Crimen y castigo (tr. anónima)/Cuarta Parte/Capítulo II
Capítulo II
Eran cerca de las ocho. Los dos jóvenes se dirigieron a paso ligero al edificio Bakaleev, con el propósito de llegar antes que Lujine.
‑¿Quién era ese señor que estaba contigo? ‑preguntó Rasumikhine apenas llegaron a la calle.
‑Es Svidrigailof, ese hacendado que hizo la corte a mi hermana cuando la tuvo en su casa como institutriz. A causa de esta persecución, Marfa Petrovna, la esposa de Svidrigailof, echó a mi hermana de la casa. Esta señora pidió después perdón a Dunia, y ahora, hace unos días, ha muerto de repente. De ella hemos hablado hace un momento. No sé por qué temo tanto a ese hombre. Inmediatamente después del entierro de su mujer se ha venido a Petersburgo. Es un tipo muy extraño y parece abrigar algún proyecto misterioso. ¿Qué es lo que proyectará? Hay que proteger a Dunia contra él. Estaba deseando poder decírtelo.
‑¿Protegerla? Pero ¿qué mal puede él hacer a Avdotia Romanovna? En fin, Rodia, te agradezco esta prueba de confianza. Puedes estar tranquilo, que protegeremos a tu hermana. ¿Dónde vive ese hombre?
‑No lo sé.
‑¿Por qué no se lo has preguntado? Ha sido una lástima. Pero te aseguro que me enteraré.
‑¿Te has fijado en él? ‑preguntó Raskolnikof tras una pausa.
‑Sí, lo he podido observar perfectamente.
‑¿De veras lo has podido examinar bien? ‑insistió Raskolnikof.
‑Sí, recuerdo todos sus rasgos. Reconocería a ese hombre entre mil, pues tengo buena memoria para las fisonomías.
Callaron nuevamente.
‑Oye ‑murmuró Raskolnikof‑, ¿sabes que...? Mira, estaba pensando que... ¿no habrá sido todo una ilusión?
‑Pero ¿qué dices? No lo entiendo.
Raskolnikof torció la boca en una sonrisa.
‑Te lo diré claramente. Todos creeréis que me he vuelto loco, y a mí me parece que tal vez es verdad, que he perdido la razón y que, por lo tanto, lo que he visto ha sido un espectro.
‑Pero ¿qué disparates estás diciendo?
‑Sí, tal vez esté loco y todos los acontecimientos de estos últimos días sólo hayan ocurrido en mi imaginación.
‑¡A ti te ha trastornado ese hombre, Rodia! ¿Qué te ha dicho? ¿Qué quería de ti?
Raskolnikof no le contestó. Rasumikhine reflexionó un instante.
‑Bueno, te lo voy a contar todo ‑dijo‑. He pasado por tu casa y he visto que estabas durmiendo. Entonces hemos comido y luego yo he visitado a Porfirio Petrovitch. Zamiotof estaba con él todavía. Intenté empezar en seguida mis explicaciones, pero no lo conseguí. No había medio de entrar en materia como era debido. Ellos parecían no comprender y, por otra parte, no mostraban la menor desazón. Al fin, me llevo a Porfirio junto a la ventana y empiezo a hablarle, sin obtener mejores resultados. Él mira hacia un lado, yo hacia otro. Finalmente le acerco el puño a la cara y le digo que le voy a hacer polvo. Él se limita a mirarme en silencio. Yo escupo y me voy. Así termina la escena. Ha sido una estupidez. Con Zamiotof no he cruzado una sola palabra... Yo temía haberte causado algún perjuicio con mi conducta; pero cuando bajaba la escalera he tenido un relámpago de lucidez. ¿Por qué tenemos que preocuparnos tú ni yo? Si a ti te amenazara algún peligro, tal inquietud se comprendería; pero ¿qué tienes tú que temer? Tú no tienes nada que ver con ese dichoso asunto y, por lo tanto, puedes reírte de ellos. Más adelante podremos reírnos en sus propias narices, y si yo estuviera en tu lugar, me divertiría haciéndoles creer que están en lo cierto. Piensa en su bochorno cuando se den cuenta de su tremendo error. No lo pensemos más. Ya les diremos lo que se merecen cuando llegue el momento. Ahora limitémonos a burlarnos de ellos.
‑Tienes razón ‑dijo Raskolnikof.
Y pensó: «¿Qué dirás más adelante, cuando lo sepas todo...? Es extraño: nunca se me había ocurrido pensar qué dirá Rasumikhine cuando se entere.»
Después de hacerse esta reflexión miró fijamente a su amigo. El relato de la visita a Porfirio Petrovitch no le había interesado apenas. ¡Se habían sumado tantos motivos de preocupación durante las últimas horas a los que tenía desde hacía tiempo!
En el pasillo se encontraron con Lujine. Había llegado a las ocho en punto y estaba buscando el número de la habitación de su prometida. Los tres cruzaron la puerta exterior casi al mismo tiempo, sin saludarse y sin mirarse siquiera. Los dos jóvenes entraron primero en la habitación. Piotr Petrovitch, siempre riguroso en cuestiones de etiqueta, se retrasó un momento en el vestíbulo para quitarse el sobretodo. Pulqueria Alejandrovna se dirigió inmediatamente a él, mientras Dunia saludaba a su hermano.
Piotr Petrovitch entró en la habitación y saludó a las damas con la mayor amabilidad, pero con una gravedad exagerada. Parecía, además, un tanto desconcertado. Pulqueria Alejandrovna, que también daba muestras de cierta turbación, se apresuró a hacerlos sentar a todos a la mesa redonda donde hervía el samovar. Dunia y Lujine quedaron el uno frente al otro, y Rasumikhine y Raskolnikof se sentaron de cara a Pulqueria Alejandrovna, aquél al lado de Lujine, y Raskolnikof junto a su hermana.
Hubo un momento de silencio. Lujine sacó con toda lentitud un pañuelo de batista perfumado y se sonó con aire de hombre amable pero herido en su dignidad y decidido a pedir explicaciones. Apenas había entrado en el vestíbulo, le había acometido la idea de no quitarse el gabán y retirarse, para castigar severamente a las dos damas y hacerles comprender la gravedad del acto que habían cometido. Pero no se había atrevido a tanto. Por otra parte, le gustaban las situaciones claras y deseaba despejar la siguiente incógnita: Pulqueria Alejandrovna y su hija debían de tener algún motivo para haber desatendido tan abiertamente su prohibición, y este motivo era lo primero que él necesitaba conocer. Después tendría tiempo de aplicar el castigo adecuado.
‑Deseo que hayan tenido un buen viaje ‑dijo a Pulqueria Alejandrovna en un tono puramente formulario.
‑Así ha sido, gracias a Dios, Piotr Petrovitch.
‑Lo celebro de veras. ¿Y para usted no ha resultado fatigoso, Avdotia Romanovna?
‑Yo soy joven y fuerte y no me fatigo ‑repuso Dunia‑; pero mamá ha llegado rendida.
‑¿Qué quieren ustedes? ‑dijo Lujine‑. Nuestros trayectos son interminables, pues nuestra madre Rusia es vastísima... A mí me fue materialmente imposible ir a recibirlas, pese a mi firme propósito de hacerlo. Sin embargo, confío en que no tropezarían ustedes con demasiadas dificultades.
‑Pues sí, Piotr Petrovitch ‑se apresuró a contestar Pulqueria Alejandrovna en un tono especial‑, nos vimos verdaderamente apuradas, y si Dios no nos hubiera enviado a Dmitri Prokofitch, no sé qué habría sido de nosotras. Me refiero a este joven. Permítame que se lo presente: Dmitri Prokofitch Rasumikhine.
‑¡Ah! ¿Es este joven? Ya tuve el placer de conocerlo ayer ‑murmuró Lujine lanzando al estudiante una mirada de reojo y enmudeciendo después con las cejas fruncidas.
Piotr Petrovitch era uno de esos hombres que, a costa de no pocos esfuerzos, se muestran amabilísimos en sociedad, pero que, a la menor contrariedad, pierde los estribos de tal modo, que más parecen patanes que distinguidos caballeros.
Hubo un nuevo silencio. Raskolnikof se encerraba en un obstinado mutismo. Avdotia Romanovna juzgaba que en aquellas circunstancias no le correspondía a ella romper el silencio. Rasumikhine no tenía nada que decir. En consecuencia, fue Pulqueria Alejandrovna la que tuvo que reanudar la conversación.
‑¿Sabe usted que ha muerto Marfa Petrovna? ‑preguntó, echando mano de su supremo recurso.
‑¿Cómo no? Me lo comunicaron en seguida. Es más, puedo informarla a usted de que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof partió para Petersburgo inmediatamente después del entierro de su esposa. Lo sé de buena tinta.
‑¿Cómo? ¿Ha venido a Petersburgo? ‑exclamó Dunetchka, alarmada y cambiando una mirada con su madre.
‑Lo que usted oye. Y, dada la precipitación de este viaje y las circunstancias que lo han precedido, hay que suponer que abriga alguna intención oculta.
‑¡Señor! ¿Es posible que venga a molestar a Dunetchka hasta aquí?
‑Mi opinión es que no tienen ustedes motivo para inquietarse demasiado, ya que eludirán toda clase de relaciones con él. En lo que a mí concierne, estoy ojo avizor y pronto sabré adónde ha ido a parar.
‑¡Ah, Piotr Petrovitch! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. Usted no se puede imaginar hasta qué punto me inquieta esa noticia. No he visto a ese hombre más que dos veces, pero esto ha bastado para que le considere un ser monstruoso. Estoy segura de que es el culpable de la muerte de Marfa Petrovna.
‑Sobre este punto, nada se puede afirmar. Lo digo porque poseo informes exactos. No niego que los malos tratos de ese hombre hayan podido acelerar en cierto modo el curso normal de las cosas. En cuanto a su conducta y, en general, en cuanto a su índole moral, estoy de acuerdo con usted. Ignoro si ahora es rico y qué herencia habrá recibido de Marfa Petrovna, pero no tardaré en saberlo. Lo indudable es que, al vivir aquí, en Petersburgo, reanudará su antiguo género de vida, por pocos recursos que tenga para ello. Es un hombre depravado y lleno de vicios. Tengo fundados motivos para creer que Marfa Petrovna, que tuvo la desgracia de enamorarse de él, además de pagarle todas sus deudas, le prestó hace ocho años un extraordinario servicio de otra índole. A fuerza de gestiones y sacrificios, esa mujer consiguió ahogar en su origen un asunto criminal que bien podría haber terminado con la deportación del señor Svidrigailof a Siberia. Se trata de un asesinato tan monstruoso, que raya en lo increíble.
‑¡Señor Señor! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Raskolnikof escuchaba atentamente.
‑¿Dice usted que habla basándose en informes dignos de crédito? ‑preguntó severamente Avdotia Romanovna.
‑Me limito a repetir lo que me confió en secreto Marfa Petrovna. Desde luego, el asunto está muy confuso desde el punto de vista jurídico. En aquella época habitaba aquí, e incluso parece que sigue habitando, una extranjera llamada Resslich que hacía pequeños préstamos y se dedicaba a otros trabajos. Entre esa mujer y el señor Svidrigailof existían desde hacía tiempo relaciones tan íntimas como misteriosas. La extranjera tenía en su casa a una parienta lejana, me parece que una sobrina, que tenía quince años, o tal vez catorce, y era sordomuda. Resslich odiaba a esta niña: apenas le daba de comer y la golpeaba bárbaramente. Un día la encontraron ahorcada en el granero. Cumplidas las formalidades acostumbradas, se dictaminó que se trataba de un suicidio. Pero cuando el asunto parecía terminado, la policía notificó que la chiquilla había sido violada por Svidrigailof. Cierto que todo esto estaba bastante confuso y que la acusación procedía de otra extranjera, una alemana cuya inmoralidad era notoria y cuyo testimonio no podía tenerse en cuenta. Al fin, la denuncia fue retirada, gracias a los esfuerzos y al dinero de Marfa Petrovna. Entonces todo quedó reducido a los rumores que circulaban; pero esos rumores eran muy significativos. Sin duda, Avdotia Romanovna, cuando estaba usted en casa de esos señores, oía hablar de aquel criado llamado Filka, que murió a consecuencia de los malos tratos que se le dieron en aquellos tiempos en que existía la esclavitud.
‑Lo que yo oí decir fue que Filka se había suicidado.
‑Eso es cierto y muy cierto; pero no cabe duda de que la causa del suicidio fueron los malos tratos y las sistemáticas vejaciones que Filka recibía.
‑Eso lo ignoraba ‑respondió Dunia secamente‑. Lo que yo supe sobre este particular fue algo sumamente extraño. Ese Filka era, al parecer, un neurasténico, una especie de filósofo de baja estofa. Sus compañeros decían de él que el exceso de lectura le había trastornado. Y se afirmaba que se había suicidado por librarse de las burlas más que de los golpes de su dueño. Yo siempre he visto que el señor Svidrigailof trataba a sus sirvientes de un modo humanitario. Por eso incluso le querían, aunque, te confieso, les oí acusarle de la muerte de Filka.
‑Veo, Avdotia Romanovna, que se siente usted inclinada a justificarle ‑dijo Lujine, torciendo la boca con una sonrisa equívoca‑. De lo que no hay duda es de que es un hombre astuto que tiene una habilidad especial para conquistar el corazón de las mujeres. La pobre Marfa Petrovna, que acaba de morir en circunstancias extrañas, es buena prueba de ello. Mi única intención era ayudarlas a usted y a su madre con mis consejos, en previsión de las tentativas que ese hombre no dejará de renovar. Estoy convencido de que Svidrigailof volverá muy pronto a la cárcel por deudas. Marfa Petrovna no tuvo jamás la intención de legarle una parte importante de su fortuna, pues pensaba ante todo en sus hijos, y si le ha dejado algo, habrá sido una modesta suma, lo estrictamente necesario, una cantidad que a un hombre de sus costumbres no le permitirá vivir más de un año.
‑No hablemos más del señor Svidrigailof, Piotr Petrovitch; se lo ruego ‑dijo Dunia‑. Es un asunto que me pone nerviosa.
‑Hace un rato ha estado en mi casa ‑dijo de súbito Raskolnikof, hablando por primera vez.
Todos se volvieron a mirarle, lanzando exclamaciones de sorpresa. Incluso Piotr Petrovitch dio muestras de emoción.
‑Hace cosa de hora y media ‑continuó Raskolnikof‑, cuando yo estaba durmiendo, ha entrado, me ha despertado y ha hecho su propia presentación. Se ha mostrado muy simpático y alegre. Confía en que llegaremos a ser buenos amigos. Entre otras cosas, me ha dicho que desea tener contigo una entrevista, Dunia, y me ha rogado que le ayude a obtenerla. Quiere hacerte una proposición y me ha explicado en qué consiste. Además, me ha asegurado formalmente que Marfa Petrovna, ocho días antes de morir, te legó tres mil rublos y que muy pronto recibirás esta suma.
‑¡Dios sea loado! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, santiguándose‑. ¡Reza por ella, Dunia, reza por ella!
‑Eso es cierto ‑no pudo menos de reconocer Lujine.
‑Bueno, ¿y qué más? ‑preguntó vivamente Dunetchka.
‑Después me ha dicho que no es rico, pues la hacienda pasa a poder de los hijos, que se han ido a vivir con su tía. También me ha hecho saber que se hospeda cerca de mi casa. Pero no sé dónde, porque no se lo he preguntado.
‑Pero ¿qué proposición quiere hacer a Dunetchka? ‑preguntó, inquieta, Pulqueria Alejandrovna‑. ¿Te lo ha explicado?
‑Ya os he dicho que sí.
‑Bien, ¿qué quiere proponerle?
‑Ya hablaremos de eso después.
Y Raskolnikof empezó a beberse en silencio su taza de té.
Piotr Petrovitch sacó el reloj y miró la hora.
‑Un asunto urgente me obliga a dejarles ‑dijo, y añadió, visiblemente resentido y levantándose‑: Así podrán ustedes conversar más libremente.
‑No se vaya, Piotr Petrovitch ‑dijo Dunia‑. Usted tenía la intención de dedicarnos la velada. Además, usted ha dicho en su carta que desea tener una explicación con mi madre.
‑Eso es muy cierto, Avdotia Romanovna ‑dijo Lujine con acento solemne.
Se volvió a sentar, pero conservando el sombrero en sus manos, y continuó:
‑En efecto, desearía aclarar con su madre y con usted ciertos puntos de gran importancia. Pero, del mismo modo que su hermano no quiere exponer ante mí las proposiciones del señor Svidrigailof, yo no puedo ni quiero hablar ante terceros de esos puntos de extrema gravedad. Por otra parte, ustedes no han tenido en cuenta el deseo que tan formalmente les he expuesto en mi carta.
Al llegar a este punto se detuvo con un gesto de dignidad y amargura.
‑He sido exclusivamente yo la que ha decidido que no se tuviera en cuenta su deseo de que mi hermano no asistiera a esta reunión ‑dijo Dunia‑. Usted nos dice en su carta que él le ha insultado, y yo creo que hay que poner en claro esta acusación lo antes posible, con objeto de reconciliarlos. Si Rodia le ha ofendido realmente, debe excusarse y lo hará.
Al oír estas palabras, Piotr Petrovitch se creció.
‑Las ofensas que he recibido, Avdotia Romanovna, son de las que no se pueden olvidar, por mucho empeño que uno ponga en ello. En todas las cosas hay un límite que no se debe franquear, pues, una vez al otro lado, la vuelta atrás es imposible.
‑Usted no ha comprendido mi intención, Piotr Petrovitch ‑replicó Dunia, con cierta impaciencia‑. Entiéndame. Todo nuestro porvenir depende de la inmediata respuesta de esta pregunta: ¿pueden arreglarse las cosas o no se pueden arreglar? He de decirle con toda franqueza que no puedo considerar la cuestión de otro modo y que, si siente usted algún afecto por mí, debe comprender que es preciso que este asunto quede resuelto hoy mismo, por difícil que ello pueda parecer.
‑Me sorprende, Avdotia Romanovna, que plantee usted la cuestión en esos términos ‑dijo Lujine con irritación creciente‑. Yo puedo apreciarla y amarla, aunque no quiera a algún miembro de su familia. Yo aspiro a la felicidad de obtener su mano, pero no puedo comprometerme a aceptar deberes que son incompatibles con mi...
‑Deseche esa vana susceptibilidad, Piotr Petrovitch ‑le interrumpió Dunia con voz algo agitada‑ y muéstrese como el hombre inteligente y noble que siempre he visto y que deseo seguir viendo en usted. Le he hecho una promesa de gran importancia: soy su prometida. Confíe en mí en este asunto y créame capaz de ser imparcial en mi fallo. El papel de árbitro que me atribuyo debe sorprender a mi hermano tanto como a usted. Cuando hoy, después de recibir su carta, he rogado insistentemente a Rodia que viniera a esta reunión, no le he dicho ni una palabra acerca de mis intenciones. Comprenda que si ustedes se niegan a reconciliarse, me veré obligada a elegir entre usted y él, ya que han llevado la cuestión a este extremo. Y ni quiero ni debo equivocarme en la elección. Acceder a los deseos de usted significa romper con mi hermano, y si escucho a mi hermano, tendré que reñir con usted. Por lo tanto, necesito y tengo derecho a conocer con toda exactitud los sentimientos que inspiro tanto a usted como a él. Quiero saber si Rodia es un verdadero hermano para mí, y si usted me aprecia ahora y sabrá amarme más adelante como marido.
‑Sus palabras, Avdotia Romanovna ‑repuso Lujine, herido en su amor propio‑, son sumamente significativas. E incluso me atrevo a decir que me hieren, considerando la posición que tengo el honor de ocupar respecto a usted. Dejando a un lado lo ofensivo que resulta para mí verme colocado al nivel de un joven... lleno de soberbia, usted admite la posibilidad de una ruptura entre nosotros. Usted ha dicho que él o yo, y con esto me demuestra que soy muy poco para usted... Esto es inadmisible para mí, dado el género de nuestras relaciones y el compromiso que nos une.
‑¡Cómo! ‑exclamó Dunia enérgicamente‑. ¡Comparo mi interés por usted con lo que hasta ahora más he querido en mi vida, y considera usted que no le estimo lo suficiente!
Raskolnikof tuvo una cáustica sonrisa. Rasumikhine estaba fuera de sí. Pero Piotr Petrovitch no parecía impresionado por el argumento: cada vez estaba más sofocado e intratable.
‑El amor por el futuro compañero de toda la vida debe estar por encima del amor fraternal ‑repuso sentenciosamente‑. No puedo admitir de ningún modo que se me coloque en el mismo plano... Aunque hace un momento me he negado a franquearme en presencia de su hermano acerca del objeto de mi visita, deseo dirigirme a su respetable madre para aclarar un punto de gran importancia y que yo considero especialmente ofensivo para mí... Su hijo ‑añadió dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna‑, ayer, en presencia del señor Razudkine... Perdone si no es éste su nombre ‑dijo, inclinándose amablemente ante Rasumikhine‑, pues no lo recuerdo bien... Su hijo ‑repitió volviendo a dirigirse a Pulqueria Alejandrovna‑ me ofendió desnaturalizando un pensamiento que expuse a usted y a su hija aquel día que tomé café con ustedes. Yo dije que, a mi juicio, una joven pobre y que tiene experiencia en la desgracia ofrece a su marido más garantía de felicidad que una muchacha que sólo ha conocido la vida fácil y cómoda. Su hijo ha exagerado deliberadamente y desnaturalizado hasta lo absurdo el sentido de mis palabras, atribuyéndome intenciones odiosas. Para ello se funda exclusivamente en las explicaciones que usted le ha dado por carta. Por esta razón, Pulqueria Alejandrovna, yo desearía que usted me tranquilizara demostrándome que estoy equivocado. Dígame, ¿en qué términos transmitió usted mi pensamiento a Rodion Romanovitch?
‑No lo recuerdo ‑repuso Pulqueria Alejandrovna, llena de turbación‑. Yo dije lo que había entendido. Por otra parte, ignoro cómo Rodia le habrá transmitido a usted mis palabras. Tal vez ha exagerado.
‑Sólo pudo haberlo hecho inspirándose en la carta que usted le envió.
‑Piotr Petrovitch ‑replicó dignamente Pulqueria Alejandrovna‑. La prueba de que no hemos tomado sus palabras en mala parte es que estamos aquí.
‑Bien dicho, mamá ‑aprobó Dunia.
‑Entonces soy yo el que está equivocado ‑dijo Lujine, ofendido.
‑Es que usted, Piotr Petrovitch ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, alentada por las palabras de su hija‑, no hace más que acusar a Rodia. Y no tiene en cuenta que en su carta nos dice acerca de él cosas que no son verdad.
‑No recuerdo haber dicho ninguna falsedad en mi carta.
‑Usted ha dicho ‑manifestó ásperamente Raskolnikof, sin mirar a Lujine‑, que yo entregué ayer mi dinero no a la viuda del hombre atropellado, sino a su hija, siendo así que la vi ayer por primera vez. Usted se expresó de este modo con el deseo de indisponerme con mi familia, y para asegurarse de que conseguiría sus fines juzgó del modo más innoble a una muchacha a la que no conoce. Esto es una calumnia y una villanía.
‑Perdone usted ‑dijo Lujine, temblando de cólera‑, pero si en mi carta he hablado extensamente de usted ha sido únicamente atendiendo a los deseos de su madre y de su hermana, que me rogaron que las informara de cómo le había encontrado a usted y del efecto que me había producido. Por otra parte, le desafío a que me señale una sola línea falsa en el pasaje al que usted alude. ¿Negará que ha gastado su dinero y que en esa familia hay un miembro indigno?
‑A mi juicio, usted, con todas sus cualidades, vale menos que el dedo meñique de esa desgraciada muchacha a la que ha arrojado usted la piedra.
‑¿De modo que no vacilaría usted en introducirla en la sociedad de su hermana y de su madre?
‑Ya lo he hecho. Hoy la he invitado a sentarse junto a ellas.
‑¡Rodia! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Dunetchka enrojeció, Rasumikhine frunció el entrecejo, Lujine sonrió altiva y despectivamente.
‑Ya ve usted, Avdotia Romanovna, que es imposible toda reconciliación. Creo que podemos dar el asunto por terminado y no volver a hablar de él. En fin, me retiro para no seguir inmiscuyéndome en esta reunión de familia. Sin duda, tendrán ustedes secretos que comunicarse.
Se levantó y cogió su sombrero.
‑Pero, antes de irme, permítanme que les diga que espero no volver a verme expuesto a encuentros y escenas como los que acabo de tener. Me dirijo exclusivamente a usted, Pulqueria Alejandrovna, ya que a usted y sólo a usted iba destinada mi carta.
Pulqueria Alejandrovna se estremeció ligeramente.
‑Por lo visto, Piotr Petrovitch, se considera usted nuestro dueño absoluto. Ya le ha explicado Dunia por qué razón no hemos tenido en cuenta su deseo. Mi hija ha obrado con la mejor intención. En cuanto a su carta, no puedo menos de decirle que está escrita en un tono bastante imperioso. ¿Pretende usted obligarnos a considerar sus menores deseos como órdenes? Por el contrario, yo creo que debe usted tratarnos con los mayores miramientos, ya que hemos depositado toda nuestra confianza en usted, que lo hemos dejado todo por venir a Petersburgo y que, en consecuencia, estamos a su merced.
‑Eso no es totalmente exacto, Pulqueria Alejandrovna, y menos ahora que ya sabe usted que Marfa Petrovna ha legado a su hija tres mil rublos, suma que llega con gran oportunidad, a juzgar por el tono en que me está usted hablando ‑añadió Lujine secamente.
‑Esa observación ‑dijo Dunia, indignada‑ puede ser una prueba de que usted ha especulado con nuestra pobreza.
‑Sea como fuere, ahora todo ha cambiado. Y me voy; no quiero seguir siendo un obstáculo para que su hermano les transmita las proposiciones secretas de Arcadio Ivanovitch Svidrigailof. Sin duda, esto es importantísimo para ustedes, e incluso sumamente agradable.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Rasumikhine hacía inauditos esfuerzos para permanecer en su silla.
‑¿No te da vergüenza soportar tanto insulto, Dunia? ‑preguntó Raskolnikof.
‑Sí, Rodia; estoy avergonzada ‑y, pálida de ira, gritó a Lujine‑: ¡Salga de aquí, Piotr Petrovitch!
Lujine no esperaba ni remotamente semejante reacción. Tenía demasiada confianza en sí mismo y contaba con la debilidad de sus víctimas. No podía dar crédito a sus oídos. Palideció y sus labios empezaron a temblar.
‑Le advierto, Avdotia Romanovna, que si me marcho en estas condiciones puede tener la seguridad de que no volveré. Reflexione. Yo mantengo siempre mi palabra.
‑¡Qué insolencia! ‑gritó Dunia, irritada‑. ¡Pero si yo no quiero volverle a ver!
‑¿Cómo se atreve a hablar así? ‑exclamó Lujine, desconcertado, pues en ningún momento había creído en la posibilidad de una ruptura‑. Tenga usted en cuenta que yo podría protestar.
‑¡Usted no tiene ningún derecho a hablar así! ‑replicó vivamente Pulqueria Alejandrovna‑. ¿Contra qué va a protestar? ¿Y con qué atribuciones? ¿Cree usted que puedo poner a mi hija en manos de un hombre como usted? ¡Váyase y déjenos en paz! Hemos cometido la equivocación de aceptar una proposición que no ha resultado nada decorosa. De ningún modo debí...
‑No obstante, Pulqueria Alejandrovna ‑exclamó Lujine, exasperado‑, usted me ató con una promesa que ahora retira. Y, además..., además, nuestro compromiso me ha obligado a..., en fin, a hacer ciertos gastos.
Esta última queja era tan propia del carácter de Lujine, que Raskolnikof, pese a la cólera que le dominaba, no pudo contenerse y se echó a reír.
En cambio, a Pulqueria Alejandrovna la hirió profundamente el reproche de Lujine.
‑¿Gastos? ¿Qué gastos? ¿Se refiere usted, quizás, a la maleta que se encargó de enviar aquí? ¡Pero si consiguió usted que la transportaran gratuitamente! ¡Señor! ¡Pretender que nosotras le hemos atado! Mida bien sus palabras, Piotr Petrovitch. ¡Es usted el que nos ha tenido a su merced, atadas de pies y manos!
‑Basta, mamá, basta ‑dijo Dunia en tono suplicante‑. Piotr Petrovitch, tenga la bondad de marcharse.
‑Ya me voy ‑repuso Lujine, ciego de cólera‑. Pero permítame unas palabras, las últimas. Su madre parece haber olvidado que yo pedí la mano de usted cuando era el blanco de las murmuraciones de toda la comarca. Por usted desafié a la opinión pública y conseguí restablecer su reputación. Esto me hizo creer que podía contar con su agradecimiento. Pero ustedes me han abierto los ojos y ahora me doy cuenta de que tal vez fui un imprudente al despreciar a la opinión pública.
‑¡Este hombre se ha empeñado en que le rompan la cabeza! ‑exclamó Rasumikhine, levantándose de un salto y disponiéndose a castigar al insolente.
‑¡Es usted un hombre vil y malvado! ‑dijo Dunia.
‑¡Quieto! ‑exclamó Raskolnikof reteniendo a Rasumikhine.
Después se acercó a Lujine, tanto que sus cuerpos casi se tocaban, y le dijo en voz baja pero con toda claridad:
‑¡Salga de aquí, y ni una palabra más!
Piotr Petrovitch, cuyo rostro estaba pálido y contraído por la cólera, le miró un instante en silencio. Después giró sobre sus talones y se fue, sintiendo un odio mortal contra Raskolnikof, al que achacaba la culpa de su desgracia.
Pero mientras bajaba la escalera se imaginaba ‑cosa notable‑ que no estaba todo definitivamente perdido y que bien podía esperar reconciliarse con las dos damas.