Ir al contenido

Crimen y castigo (tr. anónima)/Tercera Parte/Capítulo IV

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo IV

En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que paseó una tímida mirada por la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella con tanta sorpresa como curiosidad. Raskolnikof no la reconoció en seguida. Era Sonia Simonovna Marmeladova. La había visto el día anterior ‑por primera vez‑, pero en circunstancias y con un atavío que habían dejado en su memoria una imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modestamente, incluso pobremente vestida y parecía muy joven, una muchachita de modales honestos y reservados y carita inocente y temerosa. Llevaba un vestido sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su mano empuñaba su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior. Fue tal su confusión al ver la habitación llena de gente, que perdió por completo la cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se dispuso a marcharse.

‑¡Ah! ¿Es usted? ‑exclamó Raskolnikof, en el colmo de la sorpresa. Y de pronto también él se sintió turbado.

Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando acababa de protestar de la calumnia de Lujine contra él y de recordar que el día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que ella misma se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que no había pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala conducta es del dominio público». Todos estos pensamientos cruzaron su mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al mirar atentamente a aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada, que se compadeció de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolución.

‑Estaba muy lejos de esperarla ‑le dijo vivamente, deteniéndola con una mirada‑. Haga el favor de sentarse. Usted viene sin duda de parte de Catalina Ivanovna. No, ahí no; siéntese aquí, tenga la bondad.

Al entrar Sonia, Rasumikhine, que ocupaba una de las tres sillas que había en la habitación, se había levantado para dejarla pasar. Raskolnikof había empezado por indicar a la joven el extremo del diván que Zosimof había ocupado hacía un momento, pero al pensar en el carácter íntimo de este mueble que le servía de lecho cambió de opinión y ofreció a Sonia la silla de Rasumikhine.

‑Y tú siéntate ahí ‑dijo a su amigo, señalándole el extremo del diván.

Sonia se sentó casi temblando y dirigió una tímida mirada a las dos mujeres. Se veía claramente que ni ella misma podía comprender de dónde había sacado la audacia necesaria para sentarse cerca de ellas. Y este pensamiento le produjo una emoción tan violenta, que se levantó repentinamente y, sumida en el mayor desconcierto, dijo a Raskolnikof, balbuceando:

‑Sólo... sólo un momento. Perdóneme si he venido a molestarle. Vengo de parte de Catalina Ivanovna. No ha podido enviar a nadie más que a mí. Catalina Ivanovna le ruega encarecidamente que asista mañana a los funerales que se celebrarán en San Mitrofan... y que después venga a casa, a su casa, para la comida... Le suplica que le conceda este honor.

Dicho esto, perdió por completo la serenidad y enmudeció.

‑Haré todo lo posible por... No, no faltaré ‑repuso Raskolnikof, levantándose y tartamudeando también‑. Tenga la bondad de sentarse ‑dijo de pronto‑. He de hablarle, si me lo permite. Ya veo que tiene usted prisa, pero le ruego que me conceda dos minutos.

Le acercó la silla, y Sonia se volvió a sentar. De nuevo la joven dirigió una mirada llena de angustiosa timidez a las dos señoras y seguidamente bajó los ojos. El pálido rostro de Raskolnikof se había teñido de púrpura. Sus facciones se habían contraído y sus ojos llameaban.

‑Mamá ‑dijo con voz firme y vibrante‑, es Sonia Simonovna Marmeladova, la hija de ese infortunado señor Marmeladof que ayer fue atropellado por un coche... Ya os he contado...

Pulqueria Alejandrovna miró a Sonia, entornando levemente los ojos con un gesto despectivo. A pesar del temor que le inspiraba la mirada fija y retadora de su hijo, no pudo privarse de esta satisfacción. Dunetchka se volvió hacia la pobre muchacha y la observó con grave estupor.

Al oír que Raskolnikof la presentaba, Sonia levantó los ojos, logrando tan sólo que su turbación aumentase.

‑Quería preguntarle ‑dijo Rodia precipitadamente- cómo han ido hoy las cosas en su casa. ¿Las han molestado mucho? ¿Les ha interrogado la policía?

‑No, todo se ha arreglado sin dificultad. No había duda sobre las causas de la muerte. Nos han dejado tranquilas. Sólo los vecinos nos han molestado con sus protestas.

‑¿Sus protestas?

‑Sí, el cadáver llevaba demasiado tiempo en casa y, con este calor, empezaba a oler. Hoy, a la hora de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cementerio. Catalina Ivanovna se oponía al principio, pero al fin ha comprendido que había que hacerlo.

‑¿O sea que hoy se lo llevarán?

‑Sí, pero las exequias se celebrarán mañana. Catalina Ivanovna le suplica que asista a ellas y que luego vaya a su casa para participar en la comida de funerales.

‑¡Hasta comida de funerales...!

‑Una sencilla colación. También me ha encargado que le dé las gracias por la ayuda que nos ha prestado. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar a mi padre.

Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el llanto y bajó nuevamente los ojos.

Mientras hablaba con ella, Raskolnikof la observaba atentamente. Era menuda y delgada, muy delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón puntiagudo. No podía decirse que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía menos de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y de toda ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Parecía una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un modo casi cómico, en algunos de sus gestos.

‑No comprendo cómo Catalina Ivanovna ha podido arreglarlo todo con tan escasos recursos, y menos, que todavía le haya sobrado para dar una colación ‑dijo Raskolnikof, deseoso de que la conversación no se interrumpiera.

‑El ataúd es de los más modestos y toda la ceremonia será sumamente sencilla... O sea, que no le costará mucho. Entre ella y yo lo hemos calculado todo exactamente; por eso sabemos que quedará lo suficiente para dar la colación de funerales. Esto es muy importante para Catalina Ivanovna y no se la debe contrariar... Es un consuelo para ella... Ya sabe usted cómo es...

‑Comprendo, comprendo... También mi habitación es muy pobre. Mi madre dice que parece una tumba.

‑¡Y ayer nos entregó usted hasta su última moneda! ‑murmuró Sonetchka bajando de nuevo los ojos.

Otra vez sus labios y su barbilla empezaron a temblar. Apenas había entrado, le había llamado la atención la pobreza del aposento de Raskolnikof. Lo que acababa de decir se le había escapado involuntariamente.

Hubo un silencio. La mirada de Dunetchka se aclaró y Pulqueria Alejandrovna se volvió hacia Sonia con expresión afable.

‑Como es natural, Rodia ‑dijo la madre, poniéndose en pie‑, comeremos juntos... Vámonos, Dunetchka. Y tú, Rodia, deberías ir a dar un paseo, después descansar un rato y luego venir a reunirte con nosotras... lo antes posible. Sin duda te hemos fatigado.

‑Iré, iré ‑se apresuró a contestar Raskolnikof, levantándose‑. Además, tengo cosas que hacer.

‑¿Qué quieres decir con eso? ‑exclamó Rasumikhine, mirando fijamente a Raskolnikof‑. Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza comer solo. Dime: ¿qué piensas hacer?

‑Te aseguro que iré. Y tú quédate aquí un momento... ¿Podéis dejármelo para un rato, mamá? ¿Verdad que no lo necesitáis?

‑¡No, no! Puede quedarse... Pero le ruego, Dmitri Prokofitch, que venga usted también a comer con nosotros.

‑Yo también se lo ruego ‑dijo Dunia.

Rasumikhine asintió haciendo una reverencia. Estaba radiante. Durante un momento, todos parecieron dominados por una violencia extraña.

‑Adiós, Rodia. Es decir, hasta luego: no me gusta decir adiós... Adiós, Nastasia. ¡Otra vez se me ha escapado!

Pulqueria Alejandrovna tenía intención de saludar a Sonia, pero no supo cómo hacerlo y salió de la habitación precipitadamente.

En cambio, Avdotia Romanovna, que parecía haber estado esperando su vez, al pasar ante Sonia detrás de su madre la saludó amable y gentilmente. Sonetchka perdió la calma y se inclinó con temeroso apresuramiento. Por su semblante pasó una sombra de amargura, como si la cortesía y la afabilidad de Avdotia Romanovna le hubieran producido una impresión dolorosa.

‑Adiós, Dunia ‑dijo Raskolnikof, que había salido al vestíbulo tras ella‑. Dame la mano.

‑¡Pero si ya te la he dado! ¿No lo recuerdas? ‑dijo la joven, volviéndose hacia él, entre desconcertada y afectuosa.

‑Es que quiero que me la vuelvas a dar.

Rodia estrechó fuertemente la mano de su hermana. Dunetchka le sonrió, enrojeció, libertó con un rápido movimiento su mano y siguió a su madre. También ella se sentía feliz.

‑¡Todo ha salido a pedir de boca! ‑dijo Raskolnikof, volviendo al lado de Sonia, que se había quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de perfecta calma, añadió‑: Que el Señor dé paz a los muertos y deje vivir a los vivos. ¿No te parece, no te parece? Di, ¿no te parece?

Sonia advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikof se iluminaba súbitamente. Durante unos segundos, el joven la observó en silencio y atentamente. Todo lo que su difunto padre le había contado de ella acudió de pronto a su memoria...


‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna apenas llegó con su hija a la calle‑. ¡A quien se le diga que me alegro de haber salido de esta casa...! ¡He respirado, Dunetchka! ¡Quién me había de decir, cuando estaba en el tren, que me alegraría de separarme de mi hijo!

‑Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido la salud a fuerza de sufrir por nosotras. Hemos de ser indulgentes con él. Se le pueden perdonar muchas cosas, muchas cosas...

‑Sin embargo, tú no has sido comprensiva ‑dijo amargamente Pulqueria Alejandrovna‑. Hace un momento os observaba a los dos. Os parecéis como dos gotas de agua, y no tanto en lo físico como en lo moral. Los dos sois severos e irascibles, pero también arrogantes y nobles. Porque él no es egoísta, ¿verdad, Dunetchka...? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche en casa, se me hiela el corazón.

‑No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.

‑Piensa en nuestra situación, Dunetchka. ¿Qué ocurrirá si Piotr Petrovitch renuncia a ese matrimonio? ‑preguntó indiscretamente.

‑Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción ‑repuso Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso.

Pulqueria Alejandrovna siguió hablando con su acostumbrada volubilidad.

‑Hemos hecho bien en marcharnos. Rodia tenía que acudir urgentemente a una cita de negocios. Le hará bien dar un paseo, respirar el aire libre. En su habitación hay una atmósfera asfixiante. Pero ¿es posible encontrar aire respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana. ¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen...! Mira, transportan un piano... Aquí la gente anda empujándose... Esa muchacha me inquieta.

‑¿Qué muchacha?

‑Esa Sonia Simonovna.

‑¿Por qué te inquieta?

‑Tengo un presentimiento, Dunia. ¿Me creerás si te digo que, apenas la he visto entrar, he sentido que es la causa principal de todo?

‑¡Eso es absurdo! ‑exclamó Dunia, indignada‑. Para los presentimientos eres única. Ayer la vio por primera vez. Ni siquiera la ha reconocido en el primer momento.

‑Ya veremos quién tiene razón... Desde luego, esa joven me inquieta... He sentido verdadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He tenido que hacer un esfuerzo para no huir... ¡Y nos la ha presentado! Esto es muy significativo. Después de lo que Piotr Petrovitch nos dice de ella en la carta, nos la presenta... No me cabe duda de que está enamorado de ella.

‑No hagas caso de lo que diga Lujine. También se ha hablado y escrito mucho sobre nosotras. ¿Es que lo has olvidado...? Estoy segura de que es una buena chica y de que todo lo que se cuenta de ella son estúpidas habladurías.

‑¡Ojalá sea así!

‑Y Piotr Petrovitch es un chismoso ‑exclamó súbitamente Dunetchka.

Pulqueria Alejandrovna se contuvo y en este punto terminó la conversación.


‑Ven; tenemos que hablar ‑dijo Raskolnikof a Rasumikhine, llevándoselo junto a la ventana.

‑Ya diré a Catalina Ivanovna que vendrá usted a los funerales ‑dijo Sonia precipitadamente y disponiéndose a marcharse.

‑Un momento, Sonia Simonovna. No se trata de ningún secreto; de modo que usted no nos molesta lo más mínimo... Todavía tengo algo que decirle.

Se volvió de nuevo hacia Rasumikhine y continuó:

‑Quiero hablarte de ése..., ¿cómo se llama...? ¡Ah, sí! Porfirio Petrovitch... Tú le conoces, ¿verdad?

‑¿Cómo no lo he de conocer si somos parientes? Bueno, ¿de qué se trata? ‑preguntó con viva curiosidad.

‑Creo que es él el que instruye el sumario de... de ese asesinato que comentabais ayer. ¿No?

‑Sí, ¿y qué? ‑preguntó Rasumikhine, abriendo exageradamente los ojos.

‑Tengo entendido que ha interrogado a todos los que tenían algún objeto empeñado en casa de la vieja. Yo también tenía algo empeñado..., muy poca cosa..., una sortija que me dio mi hermana cuando me vine a Petersburgo, y el reloj de plata de mi padre. Las dos cosas juntas sólo valen cinco o seis rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. ¿Qué te parece que haga? No quisiera perder esos objetos, especialmente el reloj de mi padre. Hace un momento, temblaba al pensar que mi madre podía decirme que quería verlo, sobre todo cuando estábamos hablando del reloj de Dunetchka. Es el único objeto que nos queda de mi padre. Si lo perdiéramos, a mi madre le costaría una enfermedad. Ya sabes cómo son las mujeres. Dime, ¿qué debo hacer? Ya sé que hay que ir a la comisaría para prestar declaración. Pero si pudiera hablar directamente con Porfirio... ¿Qué te parece...? Así se solucionaría más rápidamente el asunto... Ya verás como, apenas nos sentemos a la mesa, mi madre me habla del reloj.

Rasumikhine dio muestras de una emoción extraordinaria.

‑No tienes que ir a la policía para nada. Porfirio lo solucionará todo... Me has dado una verdadera alegría... Y ¿para qué esperar? Podemos ir inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy seguro de que lo encontraremos.

‑De acuerdo: vamos.

‑Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti...! Ayer mismo te nombramos... ¿De modo que conocías a la vieja? ¡Estupendo...! ¡Ah! Nos habíamos olvidado de que está aquí Sonia Ivanovna.

‑Sonia Simonovna ‑rectificó Raskolnikof‑. Éste es mi amigo Rasumikhine, Sonia Simonovna; un buen muchacho...

‑Si se han de marchar ustedes... ‑comenzó a decir Sonia, cuya confusión había aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhine, hasta el punto de que no se atrevía a levantar los ojos hacia él.

‑Vamos ‑decidió Raskolnikof‑. Hoy mismo pasaré por su casa, Sonia Simonovna. Haga el favor de darme su dirección.

Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le dio su dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.

‑No has cerrado la puerta ‑dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar la escalera.

‑No la cierro nunca... Además, no puedo. Hace dos años que quiero comprar una cerradura.

Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose a reír y dirigiéndose a Sonia:

‑¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree usted?

Al llegar a la puerta se detuvieron.

‑Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna...? ¡Ah, oiga! ¿Cómo ha podido encontrarme? ‑preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se atrevía.

‑Ayer dio usted su dirección a Poletchka.

‑¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?

‑Sí, ¿no se acuerda?

‑Sí, sí; ya recuerdo.

‑Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre. Creo que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí, he podido preguntar por «el señor Raskolnikof». Yo no sabía que también usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna...

Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza baja. Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos, de su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo ignorado surgía confusamente en su alma.

De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.

‑Si al menos no viniera hoy... ‑murmuró, con el corazón palpitante como un niño asustado‑. ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación...! Allí verá...

Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un desconocido.

En el momento en que Raskolnikof, Rasumikhine y Sonia se habían detenido ante la puerta de la casa, conversando, el desconocido pasó cerca de ellos y se estremeció al cazar al vuelo casualmente estas palabras de Sonia:

‑... he podido preguntar por el señor Raskolnikof.

Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que se había dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos y de modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue acortando el paso, como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.

«¿Dónde vivirá? ‑pensó‑. Yo he visto a esta muchacha en alguna parte. Procuraré recordar.»

Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió, pudiendo advertir que la muchacha había seguido la misma dirección que él sin darse cuenta de que la espiaban. La joven llegó a la travesía y se internó por ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución por la acera opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían recorrido unos cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos cinco pasos de distancia.

Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad.

Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la acera. El desconocido había tenido tiempo sobrado para observar que la joven iba ensimismada. Sonia llegó a la casa en que vivía y cruzó el portal. Él entró tras ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego en la escalera de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que Sonia. Sólo en este momento se dio cuenta la joven de que la seguían.

Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que ostentaba el número 9 y dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumof, sastre.»

‑¡Qué casualidad! ‑exclamó el desconocido.

Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre ambas puertas había una distancia de unos seis pasos.

‑¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? ‑dijo el caballero alegremente‑. Ayer me arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted: vivo en casa de la señora Resslich Gertrudis Pavlovna. El mundo es un pañuelo.

Sonia le miró fijamente.

‑Sí, somos vecinos ‑continuó el caballero, con desbordante jovialidad‑. Estoy en Petersburgo desde hace sólo dos días. Para mí será un placer volver a verla.

Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.


Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de Porfirio Petrovitch, acompañado de Rodia.

‑Has tenido una gran idea, querido, una gran idea ‑dijo varias veces‑. Y créeme que me alegro, que me alegro de veras.

«¿Por qué se ha de alegrar?», se preguntó Raskolnikof.

‑No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja. ¿Hace mucho tiempo de eso? Quiero decir que si hace mucho tiempo que has estado en esa casa por última vez.

«Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikof.

‑¿Cuándo estuve por última vez? ‑preguntó, deteniéndose como para recordar mejor‑. Me parece que fue tres días antes del crimen... Te advierto que no quiero recoger los objetos en seguida ‑se apresuró a aclarar, como si este punto le preocupara especialmente‑, pues no me queda más que un rublo después del maldito «desvarío» de ayer.

Y subrayó de un modo especial la palabra «desvarío».

‑¡Comprendido, comprendido! ‑exclamó con vehemencia Rasumikhine y sin que se pudiera saber exactamente qué era lo que comprendía con tanto entusiasmo‑. Esto explica que te mostraras entonces tan... impresionado... E incluso en tu delirio nombrabas sortijas y cadenas... Todo aclarado; ya se ha aclarado todo...

«Ya salió aquello. Están dominados por esta idea. Incluso este hombre que seria capaz de dejarse matar por mi se siente feliz al poder explicarse por qué hablaba yo de sortijas en mi delirio. Todo esto los ha confirmado en sus suposiciones.»

‑¿Crees que encontraremos a Porfirio? ‑preguntó Raskolnikof en voz alta.

‑¡Claro que lo encontraremos! ‑repuso vivamente Rasumikhine‑. Ya verás qué tipo tan interesante. Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un hombre de mundo. Bien es verdad que yo no le considero brusco porque carezca de mundología. Es inteligente, muy inteligente. Está muy lejos de ser un grosero, a pesar de su carácter especial. Es desconfiado, escéptico, cínico. Le gusta engañar, chasquear a la gente, y es fiel al viejo sistema de las pruebas materiales... Sin embargo, conoce a fondo su oficio. El año pasado desembrolló un caso de asesinato del que sólo existían ligeros indicios. Tiene grandes deseos de conocerte.

‑¿Grandes deseos? ¿Por qué?

‑Bueno, tal vez he exagerado... Oye; últimamente, es decir, desde que te pusiste enfermo, le he hablado mucho de ti. Naturalmente, él me escuchaba. Y cuando le dije que eras estudiante de Derecho y que no podías terminar tus estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De esto deduzco... Mejor dicho, del conjunto de todos estos detalles... Ayer, Zamiotof... Oye, Rodia, cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de tonterías. Lamentaría que hubieras tomado demasiado en serio mis palabras.

‑¿A qué te refieres? ¿A la sospecha de esos hombres de que estoy loco? Pues bien, tal vez no se equivoquen.

Y se echó a reír forzadamente.

‑Si, si... ¡digo, no...! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa cuestión y sobre todas eran divagaciones de borracho.

‑Entonces, ¿para qué excusarse? ¡Si supieras cómo me fastidian todas estas cosas! ‑exclamó Raskolnikof con una irritación fingida en parte.

‑Lo sé, lo sé. Lo comprendo perfectamente; te aseguro que lo comprendo. Incluso me da vergüenza hablar de ello.

‑Si te da vergüenza, cállate.

Los dos enmudecieron. Rasumikhine estaba encantado, y Raskolnikof se dio cuenta de ello con una especie de horror. Lo que su amigo acababa de decirle acerca de Porfirio Petrovitch no dejaba de inquietarle.

«Otro que me compadece ‑pensó, con el corazón agitado y palideciendo‑. Ante éste tendré que fingir mejor y con más naturalidad que ante Rasumikhine. Lo más natural sería no decir nada, absolutamente nada... No, no; esto también podría parecer poco natural... En fin, dejémonos llevar de los acontecimientos... En seguida veremos lo que sucede... ¿He hecho bien en venir o no? La mariposa se arroja a la llama ella misma... El corazón me late con violencia... Mala cosa.»

‑Es esa casa gris ‑dijo Rasumikhine.

«Es de gran importancia saber si Porfirio está enterado de que estuve ayer en casa de esa bruja y de las preguntas que hice sobre la sangre. Es necesario que yo sepa esto inmediatamente, que yo lea la verdad en su semblante apenas entre en el despacho, al primer paso que dé. De lo contrario, no sabré cómo proceder, y ya puedo darme por perdido.»

‑¿Sabes lo que te digo? ‑preguntó de pronto a Rasumikhine con una sonrisa maligna‑. Que he observado que toda la mañana te domina una gran agitación. De veras.

‑¿Agitación? Nada de eso ‑repuso, mortificado, Rasumikhine.

‑No lo niegues. Eso se ve a la legua. Hace un rato estabas sentado en el borde de la silla, cosa que no haces nunca, y parecías tener calambres en las piernas. A cada momento te sobresaltabas sin motivo, y unas veces tenías cara de hombre amargado y otras eras un puro almíbar. Te has sonrojado varias veces y te has puesto como la púrpura cuando te han invitado a comer.

‑Todo eso son invenciones tuyas. ¿Qué quieres decir?

‑A veces eres tímido como un colegial. Ahora mismo te has puesto colorado.

‑¡Imbécil!

‑Pero ¿a qué viene esa confusión? ¡Eres un Romeo! Ya contaré todo esto en cierto sitio. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a hacer reír a mi madre! ¡Y a otra persona!

‑Oye, oye... Hablemos en serio... Quiero saber... ‑balbuceó Rasumikhine, aterrado‑. ¿Qué piensas contarles? Oye, querido... ¡Eres un majadero!

‑Estás hecho una rosa de primavera... ¡Si vieras lo bien que esto te sienta! ¡Un Romeo de tan aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy! Incluso te has limpiado las uñas. ¿Cuándo habías hecho cosa semejante? Que Dios me perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en el pelo. A ver: baja un poco la cabeza.

‑¡Imbécil!

Raskolnikof se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch. Esto era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo, y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala.

‑¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! ‑dijo Rasumikhine fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.