De Cartago a Sagunto/II
II
Que la Junta Suprema de Cartagena autorizase una función dramática en el teatro Principal, representándoseJuan de Lanuza y destinando los productos a los Hospitales, no merece largo espacio en estas crónicas. Tampoco debo darlo a la expedición de Gálvez a Garrucha, extendiéndose a Vera y Cuevas de Vera, donde tuvo lucido acogimiento y pudo afanar dinero y provisiones de boca. La repetición de estas colectas a mano armada las priva de interés en el ciclo cantonal.
Mejor alimento, lector voraz, siquiera sea de golosinas, te doy contándote que guiado por mi embajador venustino José Tercero fui a visitar a La Brava en el altillo de Santa Lucía. Entramos a la vivienda de la moza por la fragua de marras, en la que forjaban clavos unos vulgarísimos y tiznados herreros, que ni la más remota semejanza tenían con los gallardos alumnos de Vulcano, y menos con el Titán hermosísimo en quien los ojos de mi fantasía vieron al creador de mil hijas de recia voluntad.
Pasamos de allí al patinillo, donde unas mujeres con las manos carminosas ponían al sol madejas de estambre recién teñido de colorado. Entramos luego en lo que fue escuela, y vi el local repleto de barriles de alquitrán, de viejas lonas y de montones de la filástica que se usa para calafatear las embarcaciones. Ni rastro hallé de objetos escolares. ¡Y pensar que allí se me representó en carne viva la ideal Floriana, educadora de pueblos, virgen y madre de las generaciones que han de redimirnos! ¡Qué cosas vio mi espíritu en aquel mísero aposento, y qué divinos embustes imaginó, pintándolos en la retina, el caldeado cerebro de este antojadizo historiador!
Introdújome Tercero en un angosto pasillo, que era pórtico de humildes viviendas numeradas. En la salita de una de éstas encontré a Leonarda con el cabello suelto, en compañía de una mujer que no era peinadora sino maestra, y que a mi amiga estaba dando lección de escritura. La Brava, con los dedos tiesos, llenos de tinta y torcida la boca, hacía tembliqueantes palotes, poniendo en ello toda su alma. La maestra, con dulce paciencia, guiando la mano de su discípula, la corregía y amonestaba... Pásmate, lector incrédulo, y abre tamaños ojos al saber que en la profesora reconocí las facciones de Doña Caligrafía, ya envejecidas y deslustradas cual si hubiera pasado medio siglo desde que la vi o creí verla en la compañía y séquito de la ideal Floriana.
Deseosa de hablar conmigo,Leona suspendió la lección, despidiendo a la momificada pendolista y a Pepe el Empalmao. Sin más ropa que la camisa y una holgada bata de colorines; sin corsé, los desnudos pies en chancletas, suelto el negro cabello abundante, Leonarda ponía la menor veladura posible entre sus corporales hechizos y los ojos del visitante. Afectuosa y comunicativa, me habló de esta manera:
«Veo que te asombras de que ande yo en estos jeribeques de la escritura. Pues sabrás que no me contento con ser lo que soy al modo rústico y ordinario. Me enloquece la ambición. Desde que me metí en este vivir arrastrao, la mirilla en que tengo puestos los ojos de mi alma es Madrid... Quierodirme a la Corte, donde podré ser mujer alegre con más aquél que aquí, luciendo y aprovechando lo que Dios me ha dado... Comprenderás, querido Tito, que no puedo ir hecha una burra, pues entonces no me saldría la cuenta, que aquél no es un público de patanes sino de personas principales y de posibles. Yo sabía leer a trompicones, y ahora esta pobre maestra que aquí has visto, vecina mía, por dos reales que le doy un día sí y otro no me enseña la lectura de corrido, y además me da lección de escritura, empezando por tirar de palotes que es muy duro ejercicio... Pienso yo que la ilustración es necesaria aun para las que andamos en tratos... ya me entiendes... En Madrid haré vida de libertad, pero mirando a lo elegante y superfirolítico. Como en ello están todos mis pensamientos, pongo gran atención en el habla de los señores con quienes una noche y otra noche tengo algo que ver, y cuantas palabritas o frases les oigo, que a mí me parecen finas, las atrapo y me las remacho en la memoria para soltarlas cuando vengan a cuento. Ya sé decir: a tontas y locas, de lo lindo, en igualdad de circunstancias,partiendo del principio, permítame usted que le diga,mejorando lo presente, tengo la evidencia, seamos imparciales,bajo el prisma, bajo la base...».
Discretísimo y práctico me pareció el anhelo de aquella pobre criatura, que no sabiendo salir de su esfera mísera trataba de ennoblecerla y darle asomos de dignidad. Felicité sinceramente a La Brava, incitándola a que se esmerase en engalanar con flores, siquiera fuesen de trapo, el camino vicioso que había de seguir, siempre que su destino no le marcara otro mejor aunque menos bonito. Puso ella a sus confidencias el remate de esta profecía: «Con lo poquito que ya sé, y lo que he de aprender, no será difícil que en Madrid me salga un marqués viejo, rico, baboso, a quien yo pueda manejar como un títere, que me ponga casa elegante, con alfombras y cortinones de seda, y me vista con toda la majeza del siglo. Pa entonces tendré coche y me pasearé muy repantigada por las alamedas que llaman el Retiro y la Fuente Castellana»... Después de esto vino la peinadora. Del tiempo transcurrido desde la operación de aderezarse la hermosa cabellera hasta que se puso a almorzar un excelente arroz con pescado, no debo decir nada a mis lectores, pues la tela de la Historia tiene dobleces impenetrables.
Vestida y calzada salió Leona conmigo al patinillo, donde vimos un sujeto en mangas de camisa, lavándose la cara en una pobre jofaina de latón. Mi amiga le saludó risueña, como a vecino que en uno de los cuartos de aquella humilde casa moraba. Apartándonos de él para dejarle fregotearse a sus anchas las orejas y el pescuezo, La Bravame dijo: «Este tipo es otro presidiario suelto a quien sus compañeros de gurapas llamaban don Florestán de Calabria, y por este remoquete le conoce todo Cartagena. Es noble, según dice, y desciende de príncipes napolitanos. Vino a cumplir condena de seis años por enmiendas que hizo al testamento de una tía suya. Es hombre de historias, de lenguas, y tan périto en la escritura que no hay letra ni rúbrica que no imite».
Al llegarnos otra vez a don Florestán, ya estaba el hombre frotándose las orejas con una toalla no muy limpia. Era un cincuentón de mediana estatura, cabeza romántica del tipo usual allá por el 45, ahuecada melena, bigote y perilla corta como los que usaron Espronceda y los Madrazos. Presentado a él por Leona, que le dio el nombre de Florestán, me dijo estrechándome la mano: «Ya le conocía a usted de vista y por su fama de historiador, señor don Tito. Mucho gusto tengo en ser su amigo; pero sepa ante todo que ese nombre que me ha dado doña Leonarda es broma de compañeros maleantes. Yo me llamo Jenaro de Bocángel, y mi linaje está entroncado con la nobleza española de Nápoles y Sicilia. ¿Habrá usted oído hablar de los Duques de Amalfi? Pues de ellos vengo yo por la rama paterna; con los ilustrísimos Marqueses de Taormina, residentes en Palermo, estaba emparentada mi madre, doña Celimena de Silva; y no falta en mi sangre algún glóbulo procedente de la clarísima estirpe de los Escláfanis de Siracusa. Algo más de mi persona y familia, así como de los vaivenes de mi existencia, he de contarle a usted... Antes le pido permiso para volver a mi aposento y arreglarme un poco, pues no está bien que los caballeros se presenten ante sus iguales con este desaliño de andar por casa. Hasta luego».
Entró corriendo en su vivienda el tronado caballero. Mi amiga y yo nos quedamos riendo de su estampa fachosa y de sus hinchazones nobiliarias. Díjome La Brava que don Florestánera un infeliz de buena pasta y corazón muy tierno, a pesar de haber cometido el desliz de aquellas endiabladas escrituras que dieron con sus huesos en el estaró. Apenas transcurrido un cuarto de hora, que invertí dando a La Brava lecciones de lenguaje finústico, reapareció don Jenaro de Bocángel abrochándose un levitín raído, con visos de ala de mosca. El chaleco de colorines y el pantalón veraniego mostraban a la legua los ultrajes del tiempo. Las botas eran de charol deslucido y cuarteado, torcidos tacones y grietas que pronto serían ventanas; la camisa sin almidón; la corbata de color de rosa, anudada con esmero y arte. En el corto tiempo que consagró a su aliño, tuvo espacio Bocángel para peinar y alisar su melena coquetona, para darse un poquito de negro humo en las canas del bigote y un toque de rosicler barato en las mejillas.
Pegando la hebra cortésmente en nuestra charla, don Florestánme dijo: «Si como parece escribe usted los grandes anales de este Cantón que tanto da que hablar al mundo, seguramente tendrá que ocuparse de mí. Pues allá van datos de este aristócrata perseguido inicuamente por haber tomado como buen caballero la defensa de la bondad y la rectitud. Me soltaron de las prisiones no por la clemencia sino por la justicia, que nunca debieron traerme a padecer entre ladrones y asesinos. No fui criminal: fui amparador de los menesterosos, abogado de la verdad, adalid del derecho. No me arrepiento de lo que hice, sino que de ello estoy muy orgulloso, pues si mi tía doña Silvia Menéndez de Bocángel procedió criminalmente privando del usufructo de sus riquezas a los parientes más próximos, yo, Jenaro de Bocángel y de Silva, en representación de toda la parentela pobre, salí a la palestra jurídica inspirado por Dios y por todas las leyes divinas y humanas. No cerré contra la injusticia armado de espada y lanzón. Mis armas fueron una pluma bien cortada y el buril de la navajita con que grabé la figura y lemas de varios sellos en la blandura de una patata. Resultó un codicilo que tuvo en confusión al tribunal por largo tiempo... Fui vencido; la sociedad, que es muy perra y muy ladrona, me destrozó con las garras de sus infames escribanos y leguleyos. Y no contenta con deshonrarme, me encerró en presidio por seis años. Pero el varón justo no se acobarda ante la adversidad, y aquí me tiene usted decidido a defender el derecho de los humildes contra la soberbia y egoísmo de los poderosos endiosados. Sostengo y sostendré que mi tía doña Silvia fue una solemne bribona legando sus riquezas a una piara de frailes inmundos y de monjas idiotas y puercas... Conque... aquí tiene usted, señor mío, un tema tan admirable que si lo campanea en su Historia, como sabe hacerlo, resonará en todas las naciones de Europa, Asia, África y América».
Respondile socarronamente que trataría el asunto con entusiasmo, poniendo en el mismo cuerno de la luna la abnegación y valentía del caballero don Jenaro de Bocángel. Añadí que necesitando para llevarle a mis historias un conocimiento fiel de la vida y costumbres del personaje, de sus medios de existencia, de sus trabajos o quehaceres, le pedía licencia para estar en su compañía algunos ratos. Él, con júbilo y cortesanía, me respondió de esta manera: «No saldré en toda la tarde, ni a prima noche. A su disposición me tiene para cuanto guste indagar acerca de mí. No le ruego que me acompañe a la mesa porque ya sé que almorzó con Leonardita; además mi comida es tan sobria que sería penitencia demasiado dura para una persona como usted: un platito de cocido, tres o cuatro ciruelas y un vaso de vino de Alicante. Vivo ¡ay!, en estrechez indecorosa con dos pesetas diarias que me pasan unos parientes de Madrid».
Deseosa La Bravade emprender su ronda vespertina por las calles alegres de la metrópoli cantonal, se despidió de nosotros hasta la noche, y yo me metí con don Jenaro en la mísera covacha donde escondía su degenerada grandeza. Después que devoró con famélicas ansias el comistraje que le sirvió una mujer desgreñada y andrajosa, mostrome el caballero un montón de cartas recibidas de Madrid y las contestaciones que él había ya medio escrito. Díjome que se consagraba exclusivamente al magno asunto de humanidad y justicia por el cual había roto lanzas en la ocasión que motivó la execrable sentencia. Hasta morir seguiría luchando, y esperaba que un triunfo glorioso coronase al fin sus trabajos y horrendo sacrificio. Entre varias cartas me leyó una que dijo ser de una prima suya, señora linajuda que de su dorada opulencia había descendido a la triste condición de patrona de huéspedes de a tres pesetas.
De los trozos de cartas leídos, el más extraordinario, peregrino y despampanante fue éste: «Ya puedo asegurar que antes de fin de año se proclamará en Madrid el Cantón que llaman Carpetano, centro y cabeza, según me ha dicho mi sobrino Policarpo, de los demás Cantones de la España. Entonces, Jenaro de mi vida, será la nuestra. Porque tú con tus influencias y Policarpo con las suyas, que no son flojas, echaréis por tierra esas leyes inhumanas que nos han despojado de lo nuestro para dárselo a la mano muerta, como tú dices, o a la mano demasiado viva y sucia, como digo yo... Castelar está dado a los demonios. Ve venir el Cantón y no le llega la camisa al cuerpo. Mi opinión es que si este papagayo quiere hacerse cantonalista, para seguir en candelero, debéis mandarle a escardar cebollinos».
Después de celebrar con ditirambos de júbilo estas graves noticias, sin poner en duda su certeza, agregó Bocángel que no era de su gusto el nombre de Carpetanocon que los madrileños querían bautizar el nuevo Cantón. Mejor sería llamarle Mantuano, voz que se acomodaría fácilmente al criterio del vulgo... En el curso de nuestra conversación me mostró luego el de Calabria ejecutorias de familia de los siglos XVII y XVIII, escritas en lengua italiana y fechadas en Palermo. A pesar de lo rancio del papel y de lo arcaico de la escritura, no creo pecar de malicioso diciendo a mis lectores que en los tales documentos había puesto su hábil mano el propio don Florestán, insuperable calígrafo según pude apreciar por las diferentes obras de su pluma que pasaron ante mis ojos... Dejéle al fin en su febril tarea epistolar, doliéndome de la incurable vesania de aquel pobre hombre, más digno de los cuidados de una casa de orates que de los rigores del presidio.
Volvime al centro de la ciudad en busca de alguna noticia substanciosa o siquiera chismes políticos dignos de ser contados. Cerca del Arsenal me encontré a Fructuoso Manrique y al cartero Sáez, por los cuales supe que los vigías del puerto señalaban hacia poniente tres barcos de gran porte que, según creencia general, eran de la escuadra centralista mandada por el contralmirante Lobo. Así en el Arsenal como en las calles de la población advertí que pueblo y Milicias ardían en entusiasmo ante la proximidad de una naval refriega con los buques del Gobierno, a los cuales pensaban derrotar y destruir precipitando sus despojos en las honduras del reino de Neptuno. Cené con Alberto Araus, Ministro de Servicios Públicos(léase Fomento), el cual participaba del general furor y bélico optimismo, anhelando la más alta ocasión que vieron los pasados siglos y esperan ver los venideros. A este propósito dijo: «En el nuevo Lepanto nosotros seremos la Cristiandad y ellos la bárbara Turquía».
Al retirarme a mi fonda encontré a La Brava que iba de vuelta para su casa. Acompañela hasta la plaza de la Merced, y sentados en un banco charló conmigo de cosas diferentes, entreverando estas donosas consultas: «Tú que eres tan sabio, don Tito, dime: ¿qué significa inocular?... Explícame también qué quieren decir estas palabritas: bajo el punto de vista económico...». Con toda la claridad posible contesté a sus preguntas, y ella me dijo: «Yo me pensé que económicoy economía eran cosa de ahorrar; y eso bien lo entiendo, que ahorrando estoy y todos los días meto en una media lo que me sobra. Así voy ajuntando para mi mantenciónen Madrid hasta que se me arregle el negocio. Por tu salud, Tito mío, no digas nada a nadie, que si se entera ese granuja de Cándido será capaz de ir tras de mí y darme la gran desazón... Yo te aseguro que Leona la Brava dará que hablar en los Madriles. Y ahora te suplico que mientras esté en Cartagena me des lección en todo lo tocante a palabras finas, modos de saludar, de comer, de presentarse ante la gente, con los toquecitos de gracia, chispa y salero que allí se estilan entre personas que a un tiempo son alegres y de buena educación. Enséñame todo esto, que ya te pagaré el favor algún día en parné del mejor cuño».
Prometile ser su catedrático, siempre que ella se corrigiera de emplear en la conversación dicharachos flamencos, y ella me dijo: «Por la gloria de tu madre, Titín, pégame un cate siempre que me oigas decir alguna de esas porquerías. Me propongo que no salgan de mi boca, y se me escapan por la fuerza de la costumbre. ¡Estará bueno que en Madrid, cuando me vea con personas bien habladas, suelte yo un diquelar, un mangue, un cangrí...! Ten por seguro que la ambición de esta borrica que quiere afinarse ha de ir muy lejos. Ya me estoy viendo entre medio de tantismo señorío. Me gustaría mucho trincar a uno de esos marimandones que llaman hombres públicos, y embobarle de tal modo que no se atreva a respirar sin mi licencia. Yo le daría la mar de consejos, señalándole las teclas que habían de tañer para gobernar al pueblo con decencia y justicia, con lo cual, figúrate, vendrían a bailarme el agua todos los lambiones de la Política, saldría mi nombre en los papeles y me daría más charol que un dichabaró. ¡Ay, se me ha escapado! Pégame, Tito. Dichabaró quiere decir gobernador».
No sigo relatando la evolución de estalumia, que quería elevarse de un salto en la escala social, porque otros hechos que parecen traer médula histórica requieren mi atención. A las siete de la mañana del 11 de Octubre salieron de Cartagena las fragatas Numancia, Méndez Núñez,Tetuán y el vapor Fernando el Católico (Despertador del Cantón), haciendo rumbo hacia cabo de Palos en busca de la escuadra centralista, compuesta de las fragatasVitoria, Almansa, Navas de Tolosa, Carmen, las goletas Prosperidady Diana, y los vapores Cádiz y Colón, al mando del contralmirante don Miguel Lobo.