De cómo se casaban los oidores

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Tradiciones peruanas - Octava serie
De cómo se casaban los oidores​
 de Ricardo Palma


¡Vaya con el título del articulejo! Pues un oidor era hombre de carne y hueso, había de casarse como nos casamos todos. Nos hace tilín una muchacha, la camelamos y decimos envido y truco, nos contesta ella quiero y retruco, nos arreglamos con la suegra y el resto le toca a la curia y al párroco. Pues no, señor. Así no se casaban los oidores de esta Real Audiencia.

Felipe II creyó, y muy erradamente por cierto, que para libertar a esos magistrados de compromisos en daño de la recta administración de justicia, ya que no era posible condenarlos a celibato perpetuo, debía prohibirles contraer matrimonio con vecina de los pueblos sujetos a la jurisdicción del galán. Ítem, y bajo pena también de multa y perdimiento de empleo, les vedaba consentir en el enlace de sus hijas, hermanas y sobrinas con hombre que fuese domiciliado en el país, prohibición que igualmente rezaba con los parientes del sexo feo. Decía el monarca que las influencias de familia colocan al magistrado en condición propensa a la injusticia o fácil al cohecho. ¡Escrúpulos cándidos de Su Majestad! El que quiere vender la justicia la vende, como Judas a Cristo, sin pararse en menudencias ni en pamplinadas penales.

Así cuando un oidor de Lima, por ejemplo, hastiado de una soltería pecaminosa o de una viudedad honesta que le impusiera castidad forzada, aspiraba a la media naranja que le hacía falta, escribía a uno de sus compañeros o garnachas de Méjico, Quito o Chile encargándole que le buscase esposa, determinando las cualidades físicas y morales que en ella se codiciaban y aun estableciendo la cifra a que la dote debía ascender. Otros dejaban la elección del mueble al buen gusto y lealtad del comisionado.

Cuenta Vicuña Mackcenna en su Quintrala, que el oidor Álvarez de Solórzano encargó a un amigo que le arreglase matrimonio con una noble viuda residente en Tucumán, con la condición de concertar también el enlace de dos jóvenes, sobrinos o deudos de la dama, con doña Úrsula y doña Luisa, hijas de su señoría. El oidor aspiraba a que en su familia nadie envidiase dicha ajena. Por supuesto que ni ellos ni ellas se conocían ni por retrato; que en esos tiempos habría sido hasta pecado de Inquisición el imaginarse la posibilidad de reproducir la semblanza humana hasta el infinito, con auxilio de un rayo de luz solar. Matrimonios tales eran pura lotería.

La suerte le daba al prójimo buen o mal número, ni más ni menos como ahora, a pesar de que no va un hombre tan a ciegas en la elección de compañera.

Otro oidor de Lima, el licenciado Altamirano, arregló en 1616 matrimonio, por intermedio de un su colega de Santiago, con una aristocrática joven, sobre la base de que la dote sería un cargamento de sebo, charquicordobanes, ají, cocos y almendras por valor de cincuenta mil pesos. La boda se celebró en Santiago, con mucho fausto, por poder que Altamirano confirió a un oidor, habiendo funcionado como padrino otro magistrado de igual categoría.

Dote y novia fueron puestos en Lima de cuenta y riesgo del suegro, según literalmente reza el contrato matrimonial, documento que hemos leído.

El casamiento de un oidor era, en toda la acepción de la frase, lo que se entiende por matrimonio a fardo cerrado. Ni por muestra conocía la mercadería antes de que la despachase la aduana. De ahí resultó el que, con raras excepciones, los matrimonios de oidor en Lima anduvieron mal avenidos y fueron semilleros de escándalos.

Algo de esto debió traslucirse por Felipe V o Carlos III, porque en el siglo pasado se derogó la real pragmática, prohibitoria de que los oidores y miembros de su familia casasen con persona del país de su residencia. Quedaron sujetos a la fórmula general de solicitar sólo real permiso, que nunca fue negado.

Los matrimonios a fardo cerrado fueron en el Perú como la capa de gala de los hombres decentes. Nadie con pretensión de persona de rumbo usaba en actos de etiqueta capa cortada y cosida por sastre de esta tierra. Lo decoroso era encargarla a España, y hubo en ocasiones capas españolas que resultaran capotes, como mujeres de oidores que resultaron mujerzuelas.