De la comisión: 02

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De la comisión de Leopoldo Alas
Capítulo II

Capítulo II

Pastrana no daba puntada sin hilo. Aquellos paseos por los campos y los montes dieron más tarde óptimo fruto a nuestro héroe. Era necesario, se decía, sacar partido (su frase favorita) de todas aquellas irregularidades administrativas. El salmón fue ante todo el objetivo de sus maquinaciones. Varios días se le vio trabajar asiduamente en el archivo del Ayuntamiento. Pespunte le ayudaba a revolver legajos, a atar y desatar y a limpiar de polvo, ya que de paja no era posible, los papelotes del Municipio. Ocho días duró aquel trabajo de erudición concejil. Otros ocho anduvo registrando, escrituras y copiando matrices en los protocolos notariales, merced a la benévola protección que le otorgaba el señor Litispendencia, escribano del pueblo. Después... Pespunte no vio en quince días a Pedro Pastrana. Se había encerrado en su casa-habitación, como decía Pespunte, y allí se pasó dos semanas sin levantar cabeza.

En la Secretaría se le echaba de menos; pero el alcalde, que profesaba también profundo respeto a los planes y trabajos del secretario, no se dio por entendido, y suplió como pudo la presencia de Pastrana. En fin, un domingo, Pedro se presentó en público de levita, oyó misa mayor y se dirigió a casa del alcalde: iba a pedirle una licencia de pocos días para ir a la capital de la provincia. ¿A qué? Ni lo preguntó el alcalde, ni Pespunte se atrevió a procurar adivinarlo. Pastrana tomó asiento en el cupé de la diligencia que pasaba por Villaconducho a las cuatro de la tarde.

El resultado de aquel viaje fue el siguiente: un opúsculo de 160 páginas en 4º mayor, letra del 8, intitulalo Apuntes para la historia del privilegio de la pesca del salmón en el río Sele, en los Pozos-Oscuros del Ayuntamiento de Villuconducho, que disfruta en la actualidad el excelentísimo señor marqués de Pozos-Hondos (Primera parte), por don Pedro Pastrana Rodríguez, secretario de dicho Ayuntamiento de Villaconducho.

Sí; así se llamaba la primera obra literaria de aquel Pastrana que andando el tiempo había de escribirlas inmortales, o poco menos, no ya tratando el asunto, al fin baladí, de la pesca del salmón, sino otros tan interesantes como el de La caza y la veda, la ocultación de la riqueza territorial, Fuentes o raíces de este abuso, Cómo se pueden cegar o extirpar estas fuentes o raíces.

Pero volviendo al opúsculo piscatorio, diremos que produjo una revolución en Villaconducho, revolución que hubo de trascender a los habitantes de Pozos-Oscuros, queremos decir a los salmones, que en adelante decidieron dejarse pescar con cuenta y razón, esto es, siempre y cuando que el privilegio de Pozos-Hondos resultase claro como el agua de Pozos-Oscuros: fundado en derecho. ¿La estaba? ¡Ah! Esto era la gran cuestión, que Pastrana se guardó muy bien de resolver en la primera parte de su trabajo. En ella se suscitaban pavorosas dudas histórico-jurídicas acerca de la legitimidad de aquella renta pingüe -pingüe decía el texto- de que gozaba la casa de Pozos-Hondos; en la sección del libro titulada «Piezas justificantes», en la cual había echado el resto de su erudición municipal el autor, había acumulado argumentos poderosos en pro y en contra del privilegio; «la imparcialidad, decía una nota, nos obliga, a fuer de verídicos historiadores y según el conocido consejo de Tácito, a ser atrevidos lo bastante para no callar nada de cuanto debe decirse, pero también a no decir nada que no sea probado. Suspendemos nuestro juicio por ahora; ésta es la exposición histórica; en la segunda parte, que será la síntesis, diremos, al fin, nuestra opinión, declarando paladinamente cómo entendemos nosotros que debe resolverse este problema jurídico-administrativo-histórico del privilegio del Sele en Villaconducho, como le denominan antiguos tratadistas».

El marqués de Pozos-Hondos, que se comía los salmones del Sele en Madrid, en compañía de una bailarina del Real, capaz de tragarse el río, cuanto más los salmones, convertidos en billetes de Banco; el marqués tuvo noticia del folleto y del efecto que estaba causando en su distrito (pues además de salmones tenía electores en Villaconducho). Primero se fue derecho al ministro a reclamar justicia; quería que el secretario fuese destituido por atreverse a poner en tela de juicio un privilegio señorial del más adicto de los diputados ministeriales; y, por añadidura, pedía el secuestro de la edición del folleto, que él no había leído, pero que contendría ataques directos o indirectos a las instituciones.

El ministro escribió al gobernador, el gobernador al alcalde y el alcalde llamó a su casa al secretario para que... redactase la carta con que quería contestar al gobernador, para que éste se entendiera con el ministro. Ocho días después, el ministro le decía al diputado: «Amigo mío, ha visto usted las cosas como no son, y no es posible satisfacer sus deseos; el secretario es excelente hombre, excelente funcionario y excelentísimo ministerial; el folleto no es subversivo, ni siquiera irrespetuoso respecto de sus salmones de usted; hoy lo recibirá usted por correo, y si lo lee, se convencerá de ello. Gobernar es transigir, y pescar viene a ser como gobernar, de modo que lo mejor será que usted reparta los salmones con ese secretario, que está dispuesto a entenderse con usted. En cuanto a destituirlo, no hay que pensar en ello; su popularidad en Villaconducho crece como la espuma, y sería peligrosa toda medida contra ese funcionario...»

Esto de la popularidad era muy cierto. Los vecinos de Villaconducho veían con muy malos ojos que todos los salmones del río cayesen en las máquinas endiabladas del marqués; pero, como suele decirse, nadie se atrevía a echar la liebre. Así es que cuando se leyó y comentó el folleto de don Pedro Pastrana y Rodríguez, la fama de éste no tuvo rival en todo el Concejo, y, muy especialmente, adquirió amigos y simpatías entre los exaltados. Los exaltados eran el médico, el albéitar, Cosme, licenciado del ejército; Ginés, el cómico retirado, y varios zagalones del pueblo, no todos tan ocupados como fuera menester.

Pespunte, que también tenía ideas (él así las llamaba) un tanto calientes, les decía a los demócratas, para inter nos, que el chico era de los suyos, y que tenía una intención atroz, y que ello diría, porque para las ocasiones son los hombres, y «obras son amores, y no buenas razones», y que detrás de lo del privilegio vendrían otras más gordas, y, en fin, que dejasen al chico, que amanecería Dios y medraríamos. Pastrana dejaba que rodase la bola; no se desvanecía con sus triunfos, y no quería más que sacar partido de todo aquello. Si los exaltados le sonreían y halagaban, no los respondía a coces, ni mucho menos, pero tampoco soltaba prenda; y le bastaba para mantener su benévola inclinación y curiosidad oficiosa, con hacerse el misterioso y reservado, y para esto le ayudaba no poco la levita de gran señor, que ahora le estaba como nunca. Pero, ¡ay!, pese a los cálculos optimistas de Pespunte, no iba por allí el agua del molino, los exaltados y sus favores no eran, en los planes de Pastrana, más que el cebo, y el pez que había de tragarlo no andaba por allí; de él se había de saber por el correo.

Y, en efecto: una mañana recibió el secretario una carta, cuyo sobre ostentaba el sello del Congreso de los Diputados. Era una carta del señor del privilegio, era lo que esperaba Pastrana desde el primer día que había contemplado desde Puentemayor correr las aguas en remolino hacia aquel remanso donde las sombras del monte y del castañar oscurecían la superficie del Sele. El marqués capitulaba y ofrecía al activo y erudito cronista de sus privilegios señoriales su amistad e influencia; era necesario que en este país, donde el talento sucumbe por falta de protección, los poderosos tendieran la mano a los hombres de mérito. En su consecuencia, el marqués se ofrecía a pagar todos los gastos de publicación que ocasionara la segunda parte de la Historia del privilegio de pesca, y en adelante esperaba tener un amigo particular y político en quien tan respetuosamente había tratado la arriesgada materia de sus derechos señoriales. Pastrana contestó al marqués con la finura del mundo, asegurándole que siempre había creído en los sólidos títulos de su propiedad sobre los salmones de Pozos-Oscuros, los cuales salmones llevaban en su dorada librea, como los peces del Mediterráneo llevan las barras de Aragón, las armas de Pozos-Hondos, que son escamas en campo de oro. De paso manifestaba respetuosamente al señor marqués que el soto grande estaba muy mal administrado, que en él hacían leña todos los vecinos, y que si se trataba de evitarlo, era preciso hacerlo de modo que no se enterase la Administración de la falta de existencia económico-civil-rentística del soto, finca anónima en lo que toca a las relaciones con el Fisco. El marqués, que algunas veces había oído en el Congreso hablar de este galimatías, sacó en limpio que el secretario sabía que el soto grande no pagaba contribución. Nueva carta del marqués, nuevos ofrecimientos, réplica de Pastrana diciendo que él era un pozo tan hondo como el mismísimo Pozos-Hondos, y que ni del soto ni de otras heredades, que en no menos anómala situación poseía el marqués, diría él palabra que pudiese comprometer los sagrados intereses de tan antigua y privilegiada casa. Pocos meses después, los exaltados decían pestes de Pastrana, a quien el marqués de Pozos-Hondos hacía administrador general de sus bienes raíces y muebles en Villaconducho, aunque a nombre de su señor padre, porque Pedro no tenía edad suficiente para desempeñar sin estorbos de formalidades legales tan elevado cargo.

Y en esto se disolvieron las Cortes, y se anunciaron nuevas elecciones generales. Por cierto que cuando leyó esta noticia en la Gaceta estaba Pastrana entresacando pinos en «La Grandota», otra finca que no tenía relaciones con el Fisco; entresaca útil, en primer lugar, para los pinos supervivientes, como los llamaba el administrador; en segundo lugar, para el marqués, su dueño, y en el último lugar, para Pastrana, que de los pinos entresacados entresacaba él más de la mitad moralmente en pago de tomarse por los intereses del amo un cuidado que sólo prestaría un diligentísimo padre de familia. Y ya que voluntariamente prestaba la culpa levísima, no quería que fuese a humo de pajas. En cuanto leyó lo de las elecciones, comparó instintivamente los votos con los pinos, y se propuso, para un porvenir quizá no muy lejano, entresacar electores en aquella dehesa electoral de Villaconducho. Pespunte, que se había resellado como Pastrana, pues para los admiradores como el sastre, incondicionales, las ideas son menos que los oídos, Pespunte no podía imaginar adónde llegaban los ambiciosos proyectos de don Pedro. Lo único que supo, porque esto fue cosa de pocos días, y público notorio, que el alcalde no haría aquellas elecciones, porque antes sería destituido. Como lo fue, efectivamente. Las elecciones las hizo el señor administrador del excelentísimo señor marqués de Pozos-Hondos, presidente del Ayuntamiento de Villaconducho, comendador de la Orden de Carlos III, señor don Pedro Pastrana y Rodríguez. Un día antes del escrutinio general se publicó la segunda parte de los Apuntes para la historia del privilegio; en ella se demostraba, finalmente, que ya en tiempo del rey Don Pelayo pescaban salmones en el Sele de Pozos-Hondos, encargados de suministrar el pescado necesario a todos los ejércitos del rey de la Reconquista durante la Cuaresma. Al siguiente día se recogieron las redes y se vació el cántaro electoral, todo bajo los auspicios de Pastrana; jamás el marqués había tenido tamaña cosecha de votos y salmones.