Crimen y castigo (tr. anónima)/Quinta Parte/Capítulo I
Capítulo I
Al día siguiente de la noche fatal en que había roto con Dunia y Pulqueria Alejandrovna, Piotr Petrovitch se despertó de buena mañana. Sus pensamientos se habían aclarado, y hubo de reconocer, muy a pesar suyo, que lo ocurrido la víspera, hecho que le había parecido fantástico y casi imposible entonces, era completamente real e irremediable. La negra serpiente del amor propio herido no había cesado de roerle el corazón en toda la noche. Lo primero que hizo al saltar de la cama fue ir a mirarse al espejo: temía haber sufrido un derrame de bilis.
Afortunadamente, no se había producido tal derrame. Al ver su rostro blanco, de persona distinguida, y un tanto carnoso, se consoló momentáneamente y tuvo el convencimiento de que no le sería difícil reemplazar a Dunia incluso con ventaja; pero pronto volvió a ver las cosas tal como eran, y entonces lanzó un fuerte salivazo, lo que arrancó una sonrisa de burla a su joven amigo y compañero de habitación Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Piotr Petrovitch, que había advertido esta sonrisa, la anotó en el debe, ya bastante cargado desde hacía algún tiempo, de Andrés Simonovitch.
Su cólera aumentó, y se dijo que no debió haber confiado a su compañero de hospedaje el resultado de su entrevista de la noche anterior. Era la segunda torpeza que su irritación y la necesidad de expansionarse le habían llevado a cometer. Para colmo de desdichas, el infortunio le persiguió durante toda la mañana. En el Senado tuvo un fracaso al debatirse su asunto. Un último incidente colmó su mal humor. El propietario del departamento que había alquilado con miras a su próximo matrimonio, departamento que había hecho reparar a costa suya, se negó en redondo a rescindir el contrato. Este hombre era extranjero, un obrero alemán enriquecido, y reclamaba el pago de los alquileres estipulados en el contrato de arrendamiento, a pesar de que Piotr Petrovitch le devolvía la vivienda tan remozada que parecía nueva. Además, el mueblista pretendía quedarse hasta el último rublo de la cantidad anticipada por unos muebles que Piotr Petrovitch no había recibido todavía.
«¡No voy a casarme sólo por tener los muebles!», exclamó para sí mientras rechinaba los dientes. Pero, al mismo tiempo, una última esperanza, una loca ilusión, pasó por su pensamiento. «¿Es verdaderamente irremediable el mal? ¿No podría intentarse algo todavía?» El seductor recuerdo de Dunetchka le atravesó el corazón como una aguja, y si en aquel momento hubiera bastado un simple deseo para matar a Raskolnikof, no cabe duda de que Piotr Petrovitch lo habría expresado.
«Otro error mío ha sido no darles dinero ‑siguió pensando mientras regresaba, cabizbajo, al rincón de Lebeziatnikof‑. ¿Por qué demonio habré sido tan judío? Mis cálculos han fallado por completo. Yo creía que, dejándolas momentáneamente en la miseria, las preparaba para que luego vieran en mí a la providencia en persona. Y se me han escapado de las manos... Si les hubiera dado..., ¿qué diré yo?, unos mil quinientos rublos para el ajuar, para comprar esas telas y esos menudos objetos, esas bagatelas, en fin, que se venden en el bazar inglés, me habría conducido con más habilidad y el negocio me habría ido mejor. Ellas no me habrían soltado tan fácilmente. Por su manera de ser, después de la ruptura se habrían creído obligadas a devolverme el dinero recibido, y esto no les habría sido ni grato ni fácil. Además, habría entrado en juego su conciencia. Se habrían dicho que cómo podían romper con un hombre que se había mostrado tan generoso y delicado con ellas. En fin, que he cometido una verdadera pifia.»
Y Piotr Petrovitch, con un nuevo rechinar de dientes, se llamó imbécil a sí mismo.
Después de llegar a esta conclusión, volvió a su alojamiento más irritado y furioso que cuando había salido. Sin embargo, al punto despertó su curiosidad el bullicio que llegaba de las habitaciones de Catalina Ivanovna, donde se estaba preparando la comida de funerales. El día anterior había oído decir algo de esta ceremonia. Incluso se acordó de que le habían invitado, aunque sus muchas preocupaciones le habían impedido prestar atención.
Se apresuró a informarse de todo, preguntando a la señora Lipevechsel, que, por hallarse ausente Catalina Ivanovna (estaba en el cementerio), se cuidaba de todo y correteaba en torno a la mesa, ya preparada para la colación. Así se enteró Piotr Petrovitch de que la comida de funerales sería un acto solemne. Casi todos los inquilinos, incluso algunos que ni siquiera habían conocido al difunto, estaban invitados. Andrés Simonovitch Lebeziatnikof se sentaría a la mesa, no obstante su reciente disgusto con Catalina Ivanovna. A él, Piotr Petrovitch, se le esperaba como al huésped distinguido de la casa. Amalia Ivanovna había recibido una invitación en toda regla a pesar de sus diferencias con Catalina Ivanovna. Por eso ahora se preocupaba de la comida con visible satisfacción. Se había arreglado como para una gran solemnidad: aunque iba de luto, lucía orgullosamente un flamante vestido de seda.
Todos estos informes y detalles inspiraron a Piotr Petrovitch una idea que ocupaba su magín mientras regresaba a su habitación, mejor dicho, a la de Andrés Simonovitch Lebeziatnikof.
Andrés Simonovitch había pasado toda la mañana en su aposento, no sé por qué motivo. Entre éste y Piotr Petrovitch se habían establecido unas relaciones sumamente extrañas, pero fáciles de explicar. Piotr Petrovitch le odiaba, le despreciaba profundamente, casi desde el mismo día en que se había instalado en su habitación; pero, al mismo tiempo, le temía. No era únicamente la tacañería lo que le había llevado a hospedarse en aquella casa a su llegada a Petersburgo. Este motivo era el principal, pero no el único. Estando aún en su localidad provinciana, había oído hablar de Andrés Simonovitch, su antiguo pupilo, al que se consideraba como uno de los jóvenes progresistas más avanzados de la capital, e incluso como un miembro destacado de ciertos círculos, verdaderamente curiosos, que gozaban de extraordinaria reputación. Esto había impresionado a Piotr Petrovitch. Aquellos círculos todopoderosos que nada ignoraban, que despreciaban y desenmascaraban a todo el mundo, le infundían un vago terror. Claro que, al estar alejado de estos círculos, no podía formarse una idea exacta acerca de ellos. Había oído decir, como todo el mundo, que en Petersburgo había progresistas, nihilistas y toda suerte de enderezadores de entuertos, pero, como la mayoría de la gente, exageraba el sentido de estas palabras del modo más absurdo. Lo que más le inquietaba desde hacía ya tiempo, lo que le llenaba de una intranquilidad exagerada y continua, eran las indagaciones que realizaban tales partidos. Sólo por esta razón había estado mucho tiempo sin decidirse a elegir Petersburgo como centro de sus actividades.
Estas sociedades le inspiraban un terror que podía calificarse de infantil. Varios años atrás, cuando comenzaba su carrera en su provincia, había visto a los revolucionarios desenmascarar a dos altos funcionarios con cuya protección contaba. Uno de estos casos terminó del modo más escandaloso en contra del denunciado; el otro había tenido también un final sumamente enojoso. De aquí que Piotr Petrovitch, apenas llegado a Petersburgo, procurase enterarse de las actividades de tales asociaciones: así, en caso de necesidad, podría presentarse como simpatizante y asegurarse la aprobación de las nuevas generaciones. Para esto había contado con Andrés Simonovitch, y que se había adaptado rápidamente al lenguaje de los reformadores lo demostraba su visita a Raskolnikof.
Pero en seguida se dio cuenta de que Andrés Simonovitch no era sino un pobre hombre, una verdadera mediocridad. No obstante, ello no alteró sus convicciones ni bastó para tranquilizarle. Aunque todos los progresistas hubieran sido igualmente estúpidos, su inquietud no se habría calmado.
Aquellas doctrinas, aquellas ideas, aquellos sistemas (con los que Andrés Simonovitch le llenaba la cabeza) no le impresionaban demasiado. Sólo deseaba poder seguir el plan que se había trazado, y, en consecuencia, únicamente le interesaba saber cómo se producían los escándalos citados anteriormente y si los hombres que los provocaban eran verdaderamente todopoderosos. En otras palabras, ¿tendría motivos para inquietarse si se le denunciaba cuando emprendiera algún negocio? ¿Por qué actividades se le podía denunciar? ¿Quiénes eran los que atraían la atención de semejantes inspectores? Y, sobre todo, ¿podría llegar a un acuerdo con tales investigadores, comprometiéndolos, al mismo tiempo, en sus asuntos, si eran en verdad tan temibles? ¿Sería prudente intentarlo? ¿No se les podría incluso utilizar para llevar a cabo los propios proyectos? Piotr Petrovitch se habría podido hacer otras muchas preguntas como éstas...
Andrés Simonovitch era un hombrecillo enclenque, escrofuloso, que pertenecía al cuerpo de funcionarios y trabajaba en una oficina pública. Su cabello era de un rubio casi blanco y lucía unas pobladas patillas de las que se sentía sumamente orgulloso. Casi siempre tenía los ojos enfermos. En el fondo, era una buena persona, pero su lenguaje, de una presunción que rayaba en la pedantería, contrastaba grotescamente con su esmirriada figura. Se le consideraba como uno de los inquilinos más distinguidos de Amalia Ivanovna, ya que no se embriagaba y pagaba puntualmente el alquiler.
Pese a todas estas cualidades, Andrés Simonovitch era bastante necio. Su afiliación al partido progresista obedeció a un impulso irreflexivo. Era uno de esos innumerables pobres hombres, de esos testarudos ignorantes que se apasionan por cualquier tendencia de moda, para envilecerla y desacreditarla en seguida. Estos individuos ponen en ridículo todas las causas, aunque a veces se entregan a ellas con la mayor sinceridad.
Digamos además que Lebeziatnikof, a pesar de su buen carácter, empezaba también a no poder soportar a su huésped y antiguo tutor Piotr Petrovitch: la antipatía había surgido espontánea y recíprocamente por ambas partes. Por poco perspicaz que fuera, Andrés Simonovitch se había dado cuenta de que Piotr Petrovitch no era sincero con él y le despreciaba secretamente; en una palabra, que tenía ante sí a un hombre distinto del que Lujine aparentaba ser. Había intentado exponerle el sistema de Fourier y la teoría de Darwin, pero Piotr Petrovitch le escuchaba con un gesto sarcástico desde hacía algún tiempo, y últimamente incluso le respondía con expresiones insultantes. En resumen, que Lujine se había dado cuenta de que Andrés Simonovitch era, además de un imbécil, un charlatán que no tenía la menor influencia en el partido. Sólo sabía las cosas por conductos sumamente indirectos, e incluso en su misión especial, la de la propaganda, no estaba muy seguro, pues solía armarse verdaderos enredos en sus explicaciones. Por consiguiente, no era de temer como investigador al servicio del partido.
Digamos de paso que Piotr Petrovitch, al instalarse en casa de Lebeziatnikof, sobre todo en los primeros días, aceptaba de buen grado los cumplimientos, verdaderamente extraños, de su patrón, o, por lo menos, no protestaba cuando Andrés Simonovitch le consideraba dispuesto a favorecer el establecimiento de una nueva commune en la calle de los Bourgeois, o a consentir que Dunetchka tuviera un amante al mes de casarse con ella, o a comprometerse a no bautizar a sus hijos. Le halagaban de tal modo las alabanzas, fuera cual fuere su condición, que no rechazaba estos cumplimientos.
Aquella mañana había negociado varios títulos y, sentado a la mesa, contaba los fajos de billetes que acababa de recibir. Andrés Simonovitch, que casi siempre andaba escaso de dinero, se paseaba por la habitación, fingiendo mirar aquellos papeles con una indiferencia rayana en el desdén. Desde luego, Piotr Petrovitch no admitía en modo alguno la sinceridad de esta indiferencia, y Lebeziatnikof, además de comprender esta actitud de Lujine se decía, no sin amargura, que aun se complacía en mostrarle su dinero para mortificarle, hacerle sentir su insignificancia y recordarle la distancia que los bienes de fortuna establecían entre ambos.
Andrés Simonovitch advirtió que aquella mañana su huésped apenas le prestaba atención, a pesar de que él había empezado a hablarle de su tema favorito: el establecimiento de una nueva commune.
Las objeciones y las lacónicas réplicas que lanzaba de vez en cuando Lujine sin interrumpir sus cuentas parecían impregnadas de una consciente ironía que se confundía con la falta de educación. Pero Andrés Simonovitch atribuía estas muestras de mal humor al disgusto que le había causado su ruptura con Dunetchka, tema que ardía en deseos de abordar. Consideraba que podía exponer sobre esta cuestión puntos de vista progresistas que consolarían a su respetable amigo y prepararían el terreno para su posterior filiación al partido.
‑¿Sabe usted algo de la comida de funerales que da esa viuda vecina nuestra? ‑preguntó Piotr Petrovitch, interrumpiendo a Lebeziatnikof en el punto más interesante de sus explicaciones.
‑Pero ¿no se acuerda de que le hablé de esto ayer y le di mi opinión sobre tales ceremonias...? Además, la viuda le ha invitado a usted. Incluso habló usted con ella ayer.
‑Es increíble que esa imbécil se haya gastado en una comida de funerales todo el dinero que le dio ese otro idiota: Raskolnikof. Me he quedado estupefacto al ver hace un rato, al pasar, esos preparativos, esas bebidas... Ha invitado a varias personas. El diablo sabrá por qué lo hace.
Piotr Petrovitch parecía haber abordado este asunto con una intención secreta. De pronto levantó la cabeza y exclamó:
‑¡Cómo! ¿Dice que me ha invitado también a mí? ¿Cuándo? No recuerdo... No pienso ir... ¿Qué papel haría yo en esa casa? Yo sólo crucé unas palabras con esa mujer para decirle que, como viuda pobre de un funcionario, podría obtener en concepto de socorro una cantidad equivalente a un año de sueldo del difunto. ¿Me habrá invitado por eso? ¡Je, je!
‑Yo tampoco pienso ir -dijo Lebeziatnikof.
‑Sería el colmo que fuera usted. Después de haber dado una paliza a esa señora, comprendo que no se atreva a ir a su casa.¡Je, je, je!
‑¿Qué yo le di una paliza? ¿Quién se lo ha dicho? ‑exclamó Lebeziatnikof, turbado y enrojeciendo.
‑Me lo contaron ayer: hace un mes o cosa así, usted golpeó a Catalina Ivanovna... ¡Así son sus convicciones! Usted dejó a un lado su feminismo por un momento. ¡Je, je, je!
Piotr Petrovitch, que parecía muy satisfecho después de lo que acababa de decir, volvió a sus cuentas.
‑Eso son estúpidas calumnias ‑replicó Andrés Simonovitch, que temía que este incidente se divulgara‑. Las cosas no ocurrieron así. ¡No, ni mucho menos! lo que le han contado es una verdadera calumnia. Yo no hice más que defenderme. Ella se arrojó sobre mí con las uñas preparadas. Casi me arranca una patilla... Yo considero que los hombres tenemos derecho a defendernos. Por otra parte, yo no toleraré jamás que se ejerza sobre mí la menor violencia... Esto es un principio... Lo contrario sería favorecer el despotismo. ¿Qué quería usted que hiciera: que me dejase golpear pasivamente? Yo me limité a rechazarla.
Lujine dejó escapar su risita sarcástica.
‑¡Je, je, je!
‑Usted quiere molestarme porque está de mal humor. Y dice usted cosas que no tienen nada que ver con la cuestión del feminismo. Usted no me ha comprendido. Yo me dije que si se considera a la mujer igual al hombre incluso en lo que concierne a la fuerza física (opinión que empieza a extenderse), la igualdad debía existir también en el campo de la contienda. Como es natural, después comprendí que no había lugar a plantear esta cuestión, ya que la sociedad futura estaría organizada de modo que las diferencias entre los seres humanos no existirían... Por lo tanto, es absurdo buscar la igualdad en lo que concierne a las riñas y a los golpes. Claro que no estoy ciego y veo que las querellas existen todavía..., pero, andando el tiempo no existirán, y si ahora existen... ¡Demonio! Uno pierde el hilo de sus ideas cuando habla con usted... Si no asisto a la comida de funerales no es por el incidente que estamos comentando, sino por principio, por no aprobar con mi presencia esa costumbre estúpida de celebrar la muerte con una comida... Cierto que habría podido acudir por diversión, para reírme... Y habría ido si hubiesen asistido popes; pero, por desgracia, no asisten.
‑Es decir, que usted aceptaría la hospitalidad que le ofrece una persona y se sentaría a su mesa para burlarse de ella y escupirle, por decirlo así, si no he entendido mal.
‑Nada de escupir. Se trata de una simple protesta. Yo procedo con vistas a una finalidad útil. Así puedo prestar una ayuda indirecta a la propaganda de las nuevas ideas y a la civilización, lo que representa un deber para todos. Y este deber tal vez se cumple mejor prescindiendo de los convencionalismos sociales. Puedo sembrar la idea, la buena semilla. De esta semilla germinarán hechos. ¿En qué ofendo a las personas con las que procedo así? Empezarán por sentirse heridas, pero después verán que les he prestado un servicio. He aquí un ejemplo: se ha reprochado a Terebieva, que ahora forma parte de la commune y que ha dejado a su familia para... entregarse libremente, que haya escrito una carta a sus padres diciéndoles claramente que no quería vivir ligada a los prejuicios y que iba a contraer una unión libre. Se dice que ha sido demasiado dura, que debía haber tenido piedad y haberse conducido con más diplomacia. Pues bien, a mí me parece que este modo de pensar es absurdo, que en este caso las fórmulas están de más y se impone una protesta clara y directa. Otro caso: Ventza ha vivido siete años con su marido y lo ha abandonado con sus dos hijos, enviándole una carta en la que le ha dicho francamente: «Me he dado cuenta de que no puedo ser feliz a tu lado. No te perdonaré jamás que me hayas engañado, ocultándome que hay otra organización social: la commune. Me ha informado de ello últimamente un hombre magnánimo, al que me he entregado y al que voy a seguir para fundar con él una commune. Te hablo así porque me parecería vergonzoso engañarte. Tú puedes hacer lo que quieras. No esperes que vuelva a tu lado: ya no es posible. Te deseo que seas muy feliz.» Así se han de escribir estas cartas.
‑Oiga: esa Terebieva, ¿no es aquella de la que usted me dijo que andaba por la tercera unión libre?
‑Bien mirado, sólo era la segunda. Pero aunque fuese la cuarta o la decimoquinta, esto tiene muy poca importancia. Ahora más que nunca siento haber perdido a mi padre y a mi madre. ¡Cuántas veces he soñado en mi protesta contra ellos! Ya me las habría arreglado para provocar la ocasión de decirles estas cosas. Estoy seguro de que les habría convencido. Los habría anonadado. Créame que siento no tener a nadie a quien...
‑Anonadar. ¡Je, je, je! En fin, dejemos esto. Oiga: ¿conoce usted a la hija del difunto, esa muchachita delgaducha? ¿Verdad que es cierto lo que se dice de ella?
‑¡He aquí un asunto interesante! A mi entender, es decir, según mis convicciones personales, la situación de esa joven es la más normal de la mujer. ¿Por qué no? Es decir, distinguons. En la sociedad actual, ese género de vida no es normal, desde luego, pues se adopta por motivos forzosos, pero lo será en la sociedad futura, donde se podrá elegir libremente. Por otra parte, ella tenía perfecto derecho a entregarse. Estaba en la miseria. ¿Por qué no había de disponer de lo que constituía su capital, por decirlo así? Naturalmente, en la sociedad futura, el capital no tendría razón de ser, pero el papel de la mujer galante tomará otra significación y será regulado de un modo racional. En lo que concierne a Sonia Simonovna, yo considero sus actos en el momento actual como una viva protesta, una protesta simbólica contra el estado de la sociedad presente. Por eso siento por ella especial estimación, tanto, que sólo de verla experimento una gran alegría.
‑Pues a mí me han dicho que usted la echó de la casa.
Lebeziatnikof montó en cólera.
‑¡Nueva calumnia! ‑bramó‑. Las cosas no ocurrieron así, ni mucho menos. ¡No, no, de ningún modo! Catalina Ivanovna lo ha contado todo como le ha parecido, porque no ha comprendido nada. Yo no he buscado nunca los favores de Sonia Simonovna. Yo procuré únicamente ilustrarla del modo más desinteresado, esforzándome en despertar en ella el espíritu de protesta... Esto era todo lo que yo deseaba. Ella misma se dio cuenta de que no podía permanecer aquí.
‑Supongo que la habrá invitado usted a formar parte de la commune.
‑Permítame que le diga que usted todo lo toma a broma y que ello me parece lamentable. Usted no comprende nada. La commune no admite ciertas situaciones personales; precisamente se ha fundado para suprimirlas. El papel de esa joven perderá su antigua significación dentro de la commune: lo que ahora nos parece una torpeza, entonces nos parecerá un acto inteligente, y lo que ahora se considera una corrupción, entonces será algo completamente natural. Todo depende del medio, del ambiente. El medio lo es todo, y el hombre nada. En cuanto a Sonia Simonovna, mis relaciones con ella no pueden ser mejores, lo que demuestra que esa joven no me ha considerado jamás como enemigo. Verdad es que yo me esfuerzo por atraerla a nuestra agrupación, pero con intenciones completamente distintas a las que usted supone... ¿De qué se ríe? Nosotros tenemos el propósito de establecer nuestra propia commune sobre bases más sólidas que las precedentes; nosotros vamos más lejos que nuestros predecesores. Rechazamos muchas cosas. Si Dobroliubof saliera de la tumba, discutiría con él. En cuanto a Bielinsky, remacharé el clavo que él ha clavado. Entre tanto, sigo educando a Sonia Simonovna. Tiene un natural hermoso.
‑Y usted se aprovecha de él, ¿no? ¡Je, je!
‑De ningún modo; todo lo contrario.
‑Dice que todo lo contrario. ¡Je, je! lo que es a usted, palabras no le faltan.
‑Pero ¿por qué no me cree? ¿Por qué razón he de engañarle, dígame? Le aseguro que..., y yo soy el primer sorprendido..., ella se muestra conmigo extremadamente, casi morbosamente púdica.
‑Y usted, naturalmente, sigue ilustrándola. ¡Je, je, je! Usted procura hacerle comprender que todos esos pudores son absurdos.¡Je, je, je!
‑¡De ningún modo, de ningún modo; se lo aseguro...! ¡Oh, qué sentido tan grosero y, perdóneme, tan estúpido da a la palabra «cultura»! Usted no comprende nada. ¡Qué poco avanzado está usted todavía, Dios mío! Nosotros deseamos la libertad de la mujer, y usted, usted sólo piensa en esas cosas... Dejando a un lado las cuestiones de la castidad y el pudor femeninos, que a mi entender son absurdos e inútiles, admito la reserva de esa joven para conmigo. Ella expresa de este modo su libertad de acción, que es el único derecho que puede ejercer. Desde luego, si ella viniera a decirme: «Te quiero», yo me sentiría muy feliz, pues esa muchacha me gusta mucho, pero en las circunstancias actuales nadie se muestra con ella más respetuoso que yo. Me limito a esperar y confiar.
‑Sería más práctico que le hiciera usted un regalito. Estoy seguro de que no ha pensado en ello.
‑Usted no comprende nada, se lo repito. La situación de esa muchacha le autoriza a pensar así, desde luego; pero no se trata de eso, no, de ningún modo. Usted la desprecia sin más ni más. Aferrándose a un hecho que le parece, erróneamente, despreciable, se niega a considerar humanamente a un ser humano. Usted no sabe cómo es esa joven. Lo que me contraría es que en estos últimos tiempos ha dejado de leer. Ya no me pide libros, como hacía antes. También me disgusta que, a pesar de toda su energía y de todo el espíritu de protesta que ha demostrado, dé todavía pruebas de cierta falta de resolución, de independencia, por decirlo así; de negación, si quiere usted, que le impide romper con ciertos prejuicios..., con ciertas estupideces. Sin embargo, esa muchacha comprende perfectamente muchas cosas. Por ejemplo se ha dado exacta cuenta de lo que supone la costumbre de besar la mano, mediante la cual el hombre ofende a la mujer, puesto que le demuestra que no la considera igual a él. He debatido esta cuestión con mis compañeros y he expuesto a la chica los resultados del debate. También me escuchó atentamente cuando le hablé de las asociaciones obreras de Francia. Ahora le estoy explicando el problema de la entrada libre en las casas particulares en nuestra sociedad futura.
‑¿Qué es eso?
‑En estos últimos tiempos se ha debatido la cuestión siguiente: un miembro de la commune, ¿tiene derecho a entrar libremente en casa de otro miembro de la commune, a cualquier hora y sea este miembro varón o mujer...? La respuesta a esta pregunta ha sido afirmativa.
‑¿Aun en el caso de que ese hombre o esa mujer estén ocupados en una necesidad urgente? ¡Je, je, je!
Andrés Simonovitch se enfureció.
‑¡No tiene usted otra cosa en la cabeza! ¡Sólo piensa en esas malditas necesidades! ¡Qué arrepentido estoy de haberle expuesto mi sistema y haberle hablado de esas necesidades prematuramente! ¡El diablo me lleve! ¡Ésa es la piedra de toque de todos los hombres que piensan como usted! Se burlan de una cosa antes de conocerla. ¡Y todavía pretenden tener razón! Adoptan el aire de enorgullecerse de no sé qué. Yo siempre he sido de la opinión de que estas cuestiones no pueden exponerse a los novicios más que al final, cuando ya conocen bien el sistema, en una palabra, cuando ya han sido convenientemente dirigidos y educados. Pero, en fin, dígame, se lo ruego, qué es lo que ve usted de vergonzoso y vil en... las letrinas, llamémoslas así. Yo soy el primero que está dispuesto a limpiar todas las letrinas que usted quiera, y no veo en ello ningún sacrificio. Por el contrario, es un trabajo noble, ya que beneficia a la sociedad, y desde luego superior al de un Rafael o un Pushkin, puesto que es más útil.
‑Y más noble, mucho más noble. ¡Je, je, je!
‑¿Qué quiere usted decir con eso de «más noble»? Yo no comprendo esas expresiones cuando se aplican a la actividad humana. Nobleza..., magnanimidad... Estos conceptos no son sino absurdas estupideces, viejas frases dictadas por los prejuicios y que yo rechazo. Todo lo que es útil a la humanidad es noble. Para mí sólo tiene valor una palabra: utilidad. Ríase usted cuanto quiera, pero es así.
Piotr Petrovitch se desternillaba de risa. Había terminado de contar el dinero y se lo había guardado, dejando sólo algunos billetes en la mesa. El tema de las letrinas, pese a su vulgaridad, había motivado más de una discusión entre Piotr Petrovitch y su joven amigo.
Lo gracioso del caso era que Andrés Simonovitch se enfadaba de verdad. Lujine no veía en ello sino un pasatiempo, y entonces sentía el deseo especial de ver a Lebeziatnikof encolerizado.
‑Usted está tan nervioso y cizañero por su fracaso de ayer ‑se atrevió a decir Andrés Simonovitch, que, pese a toda su independencia y a sus gritos de protesta, no osaba enfrentarse abiertamente con Piotr Petrovitch, pues sentía hacia él, llevado sin duda de una antigua costumbre, cierto respeto.
‑Dígame una cosa ‑replicó Lujine en un tono de grosero desdén‑: ¿podría usted...? Mejor dicho, ¿tiene usted la suficiente confianza en esa joven para hacerla venir un momento? Me parece que ya han regresado todos del cementerio. Los he oído subir. Necesito ver un momento a esa muchacha.
‑¿Para qué? ‑preguntó Andrés Simonovitch, asombrado.
‑Tengo que hablarle. Me marcharé pronto de aquí y quisiera hacerle saber que... Pero, en fin; usted puede estar presente en la conversación. Esto será lo mejor, pues, de otro modo, sabe Dios lo que usted pensaría.
‑Yo no pensaría absolutamente nada. No he dado a mi pregunta la menor importancia. Si usted tiene que tratar algún asunto con esa joven, nada más fácil que hacerla venir. Voy por ella, y puede estar usted seguro de que no les molestaré.
Efectivamente, al cabo de cinco minutos, Lebeziamikof llegaba con Sonetchka. La joven estaba, como era propio de ella, en extremo turbada y sorprendida. En estos casos, se sentía siempre intimidada: las caras nuevas le producían verdadero terror. Era una impresión de la infancia, que había ido acrecentándose con el tiempo.
Piotr Petrovitch le dispensó un cortés recibimiento, no exento de cierta jovial familiaridad, que parecía muy propia de un hombre serio y respetable como él que se dirigía a una persona tan joven y, en ciertos aspectos tan interesante. Se apresuró a instalarla cómodamente ante la mesa y frente a él. Cuando se sentó, Sonia paseó una mirada en torno de ella: sus ojos se posaron en Lebeziatnikof, después en el dinero que había sobre la mesa y finalmente en Piotr Petrovitch, del que ya no pudieron apartarse. Se diría que había quedado fascinada. Lebeziatnikof se dirigió a la puerta.
Piotr Petrovitch se levantó, dijo a Sonia por señas que no se moviese y detuvo a Andrés Simonovitch en el momento en que éste iba a salir.
‑¿Está abajo Raskolnikof? ‑le preguntó en voz baja‑. ¿Ha llegado ya?
‑¿Raskolnikof? Sí, está abajo. ¿Por qué? Sí, lo he visto entrar. ¿Por qué lo pregunta?
‑Le ruego que permanezca aquí y que no me deje solo con esta... señorita. El asunto que tenemos que tratar es insignificante, pero sabe Dios las conclusiones que podría extraer de nuestra entrevista esa gente... No quiero que Raskolnikof vaya contando por ahí... ¿Comprende lo que quiero decir?
‑Comprendo, comprendo‑ dijo Lebeziatnikof con súbita lucidez‑. Está usted en su derecho. Sus temores respecto a mí son francamente exagerados, pero... Tiene usted perfecto derecho a obrar así. En fin, me quedaré. Me iré al lado de la ventana y no los molestaré lo más mínimo. A mi juicio, usted tiene derecho a...
Piotr Petrovitch volvió al sofá y se sentó frente a Sonia. La miró atentamente, y su semblante cobró una expresión en extremo grave, incluso severa. «No vaya usted a imaginarse tampoco cosas que no son», parecía decir con su mirada. Sonia acabó de perder la serenidad.
‑Ante todo, Sonia Simonovna, transmita mis excusas a su honorable madre... No me equivoco, ¿verdad? Catalina Ivanovna es su señora madre, ¿no es cierto?
Piotr Petrovitch estaba serio y amabilísimo. Evidentemente abrigaba las más amistosas relaciones respecto a Sonia.
‑Sí ‑repuso ésta, presurosa y asustada‑, es mi segunda madre.
‑Pues bien, dígale que me excuse. Circunstancias ajenas a mi voluntad me impiden asistir al festín. Me refiero a esa comida de funerales a que ha tenido la gentileza de invitarme.
‑Se lo voy a decir ahora mismo.
Y Sonetchka se puso en pie en el acto.
‑Tengo que decirle algo más ‑le advirtió Piotr Petrovitch, sonriendo ante la ingenuidad de la muchacha y su ignorancia de las costumbres sociales‑. Sólo quien no me conozca puede suponerme capaz de molestar a otra persona, de hacerle venir a verme, por un motivo tan fútil como el que le acabo de exponer y que únicamente tiene interés para mí. No, mis intenciones son otras.
Sonia se apresuró a volver a sentarse. Sus ojos tropezaron de nuevo con los billetes multicolores, pero ella los apartó en seguida y volvió a fijarlos en Lujine. Mirar el dinero ajeno le parecía una inconveniencia, sobre todo en la situación en que se hallaba... Se dedicó a observar los lentes de montura de oro que Piotr Petrovitch tenía en su mano izquierda, y después fijó su mirada en la soberbia sortija adornada con una piedra amarilla que el caballero ostentaba en el dedo central de la misma mano. Finalmente, no sabiendo adónde mirar, fijó la vista en la cara de Piotr Petrovitch. El cual, tras un majestuoso silencio, continuó:
‑Ayer tuve ocasión de cambiar dos palabras con la infortunada Catalina Ivanovna, y esto me bastó para darme cuenta de que se halla en un estado... anormal, por decirlo así.
‑Cierto: es un estado anormal ‑se apresuró a repetir Sonia.
‑O, para decirlo más claramente, más exactamente, en un estado morboso.
‑Sí, sí, más claramente..., morboso.
‑Pues bien; llevado de un sentimiento humanitario y... y de compasión, por decirlo así, yo desearía serle útil, en vista de la posición extremadamente difícil en que forzosamente se ha de encontrar. Porque tengo entendido que es usted el único sostén de esa desventurada familia.
Sonia se levantó súbitamente.
‑Permítame preguntarle ‑dijo‑ si usted le habló ayer de una pensión. Ella me dijo que usted se encargaría de conseguir que se la dieran. ¿Es eso verdad?
‑¡No, no, ni remotamente! Eso es incluso absurdo en cierto sentido. Yo sólo le hablé de un socorro temporal que se le entregaría por su condición de viuda de un funcionario muerto en servicio, y le advertí que tal socorro sólo podría recibirlo si contaba con influencias. Por otra parte, me parece que su difunto padre no solamente no había servido tiempo suficiente para tener derecho al retiro, sino que ni siquiera prestaba servicio en el momento de su muerte. En resumen, que uno siempre puede esperar, pero que en este caso la esperanza tendría poco fundamento pues no existe el derecho de percibir socorro alguno... ¡Y ella soñaba ya con una pensión! ¡Je, je, je! ¡Qué imaginación posee esa señora!
‑Sí, esperaba una pensión..., pues es muy buena y su bondad la lleva a creerlo todo..., y es..., sí, tiene usted razón... Con su permiso.
Sonia se dispuso a marcharse.
‑Un momento. No he terminado todavía.
‑¡Ah! Bien ‑balbuceó la joven.
‑Siéntese, haga el favor.
Sonia, desconcertada, se sentó una vez más.
‑Viendo la triste situación de esa mujer, que ha de atender a niños de corta edad, yo desearía, como ya le he dicho, serle útil en la medida de mis medios... Compréndame, en la medida de mis medios y nada más. Por ejemplo, se podría organizar una suscripción, o una rifa, o algo análogo, como suelen hacer en estos casos los parientes o las personas extrañas que desean acudir en ayuda de algún desgraciado. Esto es lo que quería decir. La cosa me parece posible.
‑Sí, está muy bien... Dios se lo... ‑balbuceó Sonia sin apartar los ojos de Piotr Petrovitch.
‑La cosa es posible, sí, pero... dejémoslo para más tarde, aunque hayamos de empezar hoy mismo. Nos volveremos a ver al atardecer, y entonces podremos establecer las bases del negocio, por decirlo así. Venga a eso de las siete. Confío en que Andrés Simonovitch querrá acompañarnos... Pero hay un punto que desearía tratar con usted previamente con toda seriedad. Por eso principalmente me he permitido llamarla, Sonia Simonovna. Yo creo que el dinero no debe ponerse en manos de Catalina Ivanovna. La comida de hoy es buena prueba de ello. No teniendo, como quien dice, un pedazo de pan para mañana, ni zapatos que ponerse, ni nada, en fin, hoy ha comprado ron de Jamaica, e incluso creo que café y vino de Madeira, lo he visto al pasar. Mañana toda la familia volverá a estar a sus expensas y usted tendrá que procurarles hasta el último bocado de pan. Esto es absurdo. Por eso yo opino que la suscripción debe organizarse a espaldas de esa desgraciada viuda, para que sólo usted maneje el dinero. ¿Qué le parece?
‑Pues... no sé... Ella es así sólo hoy..., una vez en la vida... Tenía en mucho poder honrar la memoria... Pero es muy inteligente. Además, usted puede hacer lo que le parezca, y yo le quedaré muy... muy..., y todos ellos también... Y Dios le... le..., y los huerfanitos...
Sonia no pudo terminar: se lo impidió el llanto.
‑Entonces no se hable más del asunto. Y ahora tenga la bondad de aceptar para las primeras necesidades de su madre esta cantidad, que representa mi aportación personal. Es mi mayor deseo que mi nombre no se pronuncie para nada en relación con este asunto. Aquí tiene. Como mis gastos son muchos, aun sintiéndolo de veras, no puedo hacer más.
Y Piotr Petrovitch entregó a Sonia un billete de diez rublos después de haberlo desplegado cuidadosamente. Sonia lo tomó, enrojeció, se levantó de un salto, pronunció algunas palabras ininteligibles y se apresuró a retirarse. Piotr Petrovitch la acompañó con toda cortesía hasta la puerta. Ella salió de la habitación a toda prisa, profundamente turbada, y corrió a casa de Catalina Ivanovna, presa de extraordinaria emoción.
Durante toda esta escena, Andrés Simonovitch, a fin de no poner al diálogo la menor dificultad, había permanecido junto a la ventana, o había paseado en silencio por la habitación; pero cuando Sonia se hubo retirado, se acercó a Piotr Petrovitch y le tendió la mano con gesto solemne.
‑Lo he visto todo y todo lo he oído -dijo, recalcando esta última palabra‑. Lo que usted acaba de hacer es noble, es decir, humano. Ya he visto que usted no quiere que le den las gracias. Y aunque mis principios particulares me prohíben, lo confieso, practicar la caridad privada, pues no sólo es insuficiente para extirpar el mal, sino que, por el contrario, lo fomenta, no puedo menos de confesarle que su gesto me ha producido verdadera satisfacción. Sí, sí; su gesto me ha impresionado.
‑¡Bah! No tiene importancia ‑murmuró Piotr Petrovitch un poco emocionado y mirando a Lebeziatnikof atentamente.
‑Sí, sí que tiene importancia. Un hombre que como usted se siente ofendido, herido, por lo que ocurrió ayer, y que, no obstante, es capaz de interesarse por la desgracia ajena: un hombre así, aunque sus actos constituyan un error social, es digno de estimación. No esperaba esto de usted, Piotr Petrovitch, sobre todo teniendo en cuenta sus ideas, que son para usted una verdadera traba, ¡y cuán importante! ¡Ah, cómo le ha impresionado el incidente de ayer! ‑exclamó el bueno de Andrés Simonovitch, sintiendo que volvía a despertarse en él su antigua simpatía por Piotr Petrovitch‑. Pero dígame: ¿por qué da usted tanta importancia al matrimonio legal, mi muy querido y noble Piotr Petrovitch? ¿Por qué conceder un puesto tan alto a esa legalidad? Pégueme si quiere, pero le confieso que me siento feliz, sí, feliz, de ver que ese compromiso se ha roto; de saber que es usted libre y de pensar que usted no está completamente perdido para la humanidad... Sí, me siento feliz: ya ve usted que le soy franco.
‑Yo doy importancia al matrimonio legal porque no quiero llevar cuernos ‑repuso Lujine, que parecía preocupado por decir algo‑ y porque tampoco quiero educar hijos de los que no seria yo el padre, como ocurre con frecuencia en las uniones libres que usted predica.
‑¿Los hijos? ¿Ha dicho usted los hijos? ‑exclamó Andrés Simonovitch, estremeciéndose como un caballo de guerra que oye el son del clarín‑. Desde luego, es una cuestión social de la más alta importancia, estamos de acuerdo, pero que se resolverá mediante normas muy distintas de las que rigen ahora. Algunos llegan incluso a no considerarlos como tales, del mismo modo que no admiten nada de lo que concierne a la familia... Pero ya hablaremos de eso más adelante. Ahora analicemos tan sólo la cuestión de los cuernos. Le confieso que es mi tema favorito. Esta expresión baja y grosera difundida por Pushkin no figurará en los diccionarios del futuro. Pues, en resumidas cuentas, ¿qué es eso de los cuernos? ¡Oh, qué aberración! ¡Cuernos...! ¿Por qué? Eso es absurdo, no lo dude. La unión libre los hará desaparecer. Los cuernos no son sino la consecuencia lógica del matrimonio legal, su correctivo, por decirlo así..., un acto de protesta... Mirados desde este punto de vista, no tienen nada de humillantes. Si alguna vez..., aunque esto sea una suposición absurda..., si alguna vez yo contrajera matrimonio legal y llevara esos malditos cuernos, me sentiría muy feliz y diría a mi mujer: «Hasta este momento, amiga mía, me he limitado a quererte; pero ahora te respeto por el hecho de haber sabido protestar...» ¿Se ríe...? Eso prueba que no ha tenido usted valor para romper con los prejuicios... ¡El diablo me lleve...! Comprendo perfectamente el enojo que supone verse engañado cuando se está casado legalmente; pero esto no es sino una mísera consecuencia de una situación humillante y degradante para los dos cónyuges. Porque cuando a uno le ponen los cuernos con toda franqueza, como sucede en las uniones libres, se puede decir que no existen, ya que pierden toda su significación, e incluso el nombre de cuernos. Es más, en este caso, la mujer da a su compañero una prueba de estimación, ya que le considera incapaz de oponerse a su felicidad y lo bastante culto para no intentar vengarse del nuevo esposo... ¡El diablo me lleve...! Yo me digo a veces que si me casase, si me uniese a una mujer, legal o libremente, que eso poco importa, y pasara el tiempo sin que mi mujer tuviera un amante, se lo llevaría yo mismo y le diría: «Amiga mía, te amo de veras, pero lo que más me importa es merecer tu estimación.» ¿Qué le parece? ¿Tengo razón o no la tengo?
Piotr Petrovitch sonrió burlonamente pero con gesto distraído. Su pensamiento estaba en otra parte, cosa que Lebeziatnikof no tardó en notar, además de leer la preocupación en su semblante.
Lujine parecía afectado y se frotaba las manos con aire pensativo. Andrés Simonovitch recordaría estos detalles algún tiempo después.