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De Oñate a la Granja/XXVIII

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XXVIII

Colocáronse las dos señoritas en la disposición ordenada por Demetria, y emprendida de nuevo la marcha, no recobró la valerosa doncella su tranquilidad. Oía la respiración de su padre más bronca que de ordinario, como si sufriera presión muy fuerte o cerramiento de la garganta. «¡A casa, sí, a casita!» -le dijo, para animarle; y no obteniendo contestación, añadió: «Padrecito, le vamos a dar una sopita en vino; mandaré parar para que la tome con descanso... ¿Quiere que le incorporemos? Se aburre, ¿no es verdad? de tanto tiempo tendido a lo largo. ¿Se atrevería mi padrecito a fumarse un cigarro, que le encendería este caballero que nos acompaña, que nos guía, que nos ha sacado de la cautividad de Oñate?». D. Alonso no se movía ni daba acuerdo de sí. Esperó Demetria un ratito más, y de pronto se oyó como un gran suspiro, que al salir a los labios permitió la articulación tenue del invariable «a casa».

En los breves ratos en que la atención de Calpena quedaba libre del cuidado de las simpáticas niñas y de su infeliz padre, se abstraía, metiéndose en la contemplación de sus propias tristezas. Veía la gallarda figura de Negretti; oía su palabra severa y franca; las calles y casas de Bermeo tomaban apariencias de realidad en su mente, y allá, en los cantiles batidos por el oleaje cantábrico, se le representaba de continuo la persona de Aura, melancólica, como imagen de la Poesía osiánica, que une sus lamentos al mugido de las tempestades. Guardada en su alma, como en el sagrario la custodia, la pasión de Aura, le tributaba culto respetuoso y mudo, anhelando acercarse pronto al objeto de su devoción, y verlo y adorarlo, aunque se interpusieran cristales tan opacos como el Sr. Negretti y su esposa Doña Prudencia. En esto pensaba, cuando sintió rebullicio en el carro. Gracia chillaba, Demetria dijo con voz angustiosa: «D. Fernando, por Dios, venga usted...».

Parados los bueyes, Calpena subió; mas en la obscuridad no pudo hacerse cargo de nada. Demetria decía que el enfermo había perdido el habla en absoluto, pues notó en él esfuerzos inútiles para articular alguna palabra. Gracia, besando el frío rostro de D. Alonso, decía: «Yo te aseguro que así, puestas cara con cara, le oí decir: 'a casa'»; pero tan bajito lo dijo, que nadie más que yo pudo oírlo.

«Mi padre está muy malo, mi padre se muere -dijo Demetria con la entereza que le daba el hábito del infortunio-. D. Fernando, haga usted el favor, tómele el pulso; yo no se lo encuentro. ¡Dios mío, esta obscuridad! ¿En dónde estamos? ¿Hay cerca de aquí alguna casa donde puedan prestarnos socorro?».

Buscó Fernando inútilmente señales de vida en las dos manos del Sr. de Castro, y no las encontró. En sus sienes no percibió ni un vago latido. «¿Y el corazón? -dijo ansiosa la hija mayor». -Pensó el joven engañarla; pero ¿a qué tales supercherías en situación como aquella, excepcional, de las que reclaman verdad y valor? Los consuelos caritativos habían de ser tan poco duraderos, que valía más afrontar la dolorosa certidumbre. «Pues... el corazón... la verdad, no lo siento... ¡Carretero! ¿Dónde estamos? ¿Hemos pasado de Aránzazu?».

Dijo el guipuzcoano que el Monasterio quedaba allá, a la izquierda, pues había tomado por un atajo para cortar camino y evitar el paso por lugares poblados...

-¿No hay allí monjes?

-¡Qué ha de haber, señor! No hay más que ruinas. Hace dos años, el general Rodil, cuando vino a Oñate con tantos miles de hombres, cogió presos a los frailes y mandó pegar fuego al convento. Yo le vi arder por los cuatro costados».

Diciendo esto, oyose el canto de un gallo hacia la parte donde el carretero señalaba las ruinas.

«Pero ahí vive gente... Oiga usted... canta un gallo... y otro.

-Sí señor, gente hay: pastores y carboneros miserables de estos montes, que en las ruinas han hecho sus albergues al amparo de los muros que quedan, y aprovechando las bóvedas que no se han caído».

Como añadiese que en un par de leguas a la redonda no había pueblo, ni aldea, ni más viviendas que las de los infelices que se aposentaban en Aránzazu, mandó Calpena guiar hasta el destruido convento. La noche cerrada, el húmedo frío, la aflictiva situación de los viajeros, con la inmensidad obscura delante de sí y la muerte entre sus brazos, eran para humillar los ánimos más valerosos. Acertado fue dirigirse en busca de seres humanos, aunque estos fueran los más pobres y humildes: alguna puerta hospitalaria se les abriría; verían rostros compasivos... En aquel trayecto, más que ninguno lento y fatigante, pues el carro no pudo descender sino dando un largo rodeo por sendas inverosímiles, las niñas lloraban silenciosas, encalmadas en la hondura de su pena con resignación sublime. Si Gracia manifestó esperanzas, Demetria no, afirmándose en la seguridad de que Dios les mandaba apurar hasta el fin las amargas heces del cáliz. Fernando no les decía nada. ¡Ni qué había de decirles! Aseguró Gainza, cuando ya estaban cerca, que los habitantes de las ruinas abandonaban sus madrigueras antes del día para ir al trabajo. Por fin detúvose el carro ante la masa negra del incendiado monasterio: no se sentía ruido alguno que anunciase la proximidad de seres vivos, como no fuese el cantar de gallo, que resonaba dentro de los muros. El único consuelo que Calpena pudo dar a las pobres niñas fue anunciarles el día, y como si quisiera apresurar el amanecer con su deseo, aseguro que se iniciaba por Oriente la dulce claridad del alba.

Gainza y D. Fernando dieron fuertísimos golpes en el portalón que delante tenían, sin que nadie respondiera, ni se oyese rumor alguno. La parada junto a las ruinas en espera de alma cristiana a quien pedir socorro, fue un siglo para el caballero y las dos damitas. Estas rezaban atribuladas, y con más dolor que miedo contemplaban el misterio inmenso de la muerte, explorando con los ojos del espíritu los espacios que tras ese misterio señala la convicción... Por fin, al apremiante llamar de los viajeros, respondió una voz cascada y lúgubre. Poco después se abrió la puerta. Dirigiose Calpena al que abría, anciano de alta estatura, venerable, hermoso, vestido con pobreza, pero sin andrajos, y en pocas palabras elocuentes le informó del doloroso caso que motivaba la petición de auxilio tan a deshora. El viejo entendía el castellano, pero no lo hablaba. Ayudado por el carretero, logró que se enterara Fernando de estas sinceras manifestaciones: él era muy pobre, y no podía ofrecer a los viajeros más que un rincón del claustro en que con vigas medio quemadas y pedazos de cascote se había compuesto un humildísimo albergue donde vivía con su mujer. Pero en el mismo claustro había viviendas mejores, y hasta cómodas, habitadas por familias menos pobres que el que hablaba, y allí seguramente podrían encontrar los señores su remedio. En esto apareció una mujer con un farol, que no fue poca suerte para Calpena, pues no sabía por dónde andaba en aquella lobreguez, y tras la mujer presentose un hombre, no tan viejo como el anterior, con un capote por la cabeza, figura que al pronto imponía miedo. Lo mismo que había dicho antes, repitiolo el joven con mayor vehemencia, y no tardó en oír palabras de consuelo. Ofreciéronle aquellos desdichados cuanto tenían, y le mostraron su casita, hábilmente construida en el coro bajo de la iglesia, la única parte del edificio totalmente respetada por la catástrofe. Al punto salió Fernando a comunicar a las pobres viajeras su hallazgo y el plan que imaginó rápidamente ante los apuros de aquel caso inaudito. «Demetria, lo más urgente es que ustedes entren, y descansen y se repongan de tanta ansiedad y pena tan grande. Hay aquí gentes bondadosas, caritativas, que no desean mas que amparar a los desgraciados. Adentro pues, y mientras ustedes se tranquilizan, estos buenos amigos y yo veremos qué remedios debemos aplicar a D. Alonso».

Oyó esto Demetria con el respeto que su favorecedor le merecía; mas no hizo ademán de moverse del lado de D. Alonso, pues aunque tenía el convencimiento de que era cadáver, hay lazos que ni en las ocasiones de necesidad suma pueden romperse fácilmente. «No quisiéramos separarnos de nuestro pobre padre; pero pues usted lo cree preciso, y así nos lo manda, obedecemos, que aquí no hay más voluntad que la de nuestro salvador». A pesar de esta demostración, costó trabajo sacarlas del carro. Abrazadas al inanimado cuerpo, no se hartaban de besarle. «Vamos. Yo acompaño a ustedes, y luego me vuelvo aquí» -dijo Fernando por decir algo; que en tal situación no hay frase que sea oportuna, ni consuelo que no resulte una tontería. Gracia se desmayó al bajar, y en brazos hubo de llevarla Gainza; Demetria, agarrándose con mano convulsa al abrigo de su libertador, y apretándose el pañuelo contra la boca, le seguía con paso lento. De este modo entraron en el claustro, y precedidos de la mujer que alumbraba, llegaron a la vivienda labrada en el coro, la cual en su pobreza, no carecía de acomodo. Los vetustos muebles revelaban en sus remiendos y composturas una mano habilidosa.

Lo primero que hizo Demetria al entrar en aquel tugurio, fue ponerse a rezar de rodillas sobre un ruedo de estera, y lo mismo hizo Gracia, cuando volvió de su desvanecimiento. «Sí, sí -les dijo Calpena-, recen un ratito. Aunque no lo parece, aquí están en la iglesia. Vean estos machones de sillería gótica. Por allí aparecen los pies de un santo, y en aquella otra parte asoma una cabeza con nimbo». En esto salieron de un cuchitril próximo dos preciosas chicuelas que se brindaron a servir a las señoritas en todo lo que se les mandase. Llegaron luego otros vecinos, un matrimonio joven, dos viejas muy despabiladas, y todos se mostraron sinceramente caritativos, misericordiosos.

Cuando ya aclaraba el día, salió Fernando acompañado del dueño de la covacha, hombre obsequioso, alavés fronterizo de Burgos, que hablaba perfectamente el castellano, y mostraba conocimiento práctico de mil cosas diversas. Examinaron el cuerpo del infeliz D. Alonso; reuniose allí todo el vecindario con el propio objeto; de la inspección de unos y otros resultó la tristísima verdad de que el señor estaba muerto, y la opinión de que el fallecimiento había ocurrido dos o tres horas antes. Sin ninguna duda respecto a la muerte, lo primero en que pensó Fernando fue en disponer que se diese a las niñas algún alimento, y ofreciendo recompensar con largueza los servicios que en tan crítica situación se les prestaran, mandó a sus aposentadores encender lumbre y preparar lo que tuviesen, con la mayor prontitud posible. Entró de nuevo en la casucha, donde pensaba que era indispensable su presencia. Aunque Demetria, perdida toda esperanza, se abrazaba a la resignación, le miró a la cara, atenta a las impresiones de él para modificar o sostener las suyas. Pero el rostro del caballero sólo expresaba un dolor calmoso. «No necesita usted decirnos que somos huérfanas... Ya lo sabemos... Pero aunque lo sepamos y usted nos lo diga, yo lo dudo... no puedo creerlo... no, no es verdad: mi padre vive». Y se lanzó como una loca fuera del cuarto, antes que pudieran sujetarla. Juzgó Calpena inconveniente que por sí misma se cerciorase de la tremenda verdad, y corrió tras ella; no quería llevarla, y la llevó, sintiéndose sin autoridad para impedir escena tan aflictiva. Tuvo ánimo Demetria para examinar el rostro del que fue D. Alonso, para besarle una y mil veces cara y manos, y no perdió el conocimiento ni la firmeza de su alma, hecha sin duda para los grandes empeños de la vida. Con dificultad apartáronla del carro, que había venido a ser lecho fúnebre, y volvió por su pie al mísero albergue donde había dejado a su hermana, vencida del dolor... «Somos huérfanas -le dijo, abrazándose las dos estrechamente-; somos huérfanas, Dios no ha querido que entremos en casa con nuestro padre».

Ninguno de los presentes dejó de poner de su parte cuanto le inspiraba la compasión para calmar tanta pena. Palabras tiernas, ofrecimientos de proporcionar a las señoritas descanso, comodidad, alguna distracción, todo lo agotaron aquellos infelices. Reunido lo mejor de cada casa, arreglaron dos camas bastante bien apañaditas para que las huérfanas descansen. «Al entrar aquí -le dijo Fernando a Demetria-, aseguró usted que me obedecería. ¿No fue así? Pues bien, empiezo a usar la autoridad que se ha dignado darme, y con ella dispongo que no se ocupen ustedes más que de reparar sus fuerzas en la medida que sea posible. Yo me encargo de todo, y sabré cumplir cuanto me ordenan la ley de Dios y la conciencia de mi deber.

-Sé que mejor que nosotras mismas sabrá usted disponer lo que aún falta. No es fácil que descansemos; sí lo es que tengamos confianza plena en la disposición, en la inagotable caridad de nuestro salvador.

-No merezco ese nombre. Soy su criado: en esta ocasión me glorío de serlo, y en ello tengo mucha honra.

-Criado, nunca. Mirándole como amigo, como protector de mi familia en tan terrible ocasión, estas pobres huérfanas ruegan a usted que se sirva dar cumplimiento a las resoluciones que voy a manifestarle. Dios ha querido afligirnos hasta el extremo de arrebatarnos la vida de nuestro padre en lugar tan desamparado. Ni hemos podido disponer de un médico que le asistiera moribundo, ni, muerto, podemos tributar a sus pobres restos la asistencia religiosa. No hay aquí, ni en los contornos, sacerdote alguno, y mi buen padre ha de ser sepultado sin las oraciones de la Iglesia, que no faltan al último de los mendigos. Imposible también llevarle con nosotras, por la larga distancia y por dificultades materiales superiores a nuestro deseo. Por tanto, es nuestra voluntad que se dé tierra a mi padre a la hora que usted disponga y en el lugar que designe, que bien podrá ser la cripta o panteón de los frailes de este monasterio. Bien señalado por usted el lugar de la sepultura, nosotras nos cuidaremos, en el plazo consentido por las leyes, de trasladar estos queridos restos al enterramiento de la familia en La Guardia. Asimismo hacemos voto solemne de socorrer a las humildes personas que nos han dado asilo y amparo en trance tan horrible. Dios ha querido que nuestro padre, en vida poderoso y rico, haya terminado sus días en medio de los seres más pobres, entre los pequeños, entre los desgraciados; que en su muerte no reciba honores mundanos ni religiosos; que su sepultura sea la misma humildad, la suma pobreza. Así acaban las grandezas humanas, y con estas lecciones nos dice el Señor que no somos nada. Pues bien: no por vanidad, sino por efusión de nuestras almas, mi hermana y yo ofrecemos que si llegamos a La Guardia con vida y salud, estos pobres, a cuya cristiandad confiamos el cuerpo de nuestro padre, serán socorridos en lo que les reste de vida. El que hoy viva de limosna, no tendrá que pedirla más. Nosotras les agregamos a nuestra familia, y cuidaremos de que tengan pan y vivienda segura. Estos son los honores fúnebres que las pobres huérfanas tributan al noble caballero cristiano D. Alonso de Castro-Amézaga».