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De Oñate a la Granja/XXXIII

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XXXIII

Acrecieron las molestias del herido en los días subsiguientes, manifestándose fiebre intensa y aumento de la hinchazón, que hacia la región femoral se corría. Noches malísimas pasó, y sus ánimos se abatieron grandemente. A la semana de estar allí, habiéndose iniciado la supuración, practicó el cirujano los desbridamientos con tanta habilidad y destreza, que el enfermo no tardó en sentir alivio. Como entonces no se usaban anestésicos, hubo de soportar Fernando el acerbo dolor que con sus cuchilladas le producía D. Segundo; pero trincaba bien los dientes y no exhalaba una queja, como varón cristiano y animoso.

Durante aquella semana tristísima, tuvo horas de verdadero aniquilamiento, en las cuales no era un ser de este mundo, sino un soñador, un delirante que moraba en negros y lejanos espacios. Apenas podía fijar la atención en lo que su ángel guardián, la encantadora Gracia, le contaba. Demetria subía todos los días a verle; pero sólo permanecía breves instantes, por causa de sus quehaceres. En cambio le acompañaba el buen D. José María de Navarridas, que se había instalado en la casa de Castro con su hermana Doña María Tirgo. El motivo de este traslado de vivienda lo supo Fernando cuando se serenaron sus espíritus con la mejoría de la pierna. Fue que al llegar las niñas con su caballero libertador, surgieron en la familia dudas acerca de la conveniencia de aposentarle en la propia casa. Al discutirse punto tan delicado, los tíos plantearon la cuestión en estos términos: dos niñas solas, solteras, hospedan en su morada a un caballero joven, soltero también... Esto podía dar lugar a necias interpretaciones en el pueblo, aunque la fama de discreción, pureza y honestidad de las huérfanas sería de fijo un valladar contra la suspicacia maliciosa. La respetabilidad de la casa era reconocida y acatada por todo el vecindario; mas no convenía exponerla a menoscabo, siquiera este fuese por una inocente contravención de las reglas sociales. Demetria manifestó con firmeza que la gratitud exigía que las dos hermanas cuidasen por sí mismas al que había contraído tan grave dolencia por defenderlas y salvarlas; que ella, firme en su conciencia, tan segura de su honradez como de que la opinión del pueblo ni un momento se pronunciaría en contra suya, no estimaba indecoroso alojar al herido en su propia casa; pero si sus buenos tíos opinaban de otro modo, ella se sometería gustosa a lo que resolviesen. La hermana del párroco, Doña María Navarridas, viuda, designada comúnmente con el apellido de su difunto esposo (Tirgo), señora excelente, bondadosa, discreta, algo cominera, bonita en su vejez como una Santa Ana, opinó que no desmerecía la demostración de agradecimiento llevándose a D. Fernando a la casa del cura, donde estaría como en la gloria. Reconociendo lo acertado de estas razones, en principio, Demetria les opuso un argumento que echó por tierra la firme dialéctica de los tíos venerables. «Efectivamente -dijo-, D. Fernando estará muy bien en la rectoral, asistido con esmero, ¿quién lo duda? pero como tendrá tan cerca las campanas de la parroquia, y estas no cesan de tocar a todas las horas del día y de echar al viento repiques estrepitosos, el pobrecito no podrá descansar ni un momento. ¡Buena le espera con aquel toca-que-toca continuo en los mismos oídos!

-Tiene razón la chica -dijo D. José María, dándose una fuerte palmada en la rodilla y levantándose airoso-. Ea, ya tengo la solución... Puesto que Demetria, con su raro entendimiento, nos ha hecho ver esa gravísima contra de las campanas, no irá, no, el enfermo a donde carecería de la tranquilidad y silencio que exige su estado, y para obviar el inconveniente de que se trata, yo y tú, María, nos venimos a vivir aquí, mientras aquí more el caballero a quien todos debemos eterna gratitud. De este modo, con nuestra garantía ante el pueblo, no hay, no puede haber ni asomos de duda en lo que toca al buen parecer, al decoro de las niñas». Pareciole muy bien a Doña María Tirgo esta fórmula, que ponía en salvo las conveniencias sociales, y aquella misma tarde se mudaron, con grandísima complacencia de las huérfanas, que así gozaban de la continua presencia de sus amados tíos.

A la guardia que hacía Gracia en el cuarto del enfermo, se agregó desde el segundo día el bondadoso párroco, que sabía distraer a Calpena sin molestarle con habladurías importunas. ¡Y con qué esmero, con qué solicitud y cariño le cuidaban todos! No harían más por un hermano querido ni por su propio padre. ¡Vaya unos calditos substanciosos que le daban! ¡Y qué vinitos puros, confortativos, de antiguas cosechas, elegidos con esmero por el propio D. José María en las ricas bodegas de Castro! Como durante las dos semanas primeras de su encantamento la inapetencia de Fernando era absoluta, Demetria y Doña María Tirgo, maestra en artes culinarias, no hacían más que discurrir platitos substanciosos, agradables y que no cargasen el estómago, a ver si así le devolvían las ganas de comer. La impresión del joven era estar encantado en el más bello alcázar de Jauja y servido por hadas o serafines. A la hermana mayor la veía poco, mejor dicho, no la veía lo bastante para darle gracias por tan delicadas atenciones, y como se quejara de ello un día, Navarridas le dijo: «A Demetria hemos de dejarla en sus ocupaciones de gobierno. Es una niña esa que tiene dentro de sí todos los dones del Espíritu Santo. Para mí está de non en el mundo: yo no he visto otro caso, ni creo que lo haya. Por más que usted discurra no hallará una virtud que ella no posea ni un mérito que no sea suyo».

Así lo reconoció Calpena, y no habían pasado diez minutos, cuando entraba Demetria con un pliego en la mano, el cual mostró al enfermo desde la puerta, diciéndole: «¿Se acuerda, D. Fernando, de que los oficiales Serrano y Alaminos nos dijeron que habían llegado al Cuartel General cartas para usted? Pues temiéndome yo que aquellos loquinarios no se cuidarían del encargo que les hicimos, mandé un propio a Vitoria por las cartas, y aquí las tiene usted».

Algo se afectó Fernando al ver las cartas, que seguramente eran de Madrid: el sobrescrito era letra de Hillo. «Gracia, si me hiciera el favor de abrirlas... o usted, Sr. D. José María, y decirme dónde están fechadas y quién las firma. Supongo que serán largas, y no tengo ahora la cabeza en disposición de leer mucho».

Abiertas las cartas por el señor cura, este leyó en una: La Granja, 30 de Mayo; y en otra: La Granja, 8 de Junio. La firma en ambas decía: «Tu cariñoso amigo y capellán- Pedro Hillo».

Guardó el enfermo bajo su almohada las cartas con intención de irlas leyendo a ratos, y no cesaba de pensar a qué habría ido a La Granja el bueno de Hillo. Un parrafito ahora, otro después, llegó al total conocimiento del contenido de ambas epístolas. La síntesis de ello era que la señora incógnita, a la sazón residente en San Ildefonso, había llamado al clérigo para conferenciar con él. No decía claramente si la dama se había descubierto o no; pero de algunas expresiones de D. Pedro se desprendía que entre el Mentor y la deidad no había ya ningún velo. Lo que mayormente sorprendió a Calpena, causándole alegría, era que la incógnita tirana se inclinaba a la transacción. Por conducto de Hillo incitábale a declarar su paradero, ofreciéndole respetarle en sus amores, y repitiendo una de las fórmulas de avenencia empleadas por la misteriosa entidad en sus cartas de Madrid: «Tus amores no me gustan; pero acato los hechos consumados». Ignorante de su residencia, dirigía las cartas a los amigos de él en el Cuartel general, con la esperanza de que a sus manos llegasen, y por duplicado las enviaba también a personas conocidas del interior de Guipúzcoa y Vizcaya, entre ellas, al propio D. Juan Bautista Erro, Ministro universal de D. Carlos. Por uno u otro conducto esperaba establecer la comunicación. Insistía D. Pedro con verdadera pesadez en que Fernando, si recibía las cartas, le escribiese al punto a La Granja, declarando su residencia (con señas bien explícitas), a fin de poder remitirle con toda prontitud el dinero que necesitase y nuevas expresiones de la tolerancia de la incógnita en la delicada cuestión de amores. Por un lado, se alegraba Calpena de estas noticias; por otro, se entristecía, pues continuaba bajo el despótico poder de persona desconocida, y aunque algo se iba transparentando el carácter de tal despotismo, quería el joven mayor esclarecimiento de aquella obscura faz de su vida. Por de pronto, era gran ventaja que no existiese ya la formidable oposición al inquebrantable propósito de recobrar a Aura y hacerla suya, el cual llenaba su corazón y su voluntad, sin que lo amenguara lo más mínimo su encantamento en la dorada Jauja.

Cuando pudo manejar la pluma sirviole Gracia los avíos necesarios, y escribió a Hillo notificándole simplemente dónde se encontraba, sin más explicaciones. Al propio tiempo escribió también a Negretti, dándole conocimiento del accidente que le imposibilitaba de ir a tratar con él de sus honrados fines, y dirigió la carta a Durango, donde le dijeron que a la sazón residían D. Carlos y D. Sebastián.

Aunque la mejoría era franca a fines de Junio, todavía tenía para un rato, pues persistía algo de inflamación, que exigió nuevo desbridamiento. A principios de Julio empezó a recobrar el apetito y a reponerse de su grande extenuación. El pobrecillo, con tan larga inmovilidad, y con las intensas fiebres y dolorosos insomnios que sufrido había, estaba en los puros huesos: su cara era toda ojos, y en estos todo espíritu. Al recobrar las ganitas de comer, extremaron Demetria y Doña María Tirgo sus habilidades culinarias para ofrecerle sabrosos manjares en cantidad discreta. En cada una de las cinco comidas que se hacían en aquella Jauja, preparaba Demetria alguna sorpresa para su enfermo. No hay que hablar de la abundancia, que en tal casa era como un continuo chorro vivificante de los múltiples dones de la Naturaleza. Allí, las carnes suculentas de cabrito y carnero; allí, la caza de monte y la pesca de río; allí, las riquísimas verduras y las frutas tempranas; allí, los sabrosos esquilmos del cerdo; allí, la miel, la monjil repostería, formaban como una caudalosa corriente entre la Naturaleza y el estómago, entre el divino crear y el humano digerir, corriente que por la variedad de sus dones no permitía el cansancio. Bien decía D. José María, paladeando su vinito: «En esta tierra de bendición, Sr. D. Fernando, el que se muere es porque quiere». Empezaban a hacer por la vida a las siete de la mañana, con el rico soconusco de la tarea que labraba en casa el mejor chocolatero de la villa, y lo acompañaban de unos bollos en que lucían su primor Doña María Tirgo y las cocineras de ambas familias. A las nueve se servía la sopita de ajo con chorizo, infalible tentempié en aquella hora, y ya estaban todos como un reloj hasta las doce en punto, en que se servía la comida con todo el ceremonial de rúbrica. Rompía plaza la sopa dorada, de pan, bastante a matar el hambre de los menos favorecidos por la fortuna, y luego entraba el cocido... ¡Compadre, vaya un cocido! La carne de cebón y los aditamentos cerdosos dábanle poder para resucitar un muerto; tras él llegaba la verdura exquisita, con su indispensable oreja, y ainda mais, morcilla. De principio, entraban los pollos asados bien doraditos, tiernos, o los barbos del río, o la enroscada anguila; y de postre, el dulce de cabello (también hecho en casa o mandado por las monjas), el mostillo, las nueces, el queso (también de casa), la miel, el sinfín de frutas espléndidas que recreaban el gusto, la vista y el olfato... y, por último, la indispensable copita de anís. A las cuatro sentíanse ya desfallecidos, y por vía de sostén tomaban otra vez chocolate con los correspondientes bollitos. Gracias a esto podían tirar hasta la cena, a las ocho en punto, empezando por la ensalada cruda, como aperitivo, siguiendo las sopas de ajo con chorizo, los huevos pasados; luego la chuletilla de cordero, la trucha frita, el plato de guisantes, judías verdes o tirabeques, y, por fin, la compota... esta no podía faltar, como tampoco un plato de leche, sin contar la interminable tanda de golosinas... y otra vez la copita de anís, que tan bien ayuda la digestión...

A Fernando servíanle en su cuarto, en una mesita con mantelería limpia como el oro, que junto a su cama ponían, y así estuvo comiendo hasta muy avanzado Julio, en que D. Segundo le permitía levantarse algunos ratos; pero sin andar ni moverse del aposento. Con el trato continuo, Gracia, que le acompañaba y le servía gozosa, tomó la confianza de tutearle. Comúnmente le llevaba noticias de las cositas buenas que su hermana y la tía estaban haciendo para él. «Hoy te van a poner unos pescaditos al horno, que te vas a chupar los dedos». Otra vez entraba con un par de palomos muertos: «¿Ves esto? -le decía-: pues te los van a poner con arroz. Toca, mira qué pechugas...». O bien entraba con cestas de frutas riquísimas, acabadas de traer de las huertas de Paganos, peras de a cuarterón, manzanas fragantes, cerezas gordas, y se las mostraba, enardeciendo su abundancia y hermosura. «De todo has de probar hoy, Fernandito. Demetria ha dicho que te haga comer un poquito de cada cosa, para que veas todo lo bueno que crían nuestras tierras.

-Sí, hija mía, sí -respondía Fernando, no tan alegre como debiera-: ya veo, ya veo que Dios os ha dado muchos, muchísimos bienes; pero con ser tantos, no llegan a lo que vosotras merecéis».