De Oñate a la Granja/XXV
XXV
El cual con cara gozosa dio cuenta de haber reunido algunas vituallas, que fue sacando ordenadamente de una cesta: «Cuatro quesitos, dos botellas de vino, tres panes de a dos libras, docena y media de sardinas saladas, que, si a usted les parece, las tiraremos, pues esta no es buena comida para señores, y menos en viaje... cuatro bizcochos de Oñate más viejos que mi abuelo... pero, en fin, valen, y nueces. Ya ve usted cuántas. Las he probado, y más de la mitad salen fallidas. Del carro le diré que al fin encontré uno pequeño; pero quieren, por la subida hasta Aránzazu, onza y media, y además que el señor responda de la pareja, abonando su valor, si la secuestran carlistas o isabelinos. Esto es un abuso...
-Mayor abuso es que nos quedemos aquí toda la noche, o que tengamos que subir a pie, llevando en brazos al Sr. D. Alonso. Anda y cierra trato en seguida, por lo que quieran, y venga pronto... Cuídate de que le unten bien los ejes para que no chille, pues no tiene gracia ir cantando por esos valles... y haces que pongan un buen fondo de yerba seca, para que podamos llevar al enfermo acostado. Supongo que el carro tendrá toldo. Si no, que se lo pongan, y si no quieren ponérselo, no por eso deje de venir, que a mal tiempo, buena cara... Si de paso encuentras algo más de bucólica, venga, cueste lo que cueste. Deja aquí la cesta, y llévate las sardinas para tirarlas, si no quieres comértelas. No te entretengas, que es tarde».
En el tiempo que duró la segunda ausencia del buen Sancho, siguió la damisela su interesante relación. En Vitoria no hallaron a su padre; el General en jefe, a quien se presentó Demetria, le dijo que el Sr. de Castro campaba por sus respetos sin sujeción a ninguna disciplina, y que le mandaría preso y bien custodiado a su pueblo si se le traían. De las familias que en la ciudad conocía sólo encontró a dos señoras de Armendáriz, viejas, y a otro vejestorio incapaz, el Conde de Samaniego, arqueólogo y numismático, por el cual supo que D. Alonso había ido hacia Salvatierra, ganoso de gloria. Corrieron allá las dos muchachas, a quienes el cariño filial daba extraordinario valor y alientos. En Salvatierra les dijo persona bien informada que el incansable paladín cristino, con sus dos compañeros y otros tres que se le agregaron, había partido hacia Galarreta, lugar que se halla en la falda de una sierra muy áspera, y a la cual no podía subir el coche, por la ruindad de aquellos pedregosos caminos. Viéronse allí abandonadas de Dios y de los hombres; mas ni en tan terrible desamparo se abatió el corazón de la animosa doncella, que resolvió seguir adelante en su empresa nobilísima, desafiando todas las inclemencias y obstáculos que la Naturaleza y la Humanidad le ofrecían. Gracia, agobiada de cansancio, no hacía más que llorar; Demetria, ya que no acobardada, afligida de la tribulación de su hermanita, llegó a sentir vacilación y dudas: uno de los criados aconsejó la retirada, el otro, seguir adelante. Hallábanse en estas angustiosas deliberaciones, cuando unos soldados trajeron la noticia de que el Sr. D. Alonso y su gente habían tenido un desgraciado encuentro con facciosos en el Puerto de Arrida, con pérdida de los dos tercios de su cuadrilla, o sea cuatro hombres, quedando el jefe desmontado y gravemente herido sobre el campo, mas no prisionero, porque pudo ir por su pie a una venta próxima, donde le ampararon, y allí le habían dejado ellos, tendido en un pajar, con la cabeza vendada, y hecho todo una lástima.
No necesitó saber más la temeraria joven para decidirse, y allá se fueron los cuatro monte arriba, encomendándose a Dios y a la Virgen, único amparo que podían esperar en aquellas soledades. Ni los temores de encontrar facciosos arredraban a Demetria, pues creía, juzgando la voluntad de los demás por la suya generosa, que con exponerles el objeto de su peregrinación, no sólo no recibiría de ellos ningún daño, sino que quizás la favorecerían. Después de un fatigoso caminar toda la noche y parte de la mañana, llegaron a la venta de Arrida, donde les esperaban nuevo desengaño y tribulaciones mayores que las pasadas. A media noche había pasado por allí una avanzada carlista, y descubierto D. Alonso, por los gritos que daba en su desbordada locura, se le llevaron prisionero a Oñate: de sus dos comilitones, el uno logró escapar saliéndose al tejado; el otro, prisionero iba también con su señor.
Ya en este punto las cosas, y presentando tan mal cariz la continuación del viaje, que exigía penetrar resueltamente en el terreno de la facción, los dos criados votaron por el retroceso. Gracia lloraba, asegurando que no se separaría de su hermanita, y esta declaró que aunque supiera que en ello se jugaba la vida, había de intentar rescatar a su padre de las autoridades facciosas, presentándose a cabecillas o generales, al Rey mismo si necesario fuese. Dijo a sus criados que se volvieran si tenían miedo, y ellos ¿qué habían de hacer más que seguirlas hasta el fin del mundo? Adelante, pues. No habían andado media legua, cuando encontraron al compañero de Don Alonso que había logrado escapar de la venta, el cual venía tan azorado y temeroso que daba compasión verle; además, herido, con un brazo atravesado por bala de fusil, desangrándose. Contó el infeliz peripecias que partían el corazón: el Sr. D. Alonso estaba completamente ido del cerebro. Su tema no era ya combatir en el campo, donde creía haber alcanzado tantas victorias. Precisamente, cuando le sorprendió la avanzada que le deshizo, dejándole tendido en un zarzal, iba con una idea desatinada, que sus amigos no podían quitarle de la cabeza. Se proponía presentarse a Don Carlos y retarle a desafío para decidir en juicio de Dios, peleando con toda lealtad, la grave cuestión que motivaba la guerra. De este modo, según él discurría con su trastornado entendimiento, se pondrían en claro los disputados derechos al Trono de España. El duelo había de ser a muerte, en campo abierto, a caballo los dos paladines, delante de los testigos que una y otra parte designaran. Todo esto lo decía con gritos desaforados, y cuando se hallaba en el pajar, los facciosos que entraron en la venta no le habrían descubierto, a no ser por las tremendas voces que daba proponiendo a D. Carlos, como si delante le tuviera, el singular combate en que había de decidirse la suerte de España. Terminó su relato Puche, que este era su nombre, diciendo que ya no podía resistir ni el dolor de sus heridas ni el hambre y sed que le devoraban, por lo cual no podía volverse en compañía de las señoritas. Buscaba una cabaña de pastores en que guarecerse, para sanar o morirse. D. Alonso, con José Díaz, que también iba prisionero, debía de estar ya más abajo de Aránzazu, camino de Oñate. Demetria socorrió al desgraciado Puche con dinero, y siguieron adelante, siempre con la idea consoladora de que Dios en trance tan terrible no les abandonaría.
En este punto de la historia, llegó Sancho con cuatro bizcochones más y unas ciruelas pasas, y tras él vino el carro, que Fernando y Demetria vieron con grande alegría, como si les mandara el cielo un barco encantado, o el mágico clavileño de Don Quijote. Sin perder tiempo acomodaron a D. Alonso sobre la yerba olorosa y le cubrieron con el capote de Rapella, poniéndole por almohada el lío de ropa: el pobre señor dejábase tratar como cuerpo muerto; les miraba atónito y no profería una palabra. Tratose luego de si Sancho les acompañaba o no, y las razones que dio este a Fernando le convencieron de que debía volverse a Oñate y partir en pos de su amo. Urgía dar al siciliano alguna explicación de aquellos inesperados sucesos, y del secuestro de su gabán. Seguramente lo aprobaría, pues era hombre que se pirraba por las aventuras, por todo lo que fuera intervención de lo inesperado y sorprendente en las cosas de la vida. Entregó Fernando al escudero un bolsillo con onzas, propiedad de D. Aníbal, cogiendo algunas para agregarlas a lo suyo, por si le hacían falta en aquella empresa, y le despidió con estas razones: «Le dices que yo, de hoy a mañana, en cuanto deje a esta desgraciada familia en lugar seguro, de donde pueda volver a su casa, no pararé hasta reunirme con él y con la Corte y séquito del señor Pretendiente».
Saludó Sancho a las señoritas, deseándoles un buen viaje y el feliz cumplimiento de sus deseos, y despidiose también la vieja con expresiones de cariño; Demetria y Gracia subieron al carro, y este emprendió su marcha lenta y sin chillidos por las cuestas de Aloña. Lo primero que hizo Calpena fue invitar a las niñas a una frugal cena, y ellas, que con las esperanzas se veían ya menos agobiadas de su tristeza, no se hicieron de rogar; partido el pan, dieron a su libertador una rebanada y medio quesito, pues a él tampoco le venía mal hacer por la vida. Comiendo se arrimó al boyero para trabar conversación con él y sondearle, pues de su lealtad y buena disposición dependía el éxito del viaje. Era un vejete forzudo y de pocas palabras, que hablaba medianamente el castellano; llamábase Gainza y no parecía mal hombre; comentando la guerra, expresó la idea de que el país estaba ya harto de tanta trapisonda, esquilmado por las sacas continuas de mozos, forrajes, pan y contribuciones. Lo que el país ansiaba era: o que D. Carlos se sentase en el Trono de todo el Reino, o que se entendiese con su cuñada para reinar los dos apareados. No desagradó a Fernando esta actitud, y sin mostrarse amigo ni enemigo de la Causa, le recomendó que llevase su carro por los caminos que creyera menos frecuentados de tropas, así facciosas como cristinas, añadiendo que le recompensaría con toda largueza si lograba llevar salvas hasta la sierra a las dos niñas y a su padre enfermo, el cual era un señor muy pudiente que había venido a Oñate enviado por el Rey de Francia para tratar con D. Carlos de asuntos católicos, y habiendo cogido un aire de perlesía, iba en busca de unos afamados médicos de Vitoria que curaban este mal con aguas frías y calientes. A esto dijo Gainza, picando sus bueyes, que él había oído algo de curar el paralís con chorros físicos y destemplados.
«¿Querrá usted creer, D. Fernando -dijo Demetria a su caballero de a pie, cuando este acomodó su paso al del carro, apoyando la mano en el tablón zaguero-; querrá usted creer que esto poquito que hemos cenado nos ha sabido a gloria? Hacía tiempo que no conocíamos lo que era apetito, substancia ni sabor de nada. Comíamos amargura y bebíamos nuestras lágrimas.
-Los quesitos son muy buenos, ¿verdad, D. Fernando? -dijo Gracia-. Y los bizcochos, aunque saben a viejo, no están mal... Lo peor es que las hormigas se me suben por la cara y quieren comerme a mí.
-Ahora que están ustedes tranquilas, todo les sabe bien...
-¡Ay! ¿Ya cree usted que no debemos temer nada? Muy pronto lo dice, D. Fernando. Yo no estoy tranquila. Lo dice usted por animarnos, y nosotros se lo agradecemos mucho... Mi hermana y yo, mientras usted hablaba con el viejo del carro, decíamos que si no es por usted no salimos nunca de aquel infierno... Verdaderamente, señor, no vale con decirle que nuestra gratitud será eterna, pues ni con eternidades se paga este inmenso beneficio.
-¡Oh, por Dios, no dé usted valor a un acto tan sencillo, tan elemental...! El cumplimiento de un deber no merece alabanzas.
-Ahora se hace usted el chiquito... No, no, que bien grande se nos ha mostrado. ¡Sabe Dios lo que significa para usted el sacrificio de su tiempo; sabe Dios los perjuicios que le traerá su buena obra! ¿Y quién me asegura que no le llamaban a usted a otra parte, esta noche misma, afecciones, compromisos sagrados, qué sé yo...?
-¡Oh, para todo hay tiempo! Lo principal, que era sacarlas a ustedes de su cautiverio, ya está hecho. Pero aún falta un poquito, Demetria. Veremos si de aquí al día...
-No me asuste usted. ¿Nos abandonará Dios después de habernos amparado? No, no lo creo. El corazón me dice que triunfaremos, gracias a usted, a su firme voluntad y corazón valiente.
-¡Ay! -dijo Gracia temerosa, sacando la cabeza fuera del toldo para observar el país que atravesaban-. Me parece que fue aquí...
-No, mujer, fue más arriba, mucho más arriba... No me lo recuerdes, que pierdo otra vez los ánimos y se me renueva el terror de aquella noche...
-¿Qué...? ¿Les pasó algo en estas soledades cuando bajaban hacia Oñate?
-¡Ay, si aún no le he contado todo! ¡Si nos han pasado cosas terribles, Sr. D. Fernando! Aún no sabe usted lo mejor, digo, lo peor de aquel tristísimo caminar en busca de mi padre... No, no fue por aquí Gracia; fue en un lugar muy feo y desolado, donde hay cavernas y abismos espantosos... ¿En qué quedamos de mi relación?
-Cuando se encontraron con Puche, y le socorrió usted...