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Cumandá/IX

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Capítulo IX - En el lago Chimano

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Mucho antes del alba estuvo el campo alzado, y las tribus moviéndose en sus ligeros vehículos sobre las majestuosas olas del Pastaza. Era toda una población blandamente transportada en las palmas de unas cuantas divinidades acuátiles, en premio de lo piadoso del objeto de la peregrinación.

A poco la luna, avergonzada de ser sorprendida por el día, según la poética expresión de los indios, se ocultó bajo los velos de cándidas nubes que para recibirla desplegaba el occidente. El sol, antes de levantarse, tendió por los etéreos espacios y por la superficie de las selvas su inmensa aureola de luz vaporosa y suave, que ensanchándose en magníficos radios la abarcaba en casi toda su extensión. Brilló el astro en el horizonte; la aureola se convirtió en ondas de luz deslumbradora que inundaron toda la creación; y el azul de los cielos, y la verdura de los bosques, y la candidez de las nubes que sobre ellos se arrastraban, y el limpio cristal de los dormidos ríos, y el perfil de las remotas montañas, parecían estremecerse de gozo al contacto de los vivificantes rayos solares.

La navegación fue rápida como en el día anterior. Las hermosas islas, esas ninfas abrazadas y acariciadas eternamente por los dioses de las ondas, iban apareciendo más frecuentes. En el seno de una de ellas asomó un amarun que, huyendo de la multitud de canoas, se escondió en la espesura arrastrándose como una enorme viga de color ceniciento. Las mujeres y los niños dieron gritos de espanto, y los indios dispararon algunos inútiles flechazos. Luego dejaron a la izquierda el río Huarumo y a la derecha el Huasaga, y a poco, cuando la tarde estaba apenas mediada, llegaron a la desembocadura de un angosto canal que encadena el Pastaza con el lago Chimano, sin que pueda saberse si éste da sus aguas al río, o el río conserva el depósito de las del lago: tan dormidas permanecen las ondas que los juntan.

Sin embargo, el canal no es navegable sino cuando las crecidas del Pastaza le hinchan y dan hondura. En los días en que lo estamos visitando con la memoria, la escasez de aguas no consentía surcar fácilmente ni la más ligera canoa, tanto que las destinadas a la fiesta hubieron de ser llevadas a remolque, no sin bastante trabajo, quedando las muy pesadas y de gran magnitud atadas a la ribera del río. Los indios pinches, más vecinos al Chimano, habían recibido anticipadamente la comisión de desembarazar una buena extensión de su orilla meridional de la alta y espesa enea, y de otros matorrales y aun árboles en que abunda, de preparar muchos materiales para las barracas que debían construirse, y de ayudar en el remolque de las naves. Sin embargo de este auxilio, la operación de transportar tantas familias y tanta abundancia de útiles como todos llevaban para la vida y para la fiesta, se prolongó hasta muy avanzada la noche.

Con la aurora siguiente se despertó el afán de todas esas tribus, que no obstante formar por entonces un solo pueblo, no se mezclaban ni confundían. No cabe inquietud mayor, pues si se dice que semeja a ese ir, venir y agitarse de un hormiguero que quiere aprovechar los últimos días del buen tiempo para hacer sus provisiones de invierno, es poco decir al compararla con la de aquella multitud de salvajes ocupados en disponerse para los festejos y ceremonias que deben comenzar a mediodía en punto. Los primeros rayos del Sol hallaron levantada, como por obra de magos, una pintoresca al par que extraña población, en el punto en que la víspera, a esas horas, no había sino malezas donde las aves acuátiles ocultaban sus nidos, y donde se arrastraban monstruosos reptiles que ahuyentaban la presencia del hombre. Las aves huyeron también de los inesperados huéspedes, y los peces descendieron asustados a lo más recóndito de sus cavernas; pero ni a las primeras la fuga ni a los otros su escondite los libraron de los cazadores y pescadores: las flechas y el barbasco los destrozaron; de ellas atravesadas rodaban las aves desde las más encumbradas copas de los árboles, y narcotizados los peces con el zumo de la venenosa yerba, surgían a la superficie del lago, vueltos al sol los plateados vientres, y lasas y caídas las aletas. Las tardas tortugas sufrieron mayor estrago de manos de los salvajes, y les dieron mayor provecho, pues su carne es por ellos apetecida.

Ábrese el Chimano en elíptica figura, y, tendido de Este a Oeste, cuando el viento agita sus ondas, las desarrolla sobre hermosas playas, o bien, por algunos costados, van a chocar con trozos de rocas o árboles seculares, y se rompen sonantes y espumosas. En algunas partes se puede saltar fácilmente a una canoa, o de ésta a tierra, pues la naturaleza ha puesto cómodos muelles en las salientes raíces o en los árboles que el peso de los siglos o la furia del huracán han obligado a inclinarse sobre las aguas.

Las cabañas, ramadas y toldaduras piramidales, cubiertas las primeras de variedad de hojas y ramas y de la enea cortada en la misma orilla, y las otras de diversas telas debidas a la industria del hombre, o bien tejidas por la naturaleza, formaban una línea curva, cuyos extremos se avecinaban al lago. La parte central tocaba a los límites de la playa, al principio de la selva, dejando despejado un gran espacio a la manera de una ancha plaza destinada para las ceremonias, danzas y juegos de la fiesta.

Grande número de canoas atracadas a la ribera y adornadas de ramos olorosos, flores y plumas que competían en la riqueza y variedad de los matices, estaban listas a obedecer al remo y romper los cristales del Chimano que las retrataba. Una balsa de mayores dimensiones que las comunes y atada a un robusto poste, se movía en grave compás en medio de las otras barquillas. Al centro de ella se elevaba un asiento forrado de piel de tigre y con espaldar de entrelazados arcos y picas. Los bordes de la rústica barca eran verdes festones, airosos penachos y chapas de infinidad de lindas conchas de tortuga y gayas pellejas de culebra; de ellos se desprendían enhiestas veinte lanzas de chonta con cabos barnizados de rojo, y de cada lanza pendiente una cabeza de enemigo disecada, que parecía ceñuda al presenciar el festín del terrible guerrero que a tal ignominia la trajo. De una asta a otra y engarzados en hilo de chambira columpiaban blancas azucenas, frutas en sazón, pintadas aves y relucientes pececillos. Tal era el trono flotante del rey de la fiesta; algo de miedosa grandeza había en él, y era digno sin duda del anciano curaca que iba a ocuparlo.

Todo el mundo sabía que éste era Yahuarmaqui; y no obstante, había que sujetarse a una antigua y respetada costumbre, cual era la de la elección del jefe de los jefes de todas las tribus. El sol no solamente se había encumbrado a lo más alto del cielo, sino que comenzaba a inclinarse a la parte donde cada mes se hace visible, al fin de la tarde, su hermana la luna, cual breve ceja luminosa, y la sombra de todos los objetos iba tendiéndose al Oriente. El son del tamboril y el pito anunció el momento de la elección. Pusiéronse de pies y formando círculo todos los curacas y los guerreros más notables, vestidos de gala: llevaban el pecho, los brazos y piernas desnudos, y desde el rostro todos pintarrajados de caprichosas figuras hechas con la roja tintura del achiote y el jugo de zula color de cielo; la cabeza empenachada o ceñida del lujoso tendema; el cinto y el delantal recamados de lustrosas simientes de copal y de huesecillos de tayo, semejantes a cañutillos de porcelana; gargantillas de dientes de micos; brazaletes de finísimos mimbres; a la espalda el carcaj henchido de cien muertes, en la siniestra la rodela forrada de piel de danta, larga pica en la diestra, en la frente la expresión del valor temerario y del orgullo salvaje en que rebosa su férreo corazón.

Una segunda señal del tamboril, y comienza la votación: uno a uno van los concurrentes hacia Yahuarmaqui que se halla entre ellos; le dirigen alguna palabra o frase que motiva el voto, como: «Eres valiente»; «Eres como el rayo»; «Has vencido a muchos enemigos». Clava cada uno en tierra la pica y vuelve a su puesto. Al fin una selva de esas armas, de las que penden cordones y cabelleras humanas, rodea al anciano de las manos sangrientas. El guerrero más benemérito cuenta los votos y proclama al elegido, quien entre mil gritos de entusiasmo y al son de rústicos instrumentos, que repercuten las selvas en eco prolongado, salta a la balsa y ocupa su asiento.

Acude y apíñase a la orilla del lago la multitud radiante de gozo y sedienta de curiosidad. No hay quien no ostente lo mejor de sus galas; todo brillo; los más vivos y gayos colores se hallan caprichosamente mezclados; aquello es un jardín en que todas las flores han abierto a un tiempo sus corolas a recibir el vivificante calor del sol en medio día. Algunos jóvenes guerreros tienen en alto sus lanzas con penachos volantes y borlas purpúreas. Las doncellas forman grupos entre las de su edad, y parecen lindos cisnes que han salido de las aguas a secarse sobre el mullido césped. Las madres alzan en brazos a sus hermosos niños y les enseñan al jefe de la fiesta, tendiendo ellas mismas el cuello cargado de gargantillas para alcanzar a verle mejor; los chicos sueltan el redondo pecho que queda goteando dulce néctar, y dirigen con asombro las miradas al punto señalado; o bien muchos se encogen asustados y hunden las cabecitas entre el cuello y hombro de las madres, como el pichón que quiere ocultarse entre las plumas de la paloma.

Unos cuantos indios, para contemplar de mejor punto las ceremonias, se han embarcado y están en larga hilera delante del trono del anciano jefe. Hállase, entre ellos, Carlos buscando con inquietos ojos lo que le interesa más que el rey de la fiesta y que la fiesta misma.

Las canoas en que los mancebos y las vírgenes deben desempeñar su importante papel, están ocupadas por sus dueños. Los primeros se hallan solos y se bastan para el manejo del remo; las vírgenes, menos una sola, llevan consigo un remero, y en su porte y semblante muestran vergüenza y cobardía. La excepción es Cumandá: como sabe dominar las olas, así hendiéndolas con el remo como rompiéndolas a nado, irá sola: irá; pero aún está vacía su canoa. Todos lo notan y nadie sabe a qué atribuirlo. ¿Por qué esa tardanza en concurrir a su puesto? El carácter exigente de los salvajes comienza a manifestarse en una sorda murmuración.

Pero al fin asoma la joven y salta con gallardía a su nave, que tiembla como una hoja. Todas las miradas se vuelven a la hija de Tongana. ¡Qué belleza y qué gracias las suyas! Es no solamente la virgen de las flores, sino la reina de todas las vírgenes de la fiesta, cuyo encogimiento crece en su presencia. Lleva el ondeado cabello suelto al desgaire y ceñida la cabeza de una ancha faja recamada de alas de moscardones, que brillan como esmeraldas, amatistas y rubíes; igual adorno le cruza el blanquísimo pecho, y sujeta a la flexible y breve cintura una ligera túnica blanca; penden del cuello y rodean brazos y piernas, graciosas cadenillas y sartas de jaboncillos partidos, negros y lustrosos como el azabache, y de otras simientes de colores que, entre los libres hijos del desierto, se aprecian más que las preciosas joyas de oro y diamantes entre los esclavos de la moda civilizada. Pálida está la virgen; en sus ojos y mejillas hay muestras de haber llorado; en toda su expresión hay claras señales de oculta pena. Sin embargo, se esfuerza por cobrar ánimo, y se reviste de cierta dignidad que aumenta quilates a sus gracias. De pies en la barquilla y ligeramente apoyada en el remo, ve a la deshilada con desdén el trono del viejo curaca, a cuyas plantas debe arrojar luego las frescas y lindas flores que la cercan.

En tanto, en la ribera el padre de la encantadora joven hablaba a media voz con uno de sus hermanos:

-El aborrecido blanco está allí en su canoa-le decía-; ya no cabe duda que es él quien ha engañado el corazón de tu hermana, y que ella le ama.

-¿Qué duda cabe? -contestaba el mancebo-: ya te he dicho cómo sorprendí a entrambos hablando cual si fuesen antiguos amigos allá junto a las palmas del Palora, en la corteza de las cuales hallé grabadas, probablemente por el blanco extranjero, unas líneas mágicas que Cumandá besó al retirarse. Amontoné ramas secas al pie de las palmas y las quemé.

-Tu hermana es una indigna y tú obraste muy bien. ¿Qué otra cosa has observado?

-¿Pues no lo viste tú también? Cuando al venirnos vio Cumandá el montón de cenizas, palideció, suspiró y lloró.

-¡Hija loca y mala! ¡luego llorará mucho más!...

-Después, cuando dormíamos a la orilla del Airocumo, a la hora en que la madre luna comenzaba a descender y todos parecían difuntos de puro inmóviles por el cansancio y el sueño, Cumandá salió de nuestra ramada y se dirigió a tientas a la canoa donde yacía el blanco, y habló con él. La seguí, y tuve el arco tendido largo tiempo aguardando, para dispararlo, ver en qué paraba esa conversación; pero sólo parecía que lloraban ambos y me contuve.

-Hiciste mal.

-¿Qué? ¿y no habría sido malo, además, manchar estos días sagrados con sangre de gente?

-No, porque matar a un enemigo odiado nunca es mal visto ni por los genios buenos -observó el anciano con sequedad.

-En tal caso ¿no llevarías a mal que en cualquiera de estos días enviase yo al blanco extranjero al país de las almas?

-Hijo, sabe que he jurado odio eterno a la raza blanca, y nada me importan los días sagrados con tal que pueda hacerla algún daño. Ese extranjero debe morir a nuestras manos, y morirá. Si para conseguirlo es preciso que perezca Cumandá; perezca también. Mi hija tiene la desgracia de parecerse a las mujeres de aquella maldita raza.

-¡Padre! -dijo sorprendido el joven indio-, en cuanto al extranjero, te ofrezco que... ¡Ah, padre!... pero en cuanto a mi hermana...

-Tu hermana, sí, no podría morir a tus manos; pero... En fin, ¿matarás al blanco?

-¡Mungía me trague, si no lo mato!

-Bien, hijo, bien; persuádete que harás una buena acción. Pero en vez de temer que los genios de las selvas se enojen de ver manchados con sangre los días de la fiesta de las canoas, es preciso evitar la cólera del jefe de los jefes; pues además de ser dueño de la fiesta, los andoas son sus aliados, y el extranjero vive querido entre ellos, por donde vendría sin duda el enojo de Yahuarmaqui contra el matador de aquél.

-Emplearé toda prudencia.

-Sí, hijo: que no se vea la mano que le hiera o que el hecho parezca tan casual, que nadie se atreva a acusarte. ¿Sabes ya el nombre del extranjero?

-Se llama Carlos; pero ignoro su apellido.

-Carlos -murmuró el viejo inclinando la cabeza en actitud pensativa.

El son de los agrestes instrumentos interrumpió la conversación. Comenzaron a moverse las canoas y empezó la fiesta, y por todas partes sonaban voces de alegría. El hijo de Tongana saltó a su barquilla y se internó y mezcló entre los demás salvajes que formaban el semicírculo delante de la balsa de Yahuarmaqui. En seguida un hermoso y robusto mancebo se apartó del grupo de las canoas, y en la suya, cargada de ricas armas, y en airoso caracoleo, en que se ostentó muy diestro remero, se acercó al jefe de los jefes y le dijo:

-Padre y maestro de la guerra, ¡oh Yahuarmaqui! dueño de la lanza que atraviesa al tigre y de la flecha certera; dueño de veinte cabezas y veinte cabelleras arrancadas a los enemigos; ilustre curaca de la temida tribu de los paloras, óyeme: vengo a nombre de los guerreros de las selvas y los ríos a presentarte en este día solemne el tributo de las armas, para que a tu vez lo entregues al gran genio bueno que en otro tiempo salvó a nuestros abuelos de las grandes lluvias y avenidas. Entre ellos hubo un guerrero. ¡Allá van las armas de la guerra!

Y tomándolas en haces las arrojó a los pies del anciano y se retiró.

Luego se presentó el mancebo que representaba a los cazadores; dirigió poco más o menos las mismas alabanzas a Yahuarmaqui, expresó el motivo de la ofrenda y concluyó añadiendo:

-De aquellas grandes aguas se salvó un cazador. ¡Allá van las armas de la caza!

Otros jóvenes desempeñaron igual papel a nombre de los pescadores, de los artesanos, de los que buscan granos de oro entre la arena y el légamo de los ríos, de los que extraen la cera de la palma y el laurel, de los ancianos que desean morir en los combates y evitar la ignominia de acabar la vida en un lecho, y, en fin, de la juventud (plantel en todas partes de esperanzas y aun de ilusiones), de la juventud que anhela imitar el valor y las hazañas de los viejos.

Tócales el turno de las ceremonias a las vírgenes. Una de ellas, bella y engalanada, pero encogida y temblando como una tórtola a la vista del milano, es conducida por el remero a la presencia del anciano jefe. Lleva el tributo de objetos mujeriles: gargantillas de varias simientes y de colmillos de animales, huimbiacas y pendientes de huesecillos de pejes, y fajas con recamos de tornasoladas alas y cabezas de moscardones.

-Gran curaca- dice haciendo un esfuerzo para sobreponerse al susto y la vergüenza-: gran curaca, a cuya mirada tiemblan los enemigos más valientes como tímidos polluelos, obedecen los súbditos sin replicar, y caen las cabezas enemigas como las frutas de los árboles sacudidos por el viento; ¡oh Yahuarmaqui! amor de tus numerosas mujeres y respeto de las doncellas de todas las tribus, recibe estas ofrendas, estas labores de nuestras manos, en nombre del genio bueno de las selvas y las aguas, a quien las consagramos.

Preséntase a continuación la virgen de las frutas, no menos tímida y pudorosa:

-Curaca poderoso -dice-, gran jefe protegido de los genios benéficos; estos plátanos; estas granadillas que se han pintado del color del oro en la cima de los más altos árboles; estas uvas camaironas que son la delicia de todos los paladares; estos madroños y huabas y badeas: todas estas frutas en sazón te envían por mi mano los árboles, matas y enredaderas que se crían en las riberas de los ríos y en el silencio del desierto. Preséntalas al dios de las aguas y de los bosques, para que sea propicio a todas nuestras familias y tribus.

Viene después la virgen de los granos; síguenla las de las raíces y legumbres, y presentan sus ofrendas, precedidas de breves y expresivos discursos. Así a los mancebos como a las vírgenes contesta el viejo Yahuarmaqui, semejante en verdad a un genio silvestre que recibe culto de un pueblo de guerreros, cazadores y labriegos, alzando pausadamente ambas manos a la altura de la cabeza y juntándolas luego sobre el corazón en señal de aceptación y de agradecimiento, mas sin desplegar los labios, ni sonreírse, ni dirigir, ni aun a las tiernas doncellas, siquiera una mirada suave y halagadora; siempre grave y sombrío como cielo borrascoso, no desmiente en lo más mínimo ni su carácter ni su historia. Rebosando de gozo está; pero su gozo, oculto bajo la corteza de bronce de las pasiones materiales y bárbaras, no puede manifestarse. ¿Puede acaso brillar el diamante envuelto en una capa de arcilla? ¿puede un rayo de sol atravesar el muro de piedra de un calabozo?

La muchedumbre busca con ansia, entre las canoas, la de la virgen de las flores, que otra vez tarda en presentarse; no gusta a los salvajes que las huellas de espuma que deja una barca al retirarse del escenario, se desvanezcan antes que asome en él la que debe sucederla. Entre esa gente el cumplimiento de un deseo sigue al punto al deseo; para ella querer es obrar, pedir es tener derecho incontestable de recibir. El disgusto comienza a pintarse en todos los semblantes, y el de Yahuarmaqui se pone más en claro que el de costumbre.

Pero al cabo, como un quinde que ha estado entre el follaje y sale de súbito y se lanza al espacio, y con indecible rapidez hace idas y venidas, giros, espiras, zetas y cien figuras donairosas, batiendo como una exhalación las tornasoladas alas, y abriendo y cerrando las flexibles cintas de la bifurcada cola; así se presenta Cumandá, sola en su ligera barquilla de forma de lanzadera y cubierta de bellísimas flores. Cosa más linda, más fantástica, más encantadora, no han visto jamás las selvas del Oriente, ni las vieron las antiguas mitológicas ciudades de Europa y Asia, ni las modernas cultas sociedades. Esa joven es más que la virgen de las flores, más que la reina de la fiesta, más que un genio del lago; es un pedazo de sol caído en las ondas y convertido en ser mágico y divino que atrae todas las miradas, enciende todos los corazones y despierta todos los espíritus a una como adoración de que ninguno puede prescindir. La multitud da un grito de sorpresa y entusiasmo, y enmudece enseguida para disfrutar más de la maravilla que se mueve en las ondas. Yahuarmaqui queda como una estatua, y hasta en su frente de granito se dibuja al cabo el sacudimiento que sufre en su interior a la presencia y movimientos magnéticos de la virgen de las flores. Ésta se acerca al anciano; se detiene, guarda silencio algunos minutos a causa de la fatiga que le ha ocasionado el manejo del remo, en el cual se apoya con la siniestra mano en ademán altivo y desdeñoso, mientras con la derecha acaricia y sujeta la sedeña cabellera con que juegan las brisas del Chimano, o bien se ajusta el levantado pecho, como para contener y calmar el corazón que le salta inquieto.

-Gran jefe de los paloras -dice al fin en voz melodiosa pero firme-; anciano venerable a quien el Dios bueno ha colocado en ese brillante asiento para que le represente en la fiesta de este día, escucha a la hija del desierto que se atreve a desplegar sus labios ante ti; las flores de los altos árboles; las de las plantas que viven adheridas a sus troncos; las de las enredaderas que forman columpios o suben a coronar las más erguidas palmas, o que las enlazan y unen con anillos y nudos amorosos, símbolo del destino de los amantes corazones; las flores que apenas alzan las cabezas del polvo de la tierra; las flores que se nutren de aire y las que navegan en las dormidas aguas; todas las flores de las selvas, ríos, lagunas y montañas, me han elegido para que te las presente. Míralas, ¡oh curaca!, lindas son como la niñez, frescas como el aliento de los buenos genios. Recíbelas, Yahuarmaqui, recíbelas grato; allá van todas a tus plantas.

Y Cumandá echa en la balsa del viejo guerrero una lluvia de amancayes y norbos, aromos y rosas, tajos, palomillas y otra infinidad de flores exquisitas y sin nombre que atesoran las selvas trasandinas.

Suenan por todos lados voces de aplauso; los tamboriles y pífanos expresan el entusiasmo público, y las canoas de los curiosos, como si fuesen impelidas por súbito viento, se aproximan a la canoa de la hechicera virgen. Todos quieren verla y oírla de cerca; todos ansían percibir la fragancia que despide, gozar de la luz que brilla en esos divinos ojos, en esa frente, en toda ella... Apresúranse muchos a coger las hojas y los botones de las flores que, escapados de las manos de Cumandá, flotan en las ondas, y se disputan con tenaz porfía tan codiciadas reliquias, que las llevan a los labios o las ocultan en el pecho.

Carlos es uno de los más entusiastas, y más de diez veces se pone en peligro de zozobrar, porque en el frenesí de apoderarse de algunos pétalos que huyen revueltos entre la espuma que levanta su propia barquilla, olvida el remo, saca brazos y pecho fuera, y pierde el equilibrio. Al cabo llega a chocar con la suya la canoa de un indio, quien al manejarla obra en apariencia casualmente, de modo que al bornear el remo para enderezarla y traerla a movimiento seguro, da con la pala tan fiero golpe en la cabeza al joven Orozco, que le echa al agua y hunde cual si fuera un pedernal. Muchos no advierten el suceso; pero el viejo Tongana suelta una carcajada diabólica. Otros aguardan que surja el extranjero, y los de Andoas se arrojan a nado desde la orilla para salvarlo. Sus diligencias habrían sido quizá inútiles; pero Cumandá, que todo lo ha visto, parte como una flecha en su canoa al punto en que la agitación de las aguas indica el hundimiento de su amante y, sin vacilar, se arroja de cabeza en ellas y desaparece. Un grito de asombro y espanto se escapa de todos los corazones; todos los rostros palidecen y las mujeres retroceden o caen en tierra horrorizadas. Nadie sabe que la joven tiene por su elemento las ondas, y la dan por muerta, o miran, cuando menos, como inminente su riesgo de perecer. Menos conocen sus amores, y por tanto el pasmo es mayor al ver que su acción temeraria es por el extranjero. Un minuto después torna a agitarse el agua y burbujea; las crespas y circulares olas se suceden con rapidez como naciendo de un centro común y van a morir chocando lánguidas contra las canoas y la arena de la orilla. Ábrense, y surgen a la superficie Cumandá y Carlos por ella sostenido. El joven respira; su primera mirada es para quien le ha salvado, y al ver que es la virgen de las flores, se reanima y cobra fuerzas para nadar hacia la orilla. Entrambos salen a ella cual dos patos que, burlando el tiro del cazador, se zambulleron en un punto y asomaron en otro inesperado, triunfantes y contentos.

Otro golpe de sorpresa. Pero si unos aplauden, no falta quienes murmuren, y muchos guardan silencio que indica indecisión o disgusto. Tongana, inmutado de ira, exclama:

-¡Por los genios del lago!, la virgen de las flores se ha mancillado con el contacto de un hombre, y merece castigo. Gran tribu del Palora; valerosas tribus del Capataza, el Conambi y el Lliquino; todas las nobles tribus hermanas y aliadas que celebráis la fiesta de las canoas en este bendito lago, no reparéis en que la delincuente sea mi hija; os la entrego. Tomadla; sacrificadla junto con ese blanco que se ha atrevido a mezclarse con nosotros en este día consagrado a nuestras divinidades. Desagraviad al buen Dios y a los genios benéficos; no dejéis que triunfe el malvado mungía a causa de una imprudente y loca doncella y de un blanco advenedizo. ¡Hijos del desierto, cumplid vuestro deber!

Diversa impresión causa en los ánimos el arranque de enojo del anciano de la cabeza de nieve: unos lo juzgan obra del celo piadoso y, justificándole, fulminan terribles miradas sobre los dos jóvenes; otros vacilan entre lo que piensan ser un deber sagrado, esto es, que deben solicitar el castigo de los culpables, y la simpatía que por ellos sienten; no pocos los tienen por inocentes y culpan al hijo de Tongana que echó al agua al extranjero. Las mujeres, a quienes ni el salvajismo ha vuelto insensibles, tiemblan por el castigo que espera a la virgen y al hermoso blanco y derraman silenciosas lágrimas. Cumandá, entretanto, con la vista baja, los brazos cruzados y de pie en medio de sus compañeras en las ceremonias que aterradas y llorosas la miran presintiendo su próxima desgracia, guarda silencio, muestra indiferencia por cuanto pasa en su torno, y sólo ve con ojos rebosantes de ternura a su amado blanco. Este, rodeado de sus amigos, los záparos de Andoas, teme por Cumandá y se olvida de sí mismo:

-Venerable anciano -dice dirigiéndose al irritado Tongana-, escucha al extranjero cuyo castigo solicitas junto con el de tu hija inocente. Es cosa extraña que reputes delito una buena acción, cual la que ha practicado Cumandá salvándome de la muerte; y ¿no temes que el buen Dios y los genios benéficos, a quienes has invocado, lleven a mal que se la recompense quitándole la vida? Pero si tus hermanos los de las bravas y nobles tribus aquí presentes quieren una víctima para calmar su venganza, heme aquí; sí, yo sólo debo perecer, porque soy la causa única de la acción de la virgen de las flores: si no me hubiese hundido en el lago, claro es que ella no habría tenido por qué ponerse en contacto conmigo.

Cumandá iba también a hablar, y ya puede colegirse lo que habría dicho: que ella sola era la culpable, y que sola debía ser sacrificada; que el joven blanco era inocente; pero sus primeras palabras: «Óyeme, anciano padre mío; oídme tribus», fueron ahogadas por multitud de voces, palmadas, golpes de rodelas y picas y hasta de los tamboriles que sonaban sacudidos con ímpetu, y la virgen hubo de continuar silenciosa.

-¡Muera el blanco! -gritaban por una parte.

-¡Viva el blanco! -respondían por otra.

-¡La sangre de ambos a los genios del lago!

-¡No, no! ¡de ninguno de ellos!

-¡Sí, sí! ¡justicia, castigo!

-¡Silencio! ¡Que el jefe de los jefes lo decida!

-¡Bien!

-¡Que venga el gran curaca!

-¡Que venga y lo resuelva!

Yahuarmaqui, en efecto, había saltado de su balsa; se acerca al lugar de la disputa, levanta su pica en señal de autoridad, y reina súbito silencio. Todas las miradas convergen hacia él; todos aguardan con los pechos agitados la decisión de sus labios que será inapelable. ¿Si será de vida? ¿si será de muerte? El llanto de las mujeres se ha suspendido en sus párpados, como las primeras gotas de la lluvia entre las menudas hojas del espárrago; la queja de sus corazones o el suspiro del dulce desahogo están prontos a escaparse por los entreabiertos labios. Cumandá y Carlos se cruzan una mirada de dolor y de indecible angustia.

Habla al fin el anciano jefe:

-Valientes hijos del desierto, hermanos míos, y tú noble Tongana, vuestro celo por el deber os lleva a juzgar con sumo escrúpulo de un suceso en el cual conviene antes meditar. Yo, por cuya boca hablan en este día sagrado los genios del lago y de las selvas, os digo que conviene continuar la fiesta antes de decidir cosa alguna acerca de la suerte de estos jóvenes, que durante ella no se riegue ni una gota de sangre, ni se viertan lágrimas, ni se oigan quejas ni gemidos. Que los jóvenes, todos sin excepción, dancen, canten y rían, y que los viejos, en lo posible, imiten a los jóvenes. ¿Acaso nadie ha venido a la fiesta de los genios para entristecerse y llorar?

Un grito de aplauso hizo resonar los senos de las aguas y los bosques; los mismos que pocos minutos antes pedían el castigo de Carlos y Cumandá, batieron palmas: ¡tal es siempre el influjo de las palabras del poderoso! El mundo no deja de ser mundo ni entre los salvajes. Sólo Tongana obedece mal su grado, inclina la cabeza y se retira mohíno, como el furioso perro a quien se impide morder.

Jívaros y záparos, en tanto, ya no piensan sino en prepararse para las ceremonias de la noche que se aproxima.