Cuentos de un loco: 1

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EL EDITOR[editar]

Lector, ¿qué es lo que hacer quiso el poeta
cuando escribir imaginó esta historia?
¿Dejar tal vez de su existencia inquieta
a la futura edad una memoria?
¿En su confusa crónica incompleta
su fe o superstición hacer notoria?
¿Predicar a su siglo una fe ardiente
o escupirle en la faz como un demente?

No sé. Sobre ello cuanto más medito
más en oscuros cálculos me pierdo.
Cosas dice este loco en este escrito
que haber leído en otro no recuerdo;
obra tal vez de un santo, de un precito
tal vez, a veces loco, a veces cuerdo,
su relato es de dudas un abismo;
no se entiende tal vez él a sí mismo.

Acaso sus fantásticas leyendas
de horóscopos y magia y predicciones,
son de un disfraz en que se emboza prendas;
de su locura acaso son visiones,
de su vida las páginas horrendas,
de su fiebre tal vez las invenciones:
su relación a veces horroriza
y a veces de placer el alma hechiza.

Yo, lector, por mi parte te aseguro
que penetrar no pude su secreto;
sin comentarios, aunque le hallo oscuro,
le doy a luz como editor discreto.
Imparcial, al autor dar no procuro
la razón, ni en quitársela me meto;
porque al fin, como él dice, importa poco
dar o no dar con la razón de un loco.

Capítulo primero[editar]

Que, dividido en dos partes, sirve de introducción a esta obra, y en el cual se prueba que los locos y los poetas no ven las cosas del mundo como los demás hombres.

Primera parte[editar]

Epístola dedicatoria al señor Don Cayo Quiñones de León, secretario de la legación de S. M. C. en París.

Bruselas, febrero 21-53.

Cayo, jamás de su memoria el hombre
destierra los recuerdos de la patria,
ni las semillas de la fe en que nace
del corazón voluble desarraiga.

El que la tierra en que nació abandona,
por el fiero huracán de sus desgracias
arrebatado a su pesar, quien de ella
parte de gloria o de placer con ansia,
desventurado aquél, éste dichoso,
huésped allí desde la tierra extraña,
en su bien o en su mal los ojos vuelve
hacia el país donde pasó la infancia.

En nuestra mente virgen las imágenes
de la niñez purísimas se graban,
y el renegado vil y el duro ateo
al Dios de su niñez muriendo llaman.

El huerto do corrimos cuando niños,
el oscuro desván que nos causaba
pavor, la efigie del altar del templo
donde oíamos misa, la dorada
veleta de la torre que se erguía
frontera del balcón de nuestra casa,
la oración que de noche al acostarnos
nuestra madre a decir nos enseñaba,
el antiguo cantar con que en la cuna
nuestra nodriza nos dormía, páginas
son del libro inmortal de la memoria,
bien que a la eternidad se lleva el alma.

Perenne manantial de poesía
son de la vida en la fortuna varia:
el que vive feliz, en su corriente
fresca y salubre con placer se baña;
el que infeliz, abreva su memoria
de sus recuerdos en la fuente amarga:
éste a su triste son vigila insomne,
aquél tranquilo a su rumor descansa;
mas ambos beben con delicia siempre
en el raudal de sus bullentes aguas,
las cuales el país de su memoria,
erial o jardín, regando pasan.

Nuestro espíritu, a sombra de sus zarzos
o en sus bosques de mirtos y de palmas,
sus horas de placer o de amargura
alegre goza o despechado arrastra.

Ese mundo invisible que le cerca,
esas quimeras mil que le acompañan
siempre y doquier, en sueño y en vigilia,
¿qué son? Amigos que a su lado viajan
de la existencia por la senda, gotas
que de la fuente del recuerdo manan,
ecos que trae al templo de la mente,
desde el vergel de la niñez el aura.

El que niega traidor que les conserva,
miente a su corazón, mas no le engaña;
y, espectros vengadores, esperándole
a los pies de su féretro les halla.
El que en su corazón les aposenta
y les cultiva cual preciosas plantas
del jardín de la vida, con su aroma
de la suya los días embalsama,
de ella alumbra a su espíritu el camino
de una fe limpia con la antorcha clara,
y el ser que hubo de Dios, cuando a Dios vuelve,
ve que a las puertas del Edén le aguardan.

Cayo, tú que indelebles conservaste
de la niñez las tradiciones santas,
tú, vástago regado con el jugo
de aquella vieja educación que a España
dio nobles, preclarísimos varones
que, sin ciencia tal vez, mas con fe sana,
llevaron sus enseñas vencedoras
a remotas e incógnitas comarcas,
entra conmigo en las tortuosas sendas
del laberinto oscuro de estas páginas,
en cuyo centro encontrarás ardiendo
de mi creencia la escondida lámpara.
Es uno de esos libros cuyo asunto
ninguna antigua crónica relata,
ni escrito pudo ser sino en las hojas
del archivo recóndito del alma;
una de esas sinceras narraciones
que el poeta a sus solas desparrama
sobre el haz de un papel, como semilla
que se siembra al azar sin esperanza.
Acaso va a caer en tierra fértil
y fructifica: acaso cae en árida
e infecunda ladera, y ni aun las aves
por pasto vil a recogerla bajan.
Una de esas leyendas que tan sólo
la fe tenaz de los poetas narra
sólo para creyentes verdaderos
a cuya ciencia humilde la fe basta.
Una de esas historias que se cuentan
a un amigo poeta o entusiasta,
o que a la faz del siglo descreído
desde la cumbre de la fe se lanzan;
desde la cual, sin cólera y sin miedo,
como desde lugar donde no alcanzan
los chicheos del vulgo, se la arroja
cual semilla sobrante en tierra mala.
Obra de quien no mora en este mundo
ni con su siglo va ni con su raza,
sino de otro universo más poético
y más feliz en la región fantástica.
Historia ¡oh Cayo! de esas que no constan
en documento alguno consignadas
y que tan sólo los poetas saben.
¿Quién al poeta se las cuenta? El agua
tal vez de algún arroyo que murmura,
el gemido tal vez de alguna ráfaga,
alguna perezosa golondrina
que vuelve sola en el octubre al África,
tal vez el vuelo, imperceptible casi,
de un insectillo de sonoras alas,
el ruido de la lluvia que se estrella
por el viento impelida en su ventana,
algún silfo invisible que hace lecho
del capullo de alguna pasionaria,
el silencio tal vez de alguna noche
azul, tranquila, trasparente y diáfana,
el son tal vez de las marinas olas,
tal vez el de una amante serenata,
de algún pastor el cántico lejano,
el son de trompa cóncava de caza,
el rumor de las hojas de algún árbol,
el eco que suspira en la montaña,
la exhalación que rasga el firmamento,
el rojizo fulgor de una almenara,
las solitarias ruinas de un castillo,
de una campestre ermita la campana,
la misteriosa cruz de una vereda,
de un perdido bajel la vela blanca,
algún nublado que a lo lejos zumba,
algún torrente que en las rocas brama,
un fuego fatuo que movible brilla,
alguna estrella que perdida radia,
una ilusión tal vez sin faz ni nombre...
¿Quién de la inspiración sabe la causa?
¿Quién conoce el oráculo en que el estro
al corazón de los poetas habla?
¿Quién conoce los seres que producen
esos ruidos nocturnos que se escapan
de entre el tapiz que nuestro cuarto abriga,
del pabellón que envuelve nuestra cama,
del vacío cajón de nuestra cómoda,
de la trémula luz de nuestra lámpara,
del seno, en fin, desierto y silencioso,
del aire sin color de nuestra cámara?
¿Quién conoce la faz de esas quimeras
que en su vacío temerosas se alzan,
vuelan, caminan, ruedan, desparecen,
giran, voltean, gesticulan, danzan,
se aglomeran, se esparcen, se confunden,
se iluminan, se encogen, se dilatan,
ya sobre alas de dragón se ciernen,
ya del techo se cuelgan con sus garras,
ya se hunden a través de los espejos,
ya surgen a través de las mamparas,
ya en nuestra faz ingrávidas se posan,
y huyen por fin ante la luz del alba?
¿Quién sabe si esos seres incorpóreos
que en el espacio de los mundos vagan,
son los que en el cerebro del poeta
de estas historias el relato graban?
Él las lee en su cerebro de repente
por invisible mano y en palabras
misteriosas escritas, e inspirándose,
al idioma del hombre las traslada.
¿Quién excitó su inspiración? –Se ignora.
Tal vez de origen desigual dimanan:
de Dios, las que a su fe nos aproximan,
de Satán, las que de ella nos apartan.

Segunda parte: inspiración[editar]

Questioni importanti: ma che il lettore risolverà da se, se ne ha voglia. Noi non intendiamo di dar giudizi: ci basta d'aver dei fatti da racontare. (Alex Manzoni, I prom. Sposi. cap. VI.)

Loco estoy, me lo dicen los doctores:
yo mismo reconozco mi demencia,
y es inútil buscar pruebas mejores
que las que suministra mi conciencia.
Ya revelado en bárbaros furores,
ya de calma y salud con apariencia,
mi mal existe siempre, y mucho o poco,
el hecho en realidad es que estoy loco.

Réstanme, empero, lúcidos instantes
en cuyos breves rápidos momentos
alumbra con relámpagos brillantes
la severa razón mis pensamientos.
Entonces con placer más firme que antes
hallo en mi corazón mis sentimientos,
y oigo sobre la voz de mi demencia
la poderosa voz de mi creencia.

La voz de un hijo que su prez adora:
que de su fe y su estirpe no reniega,
que no posee la ciencia corruptora
que el siglo actual como torrente anega;
a quien, cual luz de incendio asoladora,
la del siglo no alumbra, sino ciega:
que cantor de los tiempos que ya han sido,
no vive en la centuria en que ha nacido.

Yo no sé sin mis ojos alucinan
sus vacilantes y confusas nieblas:
mas yo veo a los hombres que caminan
perdidos en un caos de tinieblas.
¡Oh tú, por quien los átomos germinan
que al sol conduces y los mundos pueblas,
rey de la creación! ¿Soy yo el demente,
o está loca en verdad la humana gente?

¿Me engañaron mis padres en la cuna
contándome la historia fabulosa
de un Dios que no eras tú? ¿Es la fortuna,
es la ciencia tal vez del Orbe diosa?
¿Hay que tu fe mejor otra fe alguna?
¿Hay luz más que tu luz esplendorosa?
¿Puede la ciencia penetrar del hombre
el profundo misterio de tu nombre?

¿Es verdad lo que escucho y no comprendo
en la noche tal vez de mi locura?
¡Que el mundo ha de seguir sin ti existiendo!
¡Que ha de vivir sin ti la criatura!
¿Qué religión es ésta que no aprendo
por más que estudio su leyenda oscura?
¿Qué nueva fe es aquesta cuya tea
no da harta luz para que mi alma vea?

No sé. –Yo aquel que, en tiempo no lejano,
a orillas del humilde Manzanares,
con temblorosa voz y torpe mano
ensayé en mi laúd pobres cantares;
hoy, en pos de la luz, mi castellano
suelo dejando y mis paternos lares,
busco la luz con férvido deseo
y, en medio de la luz, la luz no veo.

«Contempla sus vivíficos fulgores»
me dicen; pero trémula vacila
mi vista; en esta luz otros colores
hay a que no está hecha mi pupila.
Yo echo menos los suaves resplandores
del puro sol de mi niñez tranquila,
y hecho a su dulce claridad primera,
veo el siglo a esta luz de otra manera.

Paréceme que salgo de la infancia,
y que, en mi débil comprensión de niño,
lo que yo creí ciencia era ignorancia,
vil desnudez lo que pomposo aliño,
inodoro vapor lo que fragancia;
cuanto amé no merece mi cariño;
el mundo de hoy lo que soñé no encierra:
otro Dios, otro sol hay en la tierra.

De su fe, de su luz ni de sus glorias
idea no hay en la memoria mía:
alteradas me cuentan las memorias
del Hijo sacrosanto de María;
otros nombres oí y otras historias
que no encuentro en la nueva teología;
esta luz que me anuncian como aurora
las tinieblas de mi alma no colora

¿Ciego estaré? –¡Tal vez! –Llevo perdido
cuanto bien encantó mi edad primera.
Padres, fortuna, patria...todo es ido.
Empieza a encanecer mi cabellera,
y empiézame a faltar cuanto he querido.
Réstame, empero, Dios y mi fe entera;
réstame aún mi aliento castellano;
réstame aún mi corazón cristiano.

De mi salvaje fe la fuerza evoco
para hablar a mi siglo frente afrente.
Enhorabuena téngame por loco:
Yo le creo a mi vez sandio o demente.
En buen hora de mí se cuide él poco.
Nada me curo yo dél ni [de] su gente;
a su impudente faz va, pues, mi boca
a escupir la verdad salvaje y loca.

Escucha ¡oh siglo de la luz! el juicio
que ha formado de ti mi fantasía.
Yo no ambiciono hacérteme propicio,
ni a tu favor deber la gloria mía.
Nunca fué a hacer impuro sacrificio
ante tu ídolo vil mi poesía;
primero que inmolarte mi conciencia
permanecer prefiero en mi demencia.

Mi voz de tu poder a las regiones
no levantó jamás a cambio de oro
ni vendidas ni hipócritas canciones;
ni se ha unido jamás al torpe coro
que loa del que vence las acciones,
su dignidad hollando y su decoro;
yo a Dios tan sólo demandando ayuda,
te diré siempre la verdad desnuda.

Oye tu historia como yo la veo
bajo distinta faz, a luz distinta
de a las que el sempiterno cacareo
de tus gárrulos sabios nos la pinta.
Llámante el siglo de la luz; yo creo
que eres, según se escribe, el de la tinta:
que eres siglo de fósforos y globos,
sólo siglo de luz para los bobos.

Hijo del filosófico ateísmo
del pasado este nuestro, himnos a coro
entonó a la virtud y al patriotismo;
mas, renegado vil, su Dios fué el oro,
su ley, su fe, su ciencia fué empirismo,
cínica hipocresía su decoro.
y con la cruz y el látigo en la mano,
padre se hizo llamar y fué tirano.

«¡La ciencia es luz, la libertad es vida!»
dijo la multitud que se vió esclava.
–«¡Sacrílega! ¡Rebelde! ¡Deicida!»
la llamó la ambición que en paz reinaba.
–«¡Guerra!»–gritó la turba enfurecida.
–«¡Guerra!»–gritó a su vez la ambición brava;
y de la libertad y la fe en nombre,
en fraticida lid se empeñó el hombre.

¡He aquí ya a Satanás, que eternamente
de la raza de Adán fragua la ruina,
aparecer! La multitud demente
a quien su ciencia pérfida alucina,
corre tras sus banderas, e insolente,
impía, ciega, audaz, bárbara, arruina,
pulveriza, feroz, inmola insana
cuanto adoraba ayer la raza humana.

He aquí señora universal del mundo
a la revolución. ¡Cuán ancha copa
de dolor amarguísimo y profundo
ha hecho a los hombres apurar! Europa
humea ensangrentada: lodo inmundo
mancha el ebúrneo trono y áurea ropa
de sus proscriptos o difuntos reyes,
y otro poder la rige y otras leyes.

¿Era injusta su ley?–¿Ellos tiranos?
¿Del poder triunfador que los derroca
son santas o sacrílegas las manos?
A la posteridad el fallo toca:
hombre no más, juzgar a mis hermanos
no osa mi corazón, no osa mi boca:
no va la inspiración de los poetas
a la excelsa región de los profetas.

De nueva luz tras de la nueva aurora
doquier la humanidad se precipita,
y a ciegas por doquier hunde y devora
cuanto la nueva luz cree que la quita.
De evangélica en vez, devastadora,
la civilización al orbe agita,
y del incendio y del cañón la llama
la libertad alumbra que proclama.

¡Cuánta noble ilusión desvanecida!
¡Cuánta fe y juventud, cuánta esperanza
justa sacrificadas, cuánta vida,
a servil ambición y a ruin venganza!
¿Dónde no hay ¡santo Dios! sangre vertida?
¿En qué hemisferio no hay guerra o mudanza?
¿Dónde de lo de ayer existen trazas?
Nuevas las leyes son: nuevas las razas.

Mas sobre el mundo la miseria pesa,
la discordia ante el hombre abre un abismo;
la sociedad se agita, a un tiempo presa
de la incredulidad y el fanatismo.
El trueno zumba, el temporal engruesa;
lucha el siglo tenaz consigo mismo:
todo, la luz buscando, lo atropella.
¿Por qué, tras tanto afán, no da con ella?

Dice la sociedad: –«errados vamos».
Dice el legislador: –«leyes haremos».
–«¿Quién nos dará la luz tras de que andamos?»:
–«La civilización». –«Civilicemos».
Y para ver, los tronos incendiamos.
Ya hay luz: mas ¿qué nos falta que aún no vemos?
Falta la CONVICCIÓN al sabio insano:
FE es lo que falta al corazón humano.

Sin Fe no hay libertad, ni luz, ni ciencia.
Para hacer de la tierra un paraíso
no es menester alzar la inteligencia
más que lo que el Señor alzarla quiso;
para dorar del hombre la existencia
cumplir el Evangelio es lo preciso:
hermanos para hacer los hemisferios,
templos son menester, no falansterios.

Ni gobierno sin fe jamás radica,
ni hay religión sin fe que no se agote;
y la ley, la virtud hoy se predica
apoyada en el sable o el azote.
Sin fe el legislador su ley publica,
perora sin fe en Dios el sacerdote,
y la fraternidad va por la tierra
pregonando la paz, en tren de guerra.

Siglo de la banal caricatura,
estéril forjador de teorías,
augurador de paz y de ventura
cuando eres monstruo engendrador de harpías;
mientras no tengas fe sencilla y pura,
no esperes alcanzar serenos días,
mientras labrando pólvora y espadas
necesites ejércitos y armadas.

Mientras no deje el labrador sus bueyes
en el campo sin guarda; mientras hijas
de la fraternidad, con pocas leyes
tu virtuosa sociedad no rijas;
mientras no duerman sin guardián tus reyes
y con fe tus apóstoles no elijas,
tu libertad en feto aun no respira;
tu civilización es aún mentira.

Mientras que en vez de torpes narraciones
de la novela impúdica y sin ciencia,
no enseñes a tus hijos las lecciones
santas de tu católica creencia,
ni abrigarán virtud sus corazones,
ni alumbrará el saber su inteligencia;
su ilustración será vil empirismo
y su virtud hipócrita egoísmo.

Mientras desde Nembrod a tus guerreros
no des, en vez de fama laudatoria,
el título de nobles bandoleros
que ensangrientan de su época la historia,
no apoyará en cimientos duraderos
el magnífico templo de tu gloria.
Solo, y de caridad y fe provisto,
predicó, no entre lanzas, Jesucristo.

Entretanto a las grandes convulsiones
que causan tus catástrofes y ruinas,
en vano ciega buscarás razones
y aplicarás utopías y doctrinas.
A elevarse o hundirse las naciones
guían, sin tu favor, leyes divinas:
libre de tu insensato poderío
corre de su existencia el turbio río.

La misteriosa historia de la tierra
explican tus políticos en vano:
las teorías que su ciencia encierra
no son más que delirios: el arcano
del tiempo, de la peste, de la guerra,
ve sólo Dios; el hombre es un gusano
que no podrá jamás mirar al cielo
sino a través del polvo de su suelo.

Dios sólo es sabio. Él es quien encadena
los días con los días; Él excita
la tempestad, y arregla o desordena
los elementos y los pueblos; quita
la existencia y la da; lanza o refrena
el carro de su cólera, y agita
cual las ondas del mar en las naciones
las ondas de sus mil revoluciones.

No hay más poder que el del Señor. En vano
el orgullo del hombre se le opone.
Dios tiene al orbe en su potente mano,
y Él solo fin a los principios pone.
Dios está encima del poder humano;
sólo Él juzga, posterga y antepone;
Dios es el rey que está sobre los reyes:
Dios escribe su ley sobre sus leyes.

¿Quién contra Dios? Esclavo de su antojo,
sobre el haz de la tierra el tiempo pasa,
y donde fué la flor planta el abrojo;
el valle encumbra, la montaña arrasa,
torna páramo el bosque, erial rastrojo
la mies; su vida a las naciones tasa,
las razas y los pueblos pulveriza
y otras razas y pueblos entroniza.

Adiós ¡oh siglo de la luz! Mi boca
te ha revelado ya las teorías
de mi salvaje fe: mi alma loca
ni ve a tu luz ni vive con tus días,
de ti reniega y tu favor no invoca.
Tú tienes tus creencias, yo las mías;
tú crees que ante la luz rejuveneces,
yo creo que no ves y que envejeces.

He aquí por qué de ti viví alezado,
poeta de los siglos que ya han sido;
ave que a extraño clima han trasladado
y busca y no halla con que hacer su nido;
yo poesía en ti no habiendo hallado,
al tiempo viejo a demandarla he ido;
y a los viejos creyentes corazones
relato nuestras viejas tradiciones.

Por eso de mi ser las facultades
consagro a lo que fué, y en mi memoria
sólo de antiguos tiempos y de edades
pasadas vive la dorada historia.
Deploro las presentes vanidades
mirando al tiempo aquel de fe y de gloria,
y cruzo la centuria de la ciencia
a la luz del fanal de mi creencia.

Otros que ven tu luz, su fe y su aliento
consagren a tu espléndida grandeza,
¡oh siglo! Yo mi ceguedad lamento;
mas no hay en ti ni en mí culpa o torpeza.
¿Quién sabe si al marcarme nacimiento
erró un siglo tal vez naturaleza,
y a este mundo mortal me envió su mano
algún siglo más tarde o más temprano?

Como quiera que sea, en mi garganta
rebosando la voz, la poesía
inflamando en mi ser su llama santa,
voy a dar a los vientos la voz mía
cual de ave loca que perdida canta:
oye ¡oh preclaro siglo! la armonía.
Canta tú del saber la omnipotencia;
yo cantaré mi fe: Dios es la ciencia.