Cuestión de ambiente/II
Capítulo II - Aires de la montaña
[editar]Ahora, lector, retrocede algunos años conmigo.
Sacude de ti todo polvo mundano hasta que no te quede ni la menor partícula de la maldad ni de las pasiones humanas. Reúne cuanto en ti haya de noble, de honrado y de bueno. Haz un llamamiento a los recuerdos de tu infancia para anegar tu alma de dulzura. Pídele ternura a la memoria de tus padres, si tuviste la desgracia de perderlos, o a sus amantes brazos, si Dios te los conserva aún; busca poesía en el recuerdo de tu primer amor, y ahora que en tu alma se desborda el bien, ven tras de mí.
Sube la empinada cuesta que en derredor del monte Igueldo se enrosca, y ya que has dejado a tus pies, allá al final de la blanca carretera, San Sebastián, casi oculto a tu vista por las sombras de la tarde, que ante ti ves extenderse el mar, brillar sobre tu cabeza un cielo sin nubes, respira para impregnar tus pulmones con las saludables emanaciones del Cantábrico y regalar tu olfato con los suaves aromas de las campestres florecillas.
Dejemos a un lado el camino real, tomemos este sendero que ante nosotros se abre, andemos cinco minutos aún, y hemos llegado. Es aquella casa medio oculta por los árboles, cuya parte trasera se apoya en la elevada montaña, coronada orgullosamente por la vetusta torre, viejo faro que, por desafiar al rayo con demasiada gallardía, yace abandonada hoy.
¿Ves? Desde sus balcones sólo se divisa la azul inmensidad del Océano, viniendo a morir en rizadas ondas contra los arrecifes que la sirven de base unas veces, elevando amenazadoras montañas que se deshacen bramando en blancas espumas otras, pero siempre grande, siempre hermoso. Crucemos la verja y entremos en el jardín. Fíjate: la mansión debe haber sido un antiguo caserío. Aún conserva sobre la portalada, grabadas en granito, las señoriles armas, en que campean cruces, torres, leones y águilas.
Pero una mano amante debe haber convertido el antiguo caserón en nido de amores. Mira qué alegre aspecto tiene su fachada, pintada de color de ladrillo; los balcones de par en par, abiertos para dar paso a las mil armonías de la Naturaleza, y qué suave sombra esparce ante la puerta la frondosa parra, por entre cuyos apretados racimos se filtran los áureos rayos del sol.
En esa casa, en ese delicioso retiro que sólo el bien y la honradez pudieron crear, vivían cuatro seres dichosos. Cuatro seres buenos, amantes y nobles.
Un matrimonio con su hijo y una vieja sirviente, que en los veinte años transcurridos desde que el noble señor de Loidorrotea dio su nombre a Laura, hasta el momento de hallarles, jamás se separó de ellos, y que por única familia les tenía, gozando con sus alegrías y llorando con sus penas.
Don Francisco Loidorrotea y Castro de los Urdiales era el último vástago de una de las más nobles e ilustres familias del solar de Guipúzcoa. Con los títulos de nobleza heredó todo el orgullo, toda la fe y toda la lealtad de su patria; y así como su aspecto físico, su recia musculatura y su marcialidad montañesa le daban el aire de un antiguo vasco, así florecían en su alma todas las francas virtudes de su raza. Su severa educación había contribuido a aumentar y fortalecer sus cualidades, revistiéndole a la vez de una enérgica severidad contra el mal y de un inmenso amor hacia el bien.
Huérfano y sin patrimonio para vivir según exigía el rango, que su orgullo no le permitía abandonar, vegetó durante algunos años aislado del mundo en su heredado caserío de ennegrecidas paredes, entregado al estudio, sin descender sino muy rara vez a la ciudad, y teniendo por único recreo la contemplación del mar, que a sus pies majestuoso se extendía.
Frisaba en los treinta y ocho años; ya entre sus negros cabellos brillaban algunas canas, cuando su alma, dolorosamente oprimida por la soledad, buscó una a quien unirse, no como ella herida, sino joven, fresca, rozagante cual flor de la mañana henchida de aromas.
En el único sitio donde sus ojos veían seres humanos, en la iglesia, a que la firmeza de su fe le llevaba, halló a Laura, buena como un ángel, hermosa como un sol. A la luz que emanaba de sus ojos se fundió aquel corazón, que sólo aguardaba que alguien le diera un poco de amor para desbordar todos los sentimientos en él aprisionados, y se realizó aquel cambio sin sacudimientos, sin violencias, naciendo en él una pasión mansa y tranquila propia de aquel bien equilibrado carácter. Feliz, cual jamás pudo soñarlo, vio acercarse el día en que iba a unirse a la única mujer que amó en el mundo. Quiso entonces convertir el ruinoso caserón de sus padres en nido de amores. Así, la negruzca fachada tiñose de vivo color rojo; el tejado, de sucias y rotas tejas llenas de goteras, fue sustituido por uno de pizarra que relucía a los rayos solares; se abrieron anchas ventanas para que el aire y la luz entraran a raudales, por donde sólo había antes pequeños ventanillos que apenas dejaban penetrar la claridad del día, y, por último, el descuidado huerto se convirtió en alegre jardín poblado de flores, mariposas, pájaros y cuantos seres contribuyen a hacer grato el campo, siendo sólo respetados en aquella metamorfosis, en el exterior, las ostentosas armas que sobre el portón campeaban, y en el interior, la lóbrega capilla, sobre cuyas sucias paredes de agrietada piedra pendían los retratos de algunos ascendientes ilustres.
Celebrose la boda y vino a habitar la casa aquella enamorada pareja sobre la que Dios pareció enviar su bendición. Laura era digna compañera del hombre que la eligió por esposa, pues así como en él tomaban cuerpo todas las sobrias virtudes del alma masculina: la fe, la constancia, la energía, el valor y la lealtad, juntos a una educación perfecta y una ciencia sólida, en la de ella florecían las que son ornato de la mujer, uniéndose a todas una bondad ingénita y una ternura infinita.
Un año transcurrió con la rapidez de los días felices, y, al terminar, una nueva dicha vino a coronar aquel hermoso edificio de felicidad. Nació un niño, a quien bautizaron con el nombre del santo patrón de Guipúzcoa.
Sobre aquel hogar feliz se cernió un nubarrón negro, muy negro.
El hijo nació sano y robusto, pero la madre quedó herida de muerte. La tisis se cebó en ella. La enfermedad, con su descarriada imagen, vertió amarilla sombra sobre aquella casa. Desde entonces una taciturna tristeza se apoderó de nuevo del ánimo del señor de Loidorrotea, y una dulce melancolía del de la pobre enferma. Las risas huyeron para siempre, siendo sustituidas por tristes sonrisas o tenues gemidos, entre cuyas temblorosas notas se mezclarían las palabras de una resignada oración.
Dedicaron su existencia, corta o larga, a crear la felicidad de su hijo. Se aislaron del mundo, y sólo en la misa los domingos veían a los demás moradores de la montaña. En el transcurso de diecinueve años, que permitió Dios vivieran, sólo una vez se separó aquel padre de los suyos. Fue a Madrid para vestir el hábito de caballero de la insigne Orden de Calatrava, a que lo ilustre de su prosapia le daba derecho, y volvió ostentando sobre su pecho la roja cruz. Desde entonces, siempre que acudió a la iglesia llevó sobre su traje la insignia de fuego. Aquella severa vestimenta, el aislamiento en que vivía y el torvo silencio que ante los que no acudían a él en demanda de auxilio guardaba, fue rodeándole ante el vulgo de una leyenda, primero sombría, después terrorífica. Como los enérgicos rasgos de su fisonomía con los años tomasen extraordinario relieve y se marcasen exageradamente los huesos en su cuerpo, de día en día más flaco, llegó a ser el espanto de los niños, que huían de él.
-¡Que viene Loidorrotea y os lleva, pues! -decían las madres a sus hijos, y éstos se cogían a sus faldas, temblorosos.
¡Qué injustas eran aquellas injurias que inocentemente y sin pensar le dirigían las buenas mujeres, que no tenían más mal que su ignorancia! ¡Insultarle a él, tan bueno, tan dulce! En aquellas ofensas había algo del necio fanatismo del pueblo que dejó matar a Cristo, a su Dios, que le amaba y sufría por redimirle, y a quien al verle pasar camino del Gólgota, doblado al peso de la salvadora cruz, insultaba groseramente.
Aquellas dos vidas se dedicaron por completo al tierno ser en que cifraron todos sus humanos amores, y así, bajo la dirección de su padre, fue adquiriendo todas las virtudes de éste, pero aún más perfeccionadas, más grandes y más hermosas que las de él.
Tuvo fe sin superstición, valor sin temeridad ni fanfarronería, energía sin terquedad, constancia en todo, y fue leal, muy leal; ¿cómo no serlo con aquellos dos seres que le habían dado su vida entera? Sin embargo, con todas aquellas virtudes había heredado también algo del árido y severo sentimiento del deber que en el autor de sus días dominaba.
Cuando contaba veinte años, murió su padre.
Jamás aquella escena se borraría de su memoria.
Al sentir su fin aproximarse, sin oír las súplicas de su mujer y de su hijo, se hizo levantar del lecho en que yacía, vestir el blanco hábito de los calatravos y conducir apoyado en el hombro del heredero de su nombre, que también de sus virtudes debía serlo, a la ruinosa capilla. Allí se hincó de rodillas ante el altar. Empezó la misa. En un ángulo, la madre y el hijo sollozaban abrazados; permanecía rígido el noble caballero, dejando arrastrar por el desgastado pavimento los largos pliegues de su manto, mientras inclinaba la cabeza de luenga cabellera blanca sobre las huesudas manos cruzadas en el pecho. Avanzaba la misa lentamente; murmuraba el sacerdote las oraciones; oscilaban las velas, haciendo agitarse en la pared la sombra del anciano en fantásticos contornos; caían las lágrimas de cera a lo largo de los cirios, formando caprichosos arabescos, y un tenue gemido se escapaba del pecho de la pobre tísica. Llegó el momento solemne. El Ministro de Dios alzó en su mano la divina forma y la depositó en la boca del moribundo, que, lívido y con el semblante bañado en copioso sudor, permaneció rezando un momento aún. Luego se irguió, se puso en pie, y volviéndose al sitio en que su hijo estaba, con voz empañada por angustioso estertor, habló:
-¡Hijo mío, yo te bendigo! Eres bueno. Selo siempre.
Y volviéndose a su esposa:
-Tú me has querido. Me hiciste feliz; también yo te bendigo.
Trazó una cruz con su diestra en el espacio, y su cuerpo se desplomó en tierra, rebotando su cabeza en los escalones del altar. Corrieron a él. ¡Estaba muerto!
¡Qué triste se deslizó desde entonces el tiempo en aquella casa!
Dios, que en muy pocos días arrebatara la vida a aquel ser, fuerte siempre, dejó vivir aún en una larga agonía a Laura. En ella la enfermedad mermaba la existencia lentamente, sin sacudimientos; y aquella mujer que, de carácter alegre y expansivo, se avino por amor a su marido a vivir aquel retiro, si bien grato en apariencia, tétrico en el fondo, se propuso infiltrar en el alma de su hijo adorado todas las ternuras de la suya. Que así como el carácter de su padre dejó enérgica huella, el de ella sirviese para perfeccionar y cincelar el bien que en grandes bloques había en aquel espíritu virgen de vulgares contactos.
Así fue. Bajo la dirección de la santa mujer, las asperezas se fueron suavizando, las brusquedades desapareciendo, adquirió aquel carácter dulce igualdad, y perdió todo lo que de exaltación en él había.
Y como si, cumplida su misión sobre la tierra, la dulce mártir volar pudiera al cielo, llegó su hora.
Eran las once de la mañana de un magnífico día de junio. Brillaba el sol en medio de la lámina azul de un cielo de cobalto que se reflejaba en la transparente superficie de las dormidas aguas; bandadas de pájaros cortaban la atmósfera límpida y tibia; blancas velas se perdían del horizonte al confín, y a veces la brisa rizaba las ondas y venían las olas a morir en las costas. En la terraza estaba la enferma hundida en almohadas. Sobre la nívea blancura se dibujaba el amarillo contorno de su agónica tez; de su pecho escuálido salía ronca y trabajosa la respiración; sus ojos azules, hundidos, muy hundidos, miraban con inmenso fervor al cielo. A sus pies, sentado en un pequeño taburete, estaba su hijo estrechando entre sus manos la demacrada de su madre, que de vez en cuando cubría de besos.
Habló la pobre tísica con voz apenas perceptible, llena de cadencias de ternura. Iba a morir, y su hijo quedaría solo en medio del mundo, que desconocía... Era preciso que buscase una mujer digna de ser su compañera en las alegrías y tristezas de la vida. Él era bueno, noble, listo, sabio; ¿cómo no serlo, si su padre, compendio de sobrias virtudes, le había dedicado su vida entera, y ella, pobre mujer, todo su corazón? Era preciso, sí, que buscase una muchacha que le amase, pero no para ir a enterrarse con ella en el viejo caserío, sino para vivir en el hermoso mundo, donde sus méritos debían lucir y donde soñaba en su amor materno lauros para él.
No; ella no creía, como su marido, que día llegaría en que resucitaran los nobles con todos los esplendores de la edad feudal, y que, mientras, deben esperar recluidos en sus casas el momento del triunfo...; pero, en cambio, creía en la bondad de aquel mundo donde quería lanzar a su hijo, convencida de que la victoria sería suya.
Y habló cual si hubiera muerto. Trazó rosados proyectos de gloria, de dicha, de amor; y si su cariño de madre le daba fuerzas para hablar, la proximidad de la muerte envolvía sus palabras en una patética majestad rayana en lo sobrenatural. A veces vibraban enérgicas, llenas de pasión; pero otras morían en sus labios.
Abrazó a su hijo fuerte, muy fuertemente, con la ansiedad del último abrazo; cubrió de besos su rostro, y el débil círculo de sus brazos se fue aflojando, aflojando; luego dejó caer la cabeza sobre la blanca almohada, exhaló su boca un tenue suspiro, y cerró los ojos, sus dulces ojos de mártir, para siempre. Ignacio no tuvo fuerzas ni para moverse ni para gritar; permaneció de rodillas junto al cadáver, y un raudal de lágrimas se desprendió de sus pupilas. Mientras, el sol, a la mitad de su triunfal carrera, brillaba en medio del firmamento inundándolo todo con sus rayos; los pájaros cantaban en las ramas; venían las olas a romper en las rocas, cubriéndolas con sus bellas espumas, y se perdía a lo lejos, hinchadas sus velas por la suave brisa, una lancha, de donde salía, cantada tal vez por enamorada pareja, la última estrofa de una poética barcarola:
- Boga como boga el alma,
- esde la cuna a la tumba.
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