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De Colón a Nueva Orleans

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De Colón a Nueva Orleans
(1898)
de Salvador Camacho Roldán

Del libro Notas de Viaje, Bogotá 1898, basada en un viaje del autor en 1887.

DE COLÓN a NUEVA ORLEANS

Dejé á Panamá con pena de no hacer allí una permanencia más larga en la sociedad de buenos y antiguos amigos, en algunos de los cuales, después de treinta y cuatro años de ausencia, encontré la misma afectuosa y cordial acogida; pero era necesario seguir. A las 0 de la tarde salíamos de Colón, y continuaba la vida del mar, estrecha, monótona, semejante a la de la prisión, dominada incesantemente por un solo pensamiento: el de llegar otra vez a la tierra.

Éramos ya treinta pasajeros, divididos en dos grupos distintos: formaban el más numeroso, siete santandereanos, cinco antioqueños, un boliviano, un panameño, un cubano, un casanareño, un cundinamarqués, un alemán, su señora y una señorita, que habiendo vivido largos años en Bogotá y en Medellín, se asimilaban al grupo colombiano, y diez americanos del Norte, alemanes, ingleses y un francés, que en breve se incorporó también en la compañía de raza latina, con preferencia a la de los demás europeos. La franca alegría, la conversación bulliciosa y la amable obsequiosidad de los colombianos, rompió al fin el hielo de los europeos, y al tercer día casi todos los pasajeros entraban en la conversación general. No había niños, y la falta de ellos se hacía sentir, pues nada como la inocencia y el candor del alma reflejada en la mirada, tiene un poder igual de distracción y contento. Se jugaba tresillo y ajedrez, se leía algo, se dormía á ratos durante el día, y en lo demás el mar ejercía esa poderosa atracción de la inmensidad sobre el pensamiento humano que conduce a la meditación y al silencio.

Al tercer día dejamos á nuestra derecha- la isla de Providencia, guarida antes de temibles bucaneros, mansión hoy de algunos restos de una colonia de esclavos llevada allí desde Jamaica por un propietario inglés; posición que podrá ser importante en lo por venir, y á la cual ha llamado recientemente la atención en un interesante opúsculo el señor Francisco J. Vengara. Dista poco más de ochenta leguas de Colón, y con la de San Andrés, formaba esta isla un territorio nacional poblado por unos 4,000 habitantes, que hablan casi exclusivamente el inglés.

En esa misma noche debimos de pasar frente á la costa de Honduras, y al siguiente día avistamos las costas occidentales de la isla de Cuba; á eso de las cuatro dela tarde pasamos á la vista del cabo de San Antonio, dejando a la izquierda el cabo Catoche, que dista de aquél unas cuarenta leguas. Durante esa noche entramos en el golfo de Méjico, y al amanecer del séptimo día nos encontramos frente a frente a las bocas del Mississippi. La mañana estaba algo oscura; a nuestro frente se veía una línea negra, y sobre ella se levantaban, en medio de la bruma, la luz eléctrica de un faro y la columna de humo, que algunos minutos después se vio con los anteojos era una lancha de vapor y a su bordo un práctico para penetrar en la boca del río.

Estábamos, pues, al frente de Puerto Eads, así nombrado en honor del célebre ingeniero que logró abrir la barra al paso de buques de 30 pies de calado. A las 5 a. m. subió el práctico a bordo del Texan y tomó el timón; media hora después entrábamos sin dificultad alguna por la boca central del Mississippi, conocida con el nombre de Poso del Sur, y dos millas adelante llegamos al cauce profundo del río, fuera ya de la barra. Hasta este momento la atención de los pasajeros había estado atraída toda por los sondajes que se hacían en el fondo del canal. El vapor marchaba lentamente, como esperando la voz del marinero que incesantemente arrojaba la sonda y marcaba en voz alta: »treinta pies », veintinueve pies » « treinta pies » hasta que al fin, al grito de « cuarenta pies », los pasajeros exclamaron: « ¡estamos fuera de la barra! » Entonces pudimos dirigir la vista al paisaje que nos rodeaba. Era una sabana de agua o fango, hasta el confín del horizonte, de la cual surgían á trechos lineas angostas de tierra, á veces cubiertas de sauces llorones o de cipreses enanos. A lo lejos se alcanzaba á divisar el mar, distinguido del resto del paisaje por el color más brillante de la superficie y por las velas de pequeñas embarcaciones de pescadores que le atravesaban. A nuestro frente se ocultaba la tierra detrás de un velo de brumas. Habíamos atravesado las obras principales que han dado al canal o Paso del Sur una profundidad permanente (?) de treinta pies; obra que se reputa el complemento de la navegación del gran río.

Es éste, en el estado actual de la civilización, la más importante de todas las arterias navegables del globo. Con sus tributarios forma una red de comunicaciones accesible á los vapores en más de cinco mil leguas; el valle recorrido por ellas presenta una superficie de ciento cuarenta mil leguas cuadradas, y está ocupado hoy por más de treinta millones de habitantes, que producen anualmente una riqueza de quizás más de siete mil millones de pesos. Como sus producciones principales consisten en artículos agrícolas de mucho volumen con relación á su valor, era un problema de inmensa importancia abrir al comercio exterior las bocas mismas del río, a fin de evitar trasbordes y acarreos terrestres, siempre mucho más caros que el transporte fluvial. Abrir las bocas del mar á los grandes buques del Océano, equivalía á doblar y aun triplicar las posibilidades comerciales de ese gran valle, cuya población, — calculando los mismos períodos de duplicación seguidos en el siglo xix, — puede llegar á ser, á fines del siglo xx, de quinientos millones.

La barra que obstruía las bocas sólo daba paso a buques de 8 pies de calado en uno de los caños, de 11 en otro y hasta de 13 en el principal, que era el del Sudoeste. Pero los grandes vapores y clippers del Océano, los que pueden hacer el transporte a precios más económicos, requieren de 21 a 28: esa barra, de naturaleza movible, exigía un examen diario de su dirección y profundidad; pilotos muy prácticos, boyas cambiadas de posición con mucha frecuencia, dragas costosas en constante trabajo, y á pesar de todos esos cuidados y de todo ese gasto el paso por ella era siempre peligroso. La obra del capitán Eads suprimió esos obstáculos.