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Crónica del reinado de Carlos IX/20

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XIX - El franciscano

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«Monachus in claustra
mon valet ova duo:
sed quando est extra,
bene valet triginto».


Al día siguiente del matrimonio de Margarita con el rey de Navarra, el capitán Jorge, por orden superior, abandonó París, para ponerse al frente de su escuadrón de caballería ligera, que guarnecía Meaux. Su hermano le dio el adiós con gran cariño, y esperando volver a verle antes de que concluyeran las fiestas, se resignó de buen grado a habitar solo la casa unos cuantos días. La señora de Turgis le distraía bastante para que pudiesen asustarle algunos momentos de soledad. Toda la noche la pasaba fuera de casa, y el día entero le dedicaba a dormir.

El viernes 22 de agosto de 1572, el almirante fue gravemente herido por un facineroso llamado Maurevel. Como el rumor había atribuido el cobarde asesinato al duque de Guisa, este señor se creyó en el caso de abandonar París para substraerse a los lamentos y a las amenazas de los reformistas. El rey, de momento, pareció querer perseguir al duque con gran rigor; pero luego no puso ningún obstáculo a su regreso, que fue señalado por la horrible matanza del 24 de agosto.

Un gran número de caballeros protestantes, jinetes en briosos caballos, después de haber ido a visitar al almirante, recorrieron las calles con la intención de buscar al duque de Guisa o a sus amigos y entablar contienda si los encontraban. No ocurrió nada, sin embargo. El populacho, asustado ante el número, o quizá queriendo reservarse para mejor ocasión, guardó silencio ante el formidable grupo, y sin darse por enterado, les oyó gritar: ¡Mueran los asesinos del almirante! ¡Abajo los guisistas!

A la vuelta de una calle, una docena de jóvenes católicos y varios servidores de Guisa se presentaron inopinadamente delante del grupo protestante. Se esperaba una pendencia seria; pero no sucedió nada. Los católicos, acaso por prudencia, o tal vez porque obraran con órdenes precisas, no respondieron a las injurias de los protestantes, y un joven de buen aspecto que marchaba a la cabeza de aquéllos avanzó hacia Mergy, y saludándole con cortesía, le dijo en tono amistoso y familiar:

— Buenos días, caballero de Mergy. ¿Sin duda habréis visto a M. de Chatillon? ¿Cómo se encuentra? ¿Ha sido preso el asesino?

Los dos grupos se detuvieron. Mergy reconoció el barón de Vandreuil, correspondió a su saludo y respondió a sus preguntas. Se entablaron numerosas conversaciones particulares, y como duraron poco, ambos bandos se separaron sin disputar. Los católicos cedieron la calle y cada uno prosiguió su camino.

El barón de Vandreuil había detenido a Mergy bastante tiempo; de modo que nuestro héroe se quedó algo detrás de sus compañeros. Al despedirle, le dijo Vandreuil, mientras examinaba la silla de su caballo:

— ¡Tened cuidado! Mucho me equivoco, o a este animal no le aprieta bien la cincha. ¡Estad prevenido!

Mergy puso pie en tierra y encinchó de nuevo al caballo. En cuanto volvió a montar, pudo advertir que alguien iba al trote largo detrás de él. Volvió la cabeza y se encontró con un hombre joven, cuya figura le era desconocida y que formaba parte del grupo que acababa de abandonar.

— ¡Ira de Dios! —dijo el perseguidor al alcanzar a Bernardo—. Me satisfaría mucho encontrar a uno de esos que van gritando: ¡Abajo los guisistas!

— Pues no debéis correr demasiado para encontrarlo —respondió Mergy—. Aquí hay uno a vuestra disposición.

— ¿Seréis por casualidad de la pandilla de esos granujas?

Mergy desenvainó rápidamente, y con un planazo de su espada golpeó el rostro del amigo de los Guisas. Éste sacó una pistola y disparó; pero felizmente erró el golpe. El amante de Diana respondió con una gran estocada a la cabeza de su enemigo, que cayó del caballo bañado en sangre. El populacho, hasta entonces espectador impasible, tomó partido por el herido. El caballero hugonote fue asediado a pedradas y estacazos, y como toda resistencia contra la multitud era inútil, decidió picar espuelas y partir al galope. Al querer dar rápido la vuelta a un ángulo de la calle, cayó a tierra el noble bruto, derribando al jinete, que resultó sin herida alguna, pero impedido de proseguir su huida para librarse del populacho furioso que le rodeaba. Entonces se adosó contra la pared y pudo defenderse algunos momentos con la espada contra los primeros que se presentaron. Pero un fuerte bastonazo rompió la hoja de su arma, y hubiese sido derribado y hecho pedazos por la multitud, si un franciscano, colocándose delante de los hombres que le perseguían, no le hubiera cubierto con su propio cuerpo.

— ¿Qué hacéis, hijos míos? —exclamó—. Dejad a ese hombre. No es culpable.

— Es un hugonote — gritaron cien voces furiosas.

— Pues bien. Dejadle tiempo de arrepentirse. Lo tiene todavía.

Las manos que sujetaran a Mergy le soltaron en seguida. Se levantó rápido, recogió el trozo de su espada y se dispuso a vender muy cara su vida, si de nuevo era atacado.

— Dejad vivir a este hombre —dijo el fraile—, y tened paciencia. Dentro de poco, los hugonotes irán a misa.

— ¡Paciencia! ¡Paciencia! —repitieron numerosas veces con mal humor—. Hace mucho tiempo que se nos habla de paciencia, y, entre tanto, cada domingo los hugonotes en sus iglesias escandalizan con sus cánticos a los cristianos honestos.

— ¡Eh! ¿No conocéis el proverbio: Tanto canta el búho, que al fin enloquece? —dijo el fraile en tono burlón—. Dejadle chillar todavía un poco; pronto, por la gracia de Nuestra Señora, les oiréis cantar misa en latín. En cuanto a este joven parpaillot, dejádmelo a mí y haré de él un buen cristiano. ¡Vamos! No quemad el asado para comerlo más pronto.

La muchedumbre se dispersó murmurando, pero sin dirigir la menor injuria a Mergy, al que dejaron hasta su caballo.

— Es la primera vez en mi vida que he visto con placer vuestro traje —dijo Bernardo al fraile—. Creed en mi reconocimiento, y aceptad esta bolsa.

— Si la destináis para los pobres, acepto, caballero. Sabréis que me intereso por vos. Conozco mucho a vuestro hermano y quiero que todo os vaya bien.

— Os lo agradezco, padre; pero no tengo ningún deseo de convertirme... ¿Pero de qué me conocéis? ¿Cuál es vuestro nombre?

— Me llamo el hermano Lubin..., y... pícaro, ya os veo rondar con frecuencia alrededor de cierta casa... ¡Chist!... Decidme, caballero de Mergy: ¿creéis ahora que un fraile pueda hacer el bien?

— Por todas partes publicaré vuestra generosidad, padre Lubin.

— ¿Y no queréis abandonar el sermón por la misa?

— No, de ningún modo. No iré nunca a la iglesia más que para oír vuestras predicaciones.

— Sois hombre de gusto a lo que parece.

— Y el más grande de vuestros admiradores.

— Me duele que queráis continuar con vuestra herejía. Os he prevenido; he hecho lo que puedo... Por lo tanto, me lavo las manos. Adiós, buen muchacho.

— Adiós, padre.

Mergy montó de nuevo en su caballo y se dirigió a su casa, un poco molido, pero muy satisfecho de haber salido bien librado de un riesgo gravísimo.