Cumandá/IV
Capítulo IV - Junto a las palmeras
[editar]Entre el Palora y el Upiayacu, río de corto caudal que muere como aquél en el Pastaza, se levanta una colina de tendidas faldas que remata en corte perpendicular sobre las ondas de éste, antes del Estrecho del Tayo. Del suave declivio septentrional de esa elevación del suelo, mana un limpio arroyo que lleva como si dijésemos su óbolo a depositarlo en el Palora, unos quinientos metros antes de su conjunción con el Pastaza. Al entregar el exiguo tributo, parece avergonzarse de su pobreza, y se oculta bajo una especie de madreselva, murmurando en voz apenas perceptible, y esto sólo porque tropieza ligeramente en las raíces de un añoso matapalo, que ensortijadas como una sierpe sobre la fuentecilla, se tienden hacia el río. Un poco arriba y por ella bañadas, habían crecido en fraternal unión dos hermosas palmeras y dos lianas, de flores rosadas la una y la otra de flores blancas, que subiendo en compasadas espiras por los erguidos mástiles, las enlazaban con singular primor al comienzo de los arqueados y airosos penachos de esmeralda; por manera que bajo de éstos columpiaban en graciosa mezcla los festones de las trepadoras plantas y los pálidos racimos de flores de las palmeras.
A este lugar concurría con frecuencia Cumandá, y gustaba de contemplar a esas lindas hermanas, amor de la soledad, encadenadas por las floridas enredaderas. Había llegado a profesarles cierto respetuoso cariño, especialmente desde que en su corteza viera grabadas unas cifras, para ella al principio misteriosas, si bien conocía la mano que las hizo y supo después lo que significaban; y en las cuales tocaron muchas veces sus labios con amorosa ternura.
Un día, cuando apenas acababa de rayar la aurora haciendo cesar los murmullos y ruidos de la noche y despertando las armonías y vital movimiento propios de la aproximación del sol, se encaminaba la hija de Tongana a su lugar predilecto. Llevaba desarregladas las crenchas bajo un tendema de lustrosos junquillos y pintadas conchas, mal ceñida la túnica de tela azul con una trenza tejida de sus propios cabellos; y denotaba en toda su persona la presteza con que dejó su lecho y salió de su cabaña, así como la inquietud de ánimo por haber tardado a una cita. Cruzando ligera, como iba, por entre los árboles, que goteaban rocío, a la indecisa luz del alba suavemente derramada por entre las bóvedas y pabellones de ramas y hojas, se habría mostrado a los antiguos griegos como una ninfa silvestre perdida durante la noche en el laberinto de la selva.
Al fin llegó a las palmeras, se detuvo un momento a contemplarlas, las dirigió algunas palabras, como si pudiesen entenderlas, besó las cifras, y haciendo al punto memoria de lo que decían, se puso a cantar a media voz, cual si quisiese imitar el murmurio del arroyo, estas estrofas:
Palmas de la onda queridas
Que exhala aquí dulce queja,
Y al pasar besándoos deja
Las plantas humedecidas;
Palmas queridas del ave
Que posada en vuestras flores
El canto de sus amores
Os dirige en voz suave;
Oh palmas, que en lazo fuerte
Os ha unido la liana,
No seáis imagen vana
De nuestra futura suerte:
Junte así lazo amoroso
A Cumandá tierna y bella
Con el vate que por ella
Se siente al fin venturoso.
Pero no cantaba de seguida: se había sentado en las raíces del matapalo que se movían flexibles sobre el Palora, y columpiándose en ellas hasta mojarse a veces el blanco pie en las ondas, guardaba breve silencio después de cada cuarteta, y se inclinaba y tendía el cuello para mirar por entre las ramas y juncos de la orilla hasta la desembocadura del río, cubierta de tenue y vaporosa neblina. Aguardaba al extranjero vate cuyos versos conservaba grabados más hondamente en la memoria que en la corteza de las palmas; y el extranjero tardaba en llegar, y el pecho de ella comenzaba a temer, a inquietarse, a llenarse de angustia, pues la mañana se pasaba y era urgente hablar con él e imponerle de que al día siguiente ella y toda su familia debían ausentarse del Palora lo menos por medio mes.
Al cabo, allá, a la distancia, se mueve un punto negro entre la bruma y las ondas; puede ser el extranjero. El corazón de la virgen salvaje comienza a serenarse. Crece el punto, acércase más y más; es una ligerísima canoa manejada por un solo remero. Cumandá doblada sobre el río y asida de un bejuco para asegurarse y no dar en las aguas, permanece con la vista fija en el nauta que ya llega; el nauta es el joven extranjero que, al compás del remo, viene también cantando. La hija de Tongana cree escuchar las melodías de los buenos genios de las aguas que saludan al nuevo día, y se llena de vehemente alborozo. Cantaba el joven:
Vuela, canoa mía, vuela, vuela,
Burlando las corrientes del Palora:
Tendida al viento de mi amor la vela
Al remo vencedor se añade ahora.
Vuela, vuela, que allá junto a la palma
Del bosque la deidad me ha dado cita;
Allá me espera la mitad de mi alma,
La que en viva pasión mi ser agita...
Un grito de gozo infantil de Cumandá impidió continuar su canto al joven Carlos de Orozco, que reparó de súbito en ella, atracó la canoa y saltó a tierra.
-Amigo blanco -le dijo la india-, eres cruel; todavía no cesaba la voz del grillo ni se apagaba la luz de las luciérnagas, cuando dejé mi lecho por venir a verte, y tú has tardado mucho en asomar; ¿te vas olvidando del camino del arroyo de las palmas? ¡Oh, blanco, blanco! los de tu raza no tienen el corazón ardiente como los de la mía, y por eso no acuden presto a la llamada de sus amantes.
-Cumandá, me acusas de cruel, y lo eres tú en verdad, pues que así me reconvienes sin observar que no me ha sido fácil venir muy pronto; ¿no ves cómo se ha hinchado el río y se ha aumentado su corriente? Desde antes de la aurora he remado; las fuerzas se me iban acabando, y...
-Cierto -le interrumpió la india-; no había advertido yo que el río está hinchado.
-Ya ves, hermana, que yo tengo razón y que tú eres injusta.
-Cierto, cierto, hermano blanco; acabas de vencerme, e hice muy mal en soltar palabras amargas; perdóname y siéntate a mi lado, porque mi lengua tiene que decirte cosas importantes.
Carlos obedeció, y los dos, posados en la misma raíz, que balanceaba en compasados movimientos, parecían aves acuáticas que, habiendo pasado allí la noche arrullados por las voces de las ondas y del bosque, se disponían a lanzarse en su elemento en busca de tiernos pececillos.
-Joven blanco -prosiguió Cumandá-, mi corazón no conoce el miedo; pero ahora tembló como la hoja en su rama cuando sopla el viento, porque me pareció que oía tras de mí los pasos del mungía, que es parecido al diablo que hace mal a los cristianos; mas como yo también soy cristiana...
-Ya me lo has dicho otra vez; cierto, ¿eres cristiana, Cumandá?
-Lo soy; mi madre me ha dicho que cuando yo era muy chica me mojaron la cabeza en el agua milagrosa. Pero mi padre no quiere que seamos cristianos, y sólo la buena Pona me ha enseñado a ocultar algunas cosas, de las cuales me he prendado mucho más estos días, porque tú, como cristiano, gustas de ellas.
-¡Oh Cumandá, no sabes cuánto me place hallarte cristiana! Pero ¿qué me contabas del mungía?
-Que le hice unas cuantas cruces, invoqué a la Madre santa, y el malvado no me ha seguido. Ahora puede venirse; junto a ti no le temo.
-Amada mía -la contestó Carlos-, si penetras cuánto te amo, en verdad que debes fiarte de mí, pues la pasión es capaz de hacerme poderoso hasta contra el genio malo de las selvas. Tu presencia me transforma: eres un elemento de vida para mi corazón y de fortaleza para mi alma. Entre los de mi raza, abundante de belleza, no he hallado ninguna que se parezca a ti ni que como tú haya podido vencerme y dominarme.
-Amigo blanco -dijo la joven en tono de inocente orgullo-, vas comprendiéndome, y yo hace algún tiempo sé lo que eres y lo que vales.
-¡Oh, Cumandá! -replicole Orozco-, esa mezcla de ternura pueril y orgullo salvaje que veo en ti, me encanta; ella forma el fondo del amor casto y noble que has podido labrar en mi pecho. Posees un arte admirable, sin haberlo estudiado, el arte de cautivar el corazón más esquivo, sin necesidad de disimular lo que no sientes ni fabricar panales de engañosas lisonjas. ¡Arte pasmoso! Las mujeres de mi sangre generalmente pasan gran parte de su vida estudiándolo y no lo poseen nunca. El refinamiento de la civilización ha hecho en ellas imposibles algunas prendas que sólo conserva la naturaleza en las inocentes hijas del desierto.
-Hermano extranjero, hablas un lenguaje parecido al que deben hablar los buenos genios y capaz de hacerte querer hasta de las aves ariscas y de las bestias bravas. ¿Cómo te han dejado partir a estas soledades las mujeres de tu tierra? ¿Cómo no te han escondido entre sus brazos ni te han aprisionado con sus caricias? ¡Oh, joven amigo mío!, me gustas más que la miel de las flores al quinde y más que al pez el agua. Mira, siento por ti una cosa que no puedo explicar, y espero de ti otra cosa que tampoco me la explico, pero cuya sola idea me estremece de deleite.
-Esa cosa inexplicable, aunque se la siente, ¡oh amada mía! esa cosa es el amor, el amor verdadero que tú sientes por mí, y que de mí no tienes ya que esperar, porque lo posees todo, todo sin reserva.
-¡Ah, sí! eso es, eso es sin duda; ¡oh, yo te amo...!, porque te amo te he prometido con palabras del corazón que nunca miente, que consentiré en que me pongas los brazaletes de la piel de la culebra verde, y me ciñas el cinto de esposa. ¡Oh, blanco! tú serás mi marido, o yo no viviré; ¿para qué quiero vivir sin ti? Quita la corteza a un árbol, y ya verás cuál se seca y perece: tú eres para mí esa corteza protectora: sin ti, ¿podré no secarme?
-Tú sí, exclama Carlos enajenado de amor y de entusiasmo, abrazándola y estampándole un beso en la frente; tú sí que hablas el lenguaje de los ángeles. ¡Oh Cumandá! ¡oh amor de mi alma! ¿cuándo consentirás que te pongan mis manos los brazaletes de la culebra verde y el cinto de esposa?
La joven se puso seria, y esquivándose del abrazo de su amante, le dijo con aspereza:
-¿Qué haces, blanco? Hoy no me toques.
-¿Te ofendo con la manifestación de mi amor, de un amor que inflamas tú misma y le haces irresistible? -preguntó Carlos sorprendido.
-¿No sabes, replicó ella en tono menos áspero, que soy actualmente una de las vírgenes de la fiesta?
-Ni lo sé ni te comprendo, hermana; ¿de qué fiesta me hablas?
-De la fiesta de las canoas, cuyo día se acerca. Las vírgenes destinadas a figurar en ella no deben ser tocadas ni por el aliento del hombre. Respeta, hermano blanco, la pureza de mi alma y de mi cuerpo, si no quieres que el buen Dios se enoje con nosotros y el mungía triunfe. Desde que comienza a mostrarse la madre luna hasta que desaparece en el cielo treinta noches después, las vírgenes que llevan los presentes al genio del gran lago, tienen el deber de conservarse purísimas como la luz de la misma luna.
-Amable sacerdotisa de ese genio -contestó el joven-, si yo no fuera capaz de respetarte en toda ocasión, tampoco sería capaz de amarte: sé que donde falta el acatamiento a la inocencia y al pudor puede haber pasión, mas pasión carnal y torpe, y la que tú me inspiras nada tiene semejante a los amores del mundo corrompido. ¡Bendita la Providencia que ha consentido que el desabrimiento de las delicias de la sociedad se trueque para mí en el inefable amor de una virgen de la naturaleza! Pero, hermana mía, si no te es vedado, dime ¿qué fiesta es esa de que me hablas, y dónde y cuándo se la celebra? Muy hermosa y alegre debe de ser, pues que tú, que todo lo embelleces y alegras, tomas parte en ella.
-¿Qué? ¿no sabes qué fiesta es esa? ¿nadie te lo ha dicho? ¿no te sorprendió ahora pocos días el tronido del tunduli que hizo temblar las hojas de los árboles, y hasta las aguas de los ríos y lagunas?
Carlos había oído que se preparaba una fiesta entre los salvajes, mas no paró mientes en ello, y en realidad poco o nada más sabía; ahora que sabe la parte que Cumandá habrá de tomar en las ceremonias, siente despertarse todo su interés, y que la curiosidad abre sus cien ojos.
-Las voces del tunduli -continúa la india- llamaban a todas las tribus del contorno, y aun a las lejanas, a celebrar la famosa fiesta de las canoas. El anciano jefe de los Paloras ha bebido el conocimiento de la hierba de los sueños y las revelaciones, y los genios buenos que sirven al buen Dios en estas selvas, le han dicho que conviene celebrar con toda pompa aquella fiesta, porque sólo este requisito falta para que se confirme la amistad que Yahuarmaqui ha contraído con los záparos y éstos sean felices en la guerra. Aunque nunca he asistido a ellas, sé que las ceremonias son siempre magníficas, y que los mismos genios concurren invisibles a animarlas, y se regocijan mezclados entre los guerreros y las vírgenes. Según me ha explicado mi padre, el viejo de la cabeza de nieve, esta fiesta conmemora la tempestad de muchos días y las grandes avenidas que, ahora miles de años, cubrieron todos los bosques y montañas y no dejaron hombre con vida, excepto sólo un par de ancianos y sus hijos que se salvaron en una canoa de cedro, porque cuidaban de no ofender al buen Dios, y le ofrecían la mejor parte de sus cosechas. Se ha hecho la fiesta siempre cada doce lunas, en la luna llena del tiempo alegre, cuando se abren las últimas flores de los árboles y comienzan a madurar las primeras frutas. El día señalado, infinidad de tribus se reunían al efecto en las orillas del grande lago Rumachuna, que está a más de un sol para acá de las grandes aguas donde muere el Pastaza; pero ahora que hay peleas diarias en esas tierras, y que el lago está manchado con sangre, los buenos genios no aceptarían allí nuestras ofrendas, y todos cumpliremos nuestro deber en el lago Chimano. Allá se va en dos soles desde Andoas, y se vuelve en cuatro o seis, a causa de que la corriente fatiga a los remeros y mata sus fuerzas. Además de que la fiesta ha sido anunciada por el tunduli de los paloras para asegurar su amistad con los nuestros, sabe, hermano blanco, que si se dejara de celebrarla durante cien lunas, el malvado mungía, con permiso del buen Dios, atajaría el curso de todos los ríos del mundo, haría caer todas las aguas de las nubes y la tierra volvería a ser, como en otros tiempos, un lago muy grande, mil veces grande, donde sin remedio nos ahogaríamos todos.
-Bien, Cumandá, ya sé lo que es la fiesta de las canoas y por qué se la celebra; mas ahora dime, ¿qué vas a hacer en ella?
-Llevaré las flores más lindas de los árboles, de los arbustos, de la tierra y de las aguas, y las arrojaré a los pies del anciano Yahuarmaqui, que será el jefe de los jefes y de la fiesta, diciéndole al mismo tiempo unas palabras misteriosas que me enseñará mi madre, la hechicera Pona.
-Hermana mía, dime otra cosa más: ¿se podrá tolerar la presencia de un extranjero en la gran fiesta?
-¿Quieres irte a ella?
-¡Oh! si allá ha de estar contigo mi alma, ¿no será bueno que también te siga mi cuerpo?
La joven guardó silencio e inclinó la cabeza; vacilaba entre la pasión y el temor: no podía ocultársele que había peligro para Carlos en ir entre multitud de salvajes desconocidos, que tal vez se disgustarían de su presencia, a una solemnidad en que era probable un remate con embriaguez y desórdenes, que ella misma temía. Pero al fin pudieron más las secretas incitaciones del amor, y dijo:
-¡Ah blanco! ¡cuál fuera el gozo de la virgen de las flores si te viera a las orillas del lago en ese día! Vete; pero ten cuidado de no mezclarte en ninguna ceremonia. Que tus ojos lo vean todo, mas que tu lengua y tus manos se estén quietas.
-Iré -dijo Carlos lleno de contento-, iré y te veré como al verdadero genio de la fiesta, sin mover las manos ni hablar palabra. ¿Y después...?
-Después, cuando hayan terminado los días sagrados, cumpliré mi promesa para contigo.
-¿Serás mi esposa?
-Lo seré: ¿no te he dicho que una india no cambia jamás de amor ni de voluntad? Mi palabra no la borra poder ninguno, y tengo el corazón fuerte y firme como el simbillo de cien años, que enreda sus raíces en los peñascos y resiste a las avenidas de la montaña.
-¡Oh, noble y adorable Cumandá! Te conozco y te creo; por eso cada palabra tuya aumenta una raíz al amor que has sembrado en mi corazón, y le hace también inamovible y eterno como el simbillo. Pero háblame otra vez, amada de mi alma; ¿cuándo partes al Chimano? ¿cuándo es la fiesta?
-Parto mañana con toda mi familia. Hace ya algunas tardes que comenzó a mostrarse la luna como un arco de plata a punto de despedir la flecha; dentro de otras pocas tardes vendrá como una hermosa rodela por el lado en que nace el sol, y entonces celebraremos la fiesta. Después la irá devorando la noche hasta consumirla, y todas las vírgenes, mientras esto no suceda, tendremos que permanecer intactas e inmaculadas; si no, el terrible mungía nos perseguiría día y noche hasta matarnos hundiéndonos en el lago que habríamos profanado con nuestro mal proceder. Al día siguiente de consumido el último pedacito de la madre luna, podremos casarnos: tú me echarás en ambos brazos los brazaletes de la culebra verde; yo pondré en tu cabeza un tendema de conchas y plumas, y en tus manos la lanza y la rodela; porque has de saber, que si no te haces guerrero, no puedes ser verdadero esposo de una salvaje y todos los indios se mofarían de ti. Luego, sentados en nuestra canoa de ceiba blanco, adornada de flores y yerbas olorosas, bajaremos para Andoas, donde el jefe de los cristianos nos unirá y bendecirá. Hermoso joven blanco, ¿ves nuestras palmeras? Así seremos como ellas, unidos viviremos. ¡Oh, cuánto las quiero por eso! ¡cuántos besos he dado a esas líneas con alma que tú grabaste en su corteza, explicándome luego lo que significan!
Cumandá, al hablar de esta manera, dejaba irradiar en su espaciosa frente la luz del amor en que ardía su corazón, como irradia en el cielo, limpio de nubes, la luz del sol oculto tras la blanca montaña. Carlos no sabía qué contestar a tan apasionado lenguaje de alma tan candorosa y vehemente. Habría estrechado a su amante en su pecho; pero tuvo presente la lección que recibió poco antes y se contuvo haciendo un esfuerzo.
-Hoy -agregó la joven en el mismo tono apasionado-, hoy tú me llamas hermana y yo te llamo hermano; esta es costumbre en nuestras tribus; pero cuando nos damos este título, siento no sé qué cosa tierna y dulce que estremece mi espíritu y mueve mis lágrimas. ¿No has visto cómo se mojan mis ojos cuando me dices: «Hermana mía»? ¡Oh! ¡qué sentiré cuando me digas: «Esposa mía...»! ¡Carlos, hermano, tú me haces demasiado feliz!
-¡Oh hermana mía, bella y pura como la niñez y adorable como la inocencia y la virtud! -exclamó el joven Orozco-: puedo jurarte que cuando vine a estas selvas buscando para mi espíritu un bien que presentía, pero que la ingrata sociedad me negaba, no imaginé jamás que pudiera hallarle tan completo entre los pobres salvajes de las orillas del Palora y el Pastaza; mas lo he hallado en ti, Cumandá; en ti, ser hechicero, angelical criatura, vida y alma mía, enmedio de este desierto, menos triste, eso sí, que el desierto de mi desencantado corazón. ¡Oh amada mía! ¿será posible que yo llegue a ser feliz? Sin duda puedes tú darme un inmenso caudal de ventura consagrándome tu amor; pero ¿no debo temer que el infortunio, para el cual me siento nacido, acabe por arrastrarte conmigo a sus abismos? ¡Ah, tierna joven! la desgracia es más contagiosa que la fiebre; yo estoy apestado de ella y tú junto a mí...
-¡Ata tu lengua, amado extranjero; no digas palabras tristes que hacen temblar mi espíritu! ¿No sabes que desde que te conozco y amo, no obstante sentirme feliz y esperar serlo mucho más contigo, derramo, no sé por qué, lágrimas amargas como las aguas de este río y suelto suspiros que no puedo contener? Sucédeme, asimismo, tenerle mucho miedo a mi padre y soñar cosas funestas...
-Tu padre, sí, tu padre odia de muerte a los blancos y de seguro me detestará, y nuestro amor y nuestro matrimonio... Hermana, creo que pensamos con suma ligereza en nuestra unión, cuando todavía no hemos vencido el mayor obstáculo: ¡qué, ni hemos pensado en él!
Al escuchar estas palabras, Cumandá tomó un aspecto serio y sombrío, en el que se revelaba una honda tristeza mezclada con algo de lo duro e imperioso del carácter salvaje. Luego, en acento igualmente grave y apretando con mano convulsa la diestra de Carlos, dijo:
-Extranjero, ¿has olvidado lo que tantas veces te he repetido? Óyeme otra vez y ten en lo futuro mejor memoria: el amor y la voluntad de una india no cambian nunca; su juramento resiste a todas las contradicciones y su corazón sabe morir por su dueño antes que serle infiel. No temas nada: seremos como nuestras palmeras; inmenso es el desierto y podremos plantar nuestra cabaña a cien jornadas de quienes nos aborrezcan. ¿No eres hombre? ¿no soy salvaje? ¿a dónde no podremos ir? ¿qué no podremos hacer los dos en las selvas? Y si no nos es dado vivir tranquilos en ellas, iremos a tu tierra y no nos faltará modo de avenirnos con los blancos, de quienes parece que hoy te quejas. Yo no necesito otra cosa que tu amor, y en cualquier parte viviré contenta, si él no escasea.
Tras un momento de silencio en que ambos amantes quisieron descubrir en sus ojos algo más de lo que expresaron los labios, añadió la india con ligereza e imperio:
-Hermano blanco, mira, ya comienzan a brillar las cabezas de los árboles; el sol ha nacido y es tiempo de que yo te deje y tú te vayas. ¡Adiós! toma tu canoa y vete.
Y saltó como una ardilla de la raíz del matapalo al labio del arroyo, dejándola por algún rato moviéndose con sólo el peso de Carlos, que contestó:
-Hasta mañana.
Ella se detuvo un momento y le dijo:
-¿Te irás de veras al Chimano?
Y casi sin atender a la señal afirmativa que le hacía Orozco inclinando la cabeza, salvó el arroyo, dio unas palmadas cariñosas a las palmeras, contempló un segundo las cifras de la corteza y se metió en la espesura cantando melodiosamente:
Palmas de la onda queridas
Que exhala aquí dulce queja,
Y al pasar besándoos deja
Las plantas humedecidas...
La voz iba perdiéndose a medida que Cumandá se alejaba y al fin sólo quedó perceptible el murmurio del arroyo. El joven apoyó la barba en la mano abierta y el codo en una rama truncada que tenía junto a sí, y en esa actitud, fija la melancólica mirada en el punto donde desapareció la hija de Tongana, permaneció como estático algunos minutos. Unas matas de helecho y menta que se movieron a corta distancia le sacaron de su embebecimiento; creyó que andaba por ahí algún tejón, o que alguna pava, dejando su nido oculto entre las hojas, había partido en busca de sustento; mas nunca juzgó que pudiera haber estado allí en acecho un ser humano. Saltó a la postre de la raíz, desatracó la rústica barquilla y se dejó llevar muellemente por las silenciosas ondas cobijadas por el vaporoso manto de nieblas, que por algunas partes rompía el rayo del sol naciente. El remo, de bajada, era innecesario y Carlos se arrellanó en su asiento, cruzó los brazos, cerró los ojos y se abandonó a la tumultuosa corriente de sus pensamientos, nada halagüeños, mientras la canoa se deslizaba por el curso apacible del Palora. Era la imagen de la melancolía que sin fijarse en los objetos que la rodean, pues nada tienen que ver con ella, se deja llevar por las incontrastables ondas del destino a un término que no conoce, pero que anhela conocerlo, cualquiera que sea.
Al entrar en el Pastaza, el movimiento algo recio de la barquilla por el choque de los dos ríos, hizo abrir los ojos al indolente nauta, que sin ponerse en pie, se enderezó y comenzó a mover el remo para dirigirla mejor y alejarla de los peñascos del estrecho en que muy pronto entró. Pasado éste, atracó a la derecha frente a una corta cabaña donde le aguardaba un joven indio, a quien ordenó que se embarcase, diciéndole enseguida:
-Para Andoas, sin detenernos.
El indio vio a Carlos con alguna extrañeza, pues no esperaba tan pronto su vuelta a la reducción; mas no le hizo observación ni pregunta ninguna, y se encargó sin vacilar del gobierno de la frágil navecilla.