Cuestión de ambiente/Prólogo
Prólogo de Emilia Pardo Bazán
[editar]Siempre me ha dado asunto para pensar y escribir el hecho de que, cuando los autores, en obras de amena literatura -novelas, cuentos, comedias, dramas, viajes-, sacan a relucir las costumbres de la aristocracia española, suprimen los restantes colores heráldicos y de oro y azul la ponen solamente... El Padre Coloma, en Pequeñeces y La Gorriona; Pereda, en La Montálvez; Palacio Valdés, en La Espuma; Alfonso Danvila, en Lully Arjona y La conquista de la elegancia; Benavente, en Lo cursi; Chatfield Taylor, en El país de las castañuelas, fustigan (es la palabra de rigor), ora irónica, ora indignadamente, a la crema social, y repiten y glosan la diatriba de Jovino:
¿Y éste es un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran
los timbres y blasones? ¿De qué sirve
la clase ilustre, un alta descendencia,
sin la virtud? Los nombres venerados
de Laras, Tellos, Haros y Girones,
¿Qué se hicieron...?
Con todo lo demás que en aquella juvenalesca sátira se contiene, incluso el final, especie de invocación, desde una Roma putrefacta, a los bárbaros regeneradores:
... Venga denodada, venga
la humilde plebe en irrupción, y usurpe
casta, nobleza, títulos y honores.
Sea todo infame behetría; no haya
clases ni estados...
A pesar de tan incesantes anatemas, por mi parte no he logrado nunca a persuadirme de que la aristocracia se encuentre más perdida de lo que me lo parecen, en conjunto, los otros estados y clases. No advierto en esa aristocracia de sangre -tan abierta, en roce tan íntimo con la multitud por los matrimonios, por la vida política y social- síntomas infecciosos que no se presenten en la mesocracia y el pueblo. Varias veces sostuve esta opinión benigna, asombrándome del puritanismo de los escritores, cuando exigen -según frase de Gracián en El discreto- que los magnates vivan con tal esplendor de virtudes, que si las estrellas del cielo, dejando sus celestes esferas, bajasen a morar entre nosotros, no vivieran de otra suerte. Me cansé (o cansé al lector, quién sabe) repitiendo que en todas las clases la mujer es mujer, hombre el hombre, y el enemigo enemigo de perder el tiempo, y que, otrosí, el mismo vicio, revestido de externa pulcritud, sobresaltará más, pero repugna menos que si se envuelve en pestífera zalea. Observé cómo en toda causa célebre (primero y segundo crimen de la calle de Fuencarral, proceso de el Chato de El Escorial, etc.) se descubren nidos de sapos y culebras, hierven las revelaciones romanas y bizantinas, no sólo acerca del criminal o criminales, sino sobre el aire que respiraron, las capas sociales a que pertenecen, y que no son de cierto aquellas donde la gente luce
Grabado en berroqueña, un ancho escudo
de medias lunas y turbantes lleno.
Viendo estoy, sin embargo, que al opinar así voto con una exigua minoría, y me lo demuestra la novela de mi joven amigo Antonio de Hoyos y Vinent, estreno literario al cual sirven de prólogo estos renglones. Confieso que la lectura de Cuestión de ambiente me puso en confusiones, haciéndome dudar si padeceré cataratas, y si, en efecto, la aristocracia española será una ciénaga, aquella ciénaga que infestaba la atmósfera dinamarquesa, y cuyas emanaciones el Padre Coloma también respiró en la clara ligereza del aire madrileño.
Porque no vale negarlo: ahora, quien nos refiere horrores del gran mundo es uno de casa, un muchacho de la grandeza, que penetra en los salones más clanistas, entre los cuales figura el suyo propio; es familiarmente Antoñito para los círculos elegantes; su padre era aquel inolvidable Marqués de Hoyos, en quien se reunían la vasta ilustración, la delicada cortesía y las prendas excelentes del carácter, y la Marquesa de Vinent, una de las damas más elegantes, de las que dan el tono en la sociedad de Madrid.
Y nunca agriado bohemio de café, nunca provinciano saturado de leyendas maldicientes que la distancia infla, pintaron cuadro más negro y triste de las costumbres aristocráticas que este aristócrata, en el rato de ocio que le dejan la comida de X... o el cotillón de Z...
Acaso la solución del problema sea cuestión verbal; a menudo se discute sin término, por no ponerse de acuerdo respecto a la significación de un vocablo. Cuando los novelistas pesimistas dicen pestes de la «aristocracia», quizá no se refieren a la «clase noble de una nación» (así la define el Diccionario de la Academia), sino de la «buena sociedad», que, según el mismo inefable Diccionario, es «el conjunto de personas de uno y otro sexo que se distinguen por su cultura y finos modales». Buena sociedad no es lo mismo que clase noble, y sospecho que contra la buena sociedad van los dardos de los moralistas.
Ni la buena sociedad se reduce a aristócratas de la sangre, ni basta serlo para formar parte de ella, ni los que la componen pertenecen siquiera todos a alguna de las consabidas varias aristocracias del poder, del dinero, del talento. Gente de muy vieja cepa no pone los pies en un salón, y es posible que a resucitar los enérgicos barbas y los refinados galanes de Calderón y Lope, caballeros de venera en ferreruelo y de almena en castillo, y asistir a un moderno sarao, se volviesen a morir de asombro, reparando con quiénes se codeaban. Así, pues, lo malo y bueno que de la sociedad se escriba, deberá aplicarse a cuantas clases sociales se mezclan en su terreno de aluvión. Pero aun extendiendo al indeterminado límite de la sociedad lo que se dijo de la nobleza, tengo para mí que no se producen en aquélla tantos fenómenos peculiares de perversión moral. Propendo a pasar el algodón barriendo barnices, y encuentro bajo todos los revestimientos igual madera. En España, el mal social, que no consiste en vicios mayores que los de otras partes, sino en debilidades, anemias y parálisis profundas, es mal que nos coge todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Y no me enfrasco más en tales consideraciones, porque emborronaría un libro en lugar de un prefacio.
Antonio de Hoyos Vinent se cuenta en el número de los partidarios de la cura de altitud y rusticación: como Pereda, como Eduardo Rod, es montañista; el aire puro, la vida campestre, crían virtud en el ánimo, aunque no presten salud al cuerpo -dado que los señores de Loidorrotea, tipo de los nobles honrados, lo pasan mal físicamente: ella muere tísica, él se consume, al extremo de servir de coco a los niños-. Y como ya es hora de que nos concretemos a hablar del autor novel, diré que la descripción de los últimos instantes del señor de Loidorrotea encierra mucha poesía y es lástima que sea tan breve. La novela entera está escrita con rapidez suma, sin digresiones, y deja, en pos de la lectura, una impresión de interés y aun de contrariedad porque termina: la mejor impresión que puede quedarnos de una obra de entretenimiento.
La imaginación del autor es viva y plástica, y añadiré que algo sensual: es una imaginación de diez y siete años, la edad del autor -dato que conviene tener presente para estimar las promesas del libro-. Trátase de quien casi se halla aún en la adolescencia, y no de uno de esos mozos eternos, de siete a nueve lustros corridos, para los cuales la prensa estereotipa el epíteto de «joven escritor», y que se pasan la vida a régimen de biberón literario. Confieso que me agradaría saber de una vez qué se entiende por «joven escritor» y por qué se huye de ser «escritor maduro». Madurar es una buena cualidad en las uvas; ¿no ha de serlo en los cerebros? Con la peregrina manía de perpetuarles la juventud a los que un día fueron jóvenes, igual que el resto de los mortales, sucede que tal mañana se despiertan, no maduros, no viriles, sino caducos, leleando. La más hermosa edad, la plenitud de la existencia, se va suprimiendo para los escritores, cual si fuesen las mujeres guapas y presumidas.
El libro que aquí veréis está escrito con la primer savia de la vida; es un rostro fresco, en el cual no se han borrado aún ciertos rasgos infantiles. Prevenida en favor de Antonio de Hoyos por mi antigua amistad con su padre, no sirvo en este caso para hacer de censor, sino para aplaudir una tentativa que considero muy afortunada. Aunque tan pesimista al describir los medios, Hoyos tiene el entusiasmo y la viveza y el radicalismo de su edad, el sentimiento intacto aún, la fantasía nueva. Aparte de las severidades satíricas, Hoyos es fiel en la pintura, y despunta en él un observador que dentro de algún tiempo adquirirá doble sagacidad, y al par reposo y malicia... ¡y hasta indulgencia! Con la experiencia y las lecturas a que se entrega asiduamente, y con las condiciones que este libro revela, mal profeta seré si Hoyos no se conquista uno de los primeros puestos entre los novelistas españoles, aun ahora que, al parecer, todas las novelas están escritas y agotados los filones todos.