas, al cual grupo se reintegró.

Este examen, por su falta de educación, no fue muy del agrado del viajero, quien, sin embargo, se contentó con lanzar una mirada despectiva al teniente, y puso pie en tierra sin ayuda de nadie.

El hostelero, que salía entonces de la casa, tomó respetuosamente la brida entre sus manos, y quedo, para que los soldados no le oyeran, dijo:

— Dios os proteja, caballero. A mala hora llegáis. Porque la compañía de esos abominables herejes, a quien San Cristóbal confunda, no puede ser agradable para buenos cristianos como usted y yo.

El caballero sonrió con cierta amargura.

— Esos señores —preguntó—, ¿son soldados protestantes?

— Por lo que les pagan —replicó el hostelero—. ¡Que Nuestra Señora los confunda! En una hora que llevan aquí han destruido la mitad de mis muebles. Son ladrones crueles como su jefe, monsieur de Chatillon, ese almirante de Satanás.

— Para ser un pobre hombre como sois tenéis escasa prudencia —respondió el forastero—. Podíais estar hablando con un protestante que os contestara con un buen puñetazo.

Y diciendo estas palabras, golpeó nerviosamente su bota de cuero con la fusta.

— ¡Cómo!... ¿Qué?... ¿Sois hugonote?... ¿Protestante?... ¡Quién lo diría! — exclamó el hostelero, estupefacto.

Y retrocediendo unos pasos, miró al forastero de la cabeza a los pies, como para buscar en su vestido, algún signo con el cual adivinase a qué religión pertenecía. El examen de la fisonomía franca y riente del recién llegado le tranquilizaron poco a poco, y añadió muy bajo:

— ¡Un protestante con traje de terciopelo verde! ¡Oh! ¡Esto no es posible! ¡Un señor tan elegante no suele verse entre los heréticos! ¡Santa María! ¡Un justillo de terciopelo es cosa demasiado para esos mugrientos!

La fusta silbó en el aire y golpeó en el rostro del pobre hostelero, sirviendo como muestra de la profesión de fe de su interlocutor.

— ¡Insolente! Aprende a retener tu lengua. Ahora, lleva mi caballo a la cuadra y que no le falte nada.

El posadero bajó la cabeza tristemente, y mientras conducía el caballo a una especie de cobertizo, iba murmurando por lo bajo miles de maldiciones contra los herejes alemanes y franceses; y si el forastero por sí mismo no se hubiera cerciorado de cómo se trataba a su caballo, la pobre bestia hubiera sido, sin duda, privada de su pienso en calidad de herética.

El caballero entró en la cocina y saludó a las personas que se hallaban en ella reunidas, quitándose gentilmente su enorme sombrero, que estaba adornado con una pluma amarilla y negra. El capitán devolvió el saludo, y ambos personajes estuvieron algún tiempo sin hablarse.

— Capitán —dijo al fin el forastero—. Soy un caballero protestante que se congratula de encontrarse aquí con unos hermanos en religión. Si no tenéis inconveniente comeremos juntos.

El capitán, a quien el talante distinguido y la elegancia en el vestir del caballero le habían prevenido favorablemente, contestó que en ello tenía un honor, y pronto la señorita Mila —la joven bohemia de que hemos hablado— le hizo sitio en su banco al lado de ella, y como era mujer muy servicial, le dio de beber en su mismo vaso, que el capitán volvió a llenar inmediatamente.

— Me llamo Dietrich Hornstein —dijo el capitán chocando su vaso con el del caballero—. ¿Usted habrá oído hablar de Dietrich Hornstein? ¿Sabréis que se cubrió de gloria en la batalla de Dreux y después en la de Arnay-le-Duc?

El forastero comprendió que ésta era una manera indirecta de preguntarle su nombre, y respondió:

— Tengo el sentimiento de no poder presentarme con otro nombre tan célebre como el vuestro, capitán. Pero mi padre ha sido muy conocido en nuestras guerras civiles. Me llamo Bernardo de Mergy.

— ¡Ah! ¿Qué dice usted? —gritó el capitán llenando su vaso hasta el borde—. He conocido mucho a vuestro padre desde que empezó la guerra y le he tratado como a un amigo íntimo. A su salud, Bernardo.

El capitán levantó su vaso y dijo algunas palabras en alemán a sus hombres, los cuales, en cuanto vieron que su jefe se llevaba el líquido a los labios, arrojaron al aire sus sombreros y prorrumpieron en exclamaciones. El hostelero creyó que era la señal de una matanza y se puso de rodillas. El propio Bernardo se quedó algo sorprendido de tan extraordinario honor; sin embargo, se creyó en el caso de corresponder a esta cortesía alemana bebiendo a la salud del capitán.

Las botellas, que estaban casi vacías, no eran suficientes para este nuevo brindis.

— Levántate, haragán —dijo el capitán volviéndose hacia el posadero, que continuaba de rodillas— levántate y ve a buscar más vino. ¿Pero no ves que las botellas están vacías?

Y para que de ello se convenciese, el teniente le arrojó una a la cabeza. El hostelero echó a correr hacia la cueva.

— Este hombre es un rematado insolente —dijo Mergy—; pero podríais haberle hecho mucho daño si la botella le alcanza.

— ¡Bah! — contestó el teniente riendo a carcajadas.

— La cabeza de un papista —añadió Mila— es más dura que esa botella.

El teniente rió con más fuerza y fue imitado por todos los concurrentes, incluso Alergy, aunque lo hacía más por la boca graciosa de la bohemia que por su gracia cruel.

Traído más vino, la comida servida, y después de un instante de silencio, el capitán dijo con la boca llena:

— He conocido mucho a M. de Mergy. Era coronel de infantería cuando la primera hazaña del príncipe. Durante el sitio de Orleans hemos dormido durante dos meses en el mismo cuarto. ¿Y cómo se encuentra actualmente?

— Bastante bien para sus muchos años, gracias a Dios. Muchas veces me ha hablado de los soldados alemanes y de sus valientes cargas en la batalla de Dreux.

— También he conocido a vuestro hermano mayor..., el capitán Jorge...

Mergy se sintió molesto al oír hablar de su hermano.

— Era un verdadero bravo —continuó el capitán—; pero ¡mala peste! no tenía buena cabeza. Lo siento por vuestro padre. Su abjuración le habrá producido un gran disgusto.

Mergy enrojeció hasta en el blanco de los ojos y balbuceó algunas palabras para excusar a su hermano; pero bien fácilmente se traslucía que le juzgaba con más severidad aún que el capitán.

— ¡Bah! Observo que esta charla os poduce pena. No hablemos más de ello. Fue una pérdida para la religión y una gran adquisición para el rey, que, según dicen, le distingue mucho.

— ¿Venís de París, no es eso? —interrumpió Mergy, deseoso de cambiar la conversación—. ¿Ha llegado ya el almirante? ¿Le habéis visto? ¿Sabéis cómo se encuentra?

— Llegó de Blois con la corte cuando nosotros salíamos. Está muy bueno. Hecho un muchacho. Puede resistir todavía veinte guerras civiles. Su majestad le trata con tanta distinción, que los papistas rabian de despecho.

— Nunca reconocerá el rey su mérito lo suficiente.

— Ayer mismo vi al rey estrechando la mano del almirante en la escalera del Louvre. M. de Guisa tenía la cara lastimosa de un azotado. A mí se me representaba el rey como el hombre que enseña el león en la feria y le toma la pata de la mano, como si se tratase de un perro; pero, sin embargo, no olvidando jamás que esa pata tiene terribles uñas. ¡Juraría que Carlos IX sentía las uñas del almirante!

— El almirante tiene el brazo largo -dijo el teniente. Esta frase era una especie de proverbio en el ejército protestante.

— Para su edad es un hombre muy guapo — observó Mila.

— Le preferiría para amante antes que a un papista joven — añadió la señorita Trudchen, la amiga del teniente.

— Es la columna que sostiene nuestra religión —dijo Mergy—, y es acreedor a toda clase de alabanzas.

— Sí, pero es enormemente severo en cuestiones de disciplina — contestó el capitán, sacudiendo la cabeza.

El teniente guiñó un ojo con aire significativo, y su gruesa fisonomía se contrajo al hacer un gesto, que él creía sonrisa.

— No me explico —replicó Mergy— que un viejo soldado como vos, capitán, reproche al almirante por la estrecha disciplina que hace observar a sus soldados.

— Sí, sin duda. Es necesaria la disciplina; pero hay que tener en cuenta las fatigas que sufre el soldado y permitirle algún desahogo cuando por azar encuentra ocasiones para ello. ¡Bah! Cada hombre tiene sus defectos, y aunque me quiso ahorcar, bebamos a la salud del almirante.

— ¿Que os quiso ahorcar el almirante? — exclamó Mergy.

— Sí, ¡voto al diablo! Me quiso ahorcar; pero yo no soy muy rencoroso. Bebamos a la salud del almirante.

Antes que Mergy pudiera insistir, el capitán llenó todos los vasos, se quitó el sombrero y ordenó a los soldados que lanzaran tres hurras. Los vasos vacíos y el tumulto apaciguado, Mergy insistió:

— ¿Y por qué le quisieron ahorcar, capitán?

— Por una tontería. Entré a saco en el convento de Saulonge y le prendí fuego fortuitamente.

— Sí, pero no todos los frailes estaban fuera de casa — interrumpió el teniente, riendo su gracia a carcajadas.

— ¡Bah! ¿Y qué importa que semejante canalla sea quemada un poco antes o un poco después? Sin embargo, ¿lo creeréis, señor de Mergy? El almirante se incomodó mucho, y me hizo prender. Después, y sin guardarme cortesías, sus jueces se revolvieron en contra de este modesto capitán. Pero todos los grandes señores que rodean al almirante, incluso M. de Lanoue, que, como no ignoráis, es poco sensiblero para el soldado, le rogaron que me perdonase; mas él rehusó en absoluto. ¡Dios de Dios! ¡Estaba colérico, iracundo! Mascaba con rabia su mondadientes, y ya conoceréis el proverbio: «Dios nos libre de los Padrenuestros de M. de Montmorency y del mondadientes del almirante». «Es necesario —parece que decía— matar la mala hierba cuando está retoñando; si la dejamos crecer ella nos destruirá...» Subí allá arriba..., ya os figuráis dónde, y todavía me parece estar contemplando a nuestro pastor con el libro bajo el brazo... Esta operación la presidía cierto roble..., el patíbulo..., que no se me olvidará nunca, con su brazo hacia adelante. Se me puso la cuerda al cuello. Cuantas veces recuerdo aquel cordel se me queda el gañote tan seco como la yesca.

— Toma, para humedecerlo — dijo Mila, y llenó hasta el borde el vaso del narrador.

El capitán lo bebió de un solo trago y continuó su relato:

— Me consideraba ya perdido, cuando divisé al almirante, y le dije: «¡Eh! Monseñor. ¿Se puede así ahorcar a un hombre que mandaba los soldados más valerosos en la batalla de Dreux?». Le vi escupir su mondadientes y tomar otro nuevo, y me dijo: «Es buena señal». Luego, el almirante habló bajo con el capitán Cormier... Después llamó al preboste: «¡Bueno! ¡Que icen pronto a ese hombre de la horca!». Y tranquilamente giró sobre sus talones, marchándose a otra parte. Me izaron en seguida; pero el bravo Cormier, que tenía la espada en la mano, rasgó con ella la cuerda, y yo caí a tierra, desde el terrible madero, rojo, como un cangrejo cocido.

— Os felicito —dijo Mergy— de vuestra buena suerte en aquellos momentos.

Empezó Bernardo a comprender lo que era el capitán, y parecía experimentar cierta repugnancia encontrándose acompañado de un hombre que con justicia había merecido la horca; pero en aquel tiempo desdichado los crímenes eran tan frecuentes, que no se podían juzgar con el rigor que en la actualidad. Las crueldades de un partido autorizaban toda clase de represalias, y los odios de religión ahogaban los sentimientos de solidaridad nacional. Además, los arrumacos de Mila, a la que empezaba a encontrar muy bonita, y los vapores del vino, que obraban con más eficacia en su cabeza, no habituada, que en la de los soldados, cuya costumbre de beber era constante, le producían una extraordinaria indulgencia hacia sus compañeros de mesa.

— Yo escondí al capitán en un carromato durante ocho días —dijo Mila— y no le permitía salir más que de noche.

— Y yo —añadió Trudchen— le llevaba de comer y beber. Todo hay que decirlo.

— El almirante —prosiguió el capitán— parecía lleno de cólera contra Cormier; pero era una farsa que los dos representaban muy bien. Durante algún tiempo iba yo siguiendo al ejército, pero sin atreverme a presentar delante del almirante. Pero en el sitio de Lognac me descubrió en una trinchera y me dijo: «Amigo Dietrich, ya que no fuiste ahorcado, vas a dejarte ahora arcabucear». Y me mostró la brecha. En el acto comprendí lo que quería, y me lancé bravamente al asalto. Al día siguiente me lo encontré en la calle, llevando yo en la mano mi sombrero, atravesado por una bala de arcabuz. «Monseñor —le dije—, lo mismo que me ahorcaron, me han arcabuceado». Sonrió y me alargó su bolsa diciendo: «Toma, para que te compres un sombrero nuevo». Desde entonces hemos sido buenos amigos. ¡Ah! ¡Qué hermoso saqueo el del pueblo de Lognac! ¡Cuando lo recuerdo se me hace la boca agua!

— ¡Qué vestidos de seda más bonitos! — exclamó Mila.

— ¡Cuánta cantidad de riquísimas telas! — añadió Trudchen.

— ¡Qué bien nos portamos con las religiosas del convento! —expuso el teniente—. Doscientos arcabuceros de a caballo encerrados con cien religiosas.

— Y hubo más de veinte que abjuraron el papismo —dijo Mila—. Tan de su gusto encontraron a los hugonotes.

— Sí que resultó un espectáculo hermoso —exclamó el capitán— ver a nuestra soldadesca yendo a beber con las casullas de los padres sobre los hombros, a los caballos comiendo la avena en el altar y a nosotros bebiendo el buen vino de los frailes en cálices de plata.

Volvió la cabeza para pedir más bebida y se encontró al hostelero con las manos juntas, los ojos elevados al cielo y todo el rostro con una expresión de horror indefinible.

— Imbécil —dijo el bravo Dietrich Hornstein—, ¿cómo puede haber hombres tan tontos que se crean las imbecilidades que inventan los curas papistas? Mire, señor de Mergy, en la batalla de Montcontour maté de un pistoletazo a un caballero del duque de Anjou; y registrando sus ropas, ¿sabéis lo que encontré sobre su estómago? Un gran trozo de seda todo cubierto con nombres de santos. Pensaba con esto asegurarse de las balas. ¡Mil demonios! ¡Si no existe un escapulario que no atraviese una bala protestante!

— Pues en mi país —interrumpió el teniente— se venden unos pergaminos que nos libran del plomo y del hierro.

— Yo preferiría siempre una coraza de acero bien templado —dijo Mergy—, como las que vende Jacobo Leschot en los Países Bajos.

— Sin embargo, no es posible negar —dijo el capitán— que se pueden amortiguar las heridas. Yo mismo he visto en la batalla de Dreux a un caballero herido de un arcabuzazo en medio del pecho; pues bien: este hombre conocía la receta de un ungüento, y colocándolo en su correaje, se frotó con él la herida. Poco después no tenía sino la señal negra y roja que deja un arcabuzazo.

— ¿Y no creéis mejor que el frote con el correaje sería suficiente para amortiguar el golpe?

— Vosotros, los franceses, no queréis creer en nada. Pero ¿qué diríais de haber visto como yo a un gendarme silesiano poner su mano sobre una mesa sin que hubiera persona alguna que pudiera mellársela a cuchilladas? ¿Os reís por creerlo imposible? Preguntad a Mila. ¿Ve usted a esta muchacha? Es de un país donde las brujas abundan tanto como aquí los frailes. Ella os podrá contar historias asombrosas. ¡Cuántas veces, en las largas veladas otoñales, cuando estamos reunidos al aire libre y junto a una hoguera, se me han erizado los cabellos escuchando las aventuras que refiere!

— Os agradecería mucho que contarais una —dijo Mergy—. Hacedme ese favor, bella Mila.

— Sí, Mila —añadió el capitán—, refiérenos alguna historia mientras terminamos estas botellas.

— Escuchadme, pues —dijo Mila—, y vos, caballero, que no creéis en nada, hacedme el favor de guardar las dudas para vos solo.

— ¿Cómo os atrevéis a decir que no creo en nada? —respondió Mergy muy quedo—. Por mi fe os juro que creo que me habéis embrujado, tan enamorado me tenéis de vos.

Mila le rechazó con dulzura, cuando la boca de Mergy llegaba casi a su mejilla, y después de echar a derecha e izquierda una mirada fugitiva para asegurarse de que todo el mundo la oía, comenzó de esta suerte:

— Capitán, ¿habéis estado alguna vez en Hameln?

— ¡Jamás!

— ¿Y usted, teniente?

— Tampoco.

— ¡Cómo! ¿No hay aquí nadie que haya estado en Hameln?

— Allí pasé yo un año — dijo un soldado.

— Pues bien, Fritz: ¿recuerdas la iglesia de Hameln?

— La he visto más de cien veces.

— ¿Y sus vidrieras iluminadas?

— Ciertamente.

— ¿Y qué has visto pintado en esas vidrieras?

— ¿En esas vidrieras?... A la izquierda, un hombre alto y moreno, que toca la flauta, y unos niños que corren detrás de él.

— Exacto. Pues bien. Os voy a contar la historia de ese hombre moreno y de esos niños:

«Hará muchos años, la población de Hameln se vio atormentada por una plaga de ratas que venían del Norte, tan enorme y tan espesa como las sombras de la noche. Un carretero no se hubiera atrevido a conducir sus caballos por el camino que siguen las ratas. Todo lo devoraban en un instante, y en una granja les era más fácil a esos animales comerse un tonel de trigo que a mí beber este vaso de vino».

Se lo bebió, se enjugó la boca y prosiguió:

«Ratoneras, venenos, plegarias y sortilegios fueron inútiles. Se hizo venir de Brema un barco cargado de gatos, y tampoco se consiguió nada. Si mataban mil, llegaban diez mil ratas más poderosas. En breve, si no se hallaba un remedio contra este mal, no quedaría en todo Hameln ni un solo grano de trigo y los habitantes se morirían de hambre.

»Pero he aquí que un día de viernes se presentó ante el burgomaestre de la población un hombre alto, seco, ojos grandes, boca alargada hasta las orejas, vestido con un justillo rojo, con un sombrero en punta, los calzones ornados de cintas, las medias grises y los zapatos de adornos encaramados. Llevaba en la mano un pequeño saco de piel. Me parece que le estoy viendo todavía».

Todas las miradas se volvieron involuntariamente hacia la pared, en la cual Mila tenía fijos sus ojos.

— ¿Pero lo visteis vos?

— Yo no. Mi abuela. Pero se acordaba tan bien de la figura, que hubiera podido pintar el retrato.

— ¿Y qué le dijo al burgomaestre?

«Ofreció, mediante cien ducados, librar al pueblo de la plaga que le destruía. Comprenderéis que, tanto el burgomaestre como los ricos, aceptaron en seguida. Entonces el forastero sacó una flauta de bronce, y colocándose en la plaza del Mercado, delante de la iglesia, pero dándole la espalda, comenzó a tocar un aire musical rarísimo que no conocía ningún flautista de Alemania; y al escuchar esta música, de todos los graneros, de los rincones de los muros, de las vigas y de los telares comenzaron a salir ratas y ratones, que escuchaban extasiados. El forastero, sin dejar de tocar su flauta, se dirigió al río Weser, y remangándose los calzones se metió en el agua, seguido de todas las ratas de Hameln, que inmediatamente se ahogaron. No quedó más que una sola en todo el pueblo, y ahora os diré por qué. El mago —el flautista era un mago— preguntó a un ratón rezagado que todavía no había entrado en el río por qué razón Klauss, que así se llamaba aquella rata blanca, no se había presentado al llamamiento. 'Señor —respondió el ratoncillo— es tan vieja, que no puede andar.' 'Vete a buscarla tú mismo' —ordenó el mago—, y el ratoncito se volvió al pueblo, no tardando en venir acompañado de una rata gorda y blanca, tan viejecita, tan viejecita, que apenas si podía moverse. Los dos animales, el más joven arrastrando a la vieja por la cola, se metieron en el río y se ahogaron como sus camaradas. Así se pudo salvar el pueblo. Mas, cuando el forastero se presentó en el municipio para recibir la recompensa ofrecida, los ricos reflexionaron, y al advertir que ya no podían tener miedo de las ratas, creyeron que harían un bonito negocio dando al mago —a quien suponían sin buenos protectores— diez ducados en vez de los ciento que le tenían prometido. El forastero reclamó con insistencia su paga íntegra; pero se le envió a freír espárragos. Amenazó muy seriamente que se vengaría si no le pagaban en el acto lo convenido. Los burgueses, ante esta amenaza, se echaron a reír a carcajadas y le pusieron de patitas en la calle, diciendo burlonamente: '¡Miren el matador de ratas! ¡Miren ese matador de ratas!'; y todos los chiquillos de la aldea fueron detrás de él por las calles repitiendo a gritos y en mofa esas palabras despectivas. El viernes siguiente, al mediodía, reapareció el forastero en la plaza del Mercado. Esta vez traía un sombrero color de púrpura, levantada el ala de una manera bizarra. Sacó una flauta muy distinta que la anterior, y desde que la hizo sonar, todos los niños, de seis a quince años, le empezaron a seguir y salieron del pueblo en su compañía».

— ¿Pero los habitantes de Hameln les dejaron marchar? — preguntaron a la vez Mergy y el capitán.

«Los siguieron hasta la montaña de Koppenberg, cerca de una cueva que ahora se halla tapiada. El flautista penetró en ella y todos los chicos detrás de él. Durante algún tiempo se oía el son de la flauta, que iba disminuyendo poco a poco, hasta no percibirse nada. Los niños habían desaparecido y no se les volvió a ver jamás».

La bohemia se detuvo para observar en las caras del auditorio el efecto que había producido su relato.

El soldado que estuvo viviendo en Hameln usó de la palabra y dijo:

— Esa historia tiene que ser verdadera, pues cuando se habla en Hameln de algún acontecimiento extraordinario siempre se dice: «Esto ocurrió veinte o diez años después de la partida de nuestros chiquillos..., o el señor Falkeustein saqueó nuestro pueblo sesenta años después de que se llevaron a los niños».

— Pero lo más curioso del caso —añadió Mila— fue que al mismo tiempo, muy lejos de Hameln, en Transilvania, aparecieron algunos muchachos que hablaban muy bien el alemán y que no sabían decir de dónde venían. Ya mayorcitos se casaron en aquel país, enseñaron a sus hijos el alemán, y desde entonces se habla nuestra lengua en Transilvania.

— ¿Serían los chiquillos de Hameln, que el diablo los había transportado? — preguntó Mergy riendo.

— ¡Pongo por testigo al cielo de que es verdad! —exclamó el capitán—. Yo he estado en Transilvania y he oído hablar mi idioma, mientras que en los países de alrededor charlan una jerigonza del infierno.

Tan rotunda afirmación por parte de un capitán no admitía réplica.

— ¿Queréis que os diga la buenaventura? — preguntó Mila a Mergy.

— Con mucho gusto — respondió; y mientras enlazaba su brazo izquierdo al talle de la bohemia, presentó a ésta su mano derecha abierta.

Durante cerca de cinco minutos Mila estuvo observándola sin hablar y sacudiendo de vez en vez la cabeza con aire pensativo...

— ¡Vamos, niña, dime! ¿Será mía la mujer a quien amo?

Mila le pegó un papirotazo en la mano.

— Felicidad y desgracia —dijo—: de todo hay. Los ojos azules auguran mal y bien. Lo peor es que verterás tu propia sangre.

El capitán y el teniente guardaron silencio, demostrando disgusto al oír tan siniestra profecía.

El hostelero se persignó repetidas veces.

— Creeré que eres realmente bruja —dijo Mergy— si me dices lo que haré dentro de un momento.

— Me darás muchos besos — murmuró la bohemia a su oído.

— ¡Eres bruja! — exclamó Mergy besándola; e insistió, sin ser visto, en sus caricias a la bonita gitana, que se dejaba querer cada vez más gustosa.

Trudchen cogió una especie de mandolina, que tenía casi todas sus cuerdas, y preludió un himno alemán. Entonces, y rodeada de todos los soldados, empezó a cantar en su lengua una canción guerrera, cuyo estribillo repetían los oyentes.

El capitán, excitado por el ejemplo, se puso también a cantar, con una voz ronca de tanta bebida, una vieja canción hugonote, cuya música era menos bárbara que las palabras:

«Aunque ha muerto Condé
a caballo se ve al señor almirante.
No habrá quién le resista
cuando diga: —¡Adelante!
A zurrar al papista.—
¡Papista! ¡Papista! ¡Papista!».

Todos los soldados, enardecidos por el vino, cantaban cada uno con un aire diferente. El piso estaba cubierto de platos y botellas. En la estancia no se oía sino juramentos, carcajadas y cantares báquicos. Pronto, sin embargo, el sueño, favorecido por el alcohol del vino de Orleans, hizo sentir su poder sobre los actores de esta escena dionisíaca. Los soldados se acostaron en los bancos; el teniente, después de colocar dos centinelas a la puerta de la posada, se fue, dando tumbos, en busca del lecho; el capitán, que conservaba todavía el sentido de la línea recta, subió la escalera que conducía al cuarto del hostelero, el cual había escogido por ser el mejor de la posada.

¿Y Mergy y la bohemia? Ambos habían desaparecido antes de que el capitán cantase su canción.