Crónica del reinado de Carlos IX/06
V - El sermón
[editar]«Boca bien grande para todos los usos de la boca; habilísimo matador del tiempo;
buen violador de misas por su medro; gran escamoteador de las vigilias...
Para decirlo de una vez: compendio y resumen de todos los frailes frailunos de la frailería».
Cuando el capitán Jorge y su hermano atravesaban la iglesia para buscar un sitio cómodo y próximo al predicador, llamaron su atención unas carcajadas que se oían dentro de la sacristía. Entraron en ella y vieron a un hombre muy gordo, revestido con el hábito de San Francisco, de cara alegre y coloradota, que se hallaba charlando animosamente con media docena de muchachos jóvenes que tenían lujosos trajes.
— ¡Vamos, muchachos, voy teniendo prisa! —dijo—. Dadme el tema para el sermón.
— Hablarnos hoy de las tretas que algunas señoras se traen con sus maridos — pidió uno de los jóvenes, en quien Jorge reconoció en seguida a Beville.
— La materia es rica, querido; convengo en ello. Pero ¿qué podré yo decir que supere al predicador de Pontoise, quien gritó en su sermón: «Voy a arrojar mi bonete a la cabeza de aquella de vosotras que haya puesto más cuernos a su marido»? No hubo una sola mujer en la iglesia que no se cubriese la cabeza con el manto en actitud de parar el golpe.
— ¡Oh padre Lubin! —dijo otro muchacho—. No he venido al sermón sino para oíros hablar. Contadnos alguna cosa regocijante. ¿Por qué no predicáis sobre el pecado del amor, que es en la actualidad el más de moda?
— Será una moda para vosotros, caballeritos, que no tenéis arriba de veinticinco años; pero yo he cumplido hace tiempo los cincuenta, y a mi edad no se puede hablar de amor. Ya ni me acuerdo de ese pecado.
— No seáis hipócrita, padre Lubin; discurrís ahora sobre el amor tan bien como antes; si os conoceremos...
— Sí; predicad sobre la lujuria —añadió Beville—; todas las damas dirán que sois experto en la materia.
El franciscano respondió a esta afirmación con un guiño de ojos maliciosos, en el cual se advertía el placer y el orgullo que experimentaba al achacarle un vicio que supone juventud.
— No, no puedo predicar sobre ese tema, porque las señoras de la corte no querrían luego confesarse conmigo... si me encontraban demasiado severo... Si hablo sobre ello será tan sólo para demostrar que nos condenaremos para toda la existencia... por sólo un minuto de placer.
— ¡Bien!... ¡Ah! ¡Ya está aquí el capitán! A ver, Jorge, si se te ocurre un asunto para el sermón. El padre Lubin se ha comprometido a predicar sobre cualquier tema que le indiquemos.
— Sí —contestó el fraile—. Pero concluid de una vez, porque ya debiera estar en el púlpito.
— Apostaría cualquiera cosa a que no os atrevéis a intercalar juramentos en el sermón — dijo Beville.
— ¿Y por qué no, si me porfiáis mucho? — respondió osadamente el padre Lubin.
— Apuesto diez pistolas.
— ¿Diez pistolas? Aceptado.
— Beville —dijo el capitán—, llevo la mitad en tu parte.
— No, no —contestó aquél—. Quiero ganarme solo el dinero del buen padre... Si él lanza los juramentos, no lloraré por mis diez pistolas. La cosa se lo merece.
— Os puedo anunciar que ya he ganado. Comenzaré mi sermón con tres juramentos. ¡Ah caballeritos! ¿Os figuráis que por llevar un espadón al cinto y una pluma en el sombrero sois los únicos que pueden lanzar interjecciones fuertes? ¡Ahora veréis cuán grande es vuestro engaño!
Y después de hablar así, abandonó la sacristía y subió al púlpito. Pronto reinó en la iglesia el más profundo silencio.
El predicador echó una mirada sobre la muchedumbre, dispuesta a escuchar su verbo; buscó con los ojos a Beville, y cuando le vio, frunció las cejas, puso una mano sobre la cadera y, en un tono de hombre arrebatado por la cólera, comenzó su sermón con las siguientes exclamaciones:
«Amados hermanos:
»¡Por la virtud!... ¡Por la muerte!... ¡Por la sangre!...» — y pegaba puñetazos sobre el púlpito.
Un murmullo de sorpresa e indignación interrumpió al predicador, o, más bien, reemplazó la pausa que él dejaba de intento.
«... de Dios —continuó el franciscano, substituyendo el tono iracundo por otro gangoso y clerical—, hemos sido salvados del infierno!»
Una carcajada general interrumpió el sermón por segunda vez... Beville sacó su bolsa y la sacudió con afectación delante del predicador, como confesando que había perdido.
«Pues bien, mis amados hermanos —prosiguió imperturbable el padre Lubin—, estaréis satisfechos, ¿verdad? Los hombres han sido salvados del infierno. Preciosas palabras. Supondréis vosotros que ya no nos queda más sino cruzarnos de brazos e irnos a divertir. Nos hemos librado del horroroso fuego del infierno, y respecto al del purgatorio, que no es, comparado con el otro, sino fogata de candelas, nos podremos curar con el ungüento de una docena de misas. Pues ¡a comer!, ¡a beber!, ¡a divertirnos!
»¡Oh! ¡Qué endurecidos pecadores estáis hechos! Pero —y es el padre Lubin quien os lo dice— no contáis con la huéspeda.
»Os atrevéis a creer, caballeros heréticos, hugonotes y hugonotizantes, que sólo para librarnos del infierno fue nuestro Salvador crucificado? ¡Qué enorme tontería! ¿Por semejante canalla iba a derramar su preciosa sangre? Eso sería arrojar margaritas a puercos, y no olvidemos que Nuestro Señor precipitó en el mar dos mil puercos. Et ecce impetu abiit totus grex praeceps in mare. ¡Buen viaje, señores puercos! ¡Y pueden todos los herejes tomar el mismo camino!»
Al llegar a este punto, el orador tosió y se detuvo un momento para dirigir una mirada sobre los fieles y juzgar el efecto que producía su elocuencia... Luego prosiguió:
«De modo, señores hugonotes, que convertirse pronto... y muy pronto; si no, es imposible que os libréis de los tormentos infernales. Dad la espalda los pecadores y gritad conmigo: ¡Viva la misa!
»Y vosotros, mis amados hermanos los católicos, que os frotáis las manos satisfechos pensando en las delicias del paraíso..., pues, con franqueza, hermanos: el paraíso está a más distancia de la corte donde vivís en pleno paraíso, que desde San Lázaro a la Puerta de San Dionisio, aun tomando por el atajo.
»La virtud, la muerte, la sangre de Dios os han librado del infierno... Sí, os libran del pecado original, de acuerdo. Mas ¡ay de vosotros si Satanás os atrapa! Circuit quaerus quem devoret.
»¡Oh mis amados hermanos! Satanás es un esgrimidor más experto que Juan el Grande, Juan el Pequeño y el Inglés, y son terribles sus asaltos.
»En cuanto nos quitamos los sayos y las botas de campana y estamos en momento propicio de pecar mortalmente, Satanás nos lleva a los Pré-aux-Clercs de la existencia eterna. Las armas con que nos defendemos son los divinos sacramentos; él lleva al combate todo un arsenal, que lo constituyen nuestros pecados, a la vez armas ofensivas y defensivas.
»Me parece verle entrar al duelo en campo cerrado, con la Gula sobre la tripa, sirviéndole de coraza, y empleada por la Pereza; en su cintura conduce la Lujuria, que es una espada muy peligrosa; la Envidia es la daga; el Orgullo se le coloca en la cabeza, como un soldado el almete; en sus bolsillos guarda la Avaricia, para aprovecharse de ella cuando tenga necesidad, y la Ira, con todas las injurias, hijas suyas, la tiene siempre en la boca; nuestro enemigo viene armado, como veis, hasta los dientes.
»Cuando da Dios la señal, no dice Satanás las palabras corteses de los duelistas bien educados: 'Caballero, ¿estáis en guardia?' Se tira a fondo sobre los buenos cristianos, con la cabeza baja, y sin decir oste ni moste. El cristiano, si advierte que va a recibir una estocada en medio del estómago, puede pararla por medio de la Templanza».
Al llegar este momento de su sermón, el predicador, para que se entendiesen mejor sus imágenes, asió un crucifijo y comenzó a esgrimirle como si fuera una espada, tirándose a fondo, marcando paradas, sin olvidarse de romper y marchar, lo mismo que haría un maestro de esgrima para explicar un golpe difícil.
«Satanás se retira para descargar una finta con la Ira; luego hace otra muy astuta con la Hipocresía, y de repente os lanza una estocada armada del Orgullo... El cristiano para el primer golpe con la Paciencia y los otros con la Humildad... Satanás, irritado, acomete esgrimiendo la Lujuria; pero también puede este ataque dominarse con las Mortificaciones. Se ve perdido el enemigo e intenta echaros la zancadilla con la Pereza y arremeter a puñaladas con la Envidia, mientras prepara para entrar en el combate a la Avaricia como arma suprema. Entonces es cuando necesitáis tener buen ojo. Con el Trabajo os libraréis de la zancadilla que tiende la Pereza; de la puñalada de la Envidia, con el Amor al prójimo —parada muy difícil, amados hermanos—, y respecto a la estocada de la Avaricia, sólo podrá eludirse con la Caridad.
»Pero, queridos hermanos: ¿cuántos puede haber entre vosotros que, acometidos por un poderoso enemigo, unas veces en tercera y otras en cuarta, con puntas y con filo, tengan siempre prevenidas las respuestas a las estocadas del enemigo? A más de un campeón he visto caer a tierra, y entonces, si rápido no apela a la Contrición, está perdido para siempre. Este supremo medio defensivo es necesario usarle más tarde o más temprano... Muchos de vosotros creéis que para un pecadillo siempre habrá tiempo de confesarlo... Pero, ¡ay!, por desgracia, hermanos, yo he visto a muchos moribundos que querían decir su pecado; pero como les faltaba la voz..., su alma se la llevó el diablo».
El hermano Lubin continuó todavía algún tiempo haciendo gala de elocuencia; y cuando abandonó el púlpito, un amante del bien hablar habría anotado que el sermón, el cual duró una hora justa, contenía treinta y siete símiles más, parecidos a los anteriores. Católicos y protestantes, aplaudieron al predicador, que permaneció algún tiempo al pie del púlpito, rodeado de una muchedumbre solícita, compuesta por gentes que acudían de todas partes de la iglesia para ofrecer sus felicitaciones al franciscano.
Durante el sermón, Mergy preguntó varias veces dónde estaba la condesa de Turgis; inútilmente su hermano la había buscado con los ojos... O la bella señora no estaba en la iglesia, o se ocultaba de sus admiradores en algún rincón escondido.
— Quisiera —dijo Mergy, saliendo— que todas las personas que han oído este absurdo sermón escucharan las simples exhortaciones de nuestros pastores.
— Mira a la condesa de Turgis — le dijo en voz baja el capitán, apretándole el brazo.
Mergy volvió la cabeza y vio pasar con la rapidez de un relámpago por el atrio obscuro a una mujer lujosamente vestida, que conducía de la mano un hombre joven, rubio, delgado, de rostro afeminado y de aspecto delicaducho, y cuyo atavío era de una negligencia tal vez estudiada... La muchedumbre abría paso ante ellos con un azoramiento no exento de terror... El caballero era el terrible Comminges.
Mergy apenas si tuvo tiempo de mirar a la condesa. No podía darse cuenta de sus rasgos fisonómicos, y, sin embargo, esa mujer le había hecho una gran impresión... Y Comminges le era extremadamente antipático, sin poder explicarse los motivos... Se indignaba de ver a un hombre tan débil en apariencia y ya poseedor de tanto renombre.
«Si la condesa —pensó— se atreviera a amar a cualquiera de éstos, Comminges lo mataría. Ha jurado matar a cuantos ame esa mujer...»
Y se llevó la mano involuntariamente al puño de su espada; pero pronto se avergonzó de tal arrebato.
«¿Qué me importa, después de todo? —se dijo—. No le envidio su conquista, a la cual no he podido ni ver».
A pesar de estas ideas, el encuentro le había dejado una impresión penosa y durante el camino desde la iglesia a casa de su hermano guardó silencio.
Encontraron la cena servida. Mergy comió poco, y en cuanto quitaron la mesa, mostró deseos de volver a su hostería. El capitán le permitió que marchase; pero con la promesa de que volviera al día siguiente para establecerse en la casa de modo definitivo.
No hay necesidad de decir que Mergy encontró en casa de su hermano dinero, un caballo, etc., y además el conocimiento de un sastre de la corte y de un popular comerciante de la aristocracia, donde todo joven que deseaba ser bien visto de las damas debía comprar sus guantes, sus gorgueras a la confusión, y sus zapatos llamados en aquel tiempo de puente levadizo, que eran entonces las prendas más a la moda...
La noche estaba muy obscura, y Bernardo volvió a su posada en compañía de los lacayos de Jorge, armados de espadas y pistolas, porque las calles de París, después de las ocho de la noche, eran entonces más peligrosas todavía que lo es en la actualidad el camino de Sevilla a Granada.[1]
- ↑ Me atrevo a insistir en el recuerdo de que esta novela se escribió en 1829. Todavía bastantes años después, el camino de Sevilla a Granada fue tan peligroso como en la época en que lo visitó Merimée. (Nota del traductor).