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Cuentos y leyendas de la región de Auvernia (Francia)

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Les Littératures populaires des toutes les nationes
Traditions, Légendes, Contes, Chansons, Proverbes, Devinettes, Superstitions

Autor: Paul Sébillot


Tomo XXXV: Literatura oral de Auvernia (Litterature orale de L’Auvergne)
1ª edición: París: J. Maisonneve, Libraire Éditeur; 1898.


Traducción de Pilar Díaz de Ancos


Prefacio

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Auvernia tiene una situación geográfica que parece muy propia para la conservación de la literatura oral: hasta hace unos tiempos relativamente recientes ha estado bastante aislada; se halla poblada por un tipo de gente que, aunque ha emigrado mucho, al igual que los bretones, tienen un espíritu de regresar a su lugar de origen muy característica, y además no se mezcla mucho con las provincias vecinas. Si a eso se añade que, en las tardes del invierno, sobre todo en las áreas montañosas, se reúnen con frecuencia los habitantes de los pueblos, se convendrá en que existe un entorno bastante parecido al de la Bretaña, y que por ello se puede esperar que haya riquezas tradicionales casi tan considerables como las de allí.

Se han encontrado en Auvernia, en efecto, bastantes relatos legendarios, pero pocos cuentos propiamente dichos. Yo estoy convencido de que eso es porque estamos ante el trabajo de un solo investigador, y pienso que se debe hacer una encuesta continua: creo que sería verdaderamente fructífera.

Puedo dar una prueba fidedigna de ello porque es fruto de una experiencia personal: más de la mitad de los relatos de este tomo han sido recogidos en París entre personas procedentes de Auvernia.

Hacia 1883 me encontré con bastante frecuencia en el Diner Celtique con el Dr. Paulin, quien había nacido en los alrededores de Royat. Un día me dijo: “He leído sus Cuentos de la Alta Bretaña, y me han recordado los que se contaban en nuestra casa, en Puy-de-Dôme. No he tenido tiempo ni ocasión de escribirlos, pero le contaré algunos”.

Y fue así como, en un rincón del restaurante de Alençon, me contó, entre conversación y conversación, los cuatro relatos de la serie sobre seres sobrenaturales que figuran en esta recopilación, y muchos cuentos cómicos y legendarios.

Algunos años más tarde me encontré, en casa de unos amigos, con un hombre de letras que me dijo: “Tengo aquí a una persona que devora vuestros relatos y que se sentiría muy contento de veros. Esos relatos le han recordado los suyos de Cantal, su país de origen”.

Aquella persona era la señorita Antoinette Bon, que ejercía las funciones de secretaria en casa de mi amigo. Me la presentó y, al cabo de unos minutos de conversación, me di cuenta de que era una persona muy inteligente que amaba los cuentos; y que recordaba muy bien los que había oído en su infancia. Hice que me contara algunos, pero ella me respondió que debía pensar en ellos y escribir todos los que recordaba.

Algún tiempo después, ella misma me remitió un manuscrito bastante voluminoso que comprendía cuentos, leyendas y supersticiones. La señorita Bon, que relataba bien, se sentía menos satisfecha cuando escribía, por lo que consideré su escrito nada más que como una especie de resumen. Por eso le rogué que me los recitara de nuevo, y ella aceptó muy gustosa. Constaté que sus relatos eran de tono más vivo y popular que en la redacción que ella misma había hecho, la cual resultaba sin duda bastante más simple.

A raíz de aquello fue que publiqué sus cuentos en la Revue des Traditiones Populaires, los cuales forman el grupo más considerable y más popular de todos los que he recogido hasta aquí en Auvernia.

Por otro lado, los Vieillés auvergnates han aparecido en Aurillac, a partir de la fecha de 1887, en fascículos que han sido reunidos después en dos volúmenes; comenzada la labor por A. Bancharel, esta recopilación ha sido continuada por sus hijos. Su lectura es divertida, y el dialecto, hábilmente manejado, presta a los relatos una gran naturalidad, que contiene un cierto sabor a veces terrorífico. Merece tener presencia, desde ese punto de vista, en las bibliotecas de Auvernia, y de igual manera puede ser consultado por aquellos que se ocupan de las tradiciones de ese curioso país, y sobre todo de su particular espíritu.

Hay en esa colección una treintena de relatos cuyo trasfondo es popular; pero una lectura atenta lleva a constatar que un pequeño número pueden haber sido sacados de alguna fuente local, e incluso se debe poner alguna reserva acerca del calado, a veces muy conseguido, que los autores han añadido. Parece que muchos de estos relatos han sido adaptados de otras compilaciones diversas, y no tienen los rasgos más propios de Auvernia. Esa es la razón que me ha llevado a sacar de ellas solo algunos textos prestados, que considero de lectura agradable, de los que con un dialecto meridional son bastante familiares para degustar esta literatura semi-popular.

Se publicó en Aurillac, después de 1895, un diario titulado Lo Cobreto (La Musette) de l’Escolo oubergnate del Naut-Miejour, que aparece en números mensuales. La parte superior de cada número tiene un frontispicio que representa un auvernio en zuecos y tocando la gaita. Esta recopilación contiene proverbios, adivinanzas, retahílas y algunos cuentos. Los redactores tuvieron la idea ingeniosa de convocar un concurso de relatos legendarios: el premio se lo llevó un cuento de M. H. M. Dommergues, del que reproducimos la traducción; este mismo autor ha recogido después muchos cuentos, muy populares, llenos de sentimientos, siguiendo las mismas pautas.

En cuanto a las leyendas, la mayor parte de ellas las he recogido de dos libros que no habían sido escritos por folcloristas, y en los cuales se encuentran a veces como por azar.

La Auvernia propiamente dicha no ha desarrollado una recopilación de cuentos emblemática y en su propia lengua: se encuentran por todas partes, dispersos en los diferentes volúmenes cuyo detalle aparece en la Bibliografía de Auvernia y de Velay que en 1885 publicamos M. H. Gaidoz y yo.

La región de Velay ha tenido la suerte de haber sido explorada desde el punto de vista de las canciones por un hombre que estaba fascinado por la cultura popular en una época en que pocas personas en Francia se ocupaban del folclore. M. Smith ha dado a la Romania de 1870 a 1881 un gran número de canciones, de las que se puede decir que son modélicas en cuanto a fidelidad en la transcripción y al comentario inteligente que las acompaña.

Las melodías no han sido, desafortunadamente, anotadas; esa es la razón, tanto como la necesidad de reservar un lugar para ellas, que me ha empujado a hacer constar aquí alguna de ellas.

Este volumen no contiene ni proverbios propiamente dichos ni retahílas. De estas últimas han sido recogidas pocas; en cuanto a los proverbios, son bastante numerosos, dispersos igual que las canciones, y yo he hecho una selección que tuve la intención de publicar: pero el espacio era limitado. Me ha parecido que, puestos a escoger entre los proverbios de Auvernia y los dictados tópicos de esta provincia, era más interesante terminar el volumen por estos, al principio del cual yo puse algunas líneas y ruego me dispensen de hablar de ello aquí más extensamente.

Me sentiré encantado de que la lectura de este pequeño volumen, que ha sido compuesto por un autor extraño a la provincia, aliente la necesidad que hay de que se realice en Auvernia una encuesta seria, ahora que estamos todavía a tiempo, pues, desde hace ya algunos años este país se halla surcado en todos los sentidos por las vías de hierro, y pierde por ello cada vez más su originalidad. He tenido la fortuna de haber sido ayudado en mi trabajo por muchas personas de Auvernia , entre los que debo citar a M. de Doctor Pommerol y M. H. M. Dommergues, y a mi amigo Louis Farges, que ha puesto a mi disposición su biblioteca de Cantal.


Cuentos y relatos sobrenaturales

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I.- Las ánimas en pena (Cantal)

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Había una vez, hace mucho tiempo, una joven llamada Isabeau, que era muy desgraciada; había perdido a su madre, y su padre acababa de volverse a casar con una mujer llamada Séraphine, que era vieja y mala, tan mala que los habitantes del pueblo se apartaban de ella para no verla. Era la pobre Isabeau la que tenía que sufrir la malicia de su madrastra.

Isabeau había sido prometida por su madre a Pierre, un muchacho agraciado y dispuesto para el trabajo, que siempre se levantaba al primer canto del gallo.

La ruin Séraphine, para causarle dolor a su hijastra, despidió a Pierre y le prohibió volver por aquella casa. Isabeau y Pierre, que se querían mucho, tomaron la determinación de verse y quedaron detrás de la valla del jardín, después del Angelus de la tarde. Pero acababan de reunirse apenas cuando vieron a Séraphine armada con un bastón: huyeron, pero la madrastra alcanzó a la pobre Isabeau y le golpeó sin piedad.

Isabeau, magullada, llorando, temblando aún ante la perspectiva de ser más cruelmente golpeada si volvía a la casa, pasó por delante de ella. Caminó durante largo tiempo, sin fijarse demasiado en por dónde iba, y cuando por fin se dio cuenta, se encontró en el centro del gran páramo. Debilitada por el cansancio, se sentó al pie de una roca y se puso a llorar desconsoladamente. Luego empezó a dormirse poco a poco.

Cuando se despertó, la luna estaba en lo alto del cielo, las estrellas brillaban, e Isabeau se sintió invadida por el miedo, ella sola en mitad de aquella llanura tan desnuda y desierta. Tembló al oír el grito del búho, el pájaro de la desgracia, y se estremeció viendo las estrellas deslizarse en el cielo, pues las estrellas fugaces, le habían contado, eran las ánimas de los muertos que se dirigían al otro mundo.

De pronto le pareció oír a lo lejos, en medio del silencio de la noche, el reloj del pueblo tocando las doce campanadas de medianoche, y al momento vio que un matorral se movía y se agitaba ante ella. Lo primero que vio fue a un personaje muy pequeño, no más alto que un niño, que salía de debajo de una piedra; tenía una cabeza grande y una gran barba blanca que le caía hasta el suelo. Al poco rato le vino al encuentro una viejecita muy arrugada y que parecía tener más de cien años. Enseguida salieron otros seres semejantes de detrás de cada piedra, de cada matorral. Había miles, tantos como granos de mijo en un granero, y todos corrían y se movían de un lado a otro con vivacidad. Hasta que al fin todos prorrumpieron en cantos y bailes:

Toutes les âmes pieuses,

Toutes les âmes pieuses.

Todas las almas piadosas,

todas las almas piadosas.

La joven hizo el intento de escapar, pero uno de aquellos personajillos la tomó por la mano mientras decía:

- ¡Aquí tenemos a Isabeau, que es hija de los hombres, y que va a bailar y cantar con nosotros!

-¡Sí, baila con nosotros, Isabeau, canta con nosotros! ─repitieron los otros.

- Pero ¿cómo queréis que baile con vosotros ─respondió la pobre muchacha─, si vosotros andáis siempre cantando la misma cosa?

- ¡Pues añade, añade tú algo, Isabeau! Tú puedes acabar con nuestros tormentos; nosotros somos ánimas en pena condenadas a bailar y a cantar desde la medianoche hasta el día, y así seguiremos hasta que seamos capaces de entonar un cántico de alabanza al Señor. Llevamos trabajando así desde hace más de cien años, y el único canto que hemos podido encontrar es el que acabas de oír.

Entonces todas aquellas ánimas pequeñas se pusieron a gritar aún más, con voz suplicante:

- ¡Añade algo tú, Isabeau, añade alto tú, añádelo!

La joven se puso a reflexionar un momento. Luego tomó la mano de una de aquellas ánimas en pena y se puso a cantar:

Toutes les âmes pieuses,
Toutes les âmes pieuses.
Louent leur Seigneur et maître.
(bis)

Todas las almas piadosas,
todas las almas piadosas,

alaban a su Señor y maestro (bis).

Entonces todas aquellas ánimas, llenas de alegría, se pusieron a bailar con más animación, repitiendo lo que Isabeau acababa de enseñarles.

Bailaron de aquel modo hasta el alba. Isabeau se hallaba agotada por el cansancio. Pero las ánimas, con sus vocecitas, le imploraron con insistencia:

- ¡Añade algo tú, añade algo más todavía, Isabeau!

- Hoy ya no ─respondió ella─, pero volveré antes de que el gallo haya cantado cuatro veces.

- Para compensarte el gran favor que nos has hecho, hazle al alma que parece la más vieja una petición: nosotras te daremos lo que desees.

- ¡Ah, pues qué bien! ─respondió Isabeau─. Mi madrastra no me permite encontrarme con mi prometido: dadme algún medio para que ella se aleje cuando yo esté con él.

- Toma esta sortija ─dijo el ánima─. Cuantas veces te la pongas en el dedo, tu madrastra se verá obligada a ir a contar sus coles, y tendrá que permanecer allí tanto tiempo como dispongas tú.

Isabeau tomó la sortija y regresó a la casa de su padre. Cuando llegó, el sol estaba ya muy alto. Por allí se encontró con Pierre, quien, en espera de poder hablarle, andaba merodeando alrededor de la finca.

Cuando les vio, la malvada Séraphine agarró su bastón y se dirigió a ellos con la intención de golpearles, pero Isabeau tomó la sortija e al momento tuvo la madrastra que dejar caer el bastón para dirigirse a grandes zancadas hacia su jardín, donde se puso a contar sus coles. Del jardín se fue al campo y, cuando hubo terminado, hubo de volver a empezar. Cuando regresó a casa se encontraba tan cansada que no pudo volver a pensar en golpear a Isabeau.

Al día siguiente fue Pierre a ver a su prometida, y ella envió otra vez a su madrastra a contar sus coles.

Isabeau hubiera deseado tener siempre a su novio junto a sí, y siempre le insistía para que se quedase más tiempo. Pero Pierre, que era de natural inconstante, se cansó pronto de tantas facilidades, y al tercer día le dijo a la joven:

- Pues es una pena que tengas que enviar a tu madrastra a contar coles. Ya no puedo venir a verte más. Hoy voy a ir a la fiesta con Miente, que es más divertida que tú y que no tiene los ojos colorados de tanto llorar. Adiós, Isabeau.

La pobre muchacha se llevó un buen disgusto.

- ¡Ay! Mi sortija para lo único que me ha servido es para perder a mi buen Pierre, a quien tanto quiero. Esta noche iré a devolvérsela a las ánimas en pena.

Cuando llegó la noche marchó de nuevo hacia el páramo y anduvo durante mucho tiempo en la oscuridad; su corazón latía con fuerza, y el menor ruido le hacía estremecerse.

Cuando llegó al lugar en el que se había dormido tres días antes era casi la media noche. De repente se le aparecieron las ánimas en pena, que la rodearon exclamando:

- ¡Anda! Aquí está Isabeau, que viene a bailar y a cantar con nosotras.

La tomaron de la mano y la metieron dentro de su círculo, mientras cantaban como la primera vez:

Toutes les âmes pieuses,
Toutes les âmes pieuses.
Louent leur Seigneur et maître.
(bis)

Todas las almas piadosas,
todas las almas piadosas,

alaban a su Señor y maestro. (bis)

- ¡Pero no basta con eso! ─dijo Isabeau.

- ¡Añádele algo tú, añade algo más, Isabeau! ─exclamaron todas las ánimas. Entonces cantó la joven:

Toutes les âmes pieuses,
Toutes les âmes pieuses.
Louent leur Seigneur et maître
Qui sauvera les hommes.

Todas las almas piadosas,
todas las almas piadosas
alaban a su Señor y maestro,

quien salvará a los hombres.

Y las pequeñas ánimas, embelesadas, se pusieron a bailar hasta que se hizo de día.

Al primer rayo del alba se detuvo el baile: la más vieja de las ánimas se acercó a Isabeau e, igual que la primera vez, le dijo:

- Tú nos has hecho un gran favor, Isabeau ─pide lo que quieras, que nosotros te lo concederemos.

- Pues quiero devolveros vuestra sortija ─dijo Isabeau─, porque me ha traído mucha desgracia y no me ha servido más que para perder a mi novio. Él prefiere a otra muchacha que encuentra más alegre que yo; y yo lo que quisiera es ser bella, muy bella, para que me ame siempre.

Entonces el ánima vieja se quitó del cuello un collar y se lo puso a la joven diciéndole:

- ¿Ves? Tú eres ahora más hermosa que el día: no hay ninguna hija de los hombres que pueda rivalizar contigo. Ahora bien: vas a ser feliz, y entonces puede ser que nos olvides; y sin ti nosotras seremos incapaces de terminar nuestro canto. Vuelve a vernos, Isabeau.

- Si él llega ─respondió la joven─, yo regresaré aquí antes de que el gallo cante cuatro veces.

Retomó Isabeau el camino de su pueblo. Pero se extravió y, cuando pasó al lado de una granja en la que andaban trillando el trigo, pidió a los trilladores que le mostraran el camino. Apenas la vieron cuando dejaron su trabajo y dejaron caer su rastrillo al suelo. Se precipitaron todos hacia donde estaba Isabeau, prorrumpiendo en gritos de admiración:

- ¡Oh, qué hermosa que es, qué hermosa que es!

La rodearon todos y se ofrecieron a conducirla hasta la casa de su padre. Uno le ofrecía su carreta, otro su asno, un tercero llevarla a cuestas. Pero las mujeres, cuando se dieron cuenta de lo que pasaba, se pusieron a amenazar a la joven, a mostrarle el puño, agitar sus escobas y sus rastrillos, tratándola de pelandusca y de descarada.

Retomó Isabeau su camino. Pero, a medida que iba avanzando, iba creciendo también el cortejo de varones admiradores que se iba encontrando por el camino. Se sentían atraídos hacia ella igual que el hierro es atraído por el imán. De aquella manera llegó a la plaza de su pueblo. Pierre la vio y se sintió invadido por la admiración.

Pese a lo molesto de la situación en que se hallaba, se puso Isabeau muy contenta. Pero la malvada Séraphine montó en cólera y se precipitó contra la joven con el ánimo de golpearla. En cuanto se acercó a ella vio aquel collar tan precioso que llevaba, se lo quitó y se lo puso al cuello. De repente, la pobre mujer, con su desagraciada figura arrugada y su cabeza temblorosa, se vio rodeada de todos los hombres que andaban por allí. Se precipitaron hacia ella para verla, la apretujaron y la zarandearon tanto que la malvada vieja, magullada y casi ahogada contra el brocal del pozo comunal, comprendió al final que el collar que llevaba era la causa de todos sus males, y arrancándoselo, lo lanzó a lo profundo del agua.

Al instante cesó el encanto y se dispersaron los hombres, riéndose y mofándose de la vieja que habían estado admirando hacía tan solo un instante. La muy malvada, de vuelta a la casa, hizo pagar a Isabeau todas las desgracias que acababan de acontecer y la cubrió de golpes. Y encima vino Pierre a reprochar a la joven que hubiese andado por ahí durante la noche y que hubiese vuelto con cientos de hombres.

- De ahora en adelante ─le dijo─ ya no pienso volver más, porque me marcho ahora mismo a ver a una joven que es más rica que tú.

Lloró Isabeau durante todo el día y toda la noche.

- Veo ─se dijo para sí misma─, que los dones que me han entregado las ánimas en pena no me han servido para nada bueno. ¿Por qué no les habré pedido que me diesen riquezas? Esta noche voy a volver a a implorarles.

Cuando se hizo de noche y todo el mundo estaba acostado, se dirigió ella por tercera vez al gran páramo, y las ánimas aparecieron al toque de la medianoche.

- Te escuchamos, Isabeau─ le dijeron. ¿Has podido continuar nuestro cántico? Canta, Isabeau, canta, cántalo ahora.

Y las pequeñas ánimas se pusieron a girar como torbellinos en torno a la joven mientras cantaban como la segunda vez:

Toutes les âmes pieuses,
Louent leur Seigneur et maître bis
Qui sauvera les hommes.

Todas las almas piadosas
alaban a su Señor y maestro bis

que salvará a los hombres.

Se detenían de tanto en tanto para decir:

- ¡Añade algo, añade algo, Isabeau! ¡Añádele algo más!

Caviló la joven durante un largo rato, y al final cantó:

Toutes les âmes pieuses,
Louent leur Seigneur et maître bis
Qui sauvera les hommes,
Les bons et les méchants.

Todas las almas piadosas
alaban a su Señor y maestro,
alaban a su Señor y maestro, bis
que salvará a los hombres,

a los buenos y a los malos.

Repitieron todas las ánimas este canto después de Isabeau. De repente cesaron de dar vueltas, prorrumpieron en gritos de alegría, liberaron su contento con bailes y saltos, y todos los matorrales pareció que se animaban en un estremecimiento de felicidad.

Y todos gritaban:

- ¡Gracias, Isabeau! ¡Nos has liberado! ¡Hemos rematado nuestro canto, y podemos ya disfrutar de la felicidad eterna. ¡Pide, pide, Isabeau! ¡Pide lo que tú quieras!

- Para tener el amor de mi Pierre ─dijo ella─, lo que desearía es riqueza.

- ¡Pues la tendrás, la tendrás! ─gritaron aquellas miles de pequeñas voces─. Vas a ser rica, muy rica, más que el rey.

Y una de aquellas pequeñas ánimas, mientras tocaba la mano de Isabeau, le dijo:

- ¡Márchate, hija de los hombres, que alguna de tus lágrimas se va a convertir hoy en una perla o en un diamante de incalculable valor!

Entonces el viejecito de la gran barba blanca se acercó, sujetando en la mano un objeto muy pequeño, una especie de modesto alfiler.

- Toma ─le dijo─, coge este alfiler: mientras se halle pinchado sobre tu corpiño, Pierre te amará con un amor constante. ¡Adiós, Isabeau!

El alba empezaba a asomar, y el grupo de pequeñas ánimas, mientras se desprendía suavemente del matorral, fue elevándose con lentitud hacia el cielo. Igual que una nube de la mañana, ascendió y desapareció en el azul blanquecino del cielo.

Regresó Isabeau a casa de su padre, triste por la partida de las ánimas en pena, pero feliz pensando en que volvería a estar con su Pierre.

Cuando entró en la casa, su madrastra se abalanzó sobre ella con los puños cerrados, y se puso a golpearla y a abrumarla con sus insultos. Lloró Isabeau, y sus lágrimas, transformadas en perlas y en diamantes, brillaron al sol. La malvada Séraphine, intentando reponerse de su sorpresa, loca, embriagada de alegría al contemplar todas aquellas riquezas, se puso a golpear con rabia a su pobre hijastra, sin dejar de gritar:

- ¡Llora, llora, desgraciada! ¡Llora, pero llora más fuerte aún!

Tomó, para recoger aquellas lágrimas tan preciosas, el cubo, el cazo, la artesa del pan, las escudillas de madera, el bote de sal, y todos los utensilios que podía acarrear: muy pronto estuvieron llenos de perlas y de diamantes maravillosos.

En aquel momento, Pierre, que pasaba por allí, se sintió atraído, a buen seguro que por el alfiler del amor constante que llevaba prendido la joven. Entró en la casa y, sin hacer ningún caso de las riquezas que iba pisando bajo los pies, no vio más que una cosa: cómo estaba siendo su prometida cruelmente golpeada por la madrastra. Lleno de indignación, se precipitó sobre ella, la agarró por la garganta y la mantuvo en vilo. Pero la vieja gritaba.

- ¡Golpéala, Pierre, golpéala más! ¡Es que llora perlas!

La mantuvo Pierre en vilo de aquel modo. Y la madrastra, loca de cólera de no poder golpear a su hijastra para seguir acumulando riquezas, en medio del sofoco cayó muerta de repente sobre el suelo.

Al cabo de pocas semanas se casó Pierre con Isabeau. Todo el mundo se dio cuenta de que parecían amarse mucho. Se convirtieron en los más ricos del país y tuvieron catorce hijos.

Pierre no quiso nunca aumentar su fortuna haciendo llorar a su mujer, a quien amó con amor constante hasta su muerte.

Las buenas mujeres, termina este cuento, añaden: “La madrastra de Isabeau era muy malvada. Nadie es capaz de reemplazar a una madre, hijos míos. Amad y quered a la vuestra”.

(Antoinette Bon, Revue des Traditions populaires, t. III, p. 381)


II.- Pierre sin miedo (Cantal)

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Érase una vez un señor de los alrededores de Aurillac que tenía tres hijos. Los tres eran hombres hechos y derechos, tres auténticos hombretones.

El señor disponía de una muy buena hacienda, y dentro del recinto había un castillo, y alrededor del castillo un huerto como no se había visto nunca, con árboles de todo tipo: los perales cabrettaïres, los perales de agua, las manzanas Calvi, los melocotoneros de Reine-Claude y una multitud de árboles de otras buenas especies, que con solo ser nombrados hacen que la boca se vuelva agua.

Lo que yo voy a contar pasó en el otoño, entre Saint-Mathieu y Saint-Géraud. La fruta estaba madura, y una preciosa mañana el señor se dio cuenta de que alguien había entrado en su huerto durante la noche y le había quitado más de un saco de peras de agua. Se puso muy furioso, hizo venir a sus tres hijos y les dijo así:

─ La noche pasada hemos sufrido un robo de frutas. El que haya sido seguro que volverá esta noche. Es necesario que uno de vosotros acuda al huerto para saber quiénes son los bandidos que nos roban nuestras peras.

Cuando la noche llegó, el primogénito tomó su fusil cargado con balas, se llevó consigo una pierna de cordero y un par de botellas de vino, y se colocó en una esquina del huerto. No escuchó ningún ruido, y el rocío que caía le hacía temblar. Así que, para darse ánimos, se comió un trozo de pierna y descorchó las dos botellas de vino. El frío se le pasó enseguida, pero, como podéis imaginar, el sueño le atrapó y un poco más tarde era fácil escucharle dormido como un tronco.

Regresaron los ladrones, hicieron caer todas las manzanas Calvi y el durmiente no se enteró de nada. A la mañana siguiente sufrió una buena regañina de su padre, quien le trató de mequetrefe y de tonto. Y a la noche envió a su segundo hijo a tumbarse en el huerto. El segundo hizo lo mismo que el primogénito, y se quedó tan profundamente dormido que los ladrones pudieron regresar y hacer provisión de peras cabrettaïres.

─ Es igual, dijo el tercero ─se llamaba Pierre, no os lo había dicho antes─. Estabais los dos dormidos como troncos. Esta noche es mi turno: vais a ver.

Tomó el fusil, pero no se llevó ninguna comida, y se dirigió al huerto. Cada hoja que el viento hacía caer, cada manzana que se precipitara contra el suelo, hacían que aguzara la oreja de Pierre, quien no quitaba el dedo de encima del gatillo, listo para disparar.

Hacía como tres horas que estaba allí, y empezaba ya a quedarse adormilado cuando escuchó que las manzanas caían de un árbol. Se levanto, se frotó los ojos, montó su fusil y, con mucho cuidado, se dirigió hacia el lugar en el que estaban los ladrones. Descubrió uno en lo alto de un manzano, le miró y ..... ¡pum! El hombre cayó igual que un saco: había muerto sin haber dicho ni mu.

Corrió Pierre al castillo. El tiro del fusil había despertado a todo el mundo. El señor se encontraba ya levantado.

─ ¡Papá ─dijo el muchacho─, acabo de matar a un hombre!

─ ¡Ay, desgraciado! ¿Pero qué es lo que has hecho? Van a meterte en la cárcel. Ahora solo puedes hacer una cosa: marcharte enseguida de aquí, antes de que se haga de día, y salir del país. Lo siento mucho por ti, hijo mío, ya que tú eres el más valiente de mis hijos. Pero antes de que te vayas voy a hacerte un regalo. He aquí un saco que conservo de mi padre. Me parece a mí que lo vas a necesitar más de una vez. Éste es un saco prodigioso: puedes obligar a que se meta en él, cuando tú quieras, a todo el que te moleste.

Abrazó Pierre a su padre y a sus hermanos y se marchó del país.

Anduvo y anduvo mucho tiempo, camina que caminarás. Tras anochecer, a la medianoche, se encontró en lo más profundo de un gran bosque. Se hallaba muy cansado. Encendió un fuego al pie de una hermosa, y se tendió sobre el musgo para dormir. Entonces escuchó que alguien se removía en lo alto del árbol. Abrió los ojos y vio que bajaba de la encina un hombre blanco como un cirio, y que tenía los ojos de fuego. Pierre le miró extrañado, pero no sintió ningún miedo. El hombre se arrimó al fuego como si quisiera calentarse. Le dijo Pierre:

─ Diga, camarada, ¿y quién sois vos?

─ Pues mi pobre señor, yo soy un ánima en pena. Ando muerta desde hace cinco años y en todo este tiempo he sufrido el martirio del purgatorio. Estoy haciendo penitencia por un crimen que he cometido en otro tiempo en este mundo. Os lo voy a contar. Hace diez años que tomé en la iglesia de la parroquia de A..., que no está lejos de aquí, un copón, un cáliz y una custodia. Los tres objetos los dejé enterrados, antes de morir, en un rincón del jardín de la rectoría, bajo una marca que se encuentra a la derecha del cenador. Tienen que estar todavía allí, y yo no podré entrar en el paraíso hasta el día en que esos objetos hayan sido devueltos a la iglesia. Joven, me haría usted un gran servicio si los desenterraseis y los entregaseis al rectorado de A...

─ Pues os doy mi palabra ─dijo Pierre─. Y lo haré enseguida.

─ Gracias ─respondió el ánima. Y desapareció como un relámpago.

Instantes después golpeaba Pierre la puerta de la rectoría de A... Eran las dos de la mañana. El sacerdote dormía. Al oír los golpes, se levantó y preguntó:

─ ¿Quién sois y qué es lo que pedís?

─ Señor sacerdote ─respondió Pierre─. Tomad una azada y un pico, y seguidme.

Desconfiaba el sacerdote, porque pensó: "Una azada y un pico ¡Diantre! Pues eso no me tranquiliza nada".

La sirvienta, que también se había levantado, tenía mucho miedo, agarraba al sacerdote de la sotana y le decía temblorosa: "Señor cura, no vaya allí, se lo ruego, que es un malhechor".

Y Pierre volvió a decir:

─ Señor cura, apresúrese usted, que es para librar un ánima del purgatorio.

A pesar de la sirvienta, que gritaba como si estuviera siendo despellejada, el sacerdote buscó una azada y un pico, abrió la puerta y se encontró con Pierre.

─ Sígame ─le dijo─. Por aquí.

Marcharon los dos hombres al jardín, y Pierre se puso a cavar en el lado que le había indicado el ánima. Al primer golpe de pico encontró el copón, al segundo golpe el cáliz, y al tercero la custodia.

Le entregó todo al cura, quien no pudo hacer memoria de todo aquello. En aquel instante, una estrella fugaz atravesó el cielo. “Es el alma del ladrón que sube hacia el paraíso”, pensó Pierre.

El cura no sabía cómo agradecer aquello al joven. Le hizo venir al presbiterio y le dijo lo siguiente:

─ Se le ve a usted tan valiente ─le dijo el sacerdote─, que debería usted rendir un gran servicio al país. Hay, no lejos de aquí, un castillo del que se ha adueñado el diablo. Ha expulsado a los propietarios y ahora, cada noche, todo el mundo escucha que alguien se queja de su desgracia. Si pudiera usted hacer partir al señor Ropotou de ese castillo, haríais un servicio al señor y a todo el mundo. Eso sí: tiene usted que saber que de todos los que han ido al castillo desde que Lucifer lo habita, no ha regresado ninguno. Así que ya sabéis lo peligroso que es el lugar.

─ Pues iré por allí ─dijo Pierre─, pero con una condición: que me dé usted una estola y el bastón de la cruz.

─ Si es solo eso, yo os lo entregaré con mucho gusto ─exclamó el cura.

Y pertrechado del saco milagroso, de la estrella y del bastón de la cruz, tomó Pierre el camino del castillo del diablo.

Eran las once cuando llegó: la puerta estaba abierta. Entró. Os contaré que en la cocina el fuego crepitaba, un pavo se tostaba en el asador, y que de los potes y las cacerolas que había al fuego salía un humo de inmejorable olor. En la casa no había persona alguna. Se sentó Pierre junto a una esquina del hogar, sobre el cofre de la sal, y allí se quedó. De repente, brrr, un diablo negro, feo y cornudo descendió por la chimenea y se encontró al lado del muchacho.

─ ¿Qué es lo que haces tú por aquí? ─le preguntó el cornudo.

─ Pardiez, ya ves, me estoy calentando. He entrado y no había nadie. He visto que se estaba cociendo esta comida encebollada, la he removido un poco y aliñado. Si es que he hecho mal, dímelo.

─ ¡Ah, pues no! Al contrario: ya que andas por aquí, vas a desayunar junto conmigo y mis camaradas.

En tanto que el diablo hablaba, un montón de diablillos, unos más negros que otros, descendían por la chimenea. Se alinearon alrededor de la mesa. Pierre se sentó con ellos. Los diablos comían como podían, pero Pierre no tocaba nada de nada. Había visto cómo el diablo viejo había espolvoreado en todo lo que él repartía un polvo blanco. A los diablillos se les fue poniendo un aire de enfado al ver que Pierre no comía nada.

Después de la comida dijo el maestro de los diablos:

─ Vamos a echar una partida de bolos. Vosotros ─dijo a los diablillos─, id a buscar los bolos.

Un minuto después, los diablillos trajeron consigo unos huesos de muertos en lugar de bolos y la cabeza de un cadáver en lugar de una bola. Pierre no sintió miedo, aunque no pudo dejar de estremecerse un poco. Entonces dijo:

─ ¡Diablo cornudo! ¡Métete dentro de mi saco prodigioso!

Y el viejo cornudo entró, vociferando, dentro del saco.

─ Ya ves, Lucifer ─dijo Pierre─ que eres mío. Solo te liberaré si juras firmando con tu sangre sobre un papel que no vas a regresar jamás a este castillo.

─ ¡Pues a mí no me hace ninguna gracia que firme eso! ─gritó uno.

Cogió entonces Pierre el bastón de la cruz y ¡pum! ¡pum!, la emprendió a golpes sobre el espinazo del diablo.

Todos los diablillos enfilaron hacia la chimenea.

─ ¿Vas a firmar?

─ No lo voy a hacer.

─ ¡Pues pum, pum y pum!... ¿Vas a firmar?

─ Sí, déjame que salga y deja de darme golpes.

En el momento en que asomó Ropotou del saco, le puso Pierre la estola al cuello, y le tuvo así atado como un ladrón. No veía el momento Ropotou de librarse de aquel collar bendito. Tanto que se dio buena prisa en hacerse un corte en un dedo y en poner su firma sobre el papel que le puso delante el muchacho. Cuando le fue devuelta la libertad, salió de allí sin decir ni mu y sin parecer tardanza alguna.

Pierre hizo un recorrido por todo el castillo para ver si había quedado por allí algún diablo, y como no encontró ninguno, regreso al presbiterio y le contó al cura todo lo que había sucedido. El cura le condujo entonces hasta la casa del propietario del castillo que acababa de abandonar el diablo.

Ya os podéis imaginar que el propietario no sabía de qué manera mostrar su gratitud hacia Pierre. Volvió a habitar el castillo del diablo, y allí se quedó el valeroso muchacho durante quince días.

Aquel hombre tenía una alegre hija de diecinueve años. Pierre se enamoró de la muchacha, y la muchacha se enamoró de Pierre. Hacían una pareja estupenda. Un día en que la joven se puso a hablar del matrimonio, el muchacho le respondió:

─ Escuchad, yo os amo con todo mi corazón, y sería muy feliz si pudiera casarme con vos. Pero tengo hecha la promesa de no dar mi nombre más que a la mujer que me haga sentir el miedo, y yo jamás he tenido miedo en mi vida.

─ Entonces, señor Pierre sin Miedo ─respondió la joven─, ¡vos desearíais que os hiciera sentir miedo! Lo intentaré.

Durante más de tres semanas estuvo la joven intentando de todas las maneras posibles hacer pasar miedo a aquel a quien su corazón amaba. En ningún momento desistió. Pero al final, desesperada, ideó una última treta.

Puso dentro de una artesa un centenar de palomas. Y le dijo a Pierre:

─ Ayúdame a levantar la tapa de esta artesa para que podamos amasar el pan.

Cuando Pierre levantó la tapa, todas las palomas a la vez tropezaron en su vuelo contra él.

─ ¡Ah! ¡Menudo susto, y menudo miedo que me ha hecho sentir! ─se dijo él.

Entonces la muchacha le saltó al cuello, le abrazó y le dijo:

─ Gracias a este susto vamos a poder casarnos. ¡Qué contenta que estoy!

Al cabo de quince días se celebró el matrimonio. Pierre sin Miedo y su mujer fueron muy felices, llegaron a muy viejos y tuvieron un pequeño tropel de hijos que jamás tuvo miedo ni del murciélago.

(H.M.Dommergues, Lo Cobreto, 7 septiembre 1895, texto solamente en dialecto)


III.- Los niños perdidos (Cantal)

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Hace mucho tiempo había en el pueblo de Gargeac un hombre y una mujer que estaban casados. El marido se llamaba Jacques, y la mujer Toinon. Los dos eran muy avaros, aunque la que más lo era la mujer: era tan avara, tan avara, que habría partido un huevo en dos.

Tenían dos hijos, un muchacho y una muchacha que sufrían mucho a causa de la avaricia de sus padres; pero eran tan honestos, y se querían tanto, que jamás se les oía quejarse.

El muchacho tenía doce años y se llamaba Jean; y la niñita, un poco más joven que él, se llamaba Jeannette.

Jacques y Toinon opinaban que sus hijos les causaban demasiado gasto, y resolvieron que se perdiesen en el bosque. Dijo la madre a su marido:

─ Yo les conduciré al centro del bosque y les encargaré que recojan leña. Cuando más ocupados estén, les dejaré solos y de ese modo nos desembarazaremos de ellos, pues el lobo se los comerá en cuanto llegue la noche.

Llegó el día que habían fijado para ello, y la mujer dijo a Jean y a Jeannette que se levantaran: les condujo al bosque y les dijo que recogieran las ramas secas. Cuando les vio lo suficientemente ocupados, se escapó.

Cuando Jean y Jeannette descubrieron que estaban solos, se pusieron a llamar a su mamá. Pero cuando se dieron cuenta de que no les respondía, rompieron a llorar. Después probaron a encontrar el camino, pero no consiguieron salir del bosque.

Dijo Jeannette a su hermano:

─ Jean, súbete a lo alto del árbol. A lo mejor puedes ver alguna casa.

Trepó Jean a un árbol y, cuando llegó a la mitad, le gritó su hermana:

─ ¿No ves nada, hermanito?

─ No, hermanita, no veo más que las ramas del bosque.

─ Sube un poco más arriba. Puede que veas alguna casa.

Trepó Jean algunas ramas más.

─ ¿No ves nada, hermanito?

─ No, hermanita, no veo más que las ramas verdes del bosque.

─ Pues sube un poco más alto, que puede que veas alguna casa.

Subió Jean algo más, y no paró hasta la última rama.

─ ¿No ves nada, hermanito?

─ Si, hermanita, veo muy a lo lejos dos casas, la una blanca y la otra roja. ¿A cuál quieres que vayamos?

─ A la casa roja ─respondió Jeannette─, porque es la más bonita.

Bajó Jean de su árbol, y los dos niños se dirigieron hacia la casa roja. Llamaron a la puerta, y una mujer grande y fuerte como un hombre salió a abrirles.

─ ¿Quienes sois? ─les dijo.

─ Unos niños pequeños que nos hemos perdidos en el bosque y tenemos miedo del lobo.

─ Pues pasad ─les dijo ella─, que voy a esconderos por aquí. Pero cuidado con hacer ruido, que mi marido es un malvado y os comería.

Les escondió lo mejor que pudo. Llegó el diablo, que era el marido de la mujer, sintió el olor de cristiano y les descubrió. Se puso hasta a golpear a su mujer, por no haberle contado que había recogido a aquellos niños. Agarró a Jean de la mano y, viendo lo flaca que estaba, decidió que había que ponerlo a engordar, y que cuando estuviera lo suficientemente gordo sería el momento de despacharlo.

Le encerró en un pequeño establo, y a su hermanita, a la que convirtieron en pequeña sirvienta de la casa, le encargaron que llevase de comer a su hermanito. El diablo estaba demasiado gordo como para entrar en el establo en el que estaba Jean encerrado. Al cabo de varios días encargó a Jeannette que cortara la punta del dedo meñique de su hermano y que se lo llevara, para ver si estaba ya lo suficientemente gordo para ser comido. Jeannette tomó una rata, le cortó la cola y le llevó un trozo al diablo, asegurando que era el dedo de su hermano.

─ ¡Ah! ─dijo el diablo─, no está lo suficientemente gordo todavía.

Pasado algún tiempo, le encargó que cortase otro trozo del dedito, para saber si su Jean había engordado.

Por tercera vez pidió el diablo un trozo de dedo. Otra vez le dio Jeannette la cola de la rata. Entonces se dio cuenta el diablo del engaño. Metió la mano en el establo y tiró de la de Jean, y la encontró bastante gorda para ser comida. Preparó el caballete sobre el que pensaba desangrarle y se marchó a dar un paseo, tras encomendar a su mujer que vigilase a Jean y, sobre todo, a Jeannette, de la que desconfiaba.

La mujer del diablo se cansó y se echó a dormir. Jeannette fue a abrir la puerta del establo a los cerditos, pero hizo salir a Jean, e hizo ademán de no saber qué hacía falta para sujetarle sobre el asno.

─ ¡Bestia! ─le dijo la mujer del diablo─. ¡Así es como se hace!.

Y se subió ella al asno. Juan la sujetó y ató al instante y le cortó el cuello. Enseguida descubrieron el oro y la plata que guardaba el diablo y se escaparon con su caballo y su carro.

Cuando regresó el diablo, se encontró a su mujer atada sobre el asno y con la cabeza cortada al lado de ella. Marchó al establo de los cerdos y no pudo encontrar ni a Jean ni a Jeannette ni su caballo ni su carro.

Se puso a buscar a los dos niños, y encontró al poco tiempo a un labrador al que preguntó:

¿No habéis visto por aquí a Jean, a Jeannette,
a mi carreta,
a mi caballo rojo y mi caballo blanco,

cubiertos de oro y plata?

─ ¿Qué es lo que dice, señor? Si yo no hago más que trabajar.

─ Vale, vale, ¡bruto, animal!

¿Tú no has visto pasar, etc.?

─ No, señor.

Un poco más lejos encontró el diablo a un pastor que guardaba sus ovejas:

¿No habéis visto a Jean, Jeannette, etc.?

─ ¿Qué dice usted que mi perro no ladra bien? ¡Dzapo, Labri, Dzappe (Labri, ladra)!

El perro se puso a ladrar al diablo como si quisiera morderle.

─ Caray con el animal ─gritó el diablo─, yo no hablo con tu perro.

¿No has visto a Jean, Jeannette, etc.?

─ No, señor.

Entró el diablo en un pueblo, justo en el momento en que venía el capellán de tocar el ángelus.

¿No has visto tú por aquí a Jean, a Jeannette, etc.?

─ ¿Qué es lo que dice, señor? ¿Es que no he tocado bien las campanas?

El capellán entró en la iglesia y se puso a tocar a todo vuelo.

─ Imbécil ─le dijo el diablo─. ¿Quién te ha dicho nada de tus campanas?

¿No has visto por aquí a Jean, a Jeannette, etc.?

─ Pues no, señor.

El diablo marchó aún más lejos y llegó al borde de un río en el que estaban lavando unas mujeres.

¿No habéis visto por aquí a Jean, a Jeannette, etc.?

─ ¿Qué es lo que dice usted? ─preguntó una de las lavanderas─. ¿Qué no estoy dando golpes sobre la ropa del modo que se debe?

Y se puso a golpear sobre su piedra con fuerzas redobladas.

─ No, lavandera imbécil, lo que yo te pregunto es si has visto a Jean, a Jeannette, etc.

─ Pues sí, señor ─dijo una de las mujeres─, hemos visto pasar a un señor muy guapo y una señorita preciosa sobre un hermoso carruaje con dos caballos.

─ ¿Hacia qué lado?

─ Hacia el río.

Pero no había puente, así que el diablo se volvió loco de desesperación por no poder atravesarlo. Una de las lavanderas dijo a las otras:

─ Ése que anda por ahí es el diablo. Deberíamos hacerle una jugarreta.

Le propuso que se dejase cortar los cabellos para construir un puente sobre el que pasar el río. El diablo se dejó hacer y los cabellos resultaron ser tan largos que pudo hacerse un puente con ellos. Pero cuando le tuvieron sobre el centro del río, soltaron ellas los cabellos, el diablo hizo ¡bluf! en el agua y se ahogó.

Las lavanderas fueron a contar a Jean y a Jeannette, quienes habían regresado a la casa de sus padres, que el diablo se había ahogado.

Jean y Jeannette hicieron ricos a sus padres y todo el mundo acabó siendo feliz.

Hace falta comportarse bien con los padres, hasta en los casos en que ellos hayan sido malvados con los niños.

La nuit venait
Le cop chantait
Et le conte s’achevait

La nèu vingué
Lou dzai tsanté
Eto lou conte tsabé

La noche venía,
el gallo cantaba

y el cuento se acababa.

(Antoinette Bon, Revue des Traditions populaires, t. II, p. 196)


IV.- El paraíso perdido

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Había una vez, en una cabaña que estaba en mitad de un bosque enorme, un carbonero y una carbonera.

Eran los dos muy desgraciados: el año había sido malo, y los pobrecillos no habían acumulado el suficiente pan de torta.

Una noche, cuando hubieron terminado ya toda la jornada, marcharon a acostarse sin haber cenado. No os olvidéis de que él era un mocetón ni de que la mujer era una flor de belleza. Pero en aquel tiempo ni la belleza ni la gentileza servían para meter pan en la bolsa.

El rey de aquel país era un rey valeroso pero absolutamente infeliz. Pasó una tarde cerca de la cabaña y puso la oreja junto a la puerta para escuchar una voz que sollozaba.

─ ¡Qué desgraciados somos! ─suspiraba la pobre mujer─ ¡trabajamos como dos condenados y no nos alcanza para ganarnos la vida! ¡Cuando pienso en lo felices que podríamos ser! El primer hombre y la primera mujer que hubo no tenían nada que hacer... Estaban en el paraíso. Si aquella sinvergüenza de Eva no hubiese cogido la manzana de la desgracia, estaríamos como los reyes. ¡Ah! Mira que fue tonta aquella mujer. Si tu hombre te hubiera tenido satisfecha el día en que tú cometiste aquel error, seríamos nosotros ahora más felices.

Y la pobre carbonera se echó a llorar.

Golpeó el rey de repente.

─ ¿Quien anda por ahí? ─preguntó la mujer.

─ Yo

─ ¿Y quién es “yo”?

─ ¡El rey! ¡Abrid!

Así que la mujer levantó la barra de la puerta. No había asiento, pero tampoco quería el rey sentarse. Les dijo:

─ ¿Sois desgraciados los que estáis aquí?

─ Ay, señor rey, nosotros solamente nos estábamos quejando ─dijo la mujer─, porque en tres o cuatro meses yo tendré un niño. ¿Cómo haremos entonces? No veo otro futuro que el que se muera de hambre. ¡Pobrecito!

─ No, dijo el rey, eso no sucederá. Os voy a llevar a mi palacio para que seáis tan felices como Adán y Eva lo fueron en el paraíso. Para ello, solo os pido una cosa: que obedezcáis mis órdenes.

─ ¡Ah! Por supuesto, señor, haremos lo que usted siempre desee y jamás os decepcionaremos.

─ ¡Pues muy bien! Partamos ─dijo el príncipe─; cerrad bien la puerta y guardad la llave.

La mujer no tenía ninguna gana de regresar allí y no quería la llave; pero por agradar al rey cerró bien su puerta.

Entraron en el castillo del rey. Unos criados les vistieron de los pies a la cabeza con los más bonitos trajes, empolvaron los cabellos de la carbonera, la perfumaron, la acicalaron, y le hicieron un completo aseo al carbonero.

Cuando llegó la hora de la cena, entró el rey en la sala y les dijo:

─ ¡Observad bien esta sopera de oro que está en el centro de la mesa! ¡Os prohíbo abrirla! En lo que respecta a todo lo demás, haced lo que gustéis. Os lo entrego todo. Pero si abrís la sopera, estaréis perdidos, vosotros y vuestros hijos.

Y se marchó el rey.

─ ¿Te has enterado bien? ─dijo el hombre a la mujer─; todo lo que hay aquí nos pertenece y podemos usarlo a nuestro gusto. Pero no hace falta que toquemos la sopera.

El servicio les era cambiado en cada comida, y se les ofrecía todo lo que pudieran desear. De manera que disponían siempre de más de los que precisaban. Jacques ─el carbonero se llamaba Jacques─ se lo comía todo con la mirada. Pero a la mujer había una cosa que le atormentaba: siempre tenía que estar viendo la sopera en el medio de todos los platos.

─ ¿Qué será lo que puede haber en la sopera?

─ Sea lo que sea ─dijo el hombre─, eso a ti no te importa.

Y la mujer permanecía en silencio.

Las mujeres son codiciosas, sobre todo cuando están gordas. La carbonera se fue volviendo triste, tan triste que daba pena. Decía que no a la sopa, a la comida, al buen vino. No comía nada de nada.

─ Mujer ─le dijo su Jacques─, si no comes, te vas a morir.

─ Pues es que yo prefiero morir a no saber. Yo…

─ ¡Pero desgraciada! ─decía el hombre─. ¡Entonces nos echarían de aquí!

─ No nos va a pasar nada, te lo digo yo. No descubriré más que una pequeña rendijita. Nadie nos va a ver.

Era cierto: se hallaban los dos completamente solos en aquel momento. Jacques levantó la tapa.

─ ¡Dios mío! ¿Que es lo que hay dentro?

─ ¿Qué es eso?

Un ratoncito, tan grande como un dedo meñique, que se escapó por el salón. El hombre y la mujer se arrojaron atropelladamente al suelo para intentar atrapar al animalito. Pero, de repente, una puerta se abrió, el ratón se escapó por ella y entró el rey. El hombre y la mujer se escondieron debajo de la mesa.

─ ¡Jacques, Jacques! ─gritó el rey.

Pero Jacques no se atrevía a salir de su escondrijo.

─ Vamos, sal de una vez ─gritó el rey─: tengo una cosa que decirte.

─ Ya lo sé ─respondió el hombre─: que el ratón se nos ha escapado.

─ Pues entonces, salid aquí ─le respondió el rey─. Vosotros erais los que habíais tratado a Adán y Eva de tontos. Pues vosotros dos sois más tontos aún. ¡Venga, venga, fuera, pareja de tontos!

Los guardias hicieron salir de allí a Jacques acompañado por la Jaquette, y los condujeron al bosque, hasta su cabaña.

Todavía están los dos por allí, desgraciados como dos piedras. Y sus hijos les dicen: "¡Pero mira que sois tontos, papá y mamá!".

Este cuento tiene una moraleja. No es conveniente que tomemos a burla lo que hizo nuestro abuelo. Puede ser que nosotros lo hagamos aún peor.

(A. Bancharel, Veillées auvergnates, p. 131 (1887) )


V.- Barba Azul (Cantal)

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Había hace tiempo, en lo alto de las montañas de Auvernia, un castillo magnífico, que tenía unas torres grandes. No se podía acceder a él más que pasando sobre un puente colgante que al instante volvía a ser levado. Y se decía por el país que ninguno de los que allí entraban volvía a salir. Se le conocía como el Castillo Maldito.

Las gentes del país evitaban pasar por los alrededores, y temían igualmente encontrarse con el señor. Era éste un hombre muy malvado, muy grande y muy fuerte, y solo salía vestido de hierro y montado sobre un caballo negro. Tenía una barba grande, con reflejos azules, por lo que se le llamaba Barba Azul. Estaba siempre solo, y no se le había conocido nunca amigos.

Las mujeres, sobre todo, temían encontrársele, pues se decía que se llevaba a su castillo a todas aquellas que le gustaban, y que jamás se las volvía a ver.

Pues resultó que un día la hermosa Catherine, la hija del padre Barriez, marchó a buscar leña al bosque. Estaba muy contenta aquel día, pues se acababa de prometer al más guapo y mejor muchacho del lugar, y su matrimonio había quedado fijado para después de la cosecha. Se metió cantando en el bosque, hasta el sendero de los Tres Solitarios, sin pensar apenas en Barba Azul. Su haz de ramas secas estaba ya listo, y ella andaba ya dándose prisa para regresar a la casa de su padre cuando de pronto se encontró a Barba Azul delante de ella. La agarró, la subió delante de él a la grupa de su caballo y, al galope, regresó a su castillo.

La introdujo dentro de una preciosa habitación en la que había muebles de seda, oro y plata.

─ Todo esto será pertenencia tuya, Catherine ─le dijo─, ya que en tres días vas a ser mi esposa. Te tienes que preparar: he aquí los tejidos para hacerte los vestidos. No escatimes nada, porque quiero que estés muy hermosa el día de nuestra boda. Puedes ir a rezar a la capilla del castillo. Pero no intentes huir, porque eso sería inútil: el puente levadizo se halla levantado, las torres son altas y las fosas profundas. ¿Oyes los ladridos de un perro? Pues ten por seguro que te devoraría si pudiera atraparte. Además, están tan lejos de la casa de tu padre que en ocho horas no podrías llegar allí: morirías de fatiga o yo tendría tiempo de encontrarte y de matarte antes.

En vano suplicó la pobre niña que se le permitiera el regreso a la casa de su padre, junto a su prometido. Pero fue todo inútil: Barba Azul la dejó allí, tras anunciar que debía marchar lejos para buscar al sacerdote que tenía que unirles, al cual daría la muerte después.

Catherine se hallaba asustada, pues había oído decir bastantes veces que Barba Azul había tenido muchas mujeres y que a todas las había ido matando a los pocos días de la boda. Todo aquello era motivo de que llorase mucho, pues ya no volvería a ver al novio al que amaba tanto.

─ Voy a rezar ─dijo ella─ y a prepararme. Pero no para el matrimonio, sino para la muerte.

Marchó a la capilla, que estaba resplandeciente de luces. Estaban todas las velas encendidas. Y sintió gran sorpresa y temor al descubrir delante del altar tres piedras enormes, que eran en realidad tres tumbas.

Se arrodilló Catherine y comenzó su rezo, interrumpido por lágrimas y sollozos. De pronto escuchó una voz que decía:

─ ¡Pobre Catherine!

Enseguida una segunda voz dijo:

─ ¡Pobre Catherine!

Y una tercera voz repitió con gran tristeza:

─ ¡Pobre Catherine!

En el mismo instante, las piedras que cubrían las tres tumbas se levantaron.

─ Somos las tres mujeres que Barba Azul ha matado ya. Y la cuarta serás tú si no consigues la salvación.

─ Pero ¿cómo podré huir? ─dijo Catherine─; el puente colgante se halla levado, la torre es alta y las fosas son profundas, el perro me devoraría y el camino para llegar hasta la casa de mi padre es tan largo, tan largo, que no podría llegar ni en ocho horas.

─ Toma esta cuerda con la que Barba Azul me estranguló ─dijo la primera─, y deslízate con ella desde lo alto de la muralla.

─ Toma este veneno con el que Barba Azul me envenenó ─dijo la segunda─ y arrójaselo al perro, que lo engullirá y caerá muerto.

─ Toma este gran bastón con el que Barba Azul me apaleó ─dijo la tercera─ y apóyate sobre él cuando emprendas ese largo viaje.

Y luego añadieron las tres:

─ Date mucha prisa, porque Barba Azul te matará cuando regrese. ¡Buena suerte, Catherine! ¡Adiós!

Y volvieron las tres a entrar en sus tumbas.

Tomó Catherine el veneno, la cuerda y el bastón. En el patio arrojó el veneno al perro que se abalanzaba sobre ella. Se lo tragó y cayó fulminado. Entonces ató la cuerda y se deslizó desde lo alto de la muralla.

Cuando se halló en pleno campo, Catherine se echó a correr, tan impaciente estaba de alejarse del maldito castillo aquel. Pero muy pronto se sintió fatigada y se tuvo que apoyar sobre el bastón. Tras caminar largo tiempo logró entrar en la casa de su padre, que estaba lloraba en un rincón junto al fuego, ya que creía que su hija había sido devorada por los lobos.

Al cabo de un mes se casó Catherine con su prometido. Fueron muy felices y tuvieron muchos hijos. No regresó jamás al bosque, pero se enteró de que, cuando Barba Azul entró en su casa, furioso por no encontrarla, ideó de qué manera seguir sus pasos para volver a llevarla a su castillo, hacerla sufrir mucho y matarla después.

Durante tres meses anduvo recorriendo los alrededores, buscándola por todas partes, aunque siempre en vano. Un día fue encontrado muerto justo en el lugar en el que se había tropezado con Catherine. Era un duende en forma de lobo el que lo había matado, fue lo que se dijo. Mucho tiempo después se oían aún rugidos y sollozos, por la noche, en el sendero de los Tres-Solitarios. Los habitantes del país evitaban pasar por allí después de caer el sol, en cuanto las gallinas se metían en el gallinero.

En el lugar en el que se encontraba el castillo de Barba Azul fueron vistos durante mucho tiempo unos espectros blancos, unas ánimas que eran, se decía, las de las mujeres y los sacerdotes que el malvado señor había asesinado.

Muchachitas, no os adentréis jamás demasiado en el bosque: acordaos de las desgracias de Catherine. También vosotras podríais encontraros allí a malvados Barba Azul, y entonces estaríais perdidas.

(Antoinette Bon, Revue des Traditions populaires, t. II, p. 245)


VI.- Pipète (Cantal)

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Había una vez un hombre y una mujer muy viejos que no eran muy ricos. Tenían dos hijos. Ellos admiraban al hijo mayor, -Antoine─ trabajando de criado y cuidaban al más joven, -Pipète─ en casa para ayudarles a trabajar.

Antoine no tenía suerte. Cuando hizo un negocio con su amo –un hombre cruel─ acordó que comería diariamente todo el pan que se pudiera untar con un huevo. Entró a su servicio en Saint-Jean y no debía terminar su período antes que el cucú cantara. El amo y el criado convinieron también, -acordaos bien de este acuerdo-, que el primero que tuviera que quejarse del otro, ese otro le arrancaría una tira de piel, larga como tres dedos a la altura de la parte baja del espinazo….

Al cabo de quince días, le patrón arañó la espalda del pobre Antoine y puso la piel desollada en la puerta. Cuando el pobre muchacho llegó a casa de su padre, Pipète le dijo:

─ Tú eres un tonto escacharrado, hermano. Déjame ir a ocupar tu lugar al lado de ese desollador y verás que en poco tiempo te traeré la piel de su espinazo para recomponer la tuya.

Y en efecto, Pipète fue a colocarse en el lugar de su hermano.

El primer día que Pipète pasó al lado de su amo, aquél le dijo: “He ahí un huevo, frótalo en el pan que te sea necesario para la comida de mediodía”. Pero el huevo estaba muy cocido y el pobre Pipète no pudo frotar más que un pedazo no más grande que la mano. Salió a trabajar. Estuvo hambriento todo el día y le parecía que la tarde no llegaba nunca.

Al día siguiente, Pipète dijo a su amo: “A mí no me gustan los huevos duros. Sólo me gustan crudos”. Le dio un huevo muy fresco; hizo un agujero, tomó una pluma de oca y lo untó en un gran trozo de pan.

“¡Eh!, le dijo el patrón, pero tú tomaste demasiado!

─ “Si tu no estás contento, replicó el otro, ¿no deberías mostrarme vuestro espinazo desnudo?”

─ “¡Oh!, sí, sí, yo estoy contento!...”

Pipète colocó el trozo de su carne picada en el centro de su torta de pan, puso todo en su hombro y se fue a los campos.

Cuando se iba:

─ Se dice, le dijo su amo, que vaya contigo esta perrita. Y no volverás a la casa hasta que este animal haya vuelto.

Cuando llegó al campo, Pipète comenzó a saborear la torta; comió un poco, le dio un trozo a la perra y comenzó a trabajar. Cuando llegaron las diez, Pipète se dio cuenta de que hacía mucho calor. “Esta pícara perra no va rápido, se dijo”. De pronto, una idea luminosa atravesó su cerebro: cogió la cola de la perra y la ató entre la reja y el mango del arado sujetándolo bien fuerte.

El pobre animal ladraba, como vosotros lo hubieseis hecho en su lugar. Al cabo de un momento, Pipète la liberó. Inútil deciros que no cojeaba al retomar el camino a la casa. Entonces Pipète desenganchó los bueyes y regresó a la casa de su amo. Cuando llegó todavía no habían dado las once.

─ ¿Por qué vienes tan pronto?, le dijo el amo.

─ ¿Pero no habíais dicho que volviera tan pronto lo hiciera la perra? le dijo el otro.

─ Sí, pero sin duda que le has hecho alguna fechoría.

─ Por supuesto que no, pero si no estás contento conmigo, no tienes más que enseñarme tu columna vertebral.

─ ¡Oh, sí, sí, yo estoy contento!....

***

El viejo comenzó a entender que debía estar ante un rufián que no tenía temor en sus ojos. Se dijo: “Hace falta que le encargue alguna cosa que no pueda hacer”. Entonces le pondré en la calle”. Llamó a su criado:

─ Ya que has venido más pronto de lo que yo querría, vas a llevar los bueyes al prado. Solo debes evitar abrir la puerta que lo cierra o hacer un agujero en la valla que lo rodea.

─ Comprendido, dijo el otro, y se fue con los bueyes.

Llegado a la puerta del prado, Pipète llamó a los bueyes los cortó en cuarenta trozos y, por encima de la puerta, los lanzó al interior del prado.

Entonces volvió a la casa del patrón que le preguntó cómo se había encargado de su tarea.

- Pues he hecho, absolutamente todo lo que me habéis dicho: los bueyes están en el prado y para meterlos no he abierto la puerta ni cortado la valla.

Extrañado, el propietario se fue al prado. Cuando vio el trabajo de Pipète sintió que se desmayaba. Regresó a casa tan furioso como cincuenta mil diablos:

- ¡Ah¡ Rufián, canalla… ¿Qué has hecho?

- Yo he hecho, dijo tranquilamente el muchacho, lo que me habéis pedido ¿no estáis satisfecho?

- ¡Por supuesto que no!

─ Vale, vale… entonces vete de mi vista.

Y diciendo esto Pipète sacó su cuchillo de la bolsa. Cuando el viejo vio esto respondió:

─ Sí, sí estoy satisfecho.

***

El amo, para librarse de una vez por todas de Pipète, encontró un medio que creía infalible.

Le envió a guardar los cerdos al bosque del diablo. De todos los hombres que habían estado en ese bosque, ninguno había regresado.

Pipète partió, contento como un recién casado, con los cerdos delante de él.

Encontró a una mujer que iba a vender un cesto lleno de quesos blancos.

- ¿Dónde vas joven?, le dijo ella

- Voy a guardar los cerdos en el bosque del diablo.

- ¡Oh pobre muchacho, no vayas allí; pues nadie ha regresado!

- Ya lo sé, pobre mujer, ya lo sé; sin embargo podría darme uno de sus quesos blancos. Os aseguro que yo me defenderé del diablo.

- Tened, tened muchacho, aquí va uno.

Colocó su queso blanco sobre el antebrazo izquierdo y se fue más lejos. Volvió a encontrarse con una mujer que iba a vender perdices vivas; e hizo que le diera uno, la puso en su bolsa y continuó su camino. Al poco tiempo encontró a una mujer que iba a tejer un lienzo; y consiguió que le diera una gran pelota de hilo. Vio un poco mas tarde a un cazador que conocía, y le pidió prestado su fusil, pólvora y balas. Llegó al fin al bosque del diablo. Mientras que los cerdos comían bellotas, -muy abundantes en ese bosque─ Pipète se subió a la cima de un árbol. Apenas se sentó allí cuando llegó Lucifer. Era un hombre grande vestido todo de rojo, con dos cuernos parecido a los de un toro de Salers sobre la frente. El preguntó a Pipète:

─ ¿Joven que haces aquí?

─ Pues ya ves, señor diablo, guardo los cerdos.

─ ¿Que es lo que tienes ahí sobre tu brazo izquierdo (era el queso blanco)?

─ Eso es uno de mis esputos.

─ Escupe un poco para verlo.

Pipète tomó su fusil y envió una bala contra la figura del diablo.

─ ¡Uf!, gritó Lucifer, vaya manera de escupir ya veo que debes ser muy fuerte. Desciende de ahí para que nos midamos.

Pipète bajó del árbol. El diablo tomó una piedra y la lanzó contra un árbol: la piedra se partió en mil trozos. Pipète hizo como que cogía una piedra, pero tomó su queso blanco y lo lanzó contra un árbol: el queso se hizo aún más astillas que la piedra del diablo.

Ropotou tomó una nueva piedra y la lanzó al aire: y fue a caer a más de una milla de allí, pero se la vio caer.

Pipète tomó su perdiz como si fuera una piedra y la lanzó al aire: esta supuesta piedra llegó tan lejos que nadie la vio caer.

- Es igual, dijo Lucifer, tu eres aún más fuerte que yo. Veamos cuál de nosotros dos llevará el mayor fardo de madera.

El diablo tomó un inmenso paquete conteniendo al menos cinco o seis carretadas de madera.

- ¿No cogéis más que eso? Le pregunto irónicamente Pipète. Debéis verme a mí.

El vaquero ató la extremidad del hilo del ovillo que le había dado una de las buenas mujeres a uno de los árboles en uno de los bordes del bosque y desenrollando su hilo, se puso a dar una vuelta al bosque. Cuando el diablo vio aquello:

- Escucha, amigo mío, deja ahí toda esa madera por que veo que te llevarás todos mis árboles. Tú eres más fuerte que yo, lo he comprendido y está probado. Por esta razón, te dejo tranquilo. Puedes guardar tus cerdos sin problema.

El diablo, muy avergonzado, se fue con la cabeza baja. Pensad que era la primera vez en su vida que se encontraba con una persona más fuerte que él

***

Pipète, contento, ─como podéis imaginaros─ tomó sus cerdos, los llevó a una feria, los vendió todos y se embolsó el dinero.

Cuando llegó a casa de su amo, palideció al verle:

- ¿Cómo es que estás aquí?

- Sí, ¿eso os extraña?

- No, pero… ¿y los cerdos?

- Los cerdos, el diablo los cogió y me dijo que quería haceros pagar el daño que habían hecho en su bosque.

- ¡Oh, qué desgraciado soy!, dijo llorando el amo. Por tu culpa yo he perdido mis bueyes y mis cerdos.

- Si no estáis contento, le dijo, solo tenéis que poner el espinazo a mi lado. Ya he afilado mi cuchillo. Puedo aseguraros que lo haré rápido.

- Sí, sí, estoy contento.

***

Las mujeres siempre han tenido más malicia que los hombres. La ama de Pipète dijo a su marido:

- Voy a subir al ciruelo que está delante de casa; yo cantaré: “¡Coucou!... ¡coucou!..”, echarás las cuentas a ese maldito doméstico y le despedirás.

Un cuarto de hora después se oía: “¡Coucou!...¡coucou!...¡coucou!...¡coucou!...”

- Mira, dijo Pipète, ahí hay un cuco que canta un poco antes del mes de abril. Voy a ir a verle.

Salió de allí con su fusil. Habiéndose dado cuenta de que la que estaba sobre el ciruelo era la patrona que cantaba, apuntó y la mató.

Cuando el patrón vio eso, se puso rojo de cólera y de dolor.

- ¿No estáis contento?

- No, por supuesto que no.

- Bien, enseñadme vuestra espalda.

Y Pipète se llevó, desde al nuca hasta el coxis, una tira de piel larga como tres dedos.

(H.-M. Dommergues)


VII.- Touéno-Bouéno (Cantal)

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Érase una vez… (cualquier narrador que se precie en nuestro país de Auvegne debe comenzar así), érase una vez que en el pueblo de Broque-Pou (no lejos de Aurillac había una mujer viuda, pobre y anciana, que vivía con su hijo en un cuartucho miserable. El hijo se llamaba Antoine, Touéno, Tonino, y era un muchacho de quince años que andaba todo el rato por las calles, con la cabeza baja como una oveja con bocio. No decía nunca nada a nadie. Era tan huraño que se hubiera dicho que pagaba por todo el mundo. Las comadres de la villa le habían puesto el apodo de Touéno-Bouéno, Tonino el Bueno, y su madre le decía a menudo:

─ Pareces un animal, ¡qué pena de muchacho!

Y riendo añadía:

─¡Nunca en tu vida serás capaz de atrapar al lobo por la cola!

Un día había estado Antoine en el bosque recogiendo hojas muertas. Se puso a llover. Para resguardarse se metió el muchacho bajo la cruz de un viejo tronco de árbol, y se quedó allí mucho tiempo. Pero en lugar de parar, la lluvia caía cada vez más fuerte. Después sintió Antoine en su refugio que el sol iba saliendo poco a poco. Ya estaba empezando a dormirse cuando un ruido parecido al de un perro rascando una puerta le despertó de golpe y le hizo sentir miedo.

Levantó la cabeza y vio encima de él, sobre la cruz del árbol, un animal velludo que bajaba poco a poco, con la cola por delante.

─ ¡Ey! Pero ─se dijo para sí nuestro buen hombre─, ¡si es el lobo!

Era el lobo, en efecto, que venía a resguardarse en el tronco viejo igual que había hecho Antoine.

Él bajaba… bajaba… Estaba a punto de llegar adonde estaba el niño, que no podía hacer nada para impedirlo. De repente le vino una idea a la cabeza. Había escuchado decir que el lobo no podía girar la cabeza ni doblar la columna vertebral para mirar detrás de él. Con gran rapidez agarró la cola del lobo y tiró del animal hacia él.

Y, por las buenas o por las malas, acabó Antoine llevando al lobo, agarrado de la cola, hasta su casa.

- ¡Mamá, tú me habías dicho que yo era demasiado tonto como para agarrar al lobo por la cola! ¿Le ves ahora?

- ¡Anda! ─dijo la madre─. Pues ya que le has atrapado, vamos a sacarle algún provecho. Tenemos allí la piel del carnero que se nos murió la semana pasada. Vamos a coserla sobre el cuerpo del lobo.

Tendrá el aspecto de un buen carnero y mañana le llevaremos a la feria.

Tal cual lo dijo, así lo hizo. A la mañana siguiente, Touéno-Bouéno llevó su lobo a una feria que se celebraba en los alrededores. Todos los que estaban en la explanada de la feria se quedaron admirados ante aquel precioso carnero, tan bueno y tan llamativo.

Tres hermanos lo compraron con la intención de tener en su majada un reproductor de aquella hermosa especie. Aquellos tres hermanos decidieron, de común acuerdo, que dispondrían del famoso carnero una noche cada uno.

Después de la feria, el carnero pasó toda la noche entre las ovejas del hermano mayor. Ya pueden imaginarse lo que pasó: que el lobo degolló todo el rebaño.

Cuando el hermano mayor abrió su majada por la mañana, estuvo apunto de caerse ante el espectáculo que tenía antes sus ojos. Pero tuvo buen cuidado de no contar su desventura a sus hermanos. A la tarde siguiente condujo el carnero adonde el mediano. En la majada del mediano pasó lo mismo que había sucedido la noche anterior en la casa del hermano mayor. El mediano, tan poco gentil como su hermano mayor, condujo el lobo adonde el más joven. Y sucedió la misma desgracia que había tenido lugar donde los otros.

El señor lobo destrozó así, en tres noches consecutivas, los tres rebaños de los hermanos. Los tres estaban furiosos, pero, ¿qué podían hacer? Tomaron las más simples de todas las decisiones, que fue la de devolver el animal a Touéno-Bouéno y administrarle de paso una tremenda paliza.

Subido a lo alto de un melocotonero del que recogía las frutas, Antoine vio llegar desde lejos a los compradores del lobo. Corrió a advertir a su madre:

- Mamá ─le dijo─, para librarnos de esos tengo una idea. Rápido: échate al suelo y hazte la muerta.

Cuando los tres hermanos entraron en la choza provistos de grandes y largas porras pudieron contemplar un raro espectáculo: una mujer se hallaba extendida sobre el suelo, y Antoine le soplaba con todas sus fuerzas dentro de las orejas con un vulgar silbato.

- ¿Qué haces, canalla? ─le preguntó el hermano mayor.

- ¿Qué qué hago? ¡Ay, mis pobres amigos! ¡Qué desgraciado soy! Mi madre, mi buena y cariñosa madre, acaba de morir. ¡Ah, Dios mío, qué va a ser de mí!

- ¿Y para qué le soplas de esa forma en las orejas?

- Pues es que esto que veis, este silbato, tiene el poder de resucitar a los muertos.

Los tres hermanos abrieron sus seis ojos como si fueran seis ventanas.

- Tomad ─les dijo Antoine─. Y mirad, ahora ella comienza a volver a vivir.

En efecto, la muerta se había puesto a mover los labios y los dedos, y al final entreabrió un poco los ojos.

Antoine silbó un poco más fuerte, y la resurrección quedó completada.

Una gran admiración reemplazó la cólera que habían sentido los hermanos. El mayor le dijo al muchacho mientras intentaba recuperar la calma:

- Escucha, tú eres un canalla y nos has vendido un lobo que ha devorado todas nuestras ovejas. Podríamos darte una buena tunda, pero si nos das ese silbato te dejaremos tranquilo.

- Pues yo tengo este silbato en mucha estima ─dijo Touéno-Bouéno─, pero, bueno, si eso os agrada, pues os lo daré.

Una vez que el famoso silbato pasó a sus manos, los tres hermanos reemprendieron alegremente el camino a casa. Según iban caminando iban diciendo:

- Nuestras mujeres son malas, charlatanas, insoportables; para darles una buena lección las mataremos cuando lleguemos y luego las resucitaremos enseguida.

Matar a las parientas a golpe de hacha fue para ellos un gran placer. Pero es inútil decir que no consiguieron devolverles la vida cuando, casi al instante, se pusieron a soplar, cada vez más desesperadamente, el silbato de Touéno-Bouéno.

Se puede fácilmente imaginar la cólera y la desesperación de los tres hermanos. Una vez se sintieron agotados de soplar tan fuerte, comprendieron que el pilluelo les había tomado el pelo otra vez. Volaron más que corrieron a su casa, le dieron una buena paliza, le apedrearon y le metieron dentro de un saco. Cargaron el saco sobre sus espaldas y se dispusieron a ahogar al pícaro.

El río estaba lejos; hacía un calor asfixiante y Antoine pesaba más que un fardo de trigo. Los hermanos sintieron de pronto mucha sed. Habían visto una taberna al borde del camino y entraron allí para refrescarse, después de haber dejado el saco en la puerta, al lado de un banco de piedra. Encima de ese banco se hallaba sentado un mendigo. El mendigo oyó que Touéno-Bouéno gemía, se aproximó al saco y se dio cuenta de que dentro había un hombre.

- ¿Y por qué ─le dijo─ te han encerrado ahí adentro, muchacho?

- Pues sabéis, es porque quieren hacer de mí un obispo y yo no quiero.

- ¡Diablos! ─exclamó el pobre mendigo─, pues si el de obispo no es ningún mal oficio.

- Yo no digo que no lo sea ─replicó el astuto pillastre─, pero mi carácter no va con eso. Si por un casual quisiera usted la mitra, no tiene más que desatar rápidamente el saco y meterse en mi lugar.

- ¡Maldita sea! Pues yo quiero eso.

Touéno-Bouéno salió del saco y encerró al mendigo. A él fue a quien los tres hermanos lanzaron al agua.

A la mañana siguiente tuvo lugar el entierro de las tres pobres mujeres asesinadas. Al regreso del cementerio los tres hermanos se encontraron con Touéno-Bouéno, quien guiaba un magnífico rebaño de ovejas. No podían creer lo que veían sus ojos.

- Granuja ─dijeron enfadados─, ¿cómo es que ayer te ahogamos y te encontramos hoy aquí?

- Sí, y eso os resulta extraño, ¿no es así? ¿Es posible que no sepáis que debajo de este mundo hay otro mucho más bonito y más rico que éste? Pues mirad, al lanzarme al agua me habéis enviado a ese otro mundo. En ese país encantado hay una feria todos los días. Yo he caído justamente sobre el redil de las ovejas y ya veis que me he traído mi parte. Pero vosotros habéis sido muy torpes: si al lanzarme al agua me hubieseis lanzado justo encima del recinto de los caballos, habríais asegurado mi fortuna.

- ¿Y sabes bien dónde se encuentra exactamente el recinto de los caballos?

- ¿Qué si lo sé? ¡Pero si ya os he dicho qué es lo que he visto!

- ¡Ah, bueno! Pues si no quieres que nos venguemos de lo que hiciste a nuestras ovejas y a nuestras mujeres, lánzanos al agua justo encima de los caballos.

Touéno-Bouéno encerró a cada uno de los tres hombres dentro de un saco, los lanzó al agua y…. ellos andará aún por allí.

Ninguna persona se ha enterado nunca de sobre qué recinto exactamente cayeron.

(H.-M. Dommergues)


VIII.- Jouon Nesci

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En Auvernia, como en todos los demás países, se cuentan ciertas aventuras cómicas acerca de un héroe ingenuo: su nombre es Jouon Nesci, o Juan el Necio. Sus aventuras tienen alguna relación con las bobadas que se atribuyen a sus parientes Jean Bête (Juan el Bestia), Jean le Diot (Juan el Idiota), Jean le Sot (Juan el Tonto).

Igual que ellos, él suele marchar a vender la tela de acuerdo con las instrucciones que le da su madre (los Juanes Idiotas son casi siempre hijos de viudas) de no la entreguen a ningún charlatán; su tela debería venderla en la feria, pero él se la lleva y, cuando ve en una iglesia que hay unos santos que él confunde con personas de verdad, ofrece su tela a uno de ellos y se la vende porque no dice nada. Pero después, cuando no recibe su pago, golpea al santo en la cabeza y se encuentra allí un tesoro.

Jouon Nesci, o sea, Juan el Necio, que no hace más que hablar, va a visitar a unas mozas con su padrino, quien le había recomendado que dejase de comer cuando estuviera de pie. Al comienzo del almuerzo un perro roza el pie de Jean Nesci, quien cree que se trata de un aviso de que no debe comer absolutamente nada. Le entró el hambre a la mitad de la noche, y fue, siguiendo el consejo de su padrino, derecho adonde estaban las gachas. Se las comió y fue a contárselo a su padrino. Se equivocó de cama y, al ver a unas de las chicas, creyó que andaba enredada con su padrino y le lanzó las gachas.

Luego la aventura tiene una continuación que no he encontrado en otras de las versiones publicadas, excepto en alguna de la Alta Bretaña: su padrino le dijo que habría debido dejar embarazadas a las mozas antes de irse de allí. Regresó él y una de las chicas, en lugar de presentarle su mejilla, le enseñó sus nalgas.

Igual que sus parientes, Jouon Nesci quiso casarse y le sucedieron también muchas desventuras. Como se le dijo que debía echar los ojos a las mozas, el se tomó la cosa al pie de la letra y arrancó los ojos de sus cabras para lanzarlos sobre ellas.

Los episodios que siguen son menos corrientes que otros, y es por eso que los reproduzco aquí, después del texto cantalien de A. Bancharel.

Un día, la madre le dijo a Jean:

- Hijo, vete al pueblo y toma los bueyes y la carreta: cuando vuelvas tráete una buena carretada de heno. Tienes que traerme un puñado de agujas, y también la reja del arado que yo he encargado al herrero. Coloca las agujas en tu ojal y la reja en la carreta de heno.

Jean no tenía excesiva memoria: colocó las agujas en el heno y puso la reja en su ojal.

Imaginad las agujas que encontraría la madre, y el agujero que el arado había hecho en el ojal.

Otro día le dijo la madre de Jean: - Vete al mercado y cómprame un cabrito y una marmita; para que no se te quede atascado, sujeta el cabrito con una cuerda y pon la marmita en el extremo de un palo detrás de tu caballo.*

Nuestro muchacho se lió también: puso la marmita al borde de la cuerda y la llevó hasta la casa.

Cuando llegó, no tenía más que un cachivache. ¿Y qué había pasado con el cabrito? Estaba colocado en el palo detrás del caballo. La pobre bestia estaba reventada.

***

Jean Le Niais tenía un hermano más pequeño que él de unos cuatro o cinco años. Un día de feria, todo el mundo fue allí y dejó a Jean para cuidar la casa.

- Pero, yo me voy a aburrir, mamá!

- No, le dijo su madre, hace falta aplastar los piojos de tu hermano.

Entonces, Jean tomó un martillo y se puso a aplastar los piojos del pequeño. Y golpeó tan fuerte que aplastó la cabeza del pequeño, ¡el pobre!.

El viernes siguiente, la madre de Jean le dijo que no tenía que trabajar ese día y que había bien de ir a ver a la hija del señor Sistre.

Es necesario que rías mucho, mucho, le dijo su madre, ser muy gracioso; le harás gracia y le harás reír.

Ese día, en la casa del señor Sistre, tenía lugar el entierro de una tía que había muerto la víspera. Imaginaos que todo el mundo estaba muy triste, y que no había ganas de jugar. Jean, cuando estuvo dentro de la casa, se volvió de repente hacia las chicas y se puso a reír como un loco. Hacía ¡ji, ji, ja, ja! y les mostraba todos los dientes de su boca.

Cuando la señora Sistre llegó, tomó el palo de la escoba y la partió sobre el pobre tonto.

Jean se fue muy asustado. Había tenido un mal encuentro y era el momento de hacer el entierro de la tía. El ataúd se encontraba en el centro de la casa, recubierto de un sudario.

Su madre le dijo:

- Cuando viste el ataúd, tenías que haber hecho como las hijas del señor Sistre: tenías que haber llorado un poco y esperar el momento de acompañarles a la iglesia.

Entonces Jean comprendió por qué se le había mandado a paseo de esa manera.

Un mes más tarde, su madre le dijo que volviera a ver al hijo mayor del señor Sistre y de poner cuidado en lo que hiciera.

Ese día, no había nadie muerto en la casa; por tanto, en el centro del lugar había un cuerpo recubierto con un gran mantel: se acababa de matar un cerdo. Hablando al respecto, os prometo que las hijas no lloraban; al contrario.

Jean llegó en ese momento, ¡el pobre!. Se puso a llorar con todas sus ganas, creyendo que había otro entierro. Y lloraba sin poder consolarse.

La señora Sistre, molesta, inquieta y colérica como una mujer cuando hace charcutería, tomó un tronco y empujó al pobre muchacho hasta el fondo del corral.

Eso no le dio más que coraje al pobre Jean para regresar otra vez. Cuando llegó a su casa, no podía más que decir: haba.

***

- Escucha, Jean, le dijo su madre. ¡Tú no tienes suerte! Hace falta encontrar a Meynèlo y te hará decir el secreto de la raíz de helecho.

La Meynèlo era una vieja bruja que merodeaba por la calle Saint-Jacques. Jean fue a verla. Le llevó un trozo de mantequilla, una docena de huevos, una madeja de lana, dos o tres libras de queso y una rebanada de tocino.

La Meynèlo le hizo explicarse bien. El muchacho le contó todo lo que había pasado entre él y las hijas del señor Sistre.

- Eso es el destino, amigo mío, el destino. Yo te echaré la suerte, pero debes hacer todo lo que yo te diga. Durante nueve días, debes levantarte pronto, no te arregles, sal en camisa al galope y no pares hasta que hayas encontrado nueve vallas. Después de esta carrera, regresa a la cama. Tu espíritu volverá al cabo de nuevo días. Entonces debes regresar aquí.

El pobre muchacho hizo este remedio y sintió efectivamente que eso le había espabilado. Llenó su cesta de tocino, de queso, de huevos y fue a ver a la Meynèlo. La bruja le dijo:

- El domingo irás a misa y te presentarás a la hija con mucha dulzura pues hace falta cada vez más dulzura. En cuanto a la madre de la chica, déjala tranquila debido al miedo que la has hecho pasar.

- ¡Dulzura! dijo Jean cuando se fue de allí. ¡Dulzura! ¿Qué es eso?

Y se fue a buscar un tendero:

- Véndeme dulzura, te lo ruego.

El tendero le dio tres o cuatro libras de mil y le dijo:

- En cuanto a dulzura, no hay nada mejor.

El muchacho puso la miel en un saco y se ató el saco a su cintura, sobre sus calzones.

Al día siguiente fue a la iglesia. Cuando la mujer se puso a su lado, Jean volvió la espalda y le dijo: ¡Esto es para ti! y le hizo el gesto de golpearse las caderas con las dos manos.

Cuando Troufouliaou se volvió, Jean se tocaba el ombligo y le decía: Esto no es para usted.

Este gesto se repitió tres veces. Al final, las dos mujeres tomaron su libro y sin esperar al fin de la misa, tomaron agua bendita y ¡zoup!, se fueron.

Como Jouon les seguía, la madre, encolerizada, buscaba en sus bolsillos para lanzarle alguna cosa. Encontró un paquete de nabas que había llevado para ofrecer al sacerdote y las lanzó a la frente del pobre muchacho. Y Troufouliaou le lanzó una rama de acebo que llevaba en la camisa.

(A. Bancharel, Veillées auvergnates, t. I, P. 234)


IX.- Escupe en tus manos (Puy-de-Dôme)

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Había una vez unos hombres que construían un campanario y para bajar a los obreros se les colocaba en una pequeña cuba que estaba atada por cuerdas.

Un día que se bajaba así a uno de los albañiles, el que tenía la cuerda en lo alto gritó cuando la cubeta había llegado a la mitad de su camino:

- ¡Ehhhhh! La suelto, Piertou

- Escupe en tus manos, respondió Piertou.

El otro hizo lo que su camarada le decía; pero la pequeña cuba calló a tierra y el que estaba dentro resultó gravemente herido.

(Contado por el Dr.Paulin)


X.- El sastre y el lobo (Puy-de-Dôme)

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Un sastre que regresaba de su trabajo cayó en una fosa cavada para atrapar lobos; en el fondo había un lobo que no le hizo daño.

El sastre se puso a gritar tan fuerte que uno vino a su rescate. Le lanzó una cuerda a la que se agarró, pero como era un hombre espabilado, se quitó su pantalón y en el momento en el que le subían hacia el agujero, lo lanzó al lobo.

Hizo bien, porque de pronto el lobo se lanzó encima y se puso a morderlos con sus dientes.

(Contado por el D.Paulin.)


XI.- No se debe trabajar en domingo (Cantal)

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Había una vez un granjero muy rico que tenía muchos criados. Marguerite, su primera criada, era conocida en todo el país por su apego a su señor, y también por su poco respeto por la religión.

Un domingo ordenó el granjero a toda su gente que marcharan a trabajar en un campo que había en el centro del bosque, ya que era preciso extender sobre él el estiércol, y la tarea apremiaba. Los demás sirvientes dijeron que el domingo era un día de descanso que había que consagrar al Señor, pero Marguerite fue la única que se mostró dispuesta a obedecer a su señor. Éste, para animarla, le prometió una gran recompensa. Después, siguiendo las costumbres del país, se volvió a la plaza que había delante de la iglesia para charlar con sus amigos a la salida de la misa.

Mientras tanto, Marguerite se metió de lleno en la labor en el campo, que era muy grande. Tanto que se decía para sí: "Sin duda no voy a limpiar todo este estiércol hoy, porque hay demasiado. Pero haré todo lo que pueda, y mañana vendremos todos a rematar la tarea. Está verdaderamente mal que los otros sirvientes no hayan obedecido a su señor. Yo prefiero mejor obedecerle antes que ir a perder el tiempo en misa. Después de todo, ¿porqué pensar que hay un buen Dios?"

Se puso manos a la obra, y había removido tan solo unas pocas horquilladas de estiércol cuando vio salir del bosque a un hombre muy pequeño, pero que tenía la cabeza grande como una calabaza. Dio un silbido y, de repente, otros treinta enanos, más feos y más pequeños aún que el primero, acudieron con horquillas y se la emprendieron a extender por allí el estiércol.

Cuando estuvo todo extendido, le dijo el jefe de los enanos a Marguerite:

- ¡Adiós! No encontraremos esta noche a las diez en la granja. Acudiré a recibir mi recompensa.

Desapareció de repente, al igual que sus treinta compañeros.

La pobre Marguerite se sintió muy disgustada, porque pensaba que en todo aquello había algo que no era natural. Estaba a punto ya de volverse a la granja cuando escuchó un ruido detrás de ella. Se volvió y vio ante sí a una vieja arrugada que le dijo:

- Acabas de entregarte al diablo, mi pobre niña. Yo ando ahora por el purgatorio, en el que sufro desde hace mucho tiempo, porque trabajé un domingo en lugar de ir a misa. Puedo salvarte si puedes decirme el nombre del sexto día de la semana. Se me ha olvidado, y si lo supiera, dejaría de sufrir.

- Pues es el viernes ─respondió Marguerite.

- Gracias ─dijo la vieja─. Esta noche, cuando estés en la granja, guárdate bien de ceñir ninguna cuerda alrededor de ti. Cuando acuda el diablo, lánzale una cuba de paja antes de que pueda acercarse a ti.

La vieja desapareció y Marguerite entró en la granja. A las diez acudió al lugar donde debía encontrarse con el diablo, y éste acudió para atraparla. Pero ella le lanzó a la nariz una cuba de paja y el diablo hubo de escaparse entre maldiciones.

No quiso regresar Marguerite más veces al campo que había en medio del bosque. Se guardó mucho también, a partir de entonces, de trabajar en domingo. Y ya nunca dejó de asistir a misa, hasta el punto de que no volvió a ver más al diablo.

(Antoinette Bon, Revue des Traditions populaires, t. III, p. 287)


XII.- La mujer avara (Puy-de-Dôme)

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Había una vez una mujer que era tan avara que le parecían excesivos el pan que comía y el tiempo que perdía en decir sus oraciones. Era viuda, y algún tiempo después de la muerte de su marido tuvo lugar la ceremonia de las rogativas.

La procesión se celebró por la noche, y duró dos horas por lo menos, ya que pasa por todos los pueblos y atraviesa bastantes campos en muchas parroquias. La mujer avara no deseaba perder aquel tiempo. En lugar de seguir a los demás, se volvió derecha a su campo con la intención de comenzar a trabajar en cuanto saliese el sol.

Como tuvo que pasar al lado de un lugar que se llamaba el Pré-Labbé, se topó con la procesión de los difuntos de la parroquia, que hacían también sus rogativas. Se arrodilló para dejarles pasar, y les vio desfilar delante de ella en sus sudarios blancos y cantando las letanías. La procesión aquella era la más bella de la parroquia, pues contaba con más muertos que vivos. Ella esperó a que pasasen y, cuando iba a reemprender su camino vio a un pobre difunto que seguía a los otros de lejos. Su mortaja estaba hecha toda jirones, y cada vez que pasaba cerca de una zarza o de una espina se dejaba un trozo.

Cuando llegó adonde estaba ella, reconoció a su marido.

- ¡Ah! Mi pobre hombre ─le dijo ella─, ¿qué haces tú yendo detrás de la procesión de los difuntos? ¿Quién te impide seguir a los otros?

- ¡Ay, desgraciada! ─le respondió él─. Tú eres la que me has amortajado con una tela tan usada que al menor roce se le arrancan los jirones. Los otros difuntos pasan con sus mortajas excelentes a través de las zarzas, y no se les desgarra nada porque su tela es fuerte. Pero yo me veo obligado a pasar mucho tiempo desenredándome, y por esa razón voy ahora a la cola de la procesión.

Hizo decir la viuda muchas misas por el reposo de su marido. Y todos aseguran que desde entonces se amortaja en aquel país con muy buenos lienzos a los muertos, para que puedan cumplir con la procesión de las rogativas sin dejar entre los zarzales jirones de su sudario.

(Paul Sébillot, Contes de provinces de France, p. 213. Relato recogido por el doctor Paulin)


XIII.- El féretro desplazado (Puy-de-Dôme)

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Había una vez un hombre que regresaba a su lugar por la noche, al punto de la medianoche. Vio que en el camino había atravesados unos féretros, y como no podía pasar por ningún otro sitio, sintió gran turbación ante lo que convendría hacer.

Terminó por acercarse a uno de ellos, lo movió con precaución, y después lo puso en el lugar que ocupaba previamente. Cuando volvió a ponerse en camino, oyó una voz que le decía:

- Has hecho muy bien al actuar como lo actuado y al ser respetuoso. De otro modo, te hubiera ocurrido una gran desgracia.

(Contado por el Dr. Paulin)


XIV.- La misa de los muertos (Puy-de-Dôme)

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Había una vez una viuda que fue, según la costumbre, a avisar a sus amigos y vecinos de la celebración de la misa del cabo del año de su marido.

Se acostó la vieja como de costumbre, pero se despertó en mitad de la noche. Era invierno, y la ceremonia debía tener lugar durante el siguiente corto día. Como no sabía qué hora era, se levantó y se puso a mirar por la ventana.

La iglesia se encontraba muy cerca de la casa. Y vio las ventanas iluminadas, como si las velas estuvieran ya encendidas para la misa. Se vistió a toda prisa sus ropas de duelo y para allá que se fue.

Entró en la iglesia, pero no reconoció a ninguna de las personas que estaban presentes. Igual que ella, muchos llevaban una vela encendida delante del rostros, como era costumbre. El cura dijo la misa de los muertos. Y cuando llegó al ofertorio, ella se dio cuenta de que no había llevado consigo ninguna moneda. Se quitó su anillo de boda y lo puso en el plato de las ofrendas, con la intención de reclamárselo al sacerdote al día siguiente y de reemplazarlo por una pieza de plata.

Cuando se marchaba después del Ite missa est, el oficiante y sus dos asistentes le acompañaron hasta la puerta. Ella no reconoció al sacerdote y, cuando se volvió, descubrió que la iglesia estaba vacía y sumida en la oscuridad.

No había amanecido todavía, así que se metió en la cama y se durmió.

Cuando se levantó por la mañana, era tarde. Los vecinos con los que se encontró le preguntaron por qué no había asistido a la misa del cabo del año de su marido.

- Pero ─dijo ella─ si yo sí que he asistido. Y la prueba es que mi anillo de boda no lo tengo ya en mi dedo. En el momento del ofertorio, como no llevaba ninguna moneda, se lo di al oficiante que decía la misa en el altar de la Virgen.

Como sus vecinos insistieron en afirmar que no la había visto nadie dentro de la iglesia, ella fue adonde estaba el cura, quien le aseguro que no la había visto en la misa. Cuando buscaron la sortija en la iglesia, vieron que estaba incrustada en la piedra del altar en la que el sacerdote fantasma había dicho la misa.

(Doctor Paulin, en la Revue des Traditions populaires, t. I, p. 86)


XV.- Los niños del limbo (Puy-de-Dôme)

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Un vendimiador se marchó un día de su casa para trabajar en su viña. Un poco antes del alba, cuando llegó a un sitio que se llamaba Fontmort, se vio rodeado por una multitud de niños, todos vestidos de blanco, que eran aún más pequeños que los niños que acaban de nacer, y que se apretujaban a su alrededor gritándole con sus vocecitas:

- ¡Ése no es el tuyo, ése es el mío! ¡Ése no es tu padrino, es el mío!

El vendimiador comprendió qué era lo que pedían los niños. Tomó agua de un riachuelo que corría por allí y la asperjó encima de todos, mientras decía:

- Soy el padrino de todos vosotros, niños míos.

En cuanto pronunció las palabras del bautismo, los niñitos desaparecieron gritando:

- ¡Muchas gracias, padrino! ¡Muchas gracias!

Eran los niños que salían cada noche de los limbos y que andan errantes sobre la tierra en espera de que algún cristiano quiera ser su padrino de bautismo, para que puedan entrar en el paraíso.

(Paul Sébillot, Contes des provinces de France, p. 194 - Relato hecho por el Dr. Paulin)


Leyendas

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I.- Saint Jean y el trueno (Puy-de-Dôme)

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Saint Jean le pidió un día a Dios permiso para ver al trueno.

- No puedo hacer eso ─respondió éste─, porque te morirías de miedo.

Replicó Saint Jean que él había vivido en el desierto, entre las bestias salvajes, y que ningún miedo le había hecho nunca temblar.

Cedió Dios a sus deseos y le mostró por fin lo que deseaba. Y Saint Jean quedó fulminado en ese mismo instante.

Tuvo la suerte de no morir. Pero durante toda su vida tuvo que ser tratado de epilepsia, que por ello se llama también el mal de Saint Jean.

(F. Pommerol, Le culte de Taranis, en L'Homme, 1887, p. 461)


II.- Saint Laurent y Bóreas (Cantal)

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Se cuenta que Saint Laurent se encontró con Bóreas cubierto de harapos. Desposeído de sus altares, se volvía para el Norte.

El santo se puso a conversar con él e hicieron el camino juntos. Cuando llegaron a Puy-Saint-Laurent, le dijo el santo:

- Escúchame: voy a rezar en este oratorio.

Ya no salió de allí. Y Bóreas, que le esperaba siempre a la puerta, transformó su impaciencia en rugidos.

(F. de Lanoye, Tour du Monde, t. XIII, p. 66)

***

La capilla de Saint Laurent, que se halla situada al norte de la villa de Saint-Mamet, se encuentra muy elevada y, por ello, muy expuesta al cierzo.

He aquí cómo explica la leyenda la presencia continua del viento sobre aquella cumbre:

Un día paseaban juntos Saint Laurent y Bóreas. Eran buenos amigos, y se habían prometido no dejar de serlo jamás. Llegado al país del que hablamos, dijo el santo a su camarada:

- Voy a rezar en este oratorio, espérame.

No volvió a salir jamás, y Bóreas le sigue esperando siempre tras la puerta.

(Durif, Le Cantal, p. 268)


III.- El hombre que está en la luna (Puy-de-Dôme)

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Un hombre trabajaba un domingo recogiendo zarzas; para castigarle, le transportó Dios hasta la luna, en la que se le ve con su carga de zarzas. Cumple allí su penitencia, a una temperatura extremadamente fría.

Se llama este hombre Bouétiou, es decir, compadre. Y cuando los niños piden alguna explicación de alguna cosa a la que no se les quiere responder, dicen:

─ ¡Co, co! ¿Qué, quién?

─ Bouétiou din lo liudo. El compadre en la luna ─se les responde.

(Recogido por el Dr. F. Pommerol)


IV.- Los cabellos del diablo (Cantal)

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Cuando Dios Padre creó nuestro condado de Auvernia, le dio permiso a Lucifer, que se había quedado calladito sin decir esta boca es mía y no puso objeción a aquellos planes, para fundar tres villas en la provincia.

El demonio se colocó sobre una roca por debajo de Roussy, arrancó uno de sus cabellos y lo lanzó al lado este. Al instante nació Laroquebrou. Otro cabello, lanzado al centro, creó Maurs. Y, por último, del tercero se formó Montsalvy.

La gente más chistosa añade que esta visita del diablo no puede ser puesta en duda, pues dejó un olor a quemado tan particular que la parroquia actual tomó el nombre de Roussy.

(Durif, p. 312)


V.- Por qué lleva el Jordán pepitas de oro (Cantal)

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Un día Gerbert, que después fue Papa y que era un brujo muy hábil, quiso convencer de algunas cosas al deán de su monasterio. Y, tras preguntarle si quería ser testigo de un milagro, le condujo a la orilla del río.

Después de haber trazado innumerables círculos y pronunciado una sarta de palabras cabalísticas, golpeó Gerbert las aguas del Jordán con una varita que parecía que estaba en llamas.

De repente, las aguas, de azules y claras que estaban, se cambiaron en olas de oro. Tanto que por un instante corrió el oro como si hubiera grandes láminas en el agua entre las dos orillas.

El deán, espantado, se puso de rodillas, rezando a Dios para sus adentros, y el encanto cesó. Pero, después de aquel suceso, el Jordán ha llevado siempre pepitas preciosas, y la villa de allí ha tomado el nombre de Aurillac: Auri lacus.

(Durif, p. 166)


VI.- El lago vaciado (Puy-de-Dôme)

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Repetidas veces he encontrado más de un Néstor de pueblo que me obligaba a sentarme a su lado para contarme que nuestra llanura no era antes otra cosa más que un gran lago, tan profundo que nuestras montañas bañaban sus cumbres en sus aguas; que se veían todavía no hace mucho marcas de anillas en las rocas graníticas sobre las cuales se levantan por un lado Cornillon, y por otro Clavelier y Montravel. Su función era la de que se amarrasen allí las barcas que hiciesen el servicio del lago.

De igual manera se decía también que habían sido hechas estallar, mediante minas cargadas de polvo, las gigantescas rocas de la Tour-Goyon; en el momento en que el lago fue vaciado se desencadenó un furioso torrente; sus aguas abundantes, que se hallaban en una posición más elevada, se precipitaron por la grieta que había quedado abierta, con un estrépito tal que se oyó tres leguas a la redonda. Todo quedó arrasado. A su paso, las olas socavaron fondos de abismos que lo engulleron todo y de los que se elevaron remolinos. Los abismos o grutas más profundos fueron en tiempos primitivos los de la Roche y Sampi.

(Abbé Grivel, Chroniques de Liuradois., p. 119)


VII.- El origen de los topos (Puy-de Dôme)

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En los alrededores de Ambert se cuenta que, cuando Dios creó al hombre, se sintió tan satisfecho de su obra que se volvió hacia el diablo y le dijo:

─ Haz tú otro tanto.

El diablo se puso a la obra y trabajó por largo tiempo. Pero no pudo conseguir más que hacer un topo y darle unas patas que parecían manos pequeñas.

Como los topos son obra del diablo, muchos les matan de buena gana.

(Contado por el Dr. Paulin)


VIII.- El mono (Puy-de-Dôme)

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Cuando Dios creó a Adán a partir del barro de la tierra, el diablo quiso imitar a Dios y hacer también su criatura: modeló también una forma humana con tierra y sopló sobre ella para animarla.

La forma tomó vida. Pero, en lugar de representar un hombre, aquello no quedó más que en un mono.

(Recogido por el Dr. Pommerol)


IX.- El origen de las pulgas (Haute-Loire)

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Un día iba el buen Dios con saint Pierre hacia las gargantas del río Loire, entre Chamalières y Vorey. Iban contemplándolo todo en su paseo: los quehaceres del mundo y las dificultades para hacerlos bien.

De pronto, en un recoveco del agua, mostró saint Pierre al buen Dios una mujer cubierta de andrajos, tumbada sobre la arena, al sol. Era todavía joven, pero sus rasgos reflejaban el aburrimiento más profundo.

El buen Dios, a quien no se le ocultaba nada, se dio cuenta de que aquella mujer sentía desazón por su ociosidad. Como él es soberanamente bueno, sacó de su gran bolsillo un puñado de pulgas que las lanzó sobre la joven, mientras pronunciaba estas palabras:

─ Mujer, la ociosidad es la madre de todos los vicios. Ahora ya tienes con qué entretenerte.

Y desde aquel día tienen pulgas las mujeres, y cuando no tienen nada mejor que hacer, se divierten espulgándose.

(Paul le Blanc, Mélusine, t. II, col. 8)


X.- Las moscas de Puy (Haute-Loire)

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El noble doctor Geruaise de Tilbury dijo que en la Galia había un país denominado Auvernia en el que está una ciudad que se llama Anice, o, con otro nombre, el Puy-en-Velay. Se encuentra allí una muy solemne iglesia de Notre-Dame y en la casa de los canónigos de aquella iglesia hay un refectorio que tiene concedida una gracia maravillosa, pues ninguna mosca entra allí. Y si por casualidad alguna se mete dentro, enseguida es obligada a huir de allí, ya que si no mejor le convendría morir.

(Leroux de Lincy, Introducción al Livre des Légendes p. 24, desde el "Secret de l'histoire naturelle")


XI.- Las rocas de Saint-Martin (Haute-Loire)

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En la cresta de Saint-Quentin y de Malavas hay tres rocas sobre valles a las que se conoce como rocas de Saint-Martin. Están agrupadas más o menos como en un triángulo. En su cara superior existen cavidades bastante regulares que están talladas por la mano del hombre.

Si se les pregunta a los vecinos, unos responden que sus ancestros, en tiempos en que eran salvajes, cocinaban en aquellos vasos. Otros cuentan que san Martín, patrón de Rosières, subió un día a visitar la cima de la montaña. El recinto de las tres piedras se convirtió en lugar donde estuvo su ermita. La notable sinuosidad y las cavidades de la más grande no fueron otras que su vajilla: los llares, el caldero, la marmita, la cacerola, la escudilla.

Perseguido por un demonio, el santo escaló con su perro hasta el segundo pico de la roca, y allí dejó las marcas de sus pies y salvó de un salto un espacio inmenso. El lugar de Chaudette que alcanzó en la base del monte Tehouvin y cerca de las cuevas de los Sarrasins muestra sobre una roca dos marcas profundas: una, del pie de su caballo, y otra, de la pata del perro. Y, en testimonio de devoción, se lleva allí a los niños de corta edad que son muy enfermizos.

Desde allí, el santo, perseguido todavía por su obstinado enemigo, alcanzó de otro salto una segunda parte más vasta del valle y llegó a Rosières, donde, tras haber expulsado a los diablillos de los pueblos vecinos, murió en paz.

(Aymard, Sur les roches à bassin de la Haute Loire, Ann. de la Soc. d'A. du Puy, 1861, p. 341)


XII.- Saint Georges y el dragón (Haute-Loire)

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Sobre una roca volcánica denominada Arca puntiaguda, no lejos de las rocas de San Martín, al borde de una parte muy lisa, se ven tres pequeñas cruces y dos flechas más marcadas. Los vecinos cuentan que una tremenda serpiente asolaba el país. Su cuerpo rodeaba con sus pliegues toda la montaña, desde el arroyo de Rodez, que corre por debajo de la colina.

Saint Georges, primer obispo del país, llegó subido sobre un vigoroso corcel, y a golpes de sable cortó encima de esta piedra el cuerpo del monstruo. La hendidura de la piedra y tres pequeñas cruces que se hallan cerca indican el lugar.

Unas incisiones profundas que hay allí son la señal de los golpes de sable. Parece, en cualquier caso, que la lucha no estuvo carente de peligro, pues se han encontrado en las inmediaciones los huesos del caballo, en el suelo del círculo de piedras.

(Aymard, t.c.)


XIII.- El salto de la doncella (Haute-Loire)

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Antes de la Revolución eran mostradas las huellas de dos pies sobre una cornisa del pico, en la parte de arriba del llano y cerca de una capilla erigida en honor de saint Michel.

Eran los pies de una muchachita de Puy que, tras haber sido calumniada por ciertos maledicentes vecinos, se precipitó desde allí hasta la planicie, trescientos pies por debajo. Salió dos veces indemne de aquella acción gracias a la protección de saint Michel. Pero la empujó el orgullo a una tercera tentativa, y entonces fue abandonada por su protector y pereció miserablemente.

(Memorias de la Société archéologique du Miái, t. I, p. 239, citadas como la relación manuscrita del Italien Medicis (XVIe siècle) por F. de Lanoye. Voyage aux volcans de la France central e, XV, Tour du Monde, t. XIV, 1866, nº 358, p. 299)


XIV.- El salto del diablo (Haute-Loire)

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En las gargantas del río Loire dos oquedades se hallan unidas por un canal que hay en la cara superior de una roca que forma parte de las vastas rocas de escollos puntiagudos y como dentados que el pueblo llama “el castillo de los sarracenos”.

Se trata de un lugar siniestro y opresivo. Amigo de herejes, el demonio los visitaba frecuentemente. Un día se separaron, y el demonio intentando, contra su voluntad, atravesar el río Loire que le separaba del castillo, lanzó desde lo alto de una roca su corcel, que le precipitó al río.

¿Sería reflejo de esa leyenda, o tendrá alguna otra finalidad, la herradura que hay artísticamente grabada sobre otra roca que está situada al borde del río Loire, cinco metros por encima de su lecho?

El pueblo no desea explicar esta última huella: la llama la Herradura del Diablo.

(Aymard, t.c., p. 59)


XV.- El rosario de Santa Magdalena (Cantal)

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Las dos partes de la “Chauds”, un lugar de la zona de Massiac, han recibido su nombre de dos personajes devotos que se retiraron una vez allí: san Víctor tenía una ermita sobre una, y santa Magdalena la tenía sobre la otra. Todavía hoy hay una capilla edificada en honor de ellos en cada parte.

Los dos anacoretas se tenían a la vista en sus devotos retiros, pero el río impedía la comunicación directa. Pero Santa Magdalena tenía grandes deseos de consultar a San Víctor sobre algunos asuntos divinos, así que pidió ese favor al cielo y, según la tradición, lo alcanzó de manera milagrosa.

Un día avanzó la santa por la cornisa de su elevación, con su rosario en la mano. Y tras llamar a San Víctor, se lo lanzó al aire. Al instante se alargó milagrosamente el rosario, cubrió toda la extensión que hay desde una montaña a la otra, y formó un puente que unió las dos cumbres.

El anacoreta y su santa vecina se acercaron entonces para entablar su piadoso coloquio. Y cada vez que Magdalena deseaba pedir algún consejo a san Víctor, utilizaba el mismo medio.

Pero, para evitar dar pie para ningún escándalo y para no sufrir ninguna caída, ella no tenía permitido ir hasta la morada de él, ni le autorizaba a él a llegarse hasta la morada de ella: los dos se encontraban a mitad de camino, sobre el puente y, mientras mantenían su conversación, quedaban expuestos a las miradas y por tanto también a la admiración de las gentes del vecindario.

(Legrand d'Aussy, Voyage en Auvergne)


XVI.- San Amable

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Cuando san Amable era niño, sería en la misa del papa en Roma cuando, durante el oficio divino, se echó a reír. Después de la ceremonia le preguntó el Papa por qué. Le respondió San Amable:

─ Estaba yo en espíritu en Riom, que es la villa en la que nací, cuando he visto a un albañil que construía una casa y que se golpeó el dedo contra una piedra. Se llevó el dedo a la boca, y eso es lo que me ha hecho reír.

Le respondió el Papa:

─ Amable, eres tú más virtuoso y más santo que yo.

(Recogido por el Dr. Pommerol)


XVII.- San Pedro (Puy-de-Dôme)

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San Pedro iba a una fiesta con Jesús. El camino era largo, y Pedro llevaba las provisiones dentro de una alforja. Marchaba detrás de su maestro. Sintió hambre, y viendo que Jesús marchaba sin detenerse, se puso él a comer solo.

Al cabo de cierto tiempo, le dijo Jesús:

─ Pedro, me da la impresión de que estás comiendo tú solo.

─ No, Señor ─respondió él.

─ Mira a mis espaldas, Pedro. Siento que hay alguna cosa que me roza. Quítala de ahí.

Miró Pedro y se dio cuenta de que había un gran ojo bajo la nuca de Jesús. Comprendió entonces que había sido visto.

─ ¡Oh, Señor! ¡Qué ojo tan grande tenéis!

─ Pues ése es el que te ha visto comer las provisiones.

San Pedro, confuso, pidió perdón a Jesús.

***

Le dijo un día Jesús a San Pedro:

─ Estamos en el tiempo de la cosecha. ¿Y si conseguimos algo de trabajo y ganamos algo de dinero?

De modo que se pusieron los dos a ello. Eligió cada uno un campo de trigo para segar. Decía Jesús:

─ ¡Corta, ata, coloca (mete en la muela)!

Y el trigo suyo quedaba cortado, atado y dispuesto en la muela. Pero a San Pedro el trabajo no se le hacía cuando pronunciaba las mismas palabras.

Así que, al final del día, Jesús cobró una cierta suma de dinero, pero san Pedro no recibió más que golpes.

***

Vendía un día San Pedro un asno en la feria:

─ Compradme mi asno, decía, ¡no vale nada!

─ Pues no creo que vayas a venderlo en la vida ─le dijo Jesús─ si eres el primero en despreciarla.

─ ¿Pues qué es lo que puedo hacer? Yo sé bien que mi asno tiene malas cualidades, y si lo alabara estaría engañando a la gente.

─ No seas tonto: no hay nada de malo en eso. También a ti te engañaron cuando lo compraste.

(Recogido por el Dr. Pommerol)


XVIII.- La capilla de Orcival (Limagne)

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El albañil encargado de los trabajos de la iglesia de Orcival no sabía muy bien en qué lugar establecer la planta y los cimientos. Andaba preguntándose, inquietamente, cuál sería el lado que la Virgen preferiría para manifestar con más esplendor su poder y su gloria.

Al final recibió una inspiración del cielo:

─ Sube ─le dijo una voz interior─, sube hasta aquella altura vecina, y lanza tu martillo hacia delante. Donde le veas caer, edificarás el santuario.

El martillo fue lanzado. Al instante fue tomado por un ángel que lo dejó caer al fondo del valle, justo sobre el emplazamiento actual de la cripta.

(F. Pommerol, Le Pèterinage d'Orcival, L'Homme, 1886, p. 624)


XIX.- La mula y los bueyes de Chamalières (Haute-Loire)

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Chamalières es un pueblo de Velay situado a la orilla derecha del río Loire. Está construido en torno a una iglesia románica en la que servía un prior dependiente del abad del Monasterio. Una leyenda relata de este modo qué parte tuvieron los animales en la construcción de la iglesia.

En los tiempos en los que se estaba construyendo iban a buscar la piedra en una cantera de la montaña de Archiac. Una gran mula y unos bueyes blancos, uncidos a un carro, transportaban aquella piedra. Hacían el trayecto sin conductor. Subían ellos solos desde Chamalières hasta Archiac, y una vez que estaba la piedra cargada, bajaban sin guía de Archiac a Chamaliéres.

Estuvieron haciendo todo aquello hasta que la iglesia quedó acabada.

(V: Smith, Mélusine, t. I, c. 406)


XX.- Los bueyes de Auriol (Haute-Loire)

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Cerca de la vieja torre de Auriol había, según se dice, un ermita en la que vivió y murió san Simón, quien fue enterrado al pie de la torre.

La posesión del cuerpo del santo despertó la codicia de los habitantes de Aurec, villa de las orillas del río Loire, que estaba separado por una montaña de Auriol. El señor de Aurec se propuso levantar el cuerpo del santo y hacerle transportar a su iglesia. Envió unos cuantos hombres y un carro tirado por fuertes bueyes. Los hombres abrieron la fosa, retiraron de allí el cuerpo y lo colocaron sobre el carro.

Cuando quedó todo dispuesto, se pusieron en marcha los bueyes. Marcharon sin dificultad mientras tuvieron a la vista la torre de Auriol. Pero se detuvieron en cuanto la perdieron de vista. Se les intentó animar con voces y con aguijones, y recibieron golpes. ¡Empeño inútil! Los bueyes se quedaron inmóviles, como si hubieran quedado petrificados. Comprendieron entonces que se negaban a transportar el cuerpo fuera del dominio que abarcaba la torre de Auriol, al pie de la cual había sido inhumado el santo.

Fueron obedecidas entonces las señales del santo de que no quería dejar el lugar en el que había reposado hasta entonces. El carro volvió sobre sus pasos, y los hombres del señor de Aurec volvieron a colocar el cuerpo en el lugar de donde lo habían sacado.

(V. Smith, Mélusine, t. I, c. 406)


XXI.- Las vacas milagrosas (Cantal)

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Hace tiempo, los paisanos de Vèze contaban que seis vacas venían a escondidas a alimentar de leche a los obreros que construían la iglesia, ahora destruida, de Chanet.

(Durif, p. 22)

***

Mientras era construida la capilla de Kernascleden, una vaca proporcionaba milagrosamente leche y mantequilla a los obreros. La Virgen envió también una vaca semejante a los albañiles de su capilla de Lannelon, cerca de Montauban.

(Bouquet, Légendes de Morbihan, p. 148) (Semaine religieuse de Rennes, 26 septembre 1874)


XXII.- El puente del diablo (denominado por error: El salto del diablo) (Puy-de-Dôme)

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Resultaba imposible construir un puente sobre el río Dore. Dijo el sacerdote al albañil:

─ Aunque necesites recurrir al diablo para que te ayude, hace falta que consigas construir el puente.

Se dirigió el albañil al diablo y le dijo:

─ ¿Qué es lo que pides por construir el puente?

─ El alma de la primera criatura que pase por allí.

─ ¡Pues asunto concluido!

El puente fue construido durante la noche siguiente, con la excepción de una piedra del parapeto que no pudo ser colocada antes de terminar el día.

Por la mañana vino el sacerdote en procesión, y su sacristán iba cargado con un saco en el que estaban encerrados un gato y un perro. El diablo se hallaba muy contento de poder hacerse con el alma de algún ser viviente. Entonces le dijo el cura a su sacristán:

─ Dale el saco.

Saltó el gato, y el perro fue detrás y le obligó a pasar al otro lado del puente. Dijo el cura al diablo:

─ Aquí tienes el alma de la criatura que solicitabas.

No pudo terminar el diablo el puente, y nunca ha podido ser colocada la piedra que falta.

(Recogido por el Dr. F. Pommerol)


XXIII.- La imagen milagrosa (Puy-de-Dôme)

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La estatua de Notre-Dame de Layre es muy venerada en Ambert. Se cuenta que, para sustraerla de la profanación de los hugonotes, un devoto de María la cogió y la hizo tapiar detrás de un rincón de su casa, que estaba situada en el lugar de Layre.

Murió con su secreto, y no se pudo averiguar qué era lo que había pasado con la estatua, hasta que una inundación derribó el muro tras el que había sido escondida. Se precipitó sobre las aguas, y se quedó flotando un tiempo considerable, sin jamás alejarse de allí.

Cuando las aguas bajaron, fue colocada en un rincón de una casa, pero como ella hacía milagros, se la quiso transportar a la iglesia parroquial de Ambert. Ahora bien: fueron en vano todos los esfuerzos para levantarla, pues quienes habían sido designados para desplazarla y para transportarla se quedaron de pronto inmóviles, sin poder ni avanzar ni retroceder.

(Grivel, p. 329)


XXIV.- Las fuentes milagrosas

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Los vecinos de Rapumégoux cuentan que, cuando fue transportado el cuerpo del conde Géraud desde Cézenne a Aurillac, los portadores dejaron que el ataúd descansase un instante sobre la tierra mientras iban a buscar agua en los alrededores, pues el calor era sofocante.

Como no la encontraron por ninguna parte, y puesto que iban apurados de tiempo, retomaron su carga para ponerse en camino.

Fue entonces cuando se mostró ante sus ojos una fuente de agua clara que acababa de manar debajo del ataúd del santo. Desde entonces no dejó ya nunca aquella fuente de fluir.


XXV.- El Ave del Paraíso (Puy-de Dôme)

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Un religioso del convento de Chaumont vivía entregado a profundas meditaciones. Un día en que había ido a un bosque vecino, al que se denomina aún el Bosque de los Curas, que pertenecía al convento, para sumirse con menos distracción en sus habituales ejercicios de contemplación mística, contempló un pájaro cuyo plumaje era de belleza impactante, y cuyo canto era más encantador aún, que revoloteaba delante de él mientras iba de rama en rama.

El buen padre pensó que le sería fácil atraparle. Se puso entonces a perseguirle. Cuando parecía que estaba a punto de atraparlo, el rápido volátil se escurría de entre sus dedos. Cuando, por el contrario, el religioso se sentía desanimado y lleno de fatiga, el pájaro regresaba de repente al lado de él, desplegaba ante sus ojos toda la belleza de su plumaje, hacía oír su más atractivo canto, y el buen religioso recobraba el ánimo y redoblaba sus esfuerzos.

¿Pudo atrapar al pájaro que muchos han nombrado el Ave del Paraíso? ¿Hasta dónde llegó en su persecución? Nada de eso ha quedado reflejado en el relato que se me ha hecho.

Pasara lo que pasara, el padre Anselmo creyó que no había estado ausente más que unas cuantas horas, aunque no fue capaz de decir cuántas. Buscó el sol para orientarse, pero el sol no había cambiado de posición. Ahora bien: todo lo que le rodeaba ahora parecía diferente de lo que había antes. Allí donde existía un prado veía ahora grandes árboles, allí donde se recolectaban los mejores cereales del convento había ahora una pradera.

Tras haber buscado, perdido y vuelto a encontrar su camino, se dio prisa por regresar, y tocó en la puerta del monasterio, que se le había vuelto irreconocible. Al redoble de la campana acudió el padre portero.

─ ¿Es éste el convento de Chaumont?

─ Sin duda, reverendo.

─ ¿Y sois vos el portero?

─ Sí.

─ ¡Eso no es posible! ¿Y dónde está, entonces, el hermano Jérôme, que se encontraba ahí hace un instante? ¿Por qué no tenéis puesto la vestidura de nuestra orden?

─ ¿De qué Orden habláis?

─ De la Orden de San Benedicto de Cluny.

─ Nosotros no somos benedictinos.

─ ¿Cómo que no? ¡Somos, y yo soy, mínimos!

─ ¡Mínimos en el convento de Chaumont!

El Padre Anselmo se frota los ojos y cree ser el juguete de un sueño. Al cabo de un instante de silencio dice:

─ Déjeme hablar con Jean de Chalençon, mi prior, cuya habitación está al lado de la mía.

Por un momento creyó el hermano portero que se las estaba viendo con un hombre que no tenía uso de razón, y por pura compasión le dijo:

─ Pues escúcheme, que voy a avisar al superior.

Resultó que el superior se acercó por azar hasta el locutorio, y que el hermano Anselmo le dijo:

─ Salí de este convento hace apenas algunas horas para ir a pasearme, como es habitual, con el permiso de nuestro prior, por nuestro bosque. Y como si la vara de un encantador hubiera tocado los lugares y las personas, todo ha cambiado tanto que ya no reconozco nada. Hace solo unas cuantas horas he dejado aquí al venerable Jean de Chalençon, pero ahora no lo encuentro ni a él ni a los demás, y me dicen que vos sois el superior de esta casa.

El superior abrió los ojos y creyó, igual que el padre portero, que estaba en presencia de algún pobre insensato.

Entonces el padre Anselmo continuó el relato de lo que le había sucedido con tanto detalle y tanta fluidez, con tal acento de veracidad, que el superior fue recuperando por fin alguno de sus recuerdos, y empezó a recordar el nombre de Jean de Chalençon que estaba tantas veces repitiendo el padre Anselmo:

─ Era ése, en efecto, el nombre del último prior de los benedictinos de Chaumont. Pero hace más de doscientos años que aquel santo personaje murió, y justo después fue cuando este priorato quedó asignado a nuestra orden por una bula del Papa.

Continuó tras una pausa:

─ Recuerdo confusamente haber leído en los anales de la casa que un religioso benedictino, de nombre Anselmo, que vivía habitualmente entregado a las más elevadas contemplaciones, desapareció un día, y que se le buscó mucho para saber qué era lo que le había sucedido. Pero fue imposible descubrir ningún rastro suyo. ¿Este religioso sois, sin duda, vos?

El padre Anselmo bajó la cabeza. En vano intentó el prior retenerle. Salió a toda prisa y no le volvió a ver jamás.

(Grivel, p. 361-365)


XXVI.- Los tres mineros (Cantal)

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Antiguamente, tres mineros, buenos padres y buenos cristianos, trabajaban en las minas de antimonio de Massiac. Antes de marchar al trabajo tenían la costumbre de decir su oración. Pero un día se olvidaron de rezar a Dios. Apenas habían comenzado su labor cuando un derrumbe súbito les sepultó vivos en la mina.

Recurrieron entonces a Dios y le enviaron una ferviente oración: un genio se les apareció entonces, tocó con el dedo su trozo de pan, derramó el aceite de su lámpara y desapareció.

El pan y el aceite les duraron siete años sin agotarse en absoluto, y el pan siguió siempre tan fresco como en el mismo momento en que bajaron los mineros a la mina. Se pusieron un día a pensar en la tierra que el sol alumbraba, y uno de ellos exclamó:

─ Si volviera a ver la luz del día, podría morir contento.

─ Y yo ─dijo el segundo─, sería feliz si pudiese volver a ver, aunque no fuera más que por un instante, a mis hijos y a mi mujer, y si pudiese encontrarme en la mesa en medio de ellos.

─ Pues yo ─dijo el tercero─ desearía regresar a la tierra de los vivos y quedarme a vivir un año con mi familia.

En el momento justo en que el último de los mineros expresó su deseo, la tierra que cegaba la entrada de las galerías desapareció de repente, y los tres compañeros pudieron salir.

El primero que alcanzó la luz miró un instante el campo y después murió.

El segundo marchó derecho a su casa y encontró allí a su mujer y a sus hijos; pero había cambiado de tal manera que ellos no le reconocieron al principio; se cortó su larga barba, se lavó la cara y fue entonces cuando, de repente, su mujer y sus hijos se echaron sobre él para abrazarle. Se sentó a la mesa, y al dar el último bocado a la cena, murió.

En cuanto al tercero, vivió un año más con su familia, y expiró cuando se cumplió el último minuto de aquel año.

(Antoinette Bon, Revue des Traditions populaires, t. I, p. 1)


XXVII.- El hombre del precipicio

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En Saint-Maurice-de-Lignon, en el fondo de un precipicio, un hombre lleno de pecados estaba encadenado por la voluntad de los sacerdotes. Un poder invencible le ataba a aquella espantosa morada. Se dice de él que era muy malvado. Pasaba su tiempo lanzando piedras contra el cielo.

Para impedir que los niños volvieran a hacer las cosas que hacían mal, las madres tenían la costumbre de decir:

─ Si vuelves a hacer eso, tendrás que habértelas con el hombre del precipicio.

(V: Smith, Mélusine, t. I, col. 405)


XXVIII.- La muerte anunciada (Cantal)

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En la noche del 2 de noviembre, en el momento en que sonaba la campana de la medianoche, todos los espectros de los habitantes de la villa de Aurillac que deberían fallecer a lo largo del siguiente año atravesaban uno a uno el pórtico abacial de Saint-Géraud.

Marchaban lentamente mientras se dirigían hacia el cementerio. Allí les tomaba de la mano el esqueleto de la Muerte y, cada uno a su turno, les conducía bailando hasta la fosa en la que serían enterrados.

Se cuenta que un joven que había querido averiguar la verdad de todo aquello reconoció su propia imagen en uno de aquellos hombres, y que se desmayó de pavor. Cuando se levantó al día siguiente, estaba loco.

(Durif, p. 667)


XXIX.- El lindero desplazado (Puy-de-Dôme)

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Había una vez una familia que había perdido a su padre, y toda las tardes se oía en el granero y por los alrededores un ruido de cadenas.

Fueron los niños a consultar al cura, que les dijo que se trataba de un ánima en pena, y que hacía falta, a la noche siguiente, ponerse a rezar.

Cuando estaban ya dispuestos para rezar, vieron aparecer a su padre completamente encadenado. Les mostró la puerta y salió: la gente que siguió sus pasos fue conducida hasta una viña que les había pertenecido. El fantasma se colocó al lado de un mojón, después desapareció, y al instante le volvieron a ver en otro lado.

Comprendieron entonces que el mojón había sido desplazado en vida por su padre, y que les estaba mostrando el lugar en el que era preciso volver a colocarle. Cuando lo hicieron, no escucharon ni vieron nada más.

(Contado en el "Dîner Celtique" por el Dr. Paulin)


XXX.- Los cuervos delatores (Puy-de-Dôme)

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Era la víspera de San Miguel, y una de esas mañanas sombrías, tan habituales en estas montañas, que anuncian que la nieve está en el cielo: Per la Saint-Micham l'eivar i au cha.

Dos transeúntes que tenían bastante mala pinta iban caminando por la carretera que conduce de Champétières a Sauxillanges. Llegados a la encrucijada de un pequeño bosque que bordeaba el camino, quedaron distraídos por el graznido de algunos cuervos que se hallaban sobre unos árboles vecinos:

─ Mira ─dijo uno de ellos al otro, en voz baja y mirando alrededor de él con precaución─ qué cosa tan rara. Me parece que son los mismos cuervos que estaban aquí cuando matamos a aquel pillo vendedor de hilo, un día como éste y a una hora semejante. Menos mal que estas bestias miserables chillan, pero no hablan.

Un pastor que se hallaba cobijado detrás de una roca que le ocultaba de los dos escuchó aquellas palabras, y se apresuró a dar aviso a los hombres de la justicia.

Se dirigieron rápidamente a los dos forasteros, quienes, vencidos por la sorpresa y el temor, se contradijeron en sus respuestas y terminaron por confesar su crimen.

Hacía cerca de veinte años que había sido cometido aquel homicidio, que había causado gran sensación en el país, sin que se hubiese podido descubrir los autores, quienes fueron al final condenados a muerte y ejecutados.

(Abbé Grivel, p. 99)


XXXI.- Lo que pasa en el otro mundo (Puy-de-Dôme)

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Dos amigos habían jurado entre ellos que lo compartirían todo en esta vida y en la otra.

Murió uno de ellos, y tres días después de su muerte se le apareció al que seguía todavía en este mundo.

─ ¿De qué parte vienes tú? ─le dijo el de aquí.

─ Del lado de Dios y de la amistad jurada.

─ Todo está pensado, nada está terminado.

Y el fantasma desapareció de pronto. Insistencias, oraciones para llamarle y para saber más cosas de él: todo fue inútil.

El superviviente se tuvo por advertido, y aprovechó el tiempo que la bondad de Dios le concedió todavía para poner sus cuentas en regla antes de su fin exacto e invariable.

(Abbé Grivel, p. 101)


XXXII.- La niña intrépida (Puy-de-Dôme)

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En el bosque del Arbre de Puy-de-Dôme, sobre una cruz hecha en piedra, hay un pedestal sobre el que se halla una pequeña imagen que tiene la altura de un pie y que representa a un mujer que está en oración. He aquí la leyenda que se cuenta acerca de ella.

En las cercanías solían contarse historias de diablos y de ánimas en pena. Había allí una niña osada que se empeñó en decir que todo aquello no eran historias verdaderas, y que si fuera por ella, iría no importa dónde, tanto de día como de noche:

─ Apuesto vuestro lazo rojo a que no irás más que hasta la cruz.

─ De acuerdo ─respondió ella─, pues iré.

Se puso en camino, y los jóvenes la siguieron desde lejos. Pero el diablo al que ella había querido desafiar la violó, y al día siguiente fue encontrada en la actitud de la estatua.

Hay quienes creen que fue transformada en piedra, y que se la ve petrificada al pie de la cruz.

(Contado por el Dr. Paulin)


XXXIII.- La caza maldita (Cantal)

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Sobre la cima elevada de los valles de Brezons y de Malbo se levanta una cruz que está en la encrucijada de dos caminos. Nuestros montañeses más osados no se atreverían a pasar por allí a la medianoche. ¡Ése es el lugar por el que en días y plazos que nadie conoce pasa el Cazador Mayor con su jauría y su cortejo infernal! ¡Desgraciado del viajero rezagado que se encuentre con su comitiva! Estará perdido, desaparecerá para siempre, y ningún resto suyo será encontrado si la providencia no le da tiempo para dedicar una oración al gran santo Hubert, si no encomienda su alma a nuestra buena señora, la Virgen bienhechora del Rocher de San Martín, y si refugiado detrás de alguna pared u otero, no se santigua devotamente ante la proximidad de la caza diabólica.

Si, por el contrario, la buena Virgen del Rocher le toma bajo su protección, será testigo del más extraño espectáculo. La jauría, compuesta de un número infinito de perros, pasará frente a él, jadeante, con las bocas abiertas, aunque ningún aullido salga de sus fauces inflamadas. Los monteros de vestiduras escarlatas, con los ojos de fuego, embocando sus trompetas que no suenan. Y, por añadidura, el mismísimo Cazador Mayor, vestido también de escarlata, con su látigo en la mano, y precedido por todo su séquito de perros.

El juego de sus miembros deja oír un crujido seco y lúgubre; su pie golpeando la tierra devuelve un ruido extraño; y sus vestidos parecen no cubrir apenas sus huesos consumidos; se diría que su cabeza está hueca, y que el reflejo de sus ojos parece el efecto de un carbón ardiente.

(Deribier du Chatelet, T. I, P. 303)


XXXIV.- Las hadas

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Las leyendas de Auvernia hablan de hadas locales que vivían en las grutas y que se reunían alrededor de los megalitos. Muchos lugares pasan por haber sido frecuentados por ellas. Pero el recuerdo que han dejado no es grato en general. Difieren en eso de las de la Alta Bretaña y gran parte de Francia. Parecen más bien emparentadas con la Groac'h de la Baja Bretaña, igual que con ciertas hadas de Berry.

***

A la altura de San Simon, no lejos de Aurillac, se distinguen dos pequeños montículos, bastante cerca el uno del otro, cubiertos los dos por altas hierbas. Antaño evitaban los pastores aquel lugar, porque creían que las hadas que se reunían allí podían arrojar sortilegios contra su manada. No era raro, en efecto, percibir por la mañana, muchos círculos dibujados sobre la hierba. Con frecuencia el césped, refrescado la víspera, se encontraba a una cierta distancia apilado y como pisoteado a la mañana siguiente: no hay duda de que todo aquello debía ser obra de las hadas, señal y rastro de sus pasos.

(Durif, p. 550)

***

El peñasco de las Hadas, cerca de Bourg-Lastic, fue llevado allí por las hadas en sus delantales, en una sola noche de hace muchísimo tiempo, y ellas lo dejaron allí muy resueltas.

Cuando el señor descendió de su castillo de Préchonnet, y vio aquella mole en medio de su hermoso trigal, montó en cólera y mandó a toda su gente que se levantase aquella gavilla de allí.

¡Igual le hubiera dado si hubiera querido desplazar el Puy-de-Dôme! El señor se obstinó: hizo trabajar el cañón, hizo excavar la mina. Pero lo único que pudo conseguir, a fuerza de tiempo y de esfuerzos, fue hacer una muesca en una de los cuadrados de la superficie. Las hadas volvieron, se echaron a reír y decidieron mantener la ranura como prueba de la impotencia del señor.

(Mme. Bayle-Mouillard, Tablettes historiques de Auvergne, t. II, p. 390)


XXXV.- El hada de Montravel (Puy-de-Dôme)

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Las gargantas profundas que hay en la parte inferior de las ruinas del viejo castillo de Montravel estaban habitadas en otros tiempos por las hadas. Muchas de ellas se habían vuelto odiosas y terribles, por culpa de los robos y raptos de niños pequeños.

Una desdichada campesina a quien ellas acababan de raptar al suyo se hallaba en la más grande desolación. Un día en que estaba llorando a lágrima viva vio aparecer, cerca de la fuente a Blanche-Fleur, al hada bienhechora que todo el mundo amaba, porque era la única de entre las suyas a la que le gustaba hacer el bien.

Blanche-Fleur dijo a la desolada madre:

─ Pobrecilla madre, te compadezco, pero no vas a tener que llorar mucho tiempo. Coloca enseguida a la entrada de la caverna que se halla más cerca de la gran roca unos pequeños zuecos muy relucientes, de color amarillo ahumado, y esconde alguno a poca distancia para que haga su efecto en el momento que convenga.

Las indicaciones del hada bienhechora fueron enseguida obedecidas. Al cabo del tiempo salió un pequeño Jadou de la caverna, vio aquellos alegres y pequeños zuecos, los miró, quiso calzarlos en sus pies, pero se enredó, tropezó y cayó. Se acercó rápidamente y lo recogió. Se acercó al hada que estaba con la madre llorando al lado, y propuso el canje de los dos niños, lo que se efectuó de manera inmediata.

Mientras tanto, las malvadas compañeras de Blanche-Fleur no tardaron en descubrir que era ella quien había ideado la estratagema que acababa de ser utilizada. Así que, después de maltratarla, la despidieron sin misericordia.

La desterrada Blanche-Fleur deambuló por los alrededores, con los cabellos en desorden, su dulce y bella cara oscurecida por el dolor, llevando a su niño en sus brazos o sobre su espalda. No pedía ni aceptaba nada para sí misma, sino solamente para él. Y cuando era invitada a tomar algo de alimento, respondía con una expresión de melancólica ternura:

─ Lo que alimenta a mi niño, me alimenta a mí también.

Durante muchos días no se vio apenas al hada bienhechora. Pero he aquí que una mañana el ermitaño del bosque de Boutran, al caer la tarde, yendo a dar gracias al Señor a la montaña, vio de pronto a Blanche-Fleur arrastrarse con paso vacilante hasta sus pies llevando a su niño que, como ella, no tenía ya más que un soplo de vida.

─ Padre ─le dijo Blanche-Fleur─, el niño y la madre van a morir. Tú que eres el amigo de Dios y el depositario de su poder, puedes salvarnos para la vida verdadera. Te pedimos el bautismo.

De pronto le fallaron las fuerzas, y se desplomó con su preciosa carga. Con un esfuerzo supremo, encontró aún energía suficiente para levantar a su niño hacia la ermita y para decirle:

─ Si no puedes salvarme, salva al menos el fruto de mis entrañas.

Una fuente de agua viva corría por el lugar. El anciano pudo así bautizar a la madre y al hijo. Añadió después:

─ Madre feliz, vivirás siempre junto a tu hijo la misma vida, la vida eterna. Ya puedes decir de verdad: “el que alimenta a mi hijo, a mí me alimenta”. Blanche-Fleur y su joven y tierno enfermo estarán felices en el cielo.

Blanche-Fleur respondió con una sonrisa que se quedó sobre sus labios, en el instante mismo en que su vida se apagaba.

(Abbé Grivel, p. 371)


XXXVI.- Las hadas y los hombres (Puy-de Dôme)

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En tiempos antiguos había hadas en gran número, y eran muy temidas en el Livradois. ¿Qué es lo que les llevaba a lanzar grandes gritos y a proferir amenazas horribles que erizaban los cabellos de la cabeza de quienes los oían? ¿Qué es lo que, en fin, les hacía destruir durante las noches más cortas todo lo que los trabajadores habían levantado con tanto esfuerzo durante los días más largos de la época de San Juan? ¡Y sus herramientas destrozadas, esparcidas como si fueran paja o cerillas!

¡Ah, ya sé! Es que rompiendo y revolviendo en todas aquellas rocas llegaban hasta las cavernas profundas en las que habitaban las hadas. Eran profanados, así, sus retiros misteriosos, violadas y devastadas sus moradas. Y, para colmo, se atentaba y se les quitaban muchos de los descendientes que ellas amaban como cualquiera los ama. No se les dejaba más que los ojos para llorar.

¡Era por eso que se echaban a llorar y a llorar de repente, desoladas y más desoladas! Una hermosa mañana raptaron a todos los recién nacidos cristianos de los alrededores. ¡Había que ver a las pobres madres! A todas sus quejas, a todas sus súplicas, respondieron ellas:

Randa nou noutri Fadou

Vous randren voutri Saladou.

Devolvednos a nuestras hadas,

Y nosotros os devolveremos a vuestros bautizados.

A la fuerza consiguieron que se aceptara el canje. Y dicho y hecho.

Cuando los niños cristianos se hallaban ya en los brazos de sus madres, que no se sentían del todo satisfechas, y cuando las hadas levantaban ya a los suyos para abrazarlos, ¡vaya rabia!, descubrieron sobre los labios de sus niños el sello bautismal. Al instante las manitas de aquellos niños señalaron la frente, el pecho, el hombro izquierdo y el derecho. Se les había hecho cristianos, sin duda, se les había “deshadado”. Y quienes antes del bautismo eran pequeños y feos monstruos eran ahora felices como ángeles.

Eso no está bien, pues en lugar de ser seducidos, las hadas los rechazaron sin piedad ninguna, y los colocaron sobre elevaciones, algunos en lo alto de rocas, otros sobre ramas de árboles. Luego se ocultaron ellas, dando agudos alaridos.

En las rocas de Morel y en las profundidades tan temidas de la Vaure es donde van a esconder su pena y su desgracia. Sin embargo, no desaparecieron del país hasta que comenzó a sonar el ángelus.

En cuanto a sus niños, tampoco duraron mucho tiempo huérfanos. Todo aquello fue muy bueno para la salud de sus almas y de sus cuerpos, y para que pudiesen vivir entre más cuidados. Las madres humanas los consideraron como niños de pecho que el cielo les había confiado, y los niños fueron para ellos como hermanos o hermanas. Con el tiempo llegó a haber incluso matrimonios entre ellos, y así se consumó la unión de las dos razas.

(Abbé Grivel, p. 121)


XXXVII.- El salto de la devota

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Ése es el título que lleva una leyenda que A. Bancharel incluyó entre sus Veillées Auvergnales , t. I, p. 24.

Hela aquí resumida: la reina de las hadas ordena a sus súbditos que fueran a coger a una beata o una devota en el bosque donde ella está adormecida sobre sus trajes. Cuando se la llevan, la reina le propone que se despose con su hermano. Se niega la devota, y cuando el hada quiso tocarla con su puñal de oro, ella le opuso una cruz de plata que rompe el puñal.

El hada, irritada, la amenazó con lanzarla precipicio abajo si no se casaba con su hermano:

─ Cuando se muere en la fe, el buen Dios abre las puertas del paraíso ─respondió la beata.

Tocó a las hadas con su cruz y ellas se desvanecieron gritando. El traje, cuando quedó sin sujeción, cayó al fondo de la sima donde se estrelló la beata.


XXXVIII.- La danza de las hadas (Cantal)

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Una tarde de verano, después de haber hecho danzar a la juventud de la boda al son de su gaita, Jacquillou (Jacques) el gaitero, con la cabeza un poco acalorada, apostó que iría a ver la danza de las hadas en los cuatro caminos del centro del bosque. Era valiente y muy fuerte, aquel Jacquillou, y jamás había creído que hubiese hadas.

La noche era clara, y nuestro gaitero partió con su gaita debajo del brazo. Dos o tres veces le pareció que alguna cosa le seguía. Era el miedo, sin duda. Pero tenía demasiado amor propio como para regresar.

De pronto, en cuanto llegó a los cuatro caminos, vio a una veintena de hadas que bailaban en círculo. Jacquillou sintió miedo, no se dio cuenta de que aquellas damiselas estaban pálidas y delgadas, ni de que, cuando se golpeaban en las manos se oía un ruido como el que llega de los huesos sin alimento.

El pobre Jacquillou se sintió trastornado. Le causaban admiración aquellas señoritas ligeras que estaban vestidas de blanco. Se creyó que estaba en el centro de una boda, tomó su gaita y rompió a tocar.

La música hizo huir a las hadas. Sin embargo, tres o cuatro se dieron la vuelta hasta donde estaba el músico y se pusieron a bailar. Pero al cabo de un momento cesaron de hacerlo, una de ellas se apoderó de su sombrero, y la otra le quitó su bufanda. La más hermosa tomó la roseta de lazo que Jacquillou llevaba en el ojal y se escapó.

Nuestro músico corrió detrás de ella, pero el hada era tan ligera que ni siquiera alcanzaba a tocar la tierra, aunque al final logró acercársele. Era una sombra, y no había medio de cogerla. Y cada vez que Jacquillou tenía ocasión de agarrarla entre sus brazos, ella se escapaba siempre.

Llegaron corriendo al borde de un precipicio, el Abismo de la marmita. Allí nuestro músico, al darse cuenta del peligro, se detuvo. Pero estaba tan enamorado del hada que a toda costa quería cogerla. Se abalanzó hacia ella y cayeron los dos en el precipicio. Retumbó en el bosque un ruido parecido al golpe de un cuerpo, y aquello fue todo.

A la mañana siguiente el pobre gaitero fue encontrado casi muerto, cubierto de sangre. Su gaita estaba a su lado, pero jamás pudieron encontrar la rosa ni el sombrero.

Aún respiraba Jacquillou. Tuvo tiempo de relatar lo que había pasado, pudo recibir la confesión, pedir perdón a Dios y morir.

(Antoinette Bon, Revue des Traditions populaires, t. VI, p. 183).


XXXIX.- El corro de las hadas (Cantal)

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Una noche de sábado un muchacho llamado Irald pasaba cerca del Lago de las Hadas a las once. Desde un claro de luna vio, sobre una elevación, a seres aéreos. Pudo aproximarse hasta su danza sin que su presencia fuera detectada.

Pero de repente se detiene el corro, dos hadas rompen la cadena y le hacen una señal para que vaya a ocupar el lugar que le habían reservado. El muchacho se precipita hacia allí, pero aunque sus manos se unen a las de sus hermosas vecinas, una cosa como áspera y helada le agarra como atornillándolo, y un escalofrío penetra en su cuerpo. Entonces comienza una ronda infernal: Irald es metido en ella con una rapidez espantosa, sus fuerzas se van consumiendo dentro de aquel torbellino; al final se rinde y cae casi aturdido sobre aquel maldito suelo.

El corro continuaba su danza sin cesar. Dio la hora de la medianoche, la luna se ocultó todavía más. En aquel instante aquellas hermosas niñas desaparecieron, se metamorfosearon y él ya no vio más que esqueletos terroríficos cuyas huecas cabezas lanzaban llamas por los resquicios que tenían.

El cuerpo fétido de un niño muerto antes de recibir el bautismo es conducido hasta allí, y el odioso grupo se prepara para entregarse a un festín espantoso.

Se le ocurre la idea de encomendarse al gran santo Geraud. Cuando se persigna cunde de pronto el desorden dentro de la banda infernal.

Aquella de las hadas que a él le había parecido la más seductora se acerca, exhala sobre un cabeza un aliento en llamas, el fuego calcina sus cabellos y una mano ardiente imprime sobre su mejilla un estigma de reflejos ensangrentados.

Irald perdió el conocimiento y no pudo enterarse del final de aquella visión satánica. Cuando se despertó, la colina había retomado su aspecto acostumbrado, pero él conserva todavía aquellas señales.

(Deribier du Chatelet, t. IV, p. 365)


LX.- El castigo de las hadas

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Las hadas de la Gruta de las hadas de Puy-de-Préchonnet vivían desde hace mucho tiempo felices en lo alto de su hospitalario monte.

Reinaban como soberanas sobre la comarca, a la que colmaban de dones y de favores. Eran queridas, bendecidas y adoradas. Presidían los nacimientos y las alianzas conyugales, y todo se hacía bajo sus auspicios: jamás se recurría en vano a sus varitas mágicas.

Pero en un instante quedaron perdidas. Humilladas de ver riendo a Préchonnet, dominado por el magnífico Puy-de-Dôme, osaron conspirar contra el monte gigantesco; se reunieron en asamblea y solicitaron a la naturaleza el esfuerzo de reducir la altura del uno, y de alzar a otro ensanchando sus laderas y levantando su cima hasta el nivel de las más altas montañas.

¡Deseo temerario! Quedaron metamorfoseadas en ratones (P. 192) calvos y condenadas a expiar sobre aquel mismo lugar su falta: la indiscreción de un deseo que sería disculpable si no hubiese sido dictado por el orgullo y la envidia.

(Abbé Cohadon, Tablettes historiques de l’Auvergne, t. II, p. 201)


XLI.- La partida de las Hadas (Puy-de-Dôme)

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Las cavidades que se ven en la superficie de la Roche-aux-Fées en la Bourboule y cerca del Mont-Dore están atribuidos a las hadas. Las hadas, dice M. Lecoq, según las historias que cuentan las gentes del país, habitaban en otros tiempos la Bourboule y habían tomado el país bajo su protección; eran buenas, amables y habían realizado grandes servicios. Habían ocupado la roca a fin de dar una salida a las aguas que este dique retenía cautivas y que formaban el lago de la Bourboule. Gracias a esto, el valle llegó a ser cultivable; se llenó de bellas praderas y las aguas termales que perdían en el lago llegaron a hacerse visibles y fueron recogidas. Ellas enseñaron a los habitantes sus propiedades y se asegura que incluso tomaron baños.

Como otro de estos favores, ellas protegían los alrededores contra las incursiones de Aimerigot, que ocupaba en el siglo XIV el castillo de la Roche-Vendeix y que extendía por todas partes sus estragos.

Aimerigot había intentado muchas veces desalojarlas; pero las hadas habían desbaratado hasta entonces sus proyectos. Un día, sin embargo, en recuerdo de un suceso feliz ya no se cuenta, las hadas, separadas de su roca, cantaban bebiendo cerveza y comiendo una tortilla; Aimerigot, que les vio de lejos, les sorprendió; y tomó el lugar que estaba dividido en dos partes. El primero formaba el salón. Se veía allí una especie de canapé o de banco tallado en la roca, y también la base del tabique que separaba el salón de la cocina (y que estaba formada por el saliente de un filón de cuarzo). Las hadas, que estaban entonces en su cocina, no tuvieron tiempo de escapar con esos procedimientos que les eran conocidos y abandonaron definitivamente el país.

Ellas, sin embargo, quisieron dejarles un recuerdo de su estancia allí. La sartén y los vasos que utilizaban fueron dejadas por ellas como una huella en la roca. Y desaparecieron de la superficie.

Esas son las cavidades de las cuales nosotros hemos hablado, y que se llenan de agua después de las lluvias.

Hay cuatro o cinco de esas impresiones, lo que puede hacer suponer que esas damas eran esa cantidad.

(Bouillet, Statistique monumentale, p. 26)


XLII.- El Drac

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El Drac era un espíritu, una especia de diablo que, en otros tiempos, recorría los campos durante la noche y se divertía causando problemas a los campesinos y sobre todo a los pastores, los boyeros y los vaqueros.

Cuando el Drac entraba en un establo donde los pastores y boyeros dormían tranquilamente en sus camas, tiraba suavemente de su manta, la rebozaba en el estiércol y la colocaba sobre los durmientes diciénoles: “¡Fuego, fuego, fuego!”.

Otras veces, el Drac trenzaba las crines y la cola de los caballos de tal manera que a la mañana siguiente ninguna persona era capaz de desenredarlas. En otras ocasiones, desataba las vacas y cuando los vaqueros oían caer las cadenas sobre el suelo del establo, se levantaban e iban a volver a atar a sus animales, pero apenas se volvían a acostar cuando: “¡Drinn!!, las cadenas volvían a caer de nuevo sobre el suelo. La broma duraba así toda la noche.

El Drac podía tomar todas las formas que deseara. Se convertía en hombre, mujer, árbol, cabra, etc, pero no podía transformarse en aguja. Le era imposible imitar el ojo.

Una tarde –hace más de ochenta años de eso- Guillaume de la Catoferro pasaba a lo largo del arroyo de los Narcisses, muy cerca del castillo de Calhac, cuando cayó la noche. Vio una oveja que balaba desesperadamente. Guillaume pensó, lógicamente, que era una oveja perdida. Corrió hacia ella, la agarró por la lana y, como parecía muy fatigada, la colocó sobre sus espaldas. Guillaume continuó de esta manera su camino. En el justo momento en que entraba en el sendero del Grand-Pré, debajo de una hilera de nogales, oyó entre los árboles una voz que gritaba: “¿Dónde estás?”. La oveja respondió de pronto: “Estoy aquí sobre la espalda de un loco.

Guillaume no era en absoluto cojo para dejar el animal en tierra y para salvarse al galope. Cuando salió pitando, oyó a la oveja que le decía: “Ah, ah, ah! como he disfrutado!”.

Habréis adivinado, seguramente, que la famosa oveja no era otro más que una de las numerosas transformaciones del Drac.

(H.M. Dommergues, Traducido de un estudio inédito en la lengua de Auvernia.


XLIII.- Un ovillo de hilo (Cantal)

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Una vez, había una joven de la ciudad de Nessayre que se casaba. Un día, su novio vino a buscarla por la mañana para ir a hacer los encargos de la boda a Saint-Flour.

La joven partió muy feliz con su novio; estaba tan contenta y apresurada de comprar esas bonitas cosas, que olvidó hacer su oración.

Todo se le pasaba por delante: la cadena de oro, los pendientes, la alianza, los anillos les sentaban y le iban muy bien. Por la tarde, Jeanneton (ese era el nombre de la novia) tenía sus bolsillos llenos de joyas y llevaba tres grandes paquetes de bonitas telas. Yendo así, ella hablaba con su futuro marido, subiendo la colina; el terciopelo era negro, el delantal de seda hermoso y el vestido de merino verde.

De pronto, ella observó que faltaba el hilo del mismo color que el vestido: “Esto es muy fastidioso, dijo ella, ya estamos lejos de Sait-Flour; pero debemos regresar; si mi vestido no se cose con el hilo verde, eso me traerá una desgracia”.

Estaban ya en la Baraque-d-l’enfer, en lo alto de la colina, pero se decidió regresar a la ciudad, pensando que ya que no se ha tenido buena memoria, es obligado tener buenas piernas.

Los dos futuros esposos habían dado apenas unos pasos cuando Jeanneton encontró, en el centro del camino, un ovillo de hilo del color de su vestido: “Qué suerte, dijo, este hilo me vendrá muy bien. En la ciudad no habríamos encontrado nada tan bonito y de tan bello color”. Y los dos jóvenes regresaron a sus casas.

A la mañana siguiente, la más habilidosa costurera del país hizo el vestido; estaba bien de ancho, bien de largo y no tenía una arruga. Al final todo el mundo coincidió en reconocer que ese vestido estaba muy bien y que la recién casada sería la más bonita el día de sus esponsales. El hilo era de un verde muy bonito y muy coordinado con el color del vestido.

El día de la boda llegó. Se había invitado a más de cincuenta parientes y a un gran número de chicas y chicos jóvenes de los alrededores. Todos dejaron la casa para irse hacia la iglesia. Hacía buen tiempo, Las campanas resonaban en el aire, y la gaita, delante de los invitados a la boda, creaba un ambiente divertido.

Dos niños la seguían cantando:

Les tchaneyreros basoun flouri,
La bello nobio bay sourti;
Basoun flouri, basoun grana,
La bello nobio bay passa.

Las calles van a florecer,
La bella casada va a salir;
Ellas van a florecer, ellas van a granar,

La bella casada va a pasar.

Se llega a la puerta de la iglesia; se entra, pero en el momento en que la futura esposa ponía sus dedos en el agua bendita, su vestido verde se deshizo en treinta pedazos. No había ni un solo hilo del mismo color que la tela.

El ovillo de hilo encontrado en medio del camino el día que Jeanneton no había hecho su oración por la mañana, ese ovillo de hilo, era lou Dra. (el drac) que se había convertido en ovillo de hilo.

Todos los invitados se retiraron espantados, la pobre Jeanneton, vestida a medias, no sabía dónde esconderse, y la boda no tuvo lugar.

Jovencitas, cuando vayáis a comprar vuestras cosas para la boda, no olvidéis hacer vuestra oración antes de salir. Temed al drac.

(Antoinette Bon, Revue des Traditions populaires, t. II)


XLIV.- El ovillo de lana (Puy-de-Dôme)

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La madre Miente (Marie) del pueblo de Maisse, era tan avara, tan avara, que habría cortado un huevo.

Con su rueca en la mano, ella seguía a sus vacas al campo de Aubespi (las bellas espigas) cuando encontró en el centro del camino un gran ovillo de lana, del color del animal. Se agachó rápidamente para recogerlo y tan rápido, tan rápido, que no pensó un minuto que había perdido la hiladora. Ella vio que el gran bolsillo de su mandil se abría tanto como para que cupiera.

Sin embargo, ella no pudo coger el ovillo. Corría, corría delante de ella, y la madre Miette, para cogerle de una vez, dejó a toda prisa su rueca al borde del camino. Sus dos manos libres tendían ávidamente hacia el ovillo para cogerlo. Pero nada; ¡se movía una y otra vez!

La madre Miette olvidó su rueca al borde del camino, sus dos bonitas vacas que, por costumbre, se iban solas tranquilamente al pasto y he aquí que ella corría como una loca detrás del ovillo que iba delante de ella. Parecía una loca: cuanto más le perseguía, tanto más la adelantaba; pero se le escapaba siempre. Ella cruzó jadeando las praderas de la aldea, subió sin darse cuenta la cuesta e Châtel-Guizon.

Parecía querer seguir al misterioso ovillo de lana al fin del mundo. Al final, renunció a seguir el ovillo, excepto una hebra de lana que ella llevaba.

Se puso a cogerle primero con sus dedos, y poco a poco se formó un magnífico ovillo. El otro ovillo no disminuía nada, sino que estaba corto, cada vez más corto, tirando de la vieja madre Miette.

Ella estaba contenta. Ella tenía no sólo en sus manos, sino también en sus brazos, un enorme ovillo de lana: pensaba hacer un vestido o unos bradzes (pantalones) para su marido, una falda para ella y ya verá con el resto. ¡Qué suerte! No sentía cansancio. Y de pronto, no pudo devolver el hilo de lana al ovillo por lo que se convirtió en uno enorme. Le daba pena, pero se resignó a romper el hilo.

¡Eso es lo que hizo Miette con un suspiro de pesar! Pero, de repente, el ovillo que ella había codiciado tanto, desapareció en un salto fantástico, y al mismo tiempo el bonito ovillo de lana que ella había obtenido con tanto esfuerzo, se escapó de sus brazos, sin poder hacer nada por retenerle.

Y he aquí que la vieja estaba corriendo de nuevo detrás del ovillo. Ella cogió incluso el hilo de lana. Veinte veces comenzó el mismo trabajo y veinte veces obtuvo el mismo resultado. Se la vio el mismo día en Mont-Redon, en Chastres, en Oursières, por todas partes, desaforada, casi sin aliento, extenuada, corriendo siempre detrás de un ovillo que ella devanaba frenéticamente.

Su marido entró a las vacas en Aubespi, la rueca al borde del camino, pero como el Judío Errante, la vieja madre Miette no paró en su carrera y ella corre aún.

Cuando encontréis ovillos de lana, del color del animal, recogedlos; pero con la intención de dejarlos a las hilanderas que los han perdido.

(Céline Mazier, Revue des Traditions populaires, t. I,p. 117).


XLV.- Los diablillos (Puy-de-Dôme)

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El Tsoutsu (prensador) es un diablillo que llega por la noche para ahogaros, acostándose sobre el pecho: es así como él hace desaparecer a muchos de los jóvenes. En general tienen señales de manos delante del estómago, sobre los costados y el cuello. Se dice que son las almas de los abuelos sufriendo en el purgatorio, que vienen a ahogar a estos pequeños inocentes que, una vez en el cielo, liberan con sus oraciones a aquellos que están en el purgatorio a aquellos que les han asfixiado (Gerzat).

La pesadilla se produce por una bestia llamada el Retsousu, que llega a subirse al pecho de la gente y les asfixia lentamente. Si se despertaban, él desaparecía. Para impedirle que viniera, hace falta extenderse a las cenizas de su camino.

Para impedir al diablillo de ir a caballo durante la noche, hace falta poner la ceniza delante de la puerta; el diablillo está obligado de contar la ceniza antes de entrar.

En la noche, una pequeña bestia, equipado con un cascabel, iba y venía en la cueva de la granja de Pérou y hacía un gran estrépito. El muchacho, los sirvientes, los granjeros se levantaron y se pusieron a perseguir al animal. No pudieron conseguir atraparle; se refugió bajo un montón de madera que se puso de pronto a deshacer; pero cuando las gavillas se levantaron, se le pudo ver bien, pero no le vieron.

El diablillo es a veces un conejo blanco que se encuentra en la noche por los caminos: se le persigue, se deja que se le acerquen, pero no se le puede coger.

Ese era el tiempo de los señores: un campesino iba con frecuencia a la caza por la noche. Mató una liebre que se apresuró a meter en su cesto, y tomó lo más rápido que pudo el camino hacia su casa, pues entonces la caza era severamente prohibida. Pero a medida que se acercaba, la carga pesaba mucho más sobre sus hombros.

Cuando entró en su casa soltó el cesto y se fue a dormir. Cuando despertó a la mañana siguiente, en lugar de la libre, no encontró más que una bola de fuego.

El souffle es un pequeño animal que vive en los pozos, los mares y sobre las piedras húmedas. Si él te ve primero, su aliento te mata. Si se le ve primero, no hay problema. Eso es lo que se cree en Châteaugay. en Vimenet, el souffle es la salamandra; si el animal os ve, da miedo.

La labraude es una especie de gran lagarto negro y amarillo que respira una vez cada veinticuatro horas. Si se encuentra en ese momento cerca de una persona, de un árbol o de una planta, su aliento mata la planta, el árbol o la persona. Para salvarse, es necesario coger el animal, guardarla con uno mismo durante veinticuatro horas.

Cuando ella respire por segunda vez, coge la influencia mortal de su aliento y así es como uno se libera.

(Recogido por el Dr. Pommerol)


XLVI.- Los tesoros (Cantal)

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En Trizac, los campesinos cuentan que en el bosque de Marlhiou, donde se encuentran muchos montones de tierra, restos de una ciudad gala, Cottenghe, de invisibles tesoros que han sido dejados al cuidado de las culebras. Un jueves santo, una pobre mujer, llamada Cattine Leybros, vio dos serpientes salir de esos escombros, llevando cada una un anillo de oro al cuello: evidentemente, eran dos genios.

La vieja, habiéndolas dejado que se alejaran, excavó justo en el punto donde las había visto antes y descubrió un gran vaso repleto de piezas de plata. Cattine llevó temblorosa este vaso a la iglesia y lo colocó sobre el altar. A la mañana siguiente, se encontró el tesoro intacto; pero las culebras, que habían intentado ir a recuperarlo durante la noche, fueron encontradas muertas cerca de la pila de agua bendita.

(Durif, p. 375)


XLVII.- La marmita de las piezas de oro (Puy-de-Dôme)

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El jefe de una honrada familia de cultivadores poseía en la región de Routisses en Riom-ès-Montagnes, un pedazo de tierra que cultivaba con gran cuidado. Un día más temprano de lo habitual, había ido a su campo para dedicarse a sus trabajos habituales y vio sobre el borde de la fuente Saint-Georges tres culebras y al lado de ellas tres anillos de oro colocados sobre la hierba. Ahora bien, el buen hombre sabía perfectamente, como todo el mundo sabe en las montañas, que la custodia de los tesoros sepultados está encargado a las serpientes que llevan al cuello, como señal de su misión, un anillo de oro que ella suelen colocar con mucho cuidado sobre el borde de las fuentes, cuando vienen allí a quitarse la sed y tienen miedo de dejarlos caer; él no puedo dudar que ellas fueran las encargadas de velar por las riquezas escondidas bajo los escombros de Routisses. Pero lo difícil era descubrir sus escondites. Él quedó contento de poder escapar de su vigilancia, a base de tomar precauciones, y cuando ellas volvieron a coger sus anillos, les siguió y no tardó en verles desaparecer detrás de las ruinas de una vieja casa en ruinas.

Un tesoro estaba allí escondido bajo esas ruinas. Se puso manos a la obra y excavó. Sus esfuerzos no tuvieron éxito durante un buen rato. Al final descubrió unas grandes losas. Levantó una y dio un último golpe con el pico. Un sonido metálico golpeó sus oídos y pudo ver una pequeña marmita, un recipiente de estaño; ella contenía sin duda el tesoro. Eran unas piezas romanas y el se convirtió en un hombre rico.

(Deribier du Chatelet, t. V, p. 102) (Leyenda recogida por M. Robin, empleado)


XLVIII.- El señor impío (Puy-de-Dôme)

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En una antigua casa solariega denominada el Château de Belle-ville, vivía hace tiempo un gran y poderoso señor que, como patrón de la iglesia de Dore, tenía grandes privilegios. No solamente el sacerdote debía ofrecerle el agua bendita y el incienso, sino que incluso la misa no debía comenzar hasta que llegara el señor de Bouchardot, que normalmente abusaba de su derecho señorial y llegaba muy tarde y a horas caprichosas, alegando que el viejo sacerdote, tenía el oficio de ayunar, mientras que los ricos, no valía la pena distinguirlos, y que, en cuanto al buen Dios, no se preocupaba de esperar.

Un día, el señor de Belle-Ville habiendo sobrepasado todas las medidas de sus costumbres, el cura comenzó la misa, pensando que el anfitrión del castillo no vendría.

¡De pronto, grandes rumores, imprecaciones y amenazas! Era el temible Bouchardot que entraba corriendo en la iglesia, furioso porque no había sido esperado. Se abrió un pasillo a través de la muchedumbre apesadumbrada y temblorosa y se lanzó al altar y apuñaló al santo padre que había comenzado a ofrecer el divino sacrificio. Se dice que la sangre del anciano salpicó la hostia y el cáliz.

Este crimen horrible no quedará impune. De repente, en ese mismo momento, un relámpago rasgó la nube, el rayo sonó y cayó al mismo tiempo sobre ese nuevo Heliodoro, que consumió su cuerpo y le redujo a polvo. Cosa maravillosa, eso fue en el mes de enero, el día de la Epifanía, que el formidable atropelló así al gran criminal.

Todo no terminó ahí, pues al salir de la iglesia, no hubo persona alguna que no viera el castillo de ese monstruo sacrílego devorado por el fuego del cielo. Nada se pudo salvar, excepto las puertas del castillo, con un trabajo de escultura bastante reseñable, y la hija de este malvado señor hizo llevar como voto expiatorio a la iglesia de Dore donde se puede ver aún.

(Abbé Grivel, p. 366)


XLIX.- La fuente que denuncia (Puy-de-Dôme)

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Un señor de Couasse mató un día a su pastor, del que estaba celoso, y había tomado las mayores precauciones para que ninguna sospecha cayera sobre él.

Un pobre leñador fue acusado de esta muerte y se llevó delante del señor juez, que era el culpable. Fue condenado a muerte e iba a ser ejecutado cuando llegó un monje, que declaró haber visto al asesino irse a lavar las manos y su espada al arroyo vecino, y que él reconocía al señor de Couasse.

Como el señor ordenó prender al insolente, he aquí lo que le dijo:

- Hay un medio de limpiaros de toda sospecha: desenvainad vuestra espada, colocad la punta sobre vuestro escudo de armas y jurad que no lo habéis manchado con esta emboscada.

El señor obedeció, después el monje le pidió que llevara la punta de su espada sobre la cabeza del Cristo colocado sobre su escudo de armas. Cuando hubo hecho eso, tres gotas de sangre eran visibles sobre la cabeza del Cristo y sobre el escudo.

El monje le dijo entonces que fuera a la fuente del bosque de Couasse. Todo el mundo fue allí, y el monje hizo que vieran en el fondo de la fuente tres gotas parecidas a las que habían aparecido sobre la cabeza del Cristo y sobre el escudo de armas. A su joven hija, que estaba próxima, la espada del barón que tenía en la mano, rozó su vestido blanco, y tres gotas de sangre se pusieron sobre ese vestido. Una vez visto esto, el barón se hundió y cayó muerto.

Se asegura que durante ciertos días, la fuente del bosque de Couasse deja ver a través del cristal limpio de sus aguas tres gotas de sangre.

(Grivel, p. 354, abreviado)


L.- La Condesa Brayère (Puy-de-Dôme)

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A un lado y al este del Pui-de-Chanat se veía no hace mucho tiempo aún, las ruinas de un castillo que había pertenecido a la condesa Brayère, que tenía un gusto muy pronunciado por la carne de los recién nacidos. Ella exigía de repente a los habitantes del pueblo de Chanat el sacrificio de algunos de sus hijos que se hacía llevar por su jefe de cocina. Un día, ese hombre, se abrumó por los remordimientos y resolvió hacer regresar a la condesa a unos sentimientos más humanos. Tomó un ternero recién nacido, lo colocó de la misma manera que los niños y se lo hizo servir en la mesa a la condesa, que quedó completamente engañada. Ella no había acabado su almuerzo aún cuando unos gemidos lastimeros se empezaron a escuchar en el corazón del castillo. Envió a alguien para que se enterara de qué pasaba y se le comunicó que lo que ella acababa de oír era los quejidos dolorosos de una vaca que la acababan de quitar su ternero y que, para buscar, había roto las cuerdas que la sujetaban en el establo. Cuando oyó esto, la condesa se emocionó, se compadeció del pobre animal, y dio orden para que se le devolviera su ternero; pero se le dijo que era imposible porque el ternero se le había servido en lugar de un niño.

Ante estas palabras, la condesa se asombró e hizo venir a su jefe de cocina, a quien pidió explicaciones por su conducta, y le hizo grandes reproches sobre su maltrato y su engaño. Él le respondió: “ Y usted, señora, ¿no tenéis nada que reprocharos? Usted ha llorado hoy por un pobre animal a quien se le ha arrebatado su ternero porque ha visto su dolor, pero ¿no está nada afectada por esas pobres madres a los que usted roba sus hijos? Usted no cree en sus lágrimas porque no las ha visto, pero usted hubiese sido testigo como yo, usted dejaría de exigir ese tributo de sangre”.

Ante esas palabra, la condesa gritó: “A partir de ahora, nada de más sacrificios de ese estilo, reconozco mis crímenes y los aborrezco amargamente y repararé mis errores”.

Ella cumplió su palabra y realizó piadosas fundaciones. Entre Menat y Montaigut, existen, o eso es lo que se cree, sobre un montículo, las ruinas del castillo de la condesa Brayère. Se puede ver en el arroyo que corre por abajo un hueco circular donde ella tenía la precaución de lanzar a los niños para lavarlos antes de alimentarse de ellos.

Muchas ciudades, muchos castillos, Issoire, Pontgibaud, Montferrand, Orcival, Olloix, Chanat, se disputan el alojamiento de la célebre condesa Brayère, fundadora de un magnífico templo en Issoire, de un monasterio en Montferrant, y cada uno tiene anécdotas que contar con su condado. En la montaña principal, donde los grandes veladas del invierno son empleadas para contar historias de aparecidos y hechiceros, la condesa juega siempre un gran papel.

(Bouillet, Album Auvergnat, p. 196)


LI.- El hombre lobo (Cantal)

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En la ladera de una colina rodeada en su base por el Loire, que no era entonces más que un simple riachuelo, se encuentran las ruinas del castillo de Montsue, la sombra de cuyas torres dominaban hace mucho tiempo el país en veinte leguas a la redonda.

La tradición ha conservado el recuerdo de los señores de Montsue, las atrocidades que ellos cometieron, la dureza que tuvieron con las pobres gentes, y cuando los campesinos miran sus ruinas, no pueden dejar de estremecerse con el recuerdo de los señores que les sucedieron, y sobre todo con el último de ellos que, en castigo de sus crímenes, habría sido transformado en una bestia monstruosa. He aquí lo que cuentan las viejas mujeres, en tardes de veladas desde hace mucho tiempo, y hasta donde alcanza la memoria de los abuelos de sus abuelos que les habían contado a ellas.

Este señor chantajeaba a los viajeros y a los comerciantes, golpeaba a los campesinos, les hacía encarcelar sin motivo, por ejemplo, se decía, y se divertía a veces también tomando como punto de mira a mujeres o a niños, disfrutaba poniendo fuego en los pies de los individuos a los que él suponía con dinero, raptaba a las chicas jóvenes y las martirizaba. Su audacia y su brutalidad no cesaba ni siquiera delante de la nobleza más débil que él. Se dice que habiendo raptado a una joven chica de una noble familia de los alrededores (la familia vive aún en el país), la hizo agarrar por los cabellos y la dejó morir lentamente de agonía, para castigarla por su resistencia.

Un buen día, los habitantes de la región conocieron que el barón de Montsuc había desaparecido, pero a la vez se empezó a hablar vagamente del encuentro de un animal fantástico que se había lanzado sobre los rebaños y les había diezmado; incluso bastante gente afirmó haberle visto.

Era un animal más grande que un lobo, cuyos ojos lanzaban chispas y llamaradas y humo por la boca. Recorría grandes distancias con la velocidad del viento y había sido visto a la vez por individuos situados en muchos lugares. Pronto esta bestia, un hombre-lobo, se decía, asoló el país, matando y devorando a los hombres y a los animales, acosando sobretodo a las mujeres y a los niños, raptando a las jóvenes que guardaban sus rebaños. En el país se recurrió a novenas y a rogativas para liberar el país de esta calamidad. Ningún cazador osó enfrentarse al monstruo, sabiendo que sus balas no habrían podido alcanzar un ser sobrenatural, y mientras tanto en los siguientes años la bestia asoló el país. Su punto predilecto era una encrucijada en el centro del bosque denominado de la Vroussotte, atravesado por dos grandes caminos que aún se llama en el país La Crou-dé-Runa. Es allí donde él esperaba a los viajeros y a los campesinos retrasados.

Los leñadores más audaces que iban al bosque se encontraban miembros de niños diseminados bajo los árboles. Y la leyenda está aún tan viva en el recuerdo de los habitantes del país que se cuenta con tal claridad que en esa encrucijada se ha encontrado, ya sea carne despedazada, ya sean cabezas, un brazo o los trajes o una pierna de un niño, y se dice incluso el nombre de las familias afectadas por el monstruo.

Sin embargo, un viejo cazador, una tarde, regresando de su trabajo, oyó unos gritos desesperados que llegaban de la dirección de la choza donde él vivía. Se precipitó hacia allí y encontró una joven secuestrada por el monstruo que intentaba llevársela. Se lanzó y de un golpe de hacha destrozó los riñones del animal y le hizo una gran herida. Ahora bien, la leyenda enlazó los estragos cometidos por este monstruo a las atrocidades del barón de Montsuc, dice que la bestia, que no era un hombre-lobo, fue herido y se transformó de pronto en la persona del barón y que le dijo entonces al cazador con una voz agonizante: “Te agradezco que me hayas herido, pues en castigo de mis crímenes, fui condenado a errar bajo esta forma durante toda la eternidad. Necesitaba para liberarme que la mano de un cristiano hiciera correr mi sangre”. Y diciendo estas palabras expiró.

Pero los incrédulos, los espíritus fuertes, los “higanauds” (los hugonotes) consideran simplemente que el hombre-lobo herido por el cazador no era más que un viejo lobo que sobresalía por su fuerza y su audacia y cuyo coraje fue aumentado por el hambre que precedió a la Revolución.

(Antoinette Bon, Revue des Traditions populaires,T. v, P. 216)


LII.- El castillo de Baffie (Puy-de-Dôme)

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Cuando Éléonore murió, todo el mundo vio y se apercibió como una paloma blanca como la nieve partía de la torre del castillo de Baffie, por el lado sur, donde ella hacía su vida, y se echó a volar para no regresar. Pero, en cambio, en el foso que rodeaba esta torre, se había visto, y se vio durante mucho tiempo, una enorme y fea labrune (salamandra), cuyo aliento era mortal tanto para los hombres como para los animales, y que ninguna persona había osado matar a la bestia inmunda puesto que ella inspiraba mucho miedo.

Cierto tiempo después de aquello, llegó un intendente que parecía disfrutar haciéndose detestar, y cuyos cabellos eran del mismo color que los de Judas. Su nombre, sin hablar de su presencia, hacía temblar y sirvió mucho tiempo después como fantasma para los niños de los alrededores, que por supuesto, detenía las alegres travesuras cuando se veían amenazados del Roux.

(Abbé Grivel, p. 145)


LIII.- El fantasma de los D’Amboise (Cantal)

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Cuando en 1587, Jacques d’Amboise dejó Ambijoux para ir a encontrarse con la armada real, percibió en el patio del castillo un mendigo llamado Dreil, que le miraba tristemente. “Toma, le dijo d’Amboise, lanzándole una moneda”. El anciano respondió con este agradecimiento usado por nuestros montañeses: “ Que la mano que se abre se mantenga largo tiempo repleta”. Después él recogió el escudo de plata y, cuando el conde desapareció, se vio a Drevil derramar algunas lágrimas.

Interrogado sobre su tristeza, el mendigo explicó que esa misma mañana, en el momento en que el señor Jacques hacía, delante del altar de la capilla señorial, su oración de despedida, él Dreil, arrodillado en un rincón había visto el fantasma de los d’Amboise colocarse detrás del conde y quedarse allí silenciosos. Como esta aparición presagia siempre una muerte, tened por cierto, añadió Dreil, que el señor d’Ambijoux no regresará.

Dos meses después, Jacques d’Amboise fue asesinado en Coutras.

(Durif, p. 246)


LIV.- La hospitalidad rechazada (Puy-de-Dôme y Cantal)

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El Gour de Tazenat era en otros tiempos la localización de una ciudad. Jesús pasó por allí y pidió pan. Nadie quiso dárselo, a excepción de una mujer que amasaba su pasta. Y cuando ella estuvo cocida, le ofreció el pan. Jesús le dijo a la mujer que iba a castigar a los habitantes y le invitó a esconderse para evitar la muerte, pero que se cuidara de mirar detrás de ella. Jesús engulló la ciudad, pero la mujer quiso mirar y se convirtió en piedra.

Las vacas que iban a frotarse en la piedra, perdían sus cuernos. Entonces, los habitantes lanzaron la piedra al lago, pero emergió y se colocó de nuevo en su lugar. Fue lanzada una segunda vez: se oyó entonces un quejido, pero después, no volvió a salir del lago.

(Recogido por el Dr. Pommerol)