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De Oñate a la Granja/III

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III

«¡Buena la has hecho, niño; buena la has hecho! -leyó Fernando medio vestido y sentado en la cama-. No te faltaba más que ser preso por masón y revolucionario, por vociferar en los clubs como el último de los patriotas hambrones. ¿Te parece que está eso bien? Ya ves, ya ves a dónde conducen las fogosidades políticas, ¡oh mancebo inexperto y desatinado! ¿Creías tú, nuevo Mirabeau, o Danton en ciernes, que ibas a traernos con un gesto una revolucioncita a la francesa, con degollina, Convención y su poquito de derechos del hombre? Vamos, tal vez piensas que el Trono de la angélica Isabelita se tambalea con el aire que hacen tus discursos. ¿Crees que halagando las orejas de los patrioteros, milicianos y demás alimañas libres, se puede alcanzar otra cosa que vilipendio, cárcel y coscorrones? Todo te lo tienes muy bien merecido. ¡Vaya que hablar horrores del paternal Gobierno que nos rige, y confundir en un mismo anatema al Gabinete Toreno, al Gabinete Martínez, al Gabinete Cea, y a todos los gabinetes y camarines que hemos tenido desde que Dios llamó a su seno al angélico Fernando! Ahora te fastidias, y si esperas que yo te saque, estás en grave error, pues quiero que recibas el duro pago de tus delitos contra la patria, contra el orden santísimo, contra la religión pública, y la libertad de nuestros mayores. De todos esos sagrados objetos hiciste escarnio, y es justo que caiga sobre tu cabezademocratista la cortante espada de la ley. No, no te saco: podría hacerlo con una palabra, y lo que siento es que no haya en esa Bastilla mazmorras muy obscuritas y muy románticas donde no veas la luz del día, y sayones que te atormenten, y un fiero alcaide que te ponga a pan y agua hasta que te quedes diáfano, transparente, con la melena larga como esclavina, bien enjutito y en los puros huesos, conforme al ritual de la escuela... Para que tus ensueños sean reales, quiera Dios que te visiten espectros, que te rodeen telarañas, que tengas por ropita un sudario y un capuz, que oigas responsos y Dies iræ, que a las rejas de tu cárcel se asomen los simpáticos murciélagos, y por las grietas del suelo penetren los diligentes ratones para cantarte lapitita y el trágala, únicas trovas que cuadran a la insulsa canturria de tu romanticismo. Dime una cosa, niño: ¿qué pensarán de esto Víctor Hugo y Dumas? Llámalos para que vayan en tu ayuda. ¿Y Robespierre, Saint-Just y Vergniaud, los románticos de la política, qué hacen que no te sacan? Buena es la cárcel, buena, buena, buena... como diría tu amigo Miguelito, porque en ella han tenido fin las inauditas aventuras de nuestro inflamado caballero».

-Puedes creer, amigo Hillo -dijo Fernando, sonriendo por primera vez desde que estaba en la cárcel-, que me gusta esta señora, quien quiera que sea, por el donaire que pone en sus burlas despiadadas. ¿Y sostiene que esto es cariño? No diré que no. Sigamos leyendo, que el cartapacio parece que trae miga.

«Soy justa; pero no soy inhumana: no he de acortar el castigo que mereces; pero quiero y debo hacértelo menos penoso, proporcionándote algún esparcimiento en tus horas tristes. Te contaré diversas cosas buenas y malas que van ocurriendo en Madrid durante tu prisión, para que la soledad no te abrume; para que tus ideas se acompañen de otras ideas, enviadas a tu calabozo por el mundo de fuera, a que ahora no perteneces. La noticia, dulce amiga del hombre, te visitará y te consolará.

»¡Lo que te has perdido, badulaque, por meterte a politiquear en tonto! Si hubieras seguido formal y obediente, habrías asistido al estreno de El trovador en el Príncipe. ¡Qué bonito drama, qué versos primorosos! Pocas veces ha estado nuestro gran coliseo tan brillante como aquella noche... ¡Qué selecto gentío, qué lujo, qué elegancia! La obra es de esas que hacen llorar en algunos pasajes, y en otros encienden el entusiasmo. Quizás tú la conozcas; el autor es un jovencito de Chiclana que andaba contigo y con Miguel de los Santos. Cuentan que la presentó a Grimaldi hace unos meses, y que este la estimó en poco, determinando que fuese estrenada en la Cruz. Carlos Latorre fue el primero que vio en El trovador, por la lectura, una obra de éxito probable, y algo de esto hubo de olfatear Guzmán, porque la escogió para su beneficio. La primera escena, en prosa, pasó bien; las siguientes en verso gustaron: todo el acto fue bien acogido; el segundo, con las escenas de la gitana, cautivó al público; el tercero le entusiasmó, y el cuarto le arrebató. Me parece a mí que este drama esconde una médula revolucionaria dentro de la vestidura caballeresca: en él se enaltece al pueblo, al hombre desamparado, de obscuro abolengo, formado y robustecido en la soledad; hijo, en fin, de sus obras; y salen mal libradas las clases superiores, presentadas como egoístas, tiránicas, sin ley ni humanidad. ¡Vaya con lo que sacan ahora estos niños nuevos! El hecho que constituye la patética emoción del final de la obra, aquello de resultar hermanos los dos rivales, también tiene su miga: no es otra cosa que el principio de igualdad, proclamado en forma dramática. Bueno, bueno. Si he de manifestar lo que pienso, no creo en la igualdad, digan lo que quieran poetas y filósofos. La prosa y el verso nos hablarán de igualdad sin lograr convencerme... Pero ello no quita que en el fingido mundo del teatro admitamos todas las ideas cuando el artificio que las expone es de buena ley: por eso aplaudimos a rabiar a ese inspirado chico, después de haber mojado los pañuelos con nuestras lágrimas... Cree que en uno de los mejores pasajes me acordé de ti. Al Trovador me le tienen encerradito en una torre, y allí coge el laúd y se pone a cantar. ¡Pobrecito! Y esto lo hace cuando ya le tienen en capilla y andan pidiendo por su alma los agonizantes. Pensaba yo si tendrás ahí guitarra o bandurria con que acompañar las trovas que eches al viento por la reja, y si habrá por la calle alguna naranjera que te oiga, y, compadecida, riegue con sus lágrimas el feo muro de tu cárcel... Por fortuna, no estás condenado a muerte, aunque por menos de lo que tú haces le cortaron la cabeza al sin ventura Manrique... En fin, que El trovador gustó de veras, y no contento el público con aplaudir frenéticamente al autor, pidió que compareciese en las tablas. ¡Ay, qué paso y cuánto siento que no lo hubieras visto! ¡Cómo salió allí el pobre hijo, casi arrastrado por la Concha Rodríguez! Es una criatura; cayó soldado en la quinta de 100.000 hombres, y se hallaba de guarnición en Leganés, de donde ha venido a gozar este ruidoso triunfo... ¡Cómo estaría aquella pobre alma! digo yo. No sé si tiene madre... Cuentan que en el teatro estaba vestidito de soldado, y que para salir a las tablas le quitaron el uniforme y le pusieron una levita de Ventura de la Vega. Esto me parece una tontería. Véase cómo los partidarios de la igualdad la contradicen en los actos corrientes de la vida. ¿Por qué no salió el hijo del pueblo con su verdadero traje a recibir el homenaje de las clases altas? ¿A qué esa levita, que es una nueva y postiza ficción? En fin, no hagas caso; no sé lo que digo. Continúo no creyendo en la igualdad.

»Me han dicho que en los pasillos no se hablaba más que del drama, y de los alientos que se trae este chico. Todo era elogios, congratulaciones, calor de simpatía, y esperanzas risueñas de días luminosos para la literatura. Pero no faltaban ratoncillos que entre los grupos se deslizaran, hincando el envidioso diente. Para que fuese completo y redondo el éxito de El trovador, los roedores, mordiendo el laurel, lo hicieron más fragante. Uno de los que morían,sotto voce, era ese amigo tuyo y compañero de oficina, que está tísico pasado. Para él no hay nada bello, como nada hay puro ni honrado. Quisieran estos que el Universo se volviese tísico, como ellos; que el sol enflaqueciera, y escupiese con horribles toses la pálida luna. Ahora me acuerdo: se llama Serrano. ¿No sabes? De ti cuenta horrores. Tan pronto dice que eres pariente del verdugo, como que desciendes del moro Muza, y que fue tu nodriza una princesa del Congo. Asegura que estás preso por haber hociqueado en un complot para asesinar a Mendizábal... ¡Ya ves qué desatinos! Lo gracioso es que él habla de su jefe peor que tú, y está libre. Ha dicho que D. Juan y Medio lleva señoras a su despacho ministerial, por las noches, y que allí trincan y retozan, derrochando el champagne. ¡Qué infamia! ¡Dios mío, en qué repugnante atmósfera de hablillas indecentes viven nuestros pobres políticos! ¡Con qué armas tan viles les atacan! No sé cómo hay quien se resigne a ser hombre público en este país. Ya ves la que le armaron al pobre Toreno el año pasado con la hermosa gallega, cuyos favores le disputaban él y el Embajador de Inglaterra, Williers... Como que este asunto, y los catálogos que armaron las lenguas viperinas, contribuyeron no poco a que el Conde saliese del Ministerio. La chismografía se ha tomado en esta desdichada tierra las atribuciones que en otros países corresponden a la opinión. Y que la manejan bien los españoles. Esto y las guerrillas, son las dos manifestaciones más poderosas del genio nacional.

»Quiero hablarte de Mendizábal, para que veas la injusticia con que le has denigrado en logias y cafés. El hombre está ya con un pie fuera del poder, aunque crea o aparente creer otra cosa. Es indudable que Palacio le ha hecho la cruz, y que se aguarda la apertura del nuevo Estamento para que el puntapié sea parlamentario, parodiando ridículamente la política inglesa. Está el buen señor tan ciego, tan penetrado del carácter providencial de su papel político, que no hace caso de las advertencias de los amigos más leales. Con todo, creo que la procesión le anda por dentro. Su amor propio no le permite declararse vencido, fracasado (¡como todos, niño, como todos!); pero en su forro interno, como dice mi peluquero, se siente enfermo del mal político más grave: del desafecto de Palacio. ¡Abajo, pues, y otra vez será! Esto le decimos, y su cara se pone sombría. Es realmente hombre de gran mérito por sus cualidades morales, que no abundan en la gente política de acá. Quiere hacer el bien; su ambición es espiritual; anhela que perpetúen su nombre los bronces de la Historia... Cree, tal vez, que lo de los frailes le valdrá una estatua. Podrá ser; pero por de pronto, su ambición de gloria estorba a otras ambiciones menos desinteresadas, y es forzoso quitarle de en medio. La prensa se ha desatado en denigrarle. En los corrillos se pondera su ignorancia, su falta de lecturas, como si nuestros políticos fueran prodigios de ciencia y erudición. Salvo dos o tres, la turbamulta no es más que un cúmulo de ignorancia; el craso de todas las cosas, envuelto en una cascarita de latín, y con tropezones de abogacía indigesta.

»Si es injusto tildarle de ignorante, aquí donde hay Ministros que creen que la Habana es camino para Filipinas, la injusticia sube de punto cuando le tachan de interesado, de poco escrupuloso en la administración de los dineros del pro-común. Tal juicio es absurdo, villano: no ha gobernado a España hombre más puro, menos picado de la codicia. En él la pasión patriótica es una verdad, no un papel, como los que otros desempeñan, mejor o peor aprendido. Por venir a salvarnos, por la ilusión de implantar en su país ideas nuevas, este hombre, este niño grande, tiró una fortuna por la ventana. De aquellas ideas sólo ha podido realizar una pequeña parte. Lo demás... no le han dejado ni siquiera planearlo. Le tiran de los pies, de las manos, del cabello, de los faldones, y le imposibilitan todo movimiento. Lo que le falta a D. Juan de Dios no es entusiasmo ni voluntad recta: fáltale coordinación en las ideas, madurez, método. Quiere hacer muchas cosas a la vez; se encariña demasiado con sus proyectos, y en su viva imaginación llega a persuadirse de que es un hecho consumado lo que no es más que deseo ardiente. No conoce bien el personal político, ni tampoco el país que gobierna. Ha vivido largo tiempo fuera de España, medio seguro para equivocarse respecto a cosas y personas de acá. El hombre de Estado se forma en la realidad, en los negocios públicos, en los escalones bajos de la administración... No se gobierna con éxito a un país con los resortes del instinto, de las corazonadas, de los golpes de audacia, de los ensayos atrevidos. Se necesitan otras dotes que da la práctica, y que, unidas al entendimiento, producen el perfecto gobernante. Aquí no hay nadie que valga dos cuartos. Todos son unos intrigantes en la oposición y unos caciquillos en el poder».

-Para, hombre, para -dijo el clérigo echándose atrás en la silla, para poder expresar más vivamente su entusiasmo-, y déjame que estático admire ese talento sin par... ¿Pero quien esto escribe es una mujer o un monstruo compuesto de los siete sabios de Grecia? ¿Has visto, has conocido quien con más arte y donosura exprese la triste realidad de nuestras pequeñeces políticas?... No, nuestra incógnita no es una dama. Estamos en grave error... es Séneca redivivo, quizás con faldas... ¿Y tú, gaznápiro, no te admiras, no te deleitas, no pierdes el sentido ante los esplendores de ese entendimiento, y ante las gallardías de esa pluma, que sí, sí... es de mujer, ahora lo veo, por el claro análisis, por la gotita maliciosa que pone en sus conceptos? Créelo, este amarguillo me sabe a gloria. Sigue, hijo, sigue, que esto es oro molido.