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De Ángel Ganivet a Miguel de Unamuno - 2

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El porvenir de España: Cartas abiertas
de Ángel Ganivet


I

Poco a poco, sin pretenderlo, vamos a componer un programa político. No uno de esos programas que sirven para conquistar la opinión, subir al poder y mal gobernar dos o tres años, porque esta especialidad está reservada a los jefes de partido, y nosotros, que yo sepa, no somos jefes de nada; de mí al menos puedo decir que, desde que tengo uso de razón, estoy trabajando para ser jefe de mí mismo, y aún no he podido lograrlo. Pero hay también programas independientes que sirven para formar la opinión, que son como espejos en que esta opinión se reconoce, salvo si la luna del espejo hace aguas. Tales programas están al alcance de todas las personas sinceras, y en España son muy necesarios, porque la opinión sólo tiene para mirarse el espejo cóncavo de su profunda ignorancia, y hace tiempo que no se mira de miedo de verse tan fea.

Hay quien se lamenta de la ineptitud política de la gente nueva, la cual en el cuarto de siglo que llevamos de restauración, no ha dicho aún esta boca es mía; así se comprende que estemos gobernados por hombres anteriores a la revolución, los más de ellos condenados ya a muerte en 1866, y que nuestra política consista sólo en ir tirando, aunque sea con vilipendio. Mas lo lamentable sería que la juventud hubiera seguido las huellas que se encontró marcadas y aceptado la responsabilidad de los hechos presentes. Si alguna esperanza nos queda todavía, es porque confiamos en que esos hombres nuevos, que no han querido entrar en la política de partido, estarán en otra parte y se presentarán por otros caminos más anchos y mejor ventilados que los de la política al uso.

No se entienda por esto que yo confíe mucho en la gente nueva; de no formarse los hombres de Estado por generación espontánea, no sé cómo se van a formar en nuestro país, donde no se enseña ni el abecedario de la política nacional. La restauración acometió de buena fe la reforma de los estudios; pero el nuevo plan fue imitativo, como lo es todo en España, por ser también nuestro sistema de gobierno una pobre imitación; se adoptó un hermoso programa de asignaturas, cuya única deficiencia consiste en que, a pesar de lo mucho que enseña, no enseña nada de lo que más conviene saber a un español.

Nuestro pasado y nuestro presente nos liga a la América española: al pensar y trabajar, debemos saber que no pensamos ni trabajamos sólo por la Península e islas adyacentes, sino para la gran demarcación en que rige nuestro espíritu y nuestro idioma. Tan difícil como era sostener nuestra dominación material, tan fácil es (y ahora que el dominio se extinguió en absoluto, más aún) mantener nuestra influencia, para no encogernos espiritualmente, que es el encogimiento más angustioso. ¿Qué sabe de América nuestra juventud intelectual? Cuatro nombres retumbantes, comenzando por el retumbantísimo de Otumba. La fecha de la independencia de nuestras colonias, que debió marcar sólo el tránsito de uno a otro género de relaciones, es para nosotros una muralla de la China. No faltan esfuerzos aislados, como los de las Ordenes religiosas, los de la Academia de la Lengua, el del Centenario, la publicación de las Relaciones de Indias y los estudios críticos de Valera; pero estos trabajos no influyen en la educación de la juventud.

Si se mira el porvenir, hay mil hechos que anuncian que Africa será el campo de nuestra expansión futura. ¿Qué sabe de Africa nuestra juventud "estudiosa"? Menos que de América; ni los primeros rudimentos geográficos. Hay también esfuerzos aislados, que en un país tan perezoso como España quieren decir mucho. Granada, en particular, es el centro de donde han salido nuestros mejores orientalistas y donde se conserva más apego a la política simbolizada en el testamento de Isabel la Católica. Si yo dispusiera de capital suficiente (del que no dispondré jamás, porque tengo la desgracia de dedicarme a los trabajos improductivos), fundaría en Granada una Escuela africana, centro de estudios activos, según una pauta que tengo muy pensada y con la que creo había de formarse un plantel de conquistadores de nuevo cuño, de los que España necesita. La gente se burlaría de mí, y quién sabe si al cabo de un siglo o dos se diría que yo había sido el único hombre de Estado de nuestra patria en los siglos XIX y XX. Gran celebridad es la que me pierdo por no tener recursos, y lo siento, no por la celebridad, sino porque la obra se quedará en proyecto, como todas las buenas.

No hay nada superior en Arquitectura a las iglesias góticas, porque en ellas la armonía no es convencional y geométrica, como en las obras clásicas, sino que es psicológica y nace en lo íntimo de nuestro ser por la sugestión que nos produce la convergencia de las líneas ascendentes hacia un punto del cielo, semejantes a ideas que se enlazan en un solo ideal, o a las voces de un coro que se unen en una sola oración.

He aquí un criterio fijo, inmutable, para proceder cuerdamente en todos los asuntos políticos: agarrarse con fuerza al terruño y golpearlo para que nos diga lo que quiere. Lo que yo llamo espíritu territorial no es sólo tierra, es también humanidad, es sentimiento de los trabajadores silenciosos de que usted habla. La acción de éstos no es la historia, como el basamento de la isla no es la isla; la isla es lo que sale por encima del agua, y la historia es el movimiento, es la vida, que debe apoyarse sobre esa masa inerte, rutinaria, que ya que no ejecute grandes hechos, sirve de regulador e impide que los artificios tengan la vida demasiado larga y destruyan el espíritu nacional.


II


A pesar de lo dicho creo, y la gratitud nos obliga a creer, que la restauración ha prestado al país un gran servicio; nos ha dado un período dé paz relativa, y en la paz hemos visto claro lo que antes no veíamos; se decía que nuestros males venían de las guerras, revoluciones y pronunciamientos, y ahora sabemos que la causa de nuestra postración está en que hemos construído un edificio político sobre la voluntad nacional de una nación que carece de voluntad. Vivimos, pues, en el aire, como quien dice, de milagro. Se explica perfectamente ese movimiento instintivo de la nueva generación en busca de una realidad en que afirmar los pies, eso que sé ha llamado movimiento regionalista, aunque propiamente no lo sea. No hay ya jóvenes que vayan a Madrid con el uniforme de ministro en la maleta, y los hay que comienzan a comprender que un hombre no aventaja en nada con añadir su nombre al catálogo inacabable de celebridades inútiles y nocivas de España, y los hay también que prefieren trabajar en sus casas y en beneficio de sus pueblos, a ganar en la tribu parlamentaria estériles aplausos. El día que haya en las diversas capitales de España hombres de talento y prestigio, que estudien los verdaderos intereses y aspiraciones de sus comarcas y los fundan en un plan de acción nacional, dejarán de existir esas entelequias o engendros de gabinete con que hoy se nos gobierna, y habremos entrado en la realidad política.

Yo soy regionalista del único modo que se debe serlo en nuestro país, esto es, sin aceptar las regiones. No obstante el historicismo que usted me atribuye, no acepto ninguna categoría histórica tal como existió, porque esto me parece dar saltos atrás. A docenas se me ocurren los argumentos contra las regiones, sea que se las reorganice bajo la monarquía representativa o bajo la república federal, sea bajo esta o aquella componenda debajo del actual régimen; encuentro demasiado borrosos los linderos de las antiguas regiones, y no veo justificado que se los marque de nuevo, ni que se dé suelta otra vez a las querellas latentes entre las localidades de cada región, ni que se sustituya la centralización actual por ocho o diez centralizaciones provechosas a ciertas capitales de provincia, ni que se amplíe el artificio parlamentario con nuevos y no mejores centros parlantes... Usted, que es vizcaíno, reconocerá que un parlamento vasco no les hace ninguna falta, teniendo como tienen diputaciones forales que no son focos de mendicidad como muchas de España, sino diputaciones verdaderas; yo, que soy andaluz, declaro que Andalucía políticamente no es nada, y que al formarse las regiones habría que reconocer dos Andalucías: la alta y la baja; el mismo Pi y Margall, en Las Nacionalidades, las admite.

Pero hay además una razón que de fijo le hará a usted mella. El valor de los organismos políticos depende en nuestro tiempo de su aptitud para dar vida a las reformas de carácter social, y ni el Estado, ni la Religión, ni ninguna de sus formas posibles, satisfacen esta necesidad de nuestro tiempo; el socialismo español ha de ser comunista, quiero decir, municipal, y por esto defiendo yo que sean los municipios autónomos los que ensayen las reformas sociales; y en nuestro país no habría en muchos casos ensayo sino restauración de viejas prácticas. El pueblo y la ciudad son organismos reales, constituidos por la agrupación de moradas fijas, inmuebles, y por lo mismo que son una realidad, podrían vivir independientes con ventaja y sin peligro. El peligro está en las instituciones convencionales, porque éstas, faltas de asunto real, divagan y caen en todo género de excesos.

No sé cómo hay socialistas del Estado ni de la Internacional; en España es seguro que la acción del Estado sería completamente inútil. Se darían leyes reguladoras del trabajo y habría que vigilar el cumplimiento de esas leyes: un cuerpo flamante de inspectores, es decir, de individuos que en virtud de una Real orden tendrían el derecho de pedir cinco duros a todos los ciudadanos que cayeran bajo su dirección. Un ministro muy formal, el Sr. Camacho, dijo que siempre que daba una credencial de inspector, creía poner un trabuco en manos de un bandolero. Y si para mayor garantía los inspectores eran de la clase obrera, entonces apaga y vámonos.

Les voy a contar a ustedes un cuento que no es cuento. Había en una ciudad, de cuyo nombre me acuerdo perfectamente, aunque no quiero decirlo, un orador socialista de los de espada en mano. Todos los abusos le llegaban al alma, y el que le llegaba más hondo era el de que se robase en el pan, "base alimenticia del pueblo". La idea del pan falto se le fijó en la mollera, y tanto fue y vino y tanto clamó y aun chilló, que el alcalde de la ciudad le llamó a su despacho, y después de una larga entrevista, en la que hizo gala de su amor al pueblo, a la justicia y a las hogazas cabales, le nombró inspector del peso del pan. Los panaderos faltones se echaron a temblar, excepto uno, el más viejo y socarrón del gremio, gran conocedor de sus semejantes, que dijo a sus compañeros: -"Ese es un ejambrío, y si queréis, yo me encargo de untarle la mano." Así se hizo, y desde entonces ya no le faltaban al pan dos onzas, sino cuatro; las dos de costumbre y dos más para untar al "hombre nuevo". -Todo eso se remediaría, diría alguien, nombrando un inspector superior con título para que meta en cintura a sus subalternos. -Ese nuevo inspector, contesto yo, no sólo se dejará sobornar, sino que exigirá que le lleven el dinero a su casa y que le oseen las moscas o le saquen los niños a paseo. Y tantos inspectores podríamos nombrar, que ocurriese con las hogazas lo que con las caperuzas del cuento del Quijote; las habría tan chicas, que habría que comerlas con microscopio.

Mientras el mundo exista, habrá hombres listos que vivan sin trabajar a expensas del público y los golpes irán siempre a dar en la hogaza, es decir, en la realidad. Ensanchemos, pues, esta realidad para que vivan todos, los listos y los que no lo son. Y esto se consigue reservando parte de la propiedad para usufructo común. Comunidades benéficas, de pósitos, de disfrute de montes y de pastoreo, etc., etc., según las condiciones de cada municipio, a fin de que el vecindario tenga le seguridad de que, no obstante albergar en su seno un considerable número de bribones, éstos no impiden que todo el mundo coma, por muy mal dadas que vengan.


III


Muchas contradicciones hallará el lector en el programa de usted, pero yo sólo hallo una. La alianza que usted establece entre regionalismo, socialismo y lo que llama carlismo popular, suena aún a cosa incongruente, y sin embargo, es la fórmula política en la nueva generación y es practicable dentro del actual régimen. Municipio libre, que sirva de "laboratorio socialista" (la frase es de Barrés) y del cual arranque la representación nacional, que los electores tienen abandonada: una representación efectiva que sustituya a la ficción parlamentaria y una autoridad fuerte, verdadera, que garantice el orden y la cohesión territorial. Esta combinación da más libertad práctica que la actual centralización. Donde yo encuentro que usted se contradice es al enlazar su cristianismo evangélico con sus ideas progresivas en materia económica, y aunque yo no tenga gran afición a los problemas económicos, le diré también en este punto mi parecer.

Quiere usted vida industrial intensa, comercio activo, prosperidad general, y no se fija en que esto es casi indiferente para un buen cristiano. Pregunte usted a todos esos hombres que se afanan por ganar dinero y por cuyo bienestar usted se interesa, qué piensan hacer cuando tengan un gran capital, y le contestarán: "Darme buena vida. Comer mejor, tener buena casa y muchas comodidades; coche, si a tanto alcanza; divertirme cuanto pueda y (esto en secreto) cometer algunas tropelías". Los montes dan grandes gemidos para dar a luz un mísero ratón. No pienso molestarme jamás para ayudar a ganar dinero a gente que se mueva por rutina. Me es antipático el mecanismo material de la vida y lo tolero sólo cuando lo veo a la luz de un ideal; así, antes de enriquecer a una nación, pienso que hay que ennoblecerla, porque el negocio por el negocio es cosa triste.

Pero la sociedad no piensa como yo sobre el particular, lo reconozco. La sociedad piensa por comparación, y como hoy lo que priva es el dinero, todos se afanan tras él, sin considerar que acaso estarían mejor sin él. Hay quien se muere de repente al saber que le ha tocado la lotería y quien de hombre de bien se convierte en un mal sujeto, porque heredó cuatro ochavos y después de malgastarlos no quiere doblar la raspa. En suma, el valor del dinero depende de la aptitud que se tenga para invertirlo en obras nobles y útiles.

Se dice que la prosperidad material trae la cultura y la dignificación del pueblo, mas lo que realmente sucede es que la prosperidad hace visibles las buenas y malas cualidades de un pueblo, que antes permanecían ocultas. Si no se tiene elevados sentimientos, la riqueza pondrá de relieve la vulgar grosería y la odiosa bajeza; y en España, cuyo flaco es la desunión, si no inculcamos ideas de fraternidad, el progreso económico se mostrará en rivalidades vergonzosas. Hay familias pobres que se quitan el pan de la boca para dar carrera al niño, que salió con talento, y algunos de estos niños, en vez de ayudar después a los suyos para que se levanten, se apresuran a volver las espaldas. Yo conocí a un estudiante aventajado, hijo de una lavandera, que cuando se vio con su titulo de médico en el bolsillo, llegó hasta a negar a su madre. Algo de esto ocurre en nuestro país.

He estado tres veces en Cataluña, y después de alegrarme la prosperidad de que goza, me ha disgustado la ingratitud con que juzga a España la juventud intelectual nacida en este período de renacimiento; a algunos les he oído negar a España. Y, sin embargo, el renacimiento catalán ha sido obra no sólo de los catalanes, sino de España entera, que ha secundado gustosamente sus esfuerzos. En las Vascongadas sólo he estado de paso; pero he conocido a muchos vascongados; los más han sido bilbaínos, capitanes de buque, y éstos son gente chapada a la antigua, con la que da gusto hablar; los que son casi intratables son los modernos, los enriquecidos con los negocios de minas, que no sólo niegan a España y hablan de ella con desprecio, sino que desprecian también a Bilbao y prefieren vivir en Inglaterra. El motivo de estos desplantes no puede ser más español; es nuestra propensión aristocrática: en cuanto un español tiene cuatro fincas necesita hacer el señor; vivir lejos de sus bienes, contemplándolos a distancia y cobrando las rentas por mano de administrador.

De lo peligrosa que es esta manía, sírvanos de ejemplo lo que nos acaba de pasar. La cuestión cubana ha sido cuestión económica, como usted dice; pero lo que conviene también decir es que en ella no hemos sido tan egoístas como decían los Tirteafueras, que a cada momento nos reconvenían para no dejarnos comer a gusto. España no podía ser mercado para los productos de Cuba, pero le abrió el mercado de los Estados Unidos, ofreciendo a éstos en compensación ventajas que nadie ha querido tomar en cuenta, porque no hay peor ciego que el que no quiere ver. Era una reciprocidad por carambola con la que sólo conseguimos pasarle al gato la sardina por las narices. Pusimos la vida económica de Cuba en manos de la Unión, y ésta pudo entonces emplear su sistema de herir solapadamente y condolerse en público de la crisis cubana, del mismo modo que después alimentaba en secreto la insurrección y abiertamente se queja de sus estragos. Hemos repetido la prueba de El curioso impertinente con la circunstancia agravante de que el marido curioso del cuento tenía confianza en su mujer y en su amigo, en tanto que nosotros sabíamos que entre ellos mediaba cierta intimidad sospechosa.

En esta experiencia me fundo yo para que no vuelva España jamás a buscar mercados de préstamos para nadie ni a ligar el porvenir de ninguna región española a extrañas voluntades. Nuestra salvación económica está en la solidaridad, porque dentro de España se pueden formar con holgura los centros consumidores, exigidos por las industrias, que en la actualidad tenemos. Si las regiones que van logrando levantar cabeza, vuelven las espaldas al resto del país, despreciándolo porque es pobre, que lleven la penitencia en el pecado. Las colonias han detenido el desarrollo de España. Eramos una nación agrícola hasta hace poco y una nación colonizadora debe de ser industrial, para asegurar así el cambio de productos. España se transformó demasiado tarde y se quedó entre dos aguas, y en sustancia las colonias sólo han servido para crear industrias que necesitan del amparo del arancel y para retrasar el desenvolvimiento agrícola del país. La mejor solución, pues, en estos momentos, no será la proteccionista ni la librecambista, porque estas palabras son no más que fórmulas del egoísmo. Cada cual es proteccionista o librecambista según lo que compra o vende, no según sus convicciones doctrinales; lo mejor será, como he dicho, la solidaridad. Sin perjuicio de buscar salida al excedente de nuestra producción, lo que más debe de preocuparnos es producir cuanto necesitemos para nuestro consumo y alcanzar un bien, a que pocas naciones pueden aspirar: la independencia económica.


IV

Hay un punto en el que usted no está de acuerdo conmigo. Cree usted que el valor de las ideas es inferior al de los intereses económicos, en tanto que yo subordino la evolución económica a la ideal. No es usted tan lógico, sin embargo, que ponga los intereses materiales por encima de todo idealismo; hace usted una concesión en beneficio del ideal religioso. Y yo pregunto: ¿por qué no dar un paso más y decir que no sólo la religión, sino también el arte y la ciencia, y en general las aspiraciones ideales de una nación, están o deben de estar más altos que ese bienestar económico en que hoy se cifra la civilización?

Cierto que hay naciones que inician su acción exterior creando intereses, tras de los cuales vienen el dominio político y la influencia intelectual; pero España no es de esas naciones; nosotros llevamos el ideal por delante, porque ése es nuestro modo natural de expresión; nuestro carácter no se aviene con la preparación sorda de una empresa; la acometemos en un momento de arranque, cuando una noble ansia ideal nos mueve. Si hoy nos vemos totalmente derrotados (y la derrota empezó hace siglos) porque se nos combatió en nombre de los intereses, nuestro desquite llegará el día que nos impulse un ideal nuevo, no el día que tengamos, si esto fuera posible, tanta riqueza como nuestros adversarios. No es esto defender nuestro actual desbarajuste; hay que trabajar y acumular medios de acción, auxiliares de nuestras ideas; lo que yo sostengo es que nuestra acción principal no será nunca económica, pues por ella sólo seríamos imitadores serviles.

Dice usted, amigo Unamuno, que España fue a América a buscar oro, y yo digo que irían a buscar oro los españoles (y no todos), pero que España fue animada por un ideal. Durante la Reconquista se formó en España ese ideal, fundiéndose las aspiraciones del Estado y la Iglesia y tomando cuerpo la fe en la vida política. La fe activa, militante, conquistadora, fue nuestro móvil, la cual creó en breve sus propios instrumentos de acción: ejércitos y armadas, grandes políticos y diplomáticos; todo esto apareció sin saber cómo en una nación oscura y desorganizada, que algunos años antes, en el reinado de Enrique IV, era un semillero de bajas intrigas.

No debe confundirse el móvil individual con el de la nación. Una nación desarrolla de ordinario sus intereses en la misma dirección de sus aspiraciones políticas y los individuos se aprovechan hábilmente de esta circunstancia para servir a la vez a la patria y a su bolsillo particular. ¿Cuál ha sido el móvil de los Estados Unidos al promover la cuestión cubana? Se habla de sindicatos azucareros, emisiones de bonos y mil negocios de baja índole; pero lo cierto es que estos intereses han sido creados, porque responden a una aspiración política más elevada: la de extender la dominación política por toda la América del Sur, utilizando como medio seguro para adquirir prestigio la idea antieuropea expresada en la doctrina de Monroe.

Hace algún tiempo hablaba yo de este asunto con un centro-americano, quien me dijo estas palabras, que muy bien pudieran expresar el sentimiento de la América latina: -Nosotros vemos el porvenir muy oscuro, porque somos pocos para luchar contra los yankees; la idea de éstos es buscar un apoyo en las Antillas y otro en el Pacífico, abrir el canal de Nicaragua y crear una "línea de intereses comerciales". Todo lo que caiga por encima de esa línea quedará preso en las garras de la Unión. -¿Y no cree usted que antes de que llegue ese día la Unión se deshaga a causa de esos mismos intereses? -Todo pudiera ser; pero mientras tanto, lo cierto es que van adquiriendo casi toda la propiedad de Centroamérica y que por ese camino pueden llegar a ser los amos. -¿Y por qué no buscan ustedes el apoyo de Europa? Lo haríamos si Europa no tuviera colonias en América; pero mientras las tenga nos parecería un acto de sumisión acudir a quien sigue siendo nuestro señor. A los americanos les molesta el aire de colonos, que todavía tienen, y quieren abatir la supremacía de Europa en América; así, aunque comprendamos el juego de los Estados Unidos, no nos oponemos a él, porque lo hace en nombre de la dignidad personal de los americanos.

Por este ejemplo verá usted que aun aquellas naciones que parecen inspiradas por motivos más utilitarios van secretamente impulsadas por ideales sin los que no conseguirán jamás un triunfo duradero. España ha sido vencida como lo sería otra nación, Inglaterra misma, a pesar de su poder, porque luchaba no contra una nación, sino contra el espíritu americano, cuya expansión dentro de su órbita natural es inevitable. En cambio, nuestra victoria sería segura, a pesar de la postración aparente en que nos hallamos, si supiéramos dirigir nuestros esfuerzos hacia donde debemos dirigirlos. Hoy que tanto se inventa en materia de armamentos, no estará demás que inventemos nosotros un cañón de nuevo sistema, al que yo llamaría cañón X, cuya fuerza no esté en el calibre, sino en la dirección; un cañón que no dé fuego más que cuando apunte adonde debe apuntar.

Quizás en algún caso las fuerzas materiales puedan detener (nunca impedir en absoluto) la marcha natural de los sucesos históricos; pero mejor es que no los detengan, sino que, al contrario, coadyuven a la obra. La idea tiene en sí eso que llaman los médicos vis medicatrix, fuerza curativa interna, espontánea; herida en un combate presto se cura, y aun gana fuerzas para empeñar otro mayor, en el que vence. Esta idea, conciencia clara de nuestra vida y perfecta comprensión de nuestros destinos, hemos de buscarla dentro de nosotros, en nuestro suelo, y la hallaremos si la buscamos. Yo he hallado ya muchos rastros de ella, pero su descripción no cabría en este artículo ni en cuatro más. Por esto he pensado consagrar a tan bello tema un breve estudio, que hace meses está en la fragua y que le enviaré a usted cuando lo publique, para ver si logro atraerle a usted a mi terreno, a mi idealismo; será un librillo de poca lectura que pienso titular: Hermandad de trabajadores espirituales.


Cuarta carta