Cumandá/XVIII

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Capítulo XVIII - Última entrevista en la tierra[editar]

El malísimo estado de la salud de Yahuarmaqui, no era un misterio para su tribu, y su muerte, aunque muy sentida, a nadie sorprendió.

Reunidos en el acto en torno del cadáver los más distinguidos guerreros, eligieron por sucesor en el cargo de curaca a Sinchirigra; si bien lo había designado ya la voluntad de su padre, que podía más que los votos de sus hermanos de armas. La ceremonia, poco más o menos, fue la misma que se había empleado en la elección del jefe de la fiesta de las canoas.

Pero en el acto también, dejando al cuidado de algunas mujeres la operación de momificar el difunto, varias partidas de indios salieron en diversas direcciones en persecución de Cumandá, destinada a morir para acompañar a su noble esposo. Habíanlo por seguro el hallarla, y así otras mujeres se encargaron de preparar el agua aromática para el sacrificio.

La partida más numerosa, guiada por el nuevo jefe, tomó el camino de Andoas, mitad por tierra, y mitad por agua, llevándose consigo a Tongana, enfermo y débil, y a Pona; a ésta, además de considerarla cómplice en la fuga, como a su esposo, con el interés de obligarla a emplear sus hechicerías en el descubrimiento de la ruta que siguiera la prófuga.

La destreza de los salvajes para buscar y hallar el rastro, así del hombre como de la bestia, en el laberinto de las selvas, es imponderable, y, la cree sólo quien con ellos ha vivido y la ha observado. Las huellas de Cumandá, a pesar de todas sus precauciones y de haber sido borradas por la tempestad, fueron descubiertas y seguidas por los paloras que las buscaron por las orillas del río abajo.

Los hemos visto ya sobre la Peña del Remolino.

Habíase cumplido el plazo fatal que el mensajero señaló al padre Domingo: era poco más de media noche. Esperábase la vuelta del jívaro por los suyos, con aquella inquietud mezclada de enojo y deseo de sangre, característica de los salvajes. El color del tendema con que volvería, sería la sentencia de salvación o muerte para Carlos, apresado por ellos junto al arroyo de las palmeras, y sería, además, la señal de paz o de guerra con los záparos cristianos. Sorprendioles mucho, por lo mismo, el prendimiento de Cumandá más pronto de lo que habían imaginado.

Un grito semejante al aullido de una fiera salido de entre las tinieblas que cobijaban el río, anunció la llegada del mensajero con la apetecida presa, y veinte bárbaros salieron a su encuentro con hachas de viento y grande algazara.

Cumandá se les presentó con sereno y noble continente, que contrastaba con las marcas de dolor estampadas en su altiva frente. Reconvínola Sinchirigra, afeándole su proceder, pues había rehusado cumplir una obligación sagrada, había rechazado la honra de ser reputada como la más querida de las esposas del famoso Yahuarmaqui, y, por último, había sembrado las semillas del mal ejemplo entre las mujeres de la tribu palora, enseñándolas a ser infieles y cobardes. Ella no desplegó los labios, que, después de la reconvención, sólo se animaron con un breve gesto de menosprecio; pero mientras de la orilla subía a las ramadas, llevada en procesión, buscaba con los ojos al idolatrado extranjero, por quien convenía gustosa en sacrificarse. En esos momentos no tenía otro deseo que verle por última vez, y dirigirle los postreros juramentos de su amor que se elevaba a mayor vehemencia a medida que se aproximaba a la muerte. ¿Veis cómo se ensancha el disco del sol en las vecindades del ocaso? Es la imagen de algunas grandes pasiones del corazón humano.

Ordenose inmediatamente la partida de la salvaje tropa, no obstante que la lluvia continuaba sin probabilidades de escampar, antes bien, con las de arreciar más y más, a medida que transcurrían las horas. Todos se pusieron en movimiento; quién se calzaba las sandalias de piel de danta, quién se terciaba a la espalda la halapa de delgada pita llena de provisiones de viaje, quién se cubría la cabeza con unas anchas hojas de figura de sombrero chinesco, muy comunes en esas selvas: y los remeros desatracaban sus canoas, y entre cantos desacordes y gritos destemplados comenzaban la difícil maniobra de dirigirlas rompiendo la corriente, sin más que la fuerza de sus brazos y del viento que les era favorable.

El bronco son del caracol dio la señal de emprender todos la marcha, pero Cumandá dijo a Sinchirigra:

-Jefe de los paloras, no se moverán de este suelo los pies de la viuda de Yahuarmaqui hasta que la oigas y la concedas lo que va a pedirte:

-La hija de Tongana y esposa del noble curaca difunto -contestó el heredero de Yahuarmaqui-, tiene libre la lengua, antes de ir a acompañarle en el mundo de las almas, para pedir que se le concedan tres cosas; esta es costumbre de los paloras y será respetada.

-Yo -replica la joven-, reduzco todas tres cosas a una, y no volveré a mover la lengua.

-En nombre de los genios de la montaña -responde el jefe-, la viuda del curaca de las manos sangrientas será complacida.

-Ellos te sean propicios, noble jefe, por el bien que me haces. Quiero, pues, que se me lleve a la presencia del joven blanco, y se me deje hablar con él.

Sinchirigra hizo un gesto de disgusto, pero su palabra estaba empeñada y hubo de cumplirla. Cuatro jívaros guiaron a Cumandá por entre un laberinto de árboles, alumbrando el camino con hachas de esparto aceitoso que resisten a la lluvia.

Carlos había sido atado de espaldas a un tronco, y aunque oía las voces, no sabía que Cumandá estaba ya en poder de los bárbaros. Juzgue quien sea capaz de ello lo que pasó en el alma de los dos amantes cuando se vieron en este cruelísimo trance. Un ¡ay! simultáneo se cruzó entre ellos, expresión de aquel dolor que sentiría sin duda la víctima cuando el terrible druida le torcía el corazón para arrancársele palpitante: expresión de dolor única, inimitable y hasta inimaginable.

Cumandá se arrojó a Carlos y se le colgó del cuello, derramando arroyos de lágrimas. Quiso desatarle, pero se lo impidieron los indios. Volvió a enlazarle en sus brazos y le besó la frente con una especie de delirio, acercando luego la suya, para que él también la besase. Carlos lloraba asimismo, y las lenguas de entrambos apenas acertaban a moverse para decir entre sollozos: ¡Amado blanco mío! ¡Carlos mío! ¡Cumandá! ¡Cumandá de mi alma!

Ella, al cabo, enderezándose y poniendo las manos en los hombros de su amante, le ve con indescriptible ternura, y en voz dulcísima y trémula le habla de esta manera:

-¡Oh blanco! ¡oh hermano mío! te llevaste mi corazón y me diste el tuyo; nuestra sangre se ha llamado mutuamente para mezclarse; nuestras almas se han buscado para unirse, pero la desgracia ha venido como la tempestad para romperlas y alejarlas, y no hemos sido bastante fuertes para resistir a su furor. ¡Ay, bello extranjero mío! tú te quedas como el árbol en la orilla, y yo me voy como la rama desgajada que cae en el torrente. ¡Adiós, ya no hay remedio! ¡Estoy como el cordero atado en manos del que va a degollarle! Estoy como la hoja seca derribada por el viento en la hoguera; ¡pronto seré ceniza! Pero voy al sacrificio por salvarte; ¡ah! ¡cuánto más cruel habría sido para mí que murieras por causa mía! ¡Blanco mío, adiós! No olvides jamás cómo correspondo al noble y ardiente amor que te debo. Te doy cuanto tengo, te doy mi vida; ¿qué más puede ofrecerte una pobre salvaje? ¡Oh! si tuviese algo que valiese más que mi vida, no vacilaría en sacrificártelo. ¿Hallas cosa alguna en mí que yo no haya reparado y que en este instante pueda ofrecértela? Dímelo y te complaceré; ¡sí, dímelo!... Pero ¡ah! lo único superior a mi corazón, a mi alma, a todo mi ser, eres tú mismo... ¡sí, tú mismo, y por ti soy llevada al sacrificio!... ¡Carlos! ¡Carlos, adiós!

-¡Amor mío! ¡Amor de mi alma! -contesta el joven-, ¡cómo podré soportar que perezcas por mí! ¡cómo que se me deje una vida que debe apagarse junto con la tuya! No, no será así; ¡que a mí también se me lleve contigo, que nos inmolen juntos! ¿Qué inconveniente hay para ello?... ¡Cumandá! sé lo que van a hacer de ti... ya lo sé... lo sé todo... ¡Que tu cadáver y el mío sean puestos a los pies del cadáver de Yahuarmaqui! ¡Ah! te han buscado con grande empeño para sacrificarte a una costumbre bárbara y terrible. ¡Crueles, crueles salvajes!... ¡Sí, los jívaros van a cumplir ya sus propósitos! ¡indios atroces! Pero yo también moriré contigo...

-¿Morir tú? ¡nunca! ¡jamás! No conviene que tú mueras, hermano blanco mío, no; el jefe de los cristianos necesita de ti: ¡pobre anciano! ¡qué fuera de él si tú le faltases!... Cálmate; deja que yo cumpla mi destino; pero tú, amado de mi alma, vive, vive para tu padre.

-¡Oh, Cumandá! ¿tú también te has vuelto cruel? Al pedirme que viva, me pides que me resigne a un espantoso mal: ¡la vida sin ti, Cumandá!...

-Extranjero, acuérdate que muchas veces me has hablado del amor que es preciso tener a nuestros padres; acuérdate, por otra parte, cuántas veces me has dicho cómo el buen Dios, el Dios de los cristianos, convierte los dolores de la tierra en delicias del cielo; y si yo me voy delante, tú, por mucho que vivas, me seguirás pronto a ese cielo, que es la patria de los espíritus. Voy a esperarte allá. Mi vida se ha secado como gota de rocío al nacer el sol; pero consuélate: tú también eres gota de rocío, y también para ti vendrá el sol. ¡Blanco mío, adiós!

-Sí, hermana mía, todas esas cosas te he dicho cuando no me devoraba la fiebre del dolor y del despecho; ¡pero ahora!... ¡Dios mío! ¡Ah, Dios mío! ¡no quiero que Cumandá parta a la muerte sin mí!... Guerreros del Palora -añadió el joven volviéndose a los jívaros que presenciaban impasibles tan tierna escena-; generosos hijos del desierto, ¡desatadme! ¡llevadme con la hija de Tongana, y tened la bondad de sacrificarme con ella! O bien, no me desatéis, dejadme aquí, pero clavado contra este árbol con vuestras flechas. Ahí las tenéis. ¡Ea! no vaciléis; tended los arcos; ¡heridme, heridme por piedad!...

Un segundo toque del caracol interrumpió el diálogo de los amantes, y los jívaros intimaron a Cumandá la necesidad de partir.

Eran frecuentes en ella las transformaciones súbitas, aquel revestirse de cierta grandeza salvaje, aquel sobreponerse a los peligros y al dolor mismo que torturaba su corazón; y esto sucedió en el instante en que dirigió las postreras palabras a Carlos. Se irguió, tomó el porte y aspecto de verdadera heroína, y en voz clara y suelta, aunque algo trémula, dijo:

-Hermano extranjero, ¡valor! esta es grande virtud de tu raza como de la mía; ¡valor! ya es tiempo de que me pierdas en la tierra. Yo no dejaré de verte desde la mansión de los espíritus, a donde voy a subir: tú no dejes de elevarte a ella y de buscarme con el pensamiento. Ya no se verán ni juntarán nunca nuestros cuerpos bajo las palmeras del desierto, ni en las orillas de los ríos y lagos, ni en la superficie de sus mansas olas, pero sí se verán y hablarán nuestras almas que tanto se aman y tanto han padecido juntas.

Enseguida, toma de su cuello la bolsa de piel de ardilla, la cuelga del de Carlos, y añade:

-Esta es, ¡oh, blanco, hermano mío! la prenda del amor y de la muerte. ¡Adiós!

El joven inclinó la frente con el silencio del abatimiento sin remedio humano; Cumandá dobló un instante la suya sobre el hombro de su amado. Las lágrimas no brotaron de los ojos de ninguno de ellos: el dolor había llegado a colmo y el dolor extremo, ya lo dijimos, nunca tiene lágrimas. Callaron los labios, se entendieron las almas y se despidieron los corazones con aquellas secretas voces de inefable sentimiento para cuya expresión la naturaleza no ha enseñado todavía voz ninguna.

El son del caracol instaba y los jívaros separaron a Cumandá de Carlos. Este alzó la cabeza, y al cárdeno reflejo de las hachas vio desaparecer la fantástica figura de su amante tras unos troncos y una cortina de enredaderas, como la sombra de un ángel que se le había aparecido un momento para apasionarle el alma, y dejarla luego hundida en un abismo de dolor. ¡Tal es casi siempre el fin de las grandes pasiones! ¡tal es el inevitable paradero de las almas sensibles! Ellas, que parecen estar de más en el mundo, centro de lo material y miserable, viven envueltas en tempestades que las sacuden, las estrujan, las atormentan, y cuando, arrebatadas de su propio natural impulso se levantan a las regiones de lo ideal, es sólo para luego caer y consumirse en brazos del despecho y del dolor.

Cumandá oyó al paso unos gemidos y unos ayes débiles y apagados: conoció los primeros, pues eran de su madre; creyó adivinar los segundos, pues así se quejaba Tongana alguna vez que el dolor superaba a su resistencia. En efecto, ellos eran. La joven quiso oírlos de cerca; pero se lo vedaron los indios y, puesta al centro de la tropa y junto a Sinchirigra, fue arrebatada cual por enjambre de hambrientas hormigas, pobre mariposilla, por entre un dédalo de árboles y sombras.

Gradualmente iban desapareciendo los salvajes en las mil vueltas y encrucijadas tenebrosas del bosque; las luces se disminuían. Ora brillaba alguna en el fondo del abismo y luego se apagaba; ora no se veía sino el reflejo de otra en los musgosos troncos y las masas de follaje; ora desaparecía toda claridad y tornaba por intervalos a brillar más y más confusa, o bien se perdía y reaparecía en alternación rápida como el pestañeo, haciendo que pareciesen los árboles como que pasaban de un punto a otro a veloces saltos. Al fin quedaron sólo las tinieblas imperando en cielo y tierra. Asimismo, fueron muriendo las voces de los jívaros y el ruido de sus pisadas, y pronto en la negra y medrosa soledad no se escuchaban sino el sordo rumor del aguacero, el penetrante silbido del viento, el ronco y vago eco de las ondas, y mezclados de cuando en cuando a este nocturno concierto de la perturbada naturaleza, los lastimeros quejidos de dos corazones desgarrados y agonizantes.

Los salvajes, de carácter siempre desconfiado y suspicaz a par de cruel, una vez hallada Cumandá, temieron, por una parte, que la hechicera emplease los últimos arbitrios de su arte para salvarla de nuevo, si la llevaban consigo; y por otra, quisieron castigarla junto con su esposo, cómplice también de la evasión, en sentir de ellos, y se valieron del bárbaro expediente de atarlos, como al joven Orozco, al tronco de un árbol. Allí se entregaba la cuitada Pona a todo su dolor y desesperación, y Tongana agonizaba. Oíalos Carlos; conoció a Pona por las frases que soltaba en medio de los quejidos; pero como la tortura del alma le tenía casi enajenado, e iba con la imaginación siguiendo a Cumandá, camino del sacrificio, no podía articular ni una sola palabra.

A la postre, los tres juntamente concibieron una esperanza: ¡la próxima aurora los hallaría muertos!

¡Aguardaban un bien demasiado grande para ellos en la terrible prueba por la que atravesaban! pues parece que la muerte, de acuerdo con el destino, respeta siempre a las víctimas de la adversidad.