De Cartago a Sagunto/XVII
XVII
Inició el General nuestro coloquio con estas palabras corteses: «Días ha que deseaba yo hablar un rato con usted. Antes de tratar de los papeles que se le recogieron al ser detenido, debo decirle que han llegado a mí referencias de su persona. Por Carlos Calderón, a quien usted conoce, sé que es usted historiador de nota».
-De afición no más, mi General -respondí con modestia-. Mientras llega el caso de examinar los hechos históricos, me dedico a estudiar los caracteres que los producen. Al venir aquí me traje el bosquejo de la figura militar de V. E., y si quiere le daré una muestra de la escrupulosa fidelidad con que hago mis investigaciones.
-Suprima tratamientos y siga.
-Nació usted en Ceuta en 1823, y a los doce años ingresó como Cadete de Infantería en el Ejército de don Carlos María Isidro. Tenía usted el empleo de Subteniente cuando se acogió al Convenio de Vergara, pasando a prestar servicio activo en el Ejército Nacional. Con el mismo grado de Alférez guerreó usted a las órdenes de Oraa y Espartero para someter a los carlistas que aún asolaban el Maestrazgo. Se batió usted en el sitio de Castellote y en la toma de Morella... El 48 y 49, siendo ya Teniente, operó usted contra la facción Montemolinista que se organizó en las Provincias Vascongadas, y por sus méritos le hicieron Capitán. En Julio del 54 se adhirió usted al movimiento de Vicálvaro, a las órdenes del General don Leopoldo O'Donnell, y ascendió a Comandante. Dos años después se le condecoró con la Cruz de San Fernando de primera clase por su animosa conducta en las turbulencias que ocurrieron en Madrid. El 59 fue usted a la guerra de África en el Batallón de Alcántara, uno de los que componían la brigada de vanguardia del Primer Cuerpo, mandado por el General Echagüe. Tomó usted parte en las más lucidas acciones de aquella guerra, y el 9 de Enero del 60 se le dio, a petición suya, el mando de las fuerzas de presidiarios armados. En 4 de Mayo se le nombró ayudante de campo del General de la división en la que servía, y en este puesto logró usted el grado de Teniente Coronel.
-¡Oh, qué hermosa guerra! -exclamó Dorregaray, dilatando su espíritu en remembranzas placenteras-. ¡El Serrallo, Castillejos, Montenegrón, Tetuán!... Siga, siga.
-Después de la guerra de África hizo usted servicio de guarnición en diferentes poblaciones, demostrando siempre sus grandes conocimientos en Táctica, Ordenanza y Ciencia militar. Poseía usted, además de la Cruz de San Fernando concedida en 1856, la de San Hermenegildo, que le fue otorgada el 58, y otra de San Fernando de primera clase, que se le dio por su bravo comportamiento en la batalla de Wad-Ras. El 62 se le impuso el hábito de la militar orden de Santiago... Vea usted, mi General, qué bien enterado estoy de los méritos y servicios del Teniente Coronel don Antonio Dorregaray hasta que, en los últimos meses del 68, sus ideas le llevaron a ingresar de nuevo en el Ejército absolutista.
-Está muy bien, señor mío -dijo Dorregaray, reforzando los conceptos con expresivas cabezadas-. Si completa usted el estudio de las personas con el examen imparcial de los hechos, será usted un historiador digno de tal nombre.
-Me falta decir que conozco y trato a muchos distinguidísimos militares que fueron y son amigos de usted: los hermanos Pieltain, Primo de Rivera (Rafael y Fernando), Martínez Campos, Pavía y Alburquerque, Nandín y Moya, ayudantes de Prim, Echagüe, Zabala, y algunos paisanos ilustres como el Marqués de Beramendi, el Barón de Benifayó...
-Bien, basta ya -dijo el caudillo realista cual sin quisiera apartar de sus ojos una nube de tristeza-. Tengo mis afectos repartidos en uno y otro campo... Pero dejemos esto, y vamos al asunto que motiva nuestra conferencia. Los papeles de usted... ese extraño nombramiento de Delegado Secreto para someter por el soborno a los jefes carlistas, paréceme monstruosamente falso por la enormidad del intento, y verosímil por la perfección de la escritura. Conozco muy bien la firma de García Ruiz, que conmigo se ha carteado más de una vez; las firmas de Echegaray y del Director del Tesoro también me son conocidas, y por tanto...
Hube de interrumpir al caudillo, anticipándole mi sincera y leal explicación de aquellos farandulescos papeluchos. Eran un bromazo que me dio al salir de Madrid el más sutil calígrafo que existe en estos reinos. A la objeción lógica que vi apuntar en los labios de mi sagaz interlocutor, me adelanté diciéndole: «Naturalmente, se asombra usted de que yo, conociendo la falsedad de estos papeles, los haya traído conmigo al pasar del campo liberal al campo absolutista. Comprenderá usted mi torpeza cuando se entere de que padezco desvaríos mentales, que alteran temporalmente mi fiel apreciación de las cosas, y cuando de añadidura sepa que salí de Madrid bajo la sugestión insana de una mujer histérica, antojadiza y atrabiliaria, que me hacía ver lo blanco negro...».
-Ya, ya. ¿Hembra tenemos? ¡Malo, malo! -exclamó don Antonio, conteniendo la risa y sacando del bolsillo del pecho los documentos de autos-. Entre los papeles del señor don Proteo Liviano hay un plieguecillo, escrito con lápiz en letra de mujer bastante garabatosa, que dice así: Pesquemos primero a los pájaros gordos. A Dorregaray 50.000 duros. ... A Cástor Andéchaga 25.000... etc.
-Me parece que con ese ridículo apunte de la dama estrambótica que me acompañaba queda bien clara mi inocencia, y donde digo inocencia ponga usted tontería o flaqueza mental.
Antes de que me lo preguntase le di cuenta de mis amores con Chilivistra, del endiablado carácter de ésta, no bien conocido hasta que juntos emprendimos el viaje, de las querellas y ruidosas trifulcas que nos separaron, largándose ella con mil demonios a no sé dónde y cayendo yo en horrible cautiverio por más de dos meses, del cual me sacó la magnanimidad del hombre generoso en cuya presencia estaba.
«Por lo que aquí hemos hablado -dijo Dorregaray-, y por los nuevos informes que de usted me dio esta madrugada Carlos Calderón al partir para Miravalles, queda usted indultado, señor don Proteo».
En este punto se levantó, y rompiendo en cuatro pedazos los mágicos documentos que me acreditaban como corruptor de caudillos facciosos en el campo inmenso de la fantasía, los arrojó en el suelo con ademán desabrido... Creyéndome libre le pedí licencia para retirarme. Pero él, deteniéndome con un gesto, me indicó que aún faltaba algún rabito por desollar hasta poner término a nuestra entrevista.
«Ya sabe usted -me dijo- que hemos puesto sitio a Bilbao. Esta plaza tan importante no tardará en ser nuestra. Ahora no se nos escapa como se nos escapó en los famosos días de Luchana... Sabrá usted también que Serrano y Concha embarcaron en Santander para Castro Urdiales, y piensan atacarnos por las líneas de Somorrostro».
-Es la primera noticia que tengo de eso, mi General. Soy un pequeño historiador que ignora la Historia viva que le rodea.
-¿Y tampoco sabe usted que con Serrano y Concha vienen Primo de Rivera, Martínez Campos, Tassara, Echagüe y otros amigos míos...?
-¡Qué he de saber, pobre de mí, si me han tenido ustedes más de dos meses encerrado en Yurre y en Luyano!
-Pues si está usted a obscuras de todo lo que pueda interesarme -dijo Dorregaray un tanto malhumorado-, quédese en libertad y tome la dirección que más le convenga.
-Considere, mi General, que adonde quiera que vaya tendré que pasar por entre tropas carlistas, y si éstas han de volver a encarcelarme prefiero que sea usted el que disponga de mi suerte, llevándome consigo.
-Me refiero yo, señor Liviano -indicó don Antonio con un dejo de socarronería-, que usted, hombre un tanto alocado y de imaginación que tira siempre a los desvaríos, querrá irse con los suyos, que a estas horas andarán por los vericuetos de Somorrostro. Yo le daré un caballejo, unas alforjas con víveres y salvoconductos para que vaya usted hasta Valmaseda, franqueándose de las tropas de Cástor Andéchaga o Lizárraga, únicas que puede usted encontrar en ese camino. Desde Valmaseda póngase usted en manos de la Providencia y de sus santos tutelares para llegar a donde estén los suyos, a quienes tengo por tan alocados y fantasiosos como usted. Dios se la depare buena... Otra cosa: si se tropieza usted con Arsenio Martínez Campos dígale que le espero... donde él verá. Adiós, amigo.
Con todo rendimiento me despedí de aquel hombre que tan gallarda y generosamente se había portado conmigo. Para colmo de bondad cumplió al instante su oferta, proporcionándome un caballo con alforjas a la grupa. En ellas, junto con los víveres, acomodé mi ropa, desembarazándome del estorbo de la maleta. El mismo ayudante que me llevó a presencia del General, me entregó dos salvoconductos, en cuyas márgenes había trazado Dorregaray expresivas líneas recomendándome a Lizárraga y Andéchaga. Ganoso de aprovechar el tiempo despedime de mis buenos guardianes, y entre alborozado y medroso partí hacia el valle de Llanteno, dirección que me indicaron como la más fácil para llegar a Valmaseda.
No quiero entreteneros con pormenores de mi caminata, en la cual nada de particular me ocurrió. Al otro día, cerca de Santa Coloma, encontré tropas de Andéchaga. Hablé con el veterano cabecilla, que me acogió hidalgamente, invitándome a seguir en su compañía. Así lo hice, y en el lugar de Antuñano, el guerrillero me indicó la ruta más breve para llegar a Valmaseda, donde quizás encontraría tropas e Lizárraga. Mi jaco, que era una buena pieza, me llevó en algunas horas a la capital de las Encartaciones, donde tuve la suerte de no topar con la facción de Lizárraga y sí con un buen almuerzo caliente que me restauró de cuerpo y espíritu. Eran las diez de la mañana de un día de Abril, cuyo número estaría seguramente en los almanaques, pero no en mi flaca memoria.
Después de dar a mi valiente rocín el descanso y pienso que se le debían, me lancé a la ventura por un camino que a mi parecer al encuentro de Serrano y Concha me llevaba. La Providencia iba conmigo. ¿Iría también invisible mi excelsa Madre? Dígolo porque unos aldeanos, a quienes pregunté si me había equivocado en el camino de Múzquiz, me respondieron: «Va bien, señor; tuerza por la carretera que encontrará pronto a mano derecha, y todo seguido llegará, si le dejan los cristinos que andan por esos montes».
Seguí la indicada ruta, y al meterme en las encañadas de una sierra (que según después supe se llama de Saldoja) me vi sorprendido por una turbamulta de soldados carlistas a pie y a caballo, que en veloz retirada venían hacia Valmaseda. Eran sin duda los vencidos en un reciente combate. Sus caras atristadas, su andar presuroso, las inflexiones de su lenguaje vasco, que unidas al ademán resultaban inteligibles, me revelaron que iban en humillante fuga. Algunos me injuriaron, en otros advertí una hostilidad nada tranquilizadora. Tuve miedo de que, por lo menos, me quitaran el jaco, ya que no descargasen en mi propia persona la rabia de su vencimiento...
Cuando pasaban los últimos de la dispersa manada, mi buena suerte me deparó a la derecha del camino una venta o parador. Picando espuelas a ella me fui, con ánimo de guarecerme por si venía nuevo tropel de guerreros desmandados. En la venta sólo había dos mujeres, las cuales, a mis primeras palabras en demanda de hospitalidad me contestaron en purísimo castellano y con acento muy cortés. Eran de Castro Urdiales, hija y madre, y estaban solas porque los dos hombres de casa habían tenido que ir con sus carros, llevados a la fuerza, a portear víveres y municiones en un convoy de Mendiri.
«¡Ay, señor! -me dijo la más joven-. Desde ayer, por todo el terreno de aquí a Somorrostro, en los altos de Las Muñecas y en la parte de Montellano, no han cesado los tiros de fusil y los zambombazos de la Artillería. Todavía hay para rato y no se sabe quién lleva las de perder. Ha venido de Madrid, según dicen, un General que llaman el de la Concha con otros tales. El Serrano parece que ahora va por delante. ¡Menudas trapatiestas vamos a tener, señor!».
La vieja, que con mirada de águila exploraba las lejanías, saltó diciendo: «Me paiz que al carlista le zurran la badana. Hacia aquí vienen algunos más huyendo de la quema. Por la encañada de allá abajo veo un montón de ellos, espavoridos, que corren buscando la vuelta de Güeñes. Señor; si es usted moro de paz, puede guarecerse en el pajar hasta que pase esta tremolina. Comida no tenemos, como no sea un poco de cecina que asaremos en las brasas. Vino sí lo hay, y no faltan cerezas en aguardiente».
Cuando esto decía la buena mujer, arreció de un modo espantable el tiroteo, y distinguíamos el humazo de los disparos como blancos vellones que surgían incesantemente en los términos remotos. Quedeme en relativa tranquilidad al abrigo del ventorro, y al amparo de aquellas tal vez encantadas princesas, que así curaban de mi rocino como de mi humilde persona. Todo aquel día duró el estampido de las lejanas batallas. La ventera más joven me señaló diferentes puntos de donde venía ruido de volcanes en erupción, entre ellos unos picachos que a mano derecha y a larga distancia se parecían, donde el humo de la pólvora formaba espesa nube.
Relacionando días después aquella visión con lo que en el campo liberal me contaron, vine a comprender que mi ventera me había señalado, sin saberlo, el formidable paso del General Concha por los desfiladeros de Las Muñecas. Como he dicho, todo el día siguió el tremendo chocar de ambos ejércitos, y durante la noche, agazapado en el pajar, oí distintamente el zumbido aterrador de los carlistas en retirada por los caminos y veredas colindantes.
El día siguiente amaneció cerrado de nieblas. Desde muy temprano empezó el fuego de fusilería y cañón. Salí de mi escondite, advirtiendo que el ruido bélico se extendía marcadamente hacia mi derecha. Nada se veía. Pedí a la mesonera anciana noticia de los lugares que la niebla blanquecina en aquella dirección ocultaba, y me dijo: «Lo más cerca por ese lado es Avellaneda; luego sigue Galdames de Suso y de Yuso; después Abanto, y al cabo Portugalete».
Arreció el rumor de batalla conforme avanzaba el día. Por la tarde llegaron al parador dos viejos, con la noticia de que los carlistas habían sido destrozados y de que el Ejército Cristino también tenía muchas bajas... Horas después vimos que por una loma distante pasaban de izquierda a derecha tropas que parecían liberales. No pudiendo contener mi curiosidad impaciente enjaecé mi caballo, y despidiéndome de las bondadosas mujeres, me lancé a buen trote en la ruta que me pareció conducente al lugar de Avellaneda... Antes de anochecer me encontré cerca de los míos. Alegría retozona inundó mi alma. Metiéndome entre ellos reconocí el Regimiento número 38,León.