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De Oñate a la Granja/XXX

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XXX

A los cinco minutos encontraron la tropa isabelina, mandada por un capitán, que fue como ver abiertas las puertas del Cielo. En un instante, cambiadas rápidamente las informaciones de unos y otros, tuvieron todos noticia exacta de lo ocurrido, y el capitán felicitó a D. Fernando por su comportamiento en el lance con el jefe de la partida. «Ha sido terrible -dijo Demetria-; nuestro caballero se portó como un héroe.

-No haga usted caso; salimos del conflicto como pudimos, por pura chiripa... Hay cuartos de hora felices, como los hay desgraciados, y este mío no ha sido de los mejores, porque me atizaron una bala... aquí... en esta pierna.

-No hay que apurarse -dijo el capitán-; le curaremos para que continúe su viaje sin molestia. Aquí tengo un muchacho que le hará a usted la primera cura».

Era el capitán un mozo de lo más vivo y simpático que se pudiera imaginar, mediana estatura, rostro agraciadísimo y sonriente, edad poco más o menos la de Calpena. Este no cesaba de mirarle queriendo reconocerle: «Sí, sí -dijo acudiendo a la memoria del otro para avivar la suya-; yo le conozco a usted, mi capitán, yo le he visto, yo le he hablado, pero no puedo recordar...

-Eso mismo pensaba yo en este momento.

-Usted es...

-Francisco Serrano Domínguez, para servir a usted y a estas señoritas... Nos hemos visto no hace mucho, allá por Febrero debió de ser, en casa de mi madre, en Madrid. Mi madre tiene una tertulia a que concurren personas muy distinguidas, y usted fue una noche llevado por Miguel de los Santos.

-¡Oh, sí, ya!... ¡Pues poco que hablamos aquella noche! Fernando Calpena, para servirle. Deme usted esos cinco, Sr. Serrano, y hágame el favor de mandar a su médico, o al albéitar si lo trae, que me mire esta pierna y me ponga algo que aplaque los dolores que empiezo a sentir.

-Al momento. Esperad un poco».

Y cuando le vieron alejarse, las dos niñas, consternadas, trataron de curar a su libertador. Mientras Gracia cortaba el pantalón hasta descubrir el sitio del balazo, Demetria reunía todos los pañuelos que llevaban para improvisar un vendaje conveniente. Volvió a la sazón Serrano muy satisfecho: venía de ver el cadáver del escopetero, y dijo a Calpena: «No sabe usted bien el servicio que nos ha hecho librándonos de ese bandido, el más malo, el más sagaz de cuantos andan por aquí. Merece usted que se le proponga para una cruz.

-Pues si buena cruz hemos ganado, buen balazo nos cuesta.

-Eso no vale nada. Yo llevo ya cinco en diferentes partes de mi cuerpo, y ya ve usted... Con suerte, siempre con suerte. A ver, Roldán, ven acá; examina esta herida y dinos que no es de cuidado. ¡Ay de ti si te equivocas! Luego le curas de primera intención para que pueda llegar a Salvatierra, donde hallará médicos de sobra».

El llamado Roldán, que era un sargento practicante, dijo que estaba dentro la bala, y que no le parecía la herida peligrosa, por no interesar la rodilla. Si el señor no sentía dolores muy vivos, era que la bala no había tocado el hueso. No cuadraba más tratamiento que vendarle, aplicada una unturilla que ellos traían, y después que cuidara el herido de evitar todo movimiento.

«Pues me divierto -dijo Fernando-. Ya no puedo andar. Pero, en fin, sea lo que Dios quiera, y cúmplase el destino que está marcado a cada criatura».

Y mientras Roldán, asistido de las dos doncellas, le curaba, Serrano le informó de la gran victoria que habían alcanzado días antes con la ocupación de San Adrián, añadiendo que no bajaron a Oñate porque el General no lo estimaba práctico ni provechoso, y prefería conservar aquellas posiciones y tener asegurada la comunicación con Vitoria y Alsasua. Hablando de sus propios servicios en la campaña, declaró Serrano que se sentía con alientos para tomar parte en mil y un combates y avanzar en su carrera. No conocía el miedo; confiaba salir salvo de todos los encuentros; le enardecía el ruido de los combates, le embriagaba el olor de la pólvora. Había venido días antes del ejército de Aragón, donde servía a las órdenes de Palarea, y aunque sus deseos eran permanecer en el Norte, porque allí se presentaban más ocasiones de lucimiento militar que en ningún otro campo, pronto tendría que marchar a Barcelona, donde le reclamaba por ayudante su padre, el Mariscal de Campo Serrano y Cuenca. Allá no faltarían quizás ocasiones de entrar en fuego, que era su delicia; y bien seguro de que las balas no le tocaban, permitíase jugar al heroísmo, en lo que no había ningún mérito.

«¡Qué gracioso es este capitán, y qué buen genio el suyo para la guerra! -dijo Demetria cuando se quedaron solos.

-¡Y qué guapo es, y qué ojos tan pillines los suyos! -observó Gracia».

Convencido el jefe de la fuerza cristina de que no podía dar alcance a la partida facciosa, resolvió volver a Salvatierra. Los soldados se entretuvieron en arrojar al fondo del barranco el cadáver del jefe de los escopeteros, al cual llamabanBasurde, que es Jabalí en lengua eúskara. Para los viajeros fue motivo de alegría que Serrano no continuase la persecución, porque así tendrían custodia militar hasta Salvatierra, con lo que podían darse por definitivamente salvados y libres de todo peligro. Marcharon, pues, hacia abajo, precedidos de un coro de soldados que alegremente cantaban, llevando al estribo al capitán, que obsequioso daba conversación a las damas. La tristeza de éstas era honda, no sólo por haberse dejado en Aránzazu la mitad de su alma, sino por aquel funesto accidente de la herida de Calpena, que les aguaba el contento de su salvación. Toda aquella tarde la pasaron bien: a Fernando le molestaba poco la pierna agujereada; los tres comieron algo de los fiambres exquisitos que Serrano les dio, y bebieron en vaso de metal un poquito de ron, mezclado con agua de los cristalinos manantiales que encontraban al paso.

Sobre las diez de la noche llegaron a Salvatierra: Calpena iba intranquilo, un poco febril, empezando a sentir molestia en su herida. No quisieron las niñas aceptar el estrecho alojamiento que Serrano les ofreció, prefiriendo aguardar dentro del carro el próximo día. Ya Demetria no temía nada: en Salvatierra encontraría conocimientos, recursos para trasladarse a su casa con toda comodidad. Su mayor pena era la incertidumbre respecto al estado de su libertador, que no le parecía favorable, a pesar de los esfuerzos con que él disimulaba los agudos dolores que hacia media noche le atormentaron. Apenas despuntó el día, partió la joven, acompañada de Gainza, en busca de los señores que allí conocía, y no tardó en volver gozosa con un séquito de cuatro personas, que no deseaban más que ocasiones de servirla. Supo entonces que dos días antes habían pasado por allí, camino de San Adrián, tres criados de la casa y varios deudos y amigos, desalados, buscando a las señoritas y al señor D. Alonso. Habíanse repartido por diferentes senderos, y alguno de ellos no pensaba parar hasta Oñate.

No quiso la valerosa y avisada joven perder el tiempo en inútiles referencias, y dada cuenta de la pérdida lastimosa de su buen padre, requirió a los Sres. de Guinea (que tal era el nombre de aquellos sujetos, acomodado labrador el uno, el otro extractor de maderas), para que le proporcionasen inmediatamente: primero, el mejor médico que hubiese en la villa; después un buen coche, y si no lo había, una cómoda galera para continuar el viaje; todo ello acompañado del dinero que las ricas huérfanas necesitaban hasta llegar a La Guardia. Esta última petición fue prontamente y con creces satisfecha. Facilísimo estimaron también lo del médico, pues había físicos de tropa excelentes, y en cuanto a vehículo, que era lo difícil, ofrecieron revolver el pueblo y sus alrededores hasta lograr lo que la señorita deseaba.

«Oiga usted, Demetria -dijo Fernando cuando los tres se quedaron nuevamente solos-. De mí no hay para qué ocuparse ya. Puesto que se encuentran ustedes en lugar seguro, donde les sobran medios para volver a su casa sin ningún peligro, deben ustedes partir sin pérdida de tiempo, y dejarme aquí, que ya me arreglaré yo con mis amigos del ejército, para que me proporcionen un alojamiento donde me cure de este maldito balazo que ha venido a trastornar todos mis planes.

-Al pedirme que le abandonemos -replicó Demetria con gravedad-, hallándose enfermo, y enfermo por nosotras, pues recibió la herida en nuestra defensa, me pide usted la cosa más contraria a los sentimientos de mi hermana y míos... ¡Abandonarle, habiendo recibido de usted la salvación, la vida!... porque allí nos habríamos muerto de terror, si usted no nos saca... No, D. Fernando, lo que usted propone no puede ser: o lo ha dicho por probarnos, o le trastorna el delirio, en cuyo caso, estando usted peor, no seríamos quien somos si le abandonásemos. Quiero demostrarle que en mi raza no existe ni puede existir la ingratitud.

-Nada de lo que usted dice me sorprende, pues en el corto tiempo de nuestro trato, he podido conocer cuánta bondad y nobleza atesora su alma. Pero yo debo advertirle que me precisa seguir rumbo distinto del que usted lleva. Me llaman a otra parte deberes sagrados, afecciones tan hondas, tan estimulantes como las que la llaman a usted a su casa. Póngase en lo razonable y...

-Me pongo en la razón misma, y le contesto que cuando esté bueno tomará el rumbo que quiera; pero ¿a dónde va en tal estado el pobrecito D. Fernando, cojo, sin poderse valer? Si le dejamos a usted, de aquí no podrá moverse en algún tiempo, que esa cura es lenta, si ha de hacerse bien y sin complicaciones... Y no hablemos más por ahora, que ya viene el buen Guinea con un señor que debe de ser el médico militar. De lo que diga depende lo que resolvamos, lo que yo resuelva, pues ahora se han trocado los papeles, amiguito. Ya no es usted el jefe de la expedición. Yo he tomado el mando, y a usted toca obedecerme».

Minucioso fue el examen facultativo. Demetria y el físico sostuvieron breve diálogo:

«¿La bala?

-Evidentemente no está dentro. En la región superior de la pantorrilla se ve el rasgón de la salida.

-¿Es grave la herida?

-No, no. La gravedad resultaría si el señor no se sometiese a un absoluto reposo.

-¿Cuánto tiempo?

-Un mes.

-Bien. ¿Y qué hay que hacer ahora?

-Aplicarle un vendaje que yo prepararé; renovar cada seis horas la planchuela de Bálsamo Samaritano. Permanecer acostado y con buen abrigo en todo el cuerpo.

-Perfectamente. ¿Puede el herido hacer un viaje, en coche, con toda comodidad?

-Sin duda, observando lo que prescribo: la renovación de la planchuela, el abrigo y la quietud posible dentro de un coche o galera bien acondicionada, que vaya al paso».

No se habló más. Hizo el médico la cura, y proveyó a Demetria de bálsamo para tres días. Al ver partir al físico, Gracia rompió en joviales demostraciones de afecto hacia su libertador, diciéndole: «Ahora, Sr. D. Fernandito, se ha fastidiado usted, y no tiene más remedio que ser nuestro prisionero.

-Nos le llevamos encantado -dijo Demetria, que en aquel punto recibió la noticia de tener dispuesta una hermosa galera-; encantadito en una jaula, como llevaron a D. Quijote a su pueblo.

-¿Pero de veras -dijo Fernando con extrañeza matizada de susto-, me llevan ustedes a La Guardia?

-¡Pues estaría bueno que no! ¿Al hombre que nos ha salvado la vida, habíamos de dejarle en manos mercenarias, en un pueblo como este, donde los accidentes de la guerra podrían ponerle en la necesidad de huir con su patita coja? No señor; por ley de Dios estamos obligadas a pagar a usted sus beneficios, si no en la misma moneda, porque no la tenemos, en otra de un valor aproximado. A nuestra casa se viene usted calladito, y no se moverá de ella hasta que recobre la salud. Sano y bueno nos envió Dios el caballero que le pedíamos; sano y bueno deseamos devolvérselo. Y no hay más que hablar ni que discutir. Yo sé lo que dispongo; ya que no otras cualidades, tengo la de hacerme cargo fácilmente de mis obligaciones. Ahora el Sr. D. Fernando calla y obedece, que bien sumisas y obedientes hemos sido nosotras cuando era él quien mandaba».

Algo contestó Calpena; pero sus razonamientos resultaban débiles ante la poderosa dialéctica de la huérfana de Castro. ¿A dónde iba, herido y expuesto a una inflamación de consecuencias mortales? Obligado al reposo, ¿dónde estaría como bajo la tutela y cuidado de las personas que le debían eterna gratitud? El destino, Dios, mejor dicho, le presentaba su abrumadora sentencia revestida de una lógica soberana, y torciéndole sus caminos, mientras él lanzaba todo su espíritu con irresistible querencia hacia el Norte, le decía: «¿Al Norte? pues yo mando que al Sur, y al Sur has de ir por el derecho carril que te trazo». Conformábase el hombre, no sin interiores refunfuños, y pensaba que, si no el corazón, la pierna derecha había de agradecer aquel mandato inflexible de la Divina Voluntad.

Mientras Demetria, con actividad prodigiosa en que revelaba sus dotes de gobierno, preparaba el viaje, arreglando el interior de la galera con los mayores refinamientos de comodidad, el pobre cojo, viéndola ir y venir tan dispuesta, no pudo menos de admirar en ella un raro prodigio de la voluntad humana. Al propio tiempo creía que si la discreción se encarnara en algún ser de los que andan por la tierra, no podía tomar otro cuerpo que el de la doncella mayor de Castro. Desde que llegó a Salvatierra se había transformado; ya su mirada no expresaba el sobresalto y la fatiga; ya despedían sus ojos el rayo que determina la acción; ya no era la mujercita encogida y trémula de la Caridad de Oñate; era la señora que campaba y disponía, con medios para ello, en su terreno propio; su mal vestir no desvirtuaba la gallardía de su cuerpo, reflejo de la resolución y aplomo de su alma. Más agraciada que bella, sin ser una hermosura lo parecía casi siempre, sobre todo cuando daba órdenes a los inferiores, cuando expresaba su pensamiento con aquella sencillez persuasiva que no admitía controversia. Su frente serena y pura, su boca un poco grande, pero fresca y llena de gracias, componían admirablemente su rostro. El cabello advirtió Calpena que era castaño, abundantísimo; no pudiendo en aquel trajín peinarse a su gusto, se lo arreglaba de cualquier modo, cruzándose en derredor de la cabeza, a la buena de Dios, las apretadas trenzas. Gracia era más bonita; temple delicado, de esos que son infantiles aun después de pasada la tierna edad; quejumbrosa, paliducha, un poco lánguida, las manos no pequeñas, el cuerpo escueto, el cabello del propio color castaño, mas no tan fuerte como el de su hermana, blanca la dentadura, pero de un conjunto menos simétrico, la mirada dulce, amorosa, pasiva...