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Cuestión de ambiente/VI

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Capítulo VI - Tormentas

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Salió del baño sin haber conseguido, a pesar de la ducha fría que, siguiendo la sana costumbre adquirida en la infancia, tomaba a diario, dejar aquel estado nervioso de que por primera vez en su vida era víctima. En apariencia estaba tranquilo y hasta alegre; pero su buen humor no era natural: andaba de un lado a otro sin objeto; comenzaba canciones jamás concluidas, saltando desde las más patéticas a las más alegres; reía sin motivo, y todo su ser era presa de una alarmante sacudida nerviosa.

La cosa no era para menos. Ya su naturaleza, acostumbrada al constante contacto con los elementos, ardía en aquella vida de molicie en que, si bien el cuerpo goza de voluptuosa calma, a semejanza de los orientales, no reposa como en ellos el pensamiento, sino que trabaja febrilmente, no descansando ni en sueños. En que falta el trabajo que fortifica y el opio que embrutece. En esa vida en que no se ven más árboles que los raquíticos de la Castellana, cuyas pobres hojas agonizan cubiertas con el polvo que levantan los coches al pasar, ni más campo que el de los áridos terruños que rodean a Madrid.

Esto, sin embargo, no hubiese bastado a alterar su bien equilibrada naturaleza sin los contratiempos de los días anteriores, y, sobre todo, sin la fuerte conmoción sufrida la noche antes.

Él, que gozaba de un sueño envidiable de niño, apenas había pegado los ojos en toda la noche; y cuando conseguía adormilarse, le asaltaron terribles pesadillas, en que se enlazaban formando estrecha cadena los seres que poblaban su pensamiento.

Soñó que los blancos brazos de Julia le estrechaban amorosamente. En el fondo de la estancia, en un sofá, bajo el retrato de sus padres, lloraba abandonada Eulalia, la angelical esposa, sosteniendo en sus brazos al hijo recién nacido, sobre quien inclinaba su murillesco rostro, bello para su gusto, pero que, cuanto más se fijaba en él, le parecía menos digno de competir con la mitológica belleza de la Alcuna, causándole aguda pena hacer aquella comparación. Experimentaba un doloroso deseo de correr hacia ella; pero los bellos brazos le retenían suavemente. Sin poderse contener, los besaba con unos labios que quemaban, dejando un trazo negro que se iba agrandando, agrandando y enrojeciendo hasta convertirse en fuego que devoraba el cuerpo y se comunicaba a la habitación en que desaparecía, viéndose solo junto a un esqueleto rodeado de llamas. Miraba hacia arriba, y allí divisaba, al través de las densas nubes de humo, a sus amados muertos, a su mujer adorada y a un angelito blanco y rubio, que de rodillas rogaban a Dios por él. El Padre Eterno, con su luenga barba blanca y sus talares vestiduras, parecía próximo a ceder, cuando en un nubarrón negrísimo apareció Cristo, no indulgente y bondadoso, sino un Cristo tétrico, ceñudo, imponente, vengativo, vestido con morada túnica y coronado de espinas, como le veía representado en algunas iglesias, con el semblante lívido, cetrino, agónico, la larga cabellera lacia cayendo a los lados del demacrado rostro, surcado por algunas gotas de sangre que resbalaban sobre su traje dejando repugnantes manchas negruzcas, y en cuyos ojos vidriosos sólo brillaba un destello de ira. De las heridas de sus pies y manos brotaban dos chorros de sangre que dejaban tras sí rojas estelas.

El Hombre Dios llegose ante el trono de su Padre, y con voz cavernosa semejante a un trueno, dijo: «Morí una vez por ellos. Para el que peca ya no hay perdón.» Acabadas tan fatídicas palabras, la visión se fue alejando, y sintió que los huesos de la que fue hermosa mujer y ya sólo asquerosa podredumbre era, se incrustaban en su carne, causándole un dolor imposible de resistir.

Despertó. Esperó que llegase el día, con la esperanza de que la luz disiparía aquellas dolorosas imágenes. ¡Vana esperanza! Los dolores reales no espantaron los espectros, sino al contrario, añadieron un pesar a otro pesar.

Aquella aspereza incomprensible de su mujer le angustiaba mucho; pero pensar que la merecía, le angustiaba mucho más. ¡Y lo pensaba con su conciencia honrada y su proceder leal! Ante el tribunal de sus rígidas ideas creía que su falta era grande, sin apelar a que su virtud había sido mayor; y entre tales pensamientos, mezclados con las cosas corpóreas que le rodeaban, veía seres e ideas que sólo en su imaginación existían. Oía vagos ruidos, extrañas luces dañaban sus pupilas, y su cabeza ardía.

Hizo esfuerzos para serenarse, y en parte lo consiguió. El agua fría acabó (en lo posible) de volverle en caja.

Ya envuelto en su bata, pensó en su mujer y se llenó su alma de ternura. ¡Pobrecita! ¡Cuán ajena estaba de que, mientras ella padecía, había estado a punto de traicionarla! ¡Ahora que le iba a dar un hijo!

Se dirigió a verla, frotándose las manos con esa alegría nerviosa del que acaba de pasar un peligro.

¡Qué ganas tenía de recrear los cansados ojos en su dulce aspecto! Mucho más habiéndola dejado la noche antes con aquel aire de mal humor.

Al ir a franquear el despacho, vio sobre su mesa un sobre y acudió a cogerlo. Fue abriéndole por el camino, y ante la puerta de su mujer se detuvo a leerlo. Primero no se dio cuenta de lo que aquello significaba. Cuando lo comprendió, todas sus energías, todas sus ideas de viril honor, adquiridas en aquella perfecta educación, le dieron fe, valor y fuerza. Fe en la esposa que Dios le deparara. Fuerza, para vencerse a sí mismo. Valor, para aguardar.

Si era mentira, había que matar al malvado que tan infame calumnia levantara. Si por desgracia era cierto, matarla a ella. Pero no lo sería, su corazón le decía que no. A ella se lo preguntaría, y si no quería contestar, su rostro daría la respuesta. Su natural honrado, aquella lealtad a toda prueba, que desde pequeño le habían imbuido, le predisponía a no creer en el mal de los demás; pero al mismo tiempo, una vez seguro, le hacía más terrible. ¡Pobres de los culpables si existían! Los accesos de ira en aquella naturaleza sana habían de ser terribles, y las consecuencias, más espantables.

Entró resueltamente. Lo primero que vio fue a ella, altiva, desdeñosa, sonriendo con desprecio. Su pelo, sin peinar, la caía por la espalda, y resaltaba más lo abultado de su vientre a causa de la bata celeste que vestía. Al verla, aquello que siempre le inspiró ternura, sintió invencible asco; pero dominándose dijo: «Tengo que hablarte.»

Ella le miró desdeñosamente: «Tú dirás.» ¿Qué querría aquel pillo? Se reía ella de su generosidad. Sí, sí; buena generosidad nos dé Dios.

-Mira lo que he recibido -dijo Ignacio; y la leyó el anónimo, con voz que hizo los imposibles para que fuese tranquila. Después preguntó: -¿Es verdad? ¿Es verdad que me engañas con ese canalla?

Palideció Eulalia. Un tropel de pensamientos sombríos pasó por su cabeza. Entre ellos brilló por un instante uno, como último destello del bien en un ser que pudo ser bueno y dejó de serlo para siempre. ¿Estaría enamorado de ella su marido? ¿Lo ignoraría? ¡Imposible! Aquel hubiera sido el triunfo del bien y la honradez, y ante el decantado tribunal de su conciencia había desterrado aquellas virtudes del mundo, por lo menos de «su mundo».

En todo aquello no había que ver más que una infamia. La carta, tal vez escrita por él, no era sino un ardid para tenerla a merced de su capricho y explotarla. Todo aquel amor era fingido. Había creído tratar con un ser ruin, y hallaba un malvado. No se contentaba con el precio que le pagaban, y quería más. Tal vez iba a exigirlo. Pero contra un ser así, había un arma que casi siempre vencía. Arrostrarle cara a cara y con valor. Eso haría ella, mujer valiente que no había dudado en entregarse al primer hombre que amó, casado y todo. ¡Llamarle canalla! Él sí que lo era. Ahora vería con quién trataba.

Volviose tranquila, en apariencia, revelando su emoción sólo en un ligero temblar de los labios; mirole de hito en hito; sonrió desdeñosamente, diciendo con voz helada: «Hombre, ¿de veras? ¡Vaya una noticia!»; y rio, rio con risa irónica.

Una ola de sangre pasó por su vista, cegándole; una violenta sacudida desató sus nervios, y su mano, que jamás pegó a nadie; su mano, que en remotos tiempos, seguramente mejores, hubiese empuñado la vencedora espada o la victoriosa cruz, cayó sobre el rostro de aquella mujer, ser a quien después de su madre amó más en el mundo y que con tan negra ingratitud le pagaba.

Desplomose ella a tierra echando abundante sangre por la nariz, mientras los criados, que a su grito acudieron, sujetaban a Ignacio, que braceaba furiosamente, hinchadas las venas, fuera de sus órbitas los ojos y cubierta de blancos espumarajos la boca, que dejaba escapar por primera vez en su existencia sordas maldiciones y atroces blasfemias.