Cumandá/VII

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Capítulo VII - Un poeta[editar]

El joven Carlos de Orozco había solicitado y obtenido de su padre el permiso de seguirle a la misión. Se amaban profundamente, y a entrambos cuadraba muy bien el vivir como compañeros en las selvas.

Carlos, además de un bonísimo corazón, debía a la naturaleza el don de clara inteligencia realzado por una ardiente pasión a las musas. Estas le hallaron en extremo sensible, y le abrieron y franquearon sin reserva sus tesoros; tesoros de poco o ningún precio para la gente enferma de raquitismo de espíritu y que sólo se deleita de las impresiones de la materia; pero de valor inmenso en el mundo moral, en el mundo de las almas nobles y generosas, que gustan de levantarse sobre las mezquindades de la tierra y aproximarse al cielo. Carlos fue, pues, tierno y dulce poeta casi desde niño.

Pero la vida de los poetas se anticipa siempre a los años, y corre de principio a fin con un cortejo de pasiones de fuego que consume sus fuerzas, de ilusiones que van pasando como rápidos meteoros, de desengaños que amargan hasta lo íntimo de su corazón, de tristezas que los abruman terriblemente. Digno de lástima fuera el poeta si no estuviera en su propio infortunio la grandeza de su destino. El infortunio que ha entrado al templo de la inmortalidad, connaturalizado, identificado con Homero, Tasso, Milton, Camoens y otros de esta raza de genios felizmente desgraciados, ¿no vale infinitamente más que la dicha de ciertos grandes que termina encerrada en una huesa, sin haber dejado rastro de sí ni haber honrado en manera alguna a la patria ni a la humanidad?

¡El poeta, ser condenado a buscar en la tierra cosas que se hallan sólo en el cielo! Ha traslucido una virtud divina, un amor puro e infinito, una belleza de ángel, una armonía inefables; tiende las alas de la imaginación hacia esos bienes, y tropieza a cada instante en las bagatelas y miserias del mundo, y ve cieno por todas partes, y percibe fetidez, y le zumban a los oídos las roncas carcajadas de los vicios y la prostitución; entonces siente todo el peso de un infortunio que las almas vulgares no conocen nunca. ¡Pobre poeta! ¿No podría mejorar su suerte prestando a lo malo que ve en la tierra algo de lo bueno que ha vislumbrado en el cielo? El genio que alcanza esta especie de visión beatífica, ¿no podría hacer el milagro de labrarse en el mundo alguna ventura superior a lo que el vulgo de los hombres llama dicha? ¿Está de Dios que la desgracia ha de ser siempre en la tierra la compañera de las grandes almas? ¿Está escrito que así como la beatitud se compra con penitencia y lágrimas, la gloria en el mundo ha de comprarse haciendo que el genio se purifique en las penalidades y dolores?... Sin duda; y así desgraciado, y así padeciendo, y así llorando, el poeta se levanta sobre la multitud como el rey del pensamiento, engalanado con los diamantes de la fantasía, para hablar, seducir y encantar a las futuras edades, y esparcir sobre ellas los rayos de su gloria. ¡Oh! ¡y después de esto téngase lástima de ese desdichado semidiós!...

Carlos a los veinticinco años había gastado más vida que otros a los cincuenta. El telón del mundo se levantó demasiado presto para él, y vio sus variadas escenas con la clara mirada del talento, comprendiéndolas y apreciándolas más rectamente que los mismos que más activo papel desempeñaban en ellas. Alma noble y pundonorosa, no quería mezclarse en los enredos sociales donde peligran la buena fe y el honor. Corazón de poeta, según la idea que hemos indicado brevemente acerca de los favoritos de las musas, era todo sensibilidad y delicadeza. Inteligencia creadora, hallaba estrechos los límites de la naturaleza material, y buscaba las regiones infinitas del espíritu. Para él la esencia de la vida estaba en el pensamiento, y como pensaba mucho vivía más aprisa. Hallaba satisfacción en dar pábulo a todo afecto puro y a las sensaciones internas, y como sufría a cada paso contradicciones en lo material del mundo, frecuentemente se ponía triste y buscaba la soledad y el silencio. Júzguese si con un carácter tan extraño al común de la humanidad, con un alma tan candorosa y limpia, que ha debido pasar de la niñez a la categoría de ángel, y que sólo se detuvo entre los hombres en fuerza de un destino incomprensible; júzguese, decimos, si podría gustar alguna felicidad de la escasísima que otros saborean en esta galera turca llamada vida.

Pero es verdad que naturalezas como la de Carlos suelen padecer anomalías inconcebibles también como su destino, y repentinamente ven algo del cielo que soñaron en la mirada de una belleza, en la sonrisa de un niño, en el canto de un ave, en el aroma de una flor. Este estado anormal les dura a las veces largos días: la ráfaga de pasión que los envuelve, los trae, digamos, a la tierra y los reconcilia con la vida material, haciéndoles catar la miel de sus deleites. Otras veces pasa la ilusión con la rapidez de la onda que cae en un abismo: el elemento espiritual de su carácter no se deja subyugar por las tentaciones del mundano. En ambos casos anhelan desahogarse dando salida al tesoro de armonías que rebosa en su alma, y cantan; porque, eso sí, no hay verdadero poeta que pueda decir jamás al mundo:

-No soy poeta.

Si tal dice, se expone a delatarse en los momentos en que, obedeciendo al numen, procede sin conciencia de sus propias acciones.

El joven Carlos, cuando se halló en el corazón de las selvas, creyó hallarse en su elemento; tenía soledad, silencio, cierta misteriosa grandeza que le rodeaba por todas partes, y una libertad de que nunca hasta entonces había gozado, y que, enajenándole del mundo, le hacía dueño absoluto de sí mismo, para lanzarse derecho y más fácilmente a la contemplación de lo infinito. Allí le pareció más perceptible la idea de Dios, y halló más claras y precisas algunas verdades sobre las cuales había cavilado mucho. El aire del desierto había limpiado todas las brumas que ofuscaban su inteligencia, y además de poeta ya era también filósofo. El estudio de sí mismo y de la naturaleza en relación con su divino Autor, se hace mejor donde en más hondo sosiego se medita. El hombre interior no goza de la plenitud de sus facultades sino en la soledad: allí el Espíritu no halla obstáculos a su vuelo.

Carlos, como su padre, supo hacerse querer en su nuevo pueblo, y se complacía del título de hermano que le daban los salvajes y de la familiaridad que, de conformidad con ese trato, empleaban siempre con él. Se apresuró a comprar una canoa y aprendió a manejarla con sorprendente destreza. En ella, muchas veces solo y otras acompañado de un joven záparo, según la necesidad, según las circunstancias o el estado de su ánimo, subía o bajaba por el Pastaza, pasaba a la orilla opuesta y recorría la boca del Bobonaza; o bien, haciendo alto en las chacras que los andoanos labraban a una, dos o tres jornadas de la población, y venciendo las dificultades y peligros del Estrecho, se metía por el Palora, buscando sitios que armonizasen con su carácter e inclinaciones por la soledad, el silencio y la belleza sombría y tétrica tan común en aquellos bosques. Tal cual vez se distraía echando cebo a los peces o derribando con la escopeta las pavas que descubría en las ramas tendidas sobre el río. Sucediole más de una ocasión verse sorprendido por la noche en sus solitarios paseos, y entonces se volvía al pueblo o a la chacra más cercana, complaciéndose en ver brillar con la luz de la luna la espuma que levantaba el remo en torno de la canoa; o bien amarraba ésta a un tronco, y pasaba hasta la aurora dormido al blando vaivén y arrullo de las olas.

Una mañana se recostó en las inmediaciones de las dos palmeras y junto a la desembocadura del arroyo que ya conocen nuestros lectores. Creyó haber oído allí cerca un canto dulcísimo; pero lo juzgó sueño y sintió haberse despertado tan pronto. Desató la barquilla y, al tiempo de separarla del atracadero, vio salir del agua una joven y que se ocultaba presurosa entre el follaje; era blanca como la pulpa del coco, y no obstante la rapidez del movimiento y desaparición casi instantánea, pudo Carlos pasmarse de su rara belleza. Por el pronto su poética imaginación le trasladó a la antigua Grecia: pensó que el Palora era el Alfeo y juzgó que acababa de sorprender a una de sus más encantadoras ninfas. Pensamiento justificable en el instante de tan singular visión. Se quedó suspenso una buena pieza: mas al fin se sintió arrastrado a pesar suyo por la corriente y bajó al Pastaza, y luego a la Reducción, llevando fijos los ojos de su alma en esa extraña belleza de la soledad.

Desde aquel día un secreto y poderoso impulso le llevaba siempre al arroyo de las palmas, no obstante la distancia y el tener que alejarse por algunos días de Andoas, inquietando el corazón del buen P. Domingo.

La ninfa no era otra que Cumandá. Carlos había sido también para ella una extraña aparición, y aunque la primera vez se asustó mucho, tampoco faltó una fuerza desconocida que la impeliese a irse casi todas las mañanas al arroyo, donde por rareza no hallaba al joven hermoso, a quien, la primera vez que le vio, tuvo por un genio del río o de la selva.

No sabemos cómo se dirigieron las primeras miradas, ni cuáles fueron las primeras palabras con que se hablaron, ni de qué modo se acercaron el uno al otro, ya libres de recelo; pero todo se puede adivinar de parte de quien ha sido verdadero amante alguna vez: se acercarían por una especie de atracción magnética, se hablarían y mirarían con timidez y ternura primero, y después con ternura progresiva, con aquel dulce fuego que verifica la fusión de dos almas nacidas para la existencia en un solo sentimiento y un solo amor. ¿De qué otro modo pudieran haber comenzado sus relaciones esos seres puros, sencillos y ardorosos que se encontraban por casualidad en el desierto?

El joven Orozco tuvo por seguro que la Providencia le había permitido realizar sus sueños de poeta, entrando a vuelo tendido en las regiones de una felicidad desconocida en la tierra. Cumandá se preguntaba muchas veces a sí misma cómo y por qué había llegado a ser objeto de amor apasionado de un ser que, si no era uno de los genios que la fantasía de los indios veía en el desierto, era probablemente la encarnación de uno de aquellos espíritus que los cristianos llaman ángeles, y se llenaba de recelosa confusión. Los amores de entrambos eran, pues, castos, y correspondían a la idea que los dos se habían formado mutuamente uno de otro. La hija de Tongana habló primero de matrimonio; pero fue sólo porque juzgó que con este lazo aseguraría mejor para sí el corazón del joven extranjero. Ella también le daba con frecuencia el nombre de hermano; y aunque en sus labios sonaba dulcísimo como en ningunos otros, ambicionaba el poder llamarlo esposo. Entre los escasos destellos de luz cristiana que había recogido de las reminiscencias de la madre, algunos eran referentes a aquel sacramento que ha establecido bases santas y eternas para el amor y la inquebrantable unidad de la familia. Carlos se contentaba con que su amor tuviese el carácter de fraternal, una vez que lo creía llevado a la perfección típica que llenaba sus anhelos; pero aceptó el pensamiento de Cumandá y le hizo juramento solemne de elevarla a la categoría de esposa. Hallado, como imaginaba, el centro de su ventura, era menester no salirse de él, y para esto creía excelente cosa transformar los lazos de la fraternidad en los del matrimonio.

Pero en todo caso necesitaba vencer algunos obstáculos que, a primera vista, se presentaban insignificantes, y que en verdad eran de cuenta. Ella temía el odio mortal que su padre mostraba por los blancos, y él no contaba todavía con la aquiescencia del padre Domingo: ¿quién sabe si su modestia llegue al extremo de consentir que su aristocrática sangre se mezcle con la sangre india?

En este punto se hallaban las relaciones y proyectos de nuestros jóvenes al tiempo de la entrevista en que los hemos sorprendido, y en vísperas de la gran fiesta de las canoas a la cual los vamos a seguir.