De la desigualdad personal en la sociedad civil :15
Capítulo XII
De la decadencia de la ingenuidad
1º Entre las cualidades morales no hay ninguna más difícil de definir y graduar que la ingenuidad. Todos dicen: «yo soy ingenuo, yo soy claro, a cada cual le digo en su cara mi sentir, y así quiero me traten los demás». Y un hombre claro no puede unir con nadie.
Una sociedad donde cada cual contuviese sentado, tendido, llorando, cantando, o como le diese la gana, parecería una jaula de locos. La amistad mismo, con toda su confianza, tiene ciertos límites. Mientras el un amigo padece, no se pone a holgar el otro, aunque tenga gana. La amistad, lejos de excluir la armonía, se funda en suponerla: la confianza de armonizar en lo sustancial es el título para dispensar las ceremonias. No habiendo esta confianza, es indispensable el exterior de las ceremonias. Y si la ingenuidad es virtud en unos casos, la reserva lo es en otros.
Con el que hace o dice lo que siente no pueden conformarse los circunstantes sino en cuanto tenga o razón en ello, o autoridad para exigir el acatamiento. No habiendo ni uno ni otro, nadie quiere sufrir que lo sojuzguen, mas emprende con el necio que tal tenta con sus debilidades. Rara desavenencia procede de otra causa que de la impropiedad de las demostraciones o palabras, de no reprimir las debilidades, de ser demasiado ingenuo.
Al contrario, el que es sufrido, el que se porta como si le doliese poco lo suyo, y mucho lo ajeno, tiene una prenda noble que lo quista en todas partes, aun cuando no tenga otra recomendación. Todos gustamos de que armonicen con nosotros, y no puede menos de hacérsenos agradable aquél que nos atienda, condescendiendo y disimulando nuestras debilidades, a no ser ya aquéllas cuya tolerancia es bajeza o adulación clara. Diciendo por eso el refrán: «quien del mundo quiera gozar, ha de ver, oír y callar». En lo cual debe entenderse que el callar no es sólo de lengua, sino también en las demostraciones, porque tanto habla lo uno como lo otro.
El que tiene una falta que no puede o le es duro remediar, se contenta con que se la disimulen. Es decir, con que se porten como si no se la echasen de ver, porque cada cual quiere estar dentro de la armonía, y siente discrepar de ella en un cabello. Por tanto, el recordarle a uno sus faltas es un agravio grande. Y el que guardase siempre la ingenuidad de Sócrates, es un detestable que se complace en aguar la felicidad ajena, y merecía ser emponzoñado como lo fue aquel intolerante.
Hay mucha diferencia de hablar en la cara al hablar a la espalda. «Al rey por detrás se le hacen las higas», dice el refrán: quiere decir, que muchas cosas que no incomodan pensadas en el interior o dichas a la espalda, serían un motivo de quebrar, si se dijesen en la cara. El que no más habla a la espalda, se supone tiene aún respeto.
Cualquier mujer que tenga una amistad desdorosa, bien sabe que todos los que le andan alrededor se lo piensan, y supone que cada uno de éstos lo habla al oído con aquéllos con quienes tenga más confianza que con ella. Por esto no se ofende, porque ella misma da el derecho. Pero se ofendiera gravemente si, hablándole en la cara, le supusiesen el desdoro. Por eso se dice con mucha52 elocuencia el refrán: «en casa del ahorcado la soga no se miente». Esta decencia en las demostraciones, esta especie de farsa, este como secreto a voces, no es ninguna cosa imaginaria, arguye una tolerancia y condescendencia positiva, y es absolutamente necesaria para la quietud del mundo. Porque si al que tiene alguna singularidad defectuosa no lo tolerase nadie, tendría que huir de toda sociedad.
Se llama hablador o murmurador, o largo de lengua, el que hace conversación de las faltas de sus conocidos con otros con quienes no tenga tanta intimidad. Al reparón o hablador todos le huyen el cuerpo, todos le tratan con reserva y con despego.
El carácter hablador dimana de la falta de condescendencia, dimana de conceptuarse tanto a sí mismo, como querer ser la regla de los demás, no sufriendo que nadie discrepe de ella en lo más mínimo. Esta presunción, que regularmente es de quien menos debiera tenerla, hace que, por lo general, todo aquél que es poco escrupuloso para los demás, sea muy nimio para sí mismo. Nadie es menos sufrido que el reparón. El mismo engreimiento que le hace zaherir a los que no se le conforman en un todo, es decir, a todo el mundo, lo enciende en cólera contra los que le tildan. Porque claro es que si el no conformársele es el motivo de zaherir, nadie se le conforma menos que aquél que además de no conformársele, lo tilda. El hablador se empeña en tapar las bocas, y pasa un purgatorio, siempre desviviéndose por oír, por acechar, por preguntar, sorprendiendo papeles, casando especies y respirando el chisme. Un carácter tan diabólico no puede conservar ningún amigo porque la esencia de la amistad exige condescendencia. Todo murmurador es curioso, o reparón. Las molestias del reparar no se toman sino por el flujo de murmurar, por el flujo de zaherir, por el flujo de mostrarse el corrector y el digno caudillo del linaje humano. Ningún reparón tiene amigos que le duren, y todo aquél que carece de amigos ínfimos, antiguos y sólidos, sepa para su humillación y enmienda, que es murmurador, es intolerante, es un vano, es un ignorante. Y si está necesitado, como no mude de carácter, no cuente con salir jamás de pobre. Suele decirse que los amigos son pocos, y aquellos ignorantes que lo dicen echan la culpa a los demás en vez de echársela a sí mismos. Dicen que el mundo está perdido. Si esto es cierto, la pérdida consistiría en tener hombres como éstos que se quejan. El mundo, por lo general, es justo. Quien esté quejoso de no hallar amigos, dome su carácter intolerante, y verá qué pronto que los halla. Cada cual tiene sus debilidades. Mal nos tolerarán las nuestras, si no sufrimos las de los otros. Pero el que usa condescendencia, halla la misma en todos. La condescendencia hace amables, y el amor habituado es lo que se llama amistad. Para el que tiene buen corazón y buenas luces, no hay cosa más fácil que hacerse amigos: los hace aun sin intentarlo. Consuela tanto el hallar buenas entrañas y una condescendencia juiciosa, que todos buscan las personas de estas amables partidas para servirlas desinteresadamente.
La propensión, pues, de armonizar con los demás, rompe la ingenuidad y hace reportarse en apetitos, en demostraciones y en palabras. Una ingenuidad ilimitada supondría que la regla de la conducta era el sentido, interés o capricho propio, y no el sentido, el interés y el semblante ajeno. El ser ilimitadamente ingenuo quiere decir ser irracional.
Cuando damos con alguno demasiado ingenuo en cosas que no nos zahieran, lo miramos como un loco que hace reír, o como un hombre de éstos que se llaman angelicales. Algunos hacen estudio de esta ingenuidad, bien que con delicadeza. Y como se les conozca entendimiento, agradan y ganan la confianza a primera vista. Hay talento de portarse con llaneza sin apearse uno de su rango. Tales son aquellas personas que en todas partes hacen lo que quieren, y todo les cae bien. Para esto son precisos muchos alcances. Y el que careciendo de ellos, quiere hacer del gracioso, se hace pestilente en toda sociedad. Quien extiende la excesiva ingenuidad a cosas de sustancia, se mira como un grosero y mentecato. Lo que se llama marcialidad no es propiamente sino un cierto exceso de ingenuidad empleado con juicio. El que tiene un carácter alegre, fino y marcial, es el alma de cualquier tertulia donde entra. Él infunde el tono a todos, él los alegra, los esparce, y los tiene en una libertad y regocijo, que se pierde sensiblemente en el momento de él salirse.
La doblez suele ocultarse con la apariencia de ingenuidad. Y éste es uno de los artes más útiles en el mundo. Todo comerciante lo posee para sus privados negocios económicos, y el cortesano para los políticos. Pero en sacándolos de estos pequeños ramos, es lo común descosérseles la boca y ser el juguete de cualquier persona de fondo. Ellos, sin embargo, hacen mucho ruido y suenan sus golpes de talento. Bien así como los descubrimientos de Newton, por ser en cosas de cielos y planetas, hacen más bulto que los adelantos de otros hombres de más mérito.
Algunos tienen el fuerte por aparentar misterio, y hacer del hombre reservado y, como suele decirse, de mucha recámara. Cuya flaqueza es una de las más peligrosas y ridículas. Para una vez que, por casualidad, aprovecha, daña ciento de preciso. Este es un carácter descubierto al vuelo, y se conoce la mucha limitación en que, por lo general, el que es misterioso en las pequeñeces es un boquirroto en las cosas de sustancia. El hombre misterioso tiene mucha vanidad o timidez, y poco fondo: incapaz de lucir en las cosas recias, quiere hacerse valer por lo que nada importa. Y en llegándole un asunto serio, se aturde y busca miserablemente auxilio o consuelo en aquéllos que no se lo han de dar. Al contrario, el que se siente con capacidad para lo grande, se desdeña de las cosas pequeñas, es franquísimo, y aun negligente en éstas, al modo que un hombre generoso y pudiente no hace gala de regalar algún ochavo.
El carácter de reserva revestido de un aire ingenuo y marcial, es difícil de conocerse. Y ésta es la causa de ganarse la confianza y descubrir el pecho ajeno. Nadie lo pasa mejor en el mundo que las personas de este feliz carácter. Tal persona hay que los más, aun de los que la tratan, a su parecer de ellos, con ingenuidad, la juzgan llana, sin doblez, demasiado ingenua, y aun quizá fácil y habladora. Y cualquiera que, teniendo mundo, nota que su excesiva ingenuidad nunca es en cosas de trascendencia, se admira de la reserva y meollo del sujeto. Tal tartamudea que tiene cuando quiere la lengua como una espada. Tal creían los demás pasado, y se le halla aguantado con treinta y una de mano. Pero aguantado sin alarde, mas antes persuadiendo que él mismo lo ignoraba. El que hace alarde de la reserva y del talento, saca poco partido. Gustosísimos reconocemos al que realmente alcanza más, pero no queremos que él se anticipe y se dé a reconocer. No sufrimos encima sino al que nosotros mismos ponemos por nuestra propia mano. Y en cuanto él olvida este origen de su exaltación, tiramos a escupirlo. Con todos queremos condescender, menos con el que no lo hace. Y no hay en el mundo más subordinación que la espontánea.
Convengamos en que la naturaleza nos manda, por nuestra propia felicidad y la ajena, no decir ni demostrar siempre lo que se siente. Saber lo que se ha de decir o demostrar, y el modo y sazón de decirlo o demostrarlo, es la gran ciencia del hombre sociable.
2º Si bien se mira, las reglas del decoro del estilo dimanan originalmente de las reglas de la ingenuidad.
Cuando se está con sujetos de mayor jerarquía, ellos están desahogados, y uno se siente corto. Ellos tienen libertades para hacer y decir lo que uno no puede. Ellos pueden ser más ingenuos, y uno tiene que guardar cierta reserva. Uno tiene que reprimirse mil movimientos y expresiones, o les pierde el fuero. Por eso, el estilo con gentes de jerarquía es un estilo circunspecto, estudiado, corto. La conversación con los grandes debe ser concisa. Parece mal tender el paño y querer uno como llevar la voz, o dar lecciones. Éstas no sientan bien si no es muy rogadas, y aun entonces deben ser cortas, porque el consejo, confianza fastidiosa a todos, es detestable con los grandes. Las expresiones de mucha cólera o alegría, como no sea en cosas en que ellos tengan mucha parte, parecen tan pésimas por escrito como malas cara a cara.
Cuando se está en un público, se estudia uno el exterior y la lengua, y no puede permitirse en el estilo solemne la confianza, el desahogo y la llaneza que en el estilo didáctico de maestro a discípulos, o en el familiar de amigo a amigo. No hay cosa más incómoda que el desentono que notamos muchas veces en el púlpito, aquel manoteo, aquellos gritos y estruendo, aquel escucharse el predicador, aquellas expresiones de cólera y confianza, aquel flujo por ostentar y por hacer dominante tal vez su opinión, aquel furor por tratar al auditorio con poco respeto, como si fuese algún miserable criado del que habla. Lo mismo que se le permite al predicador es que él, por razón de su oficio, se juzgue como un perito en las Pandectas de la religión, y a consecuencia haga mención de sus saludables máximas, sin orgullo, mas con mansedumbre como un hermano nuestro que tiene nuestros propios deslices, y que igualmente que nosotros, necesita refrescarlos. Una persona de mayor carácter puede levantar algo el tono. Así, un obispo tiene otras libertades, pero tampoco debe perder de vista que él es un hombre tan de carne y sangre como nosotros. Un sabio y virtuoso de mucha fama puede trenar de otra suerte que un orador adocenado. Si se juntan la sabiduría y la virtud con la autoridad, se aumenta mucho la licencia. Así, un apóstol que se supone como caudillo de un auditorio rudo, y que demuestra con milagros patentes a la vista de todo el auditorio la inspiración de Dios, tiene naturalmente unas libertades que quitan la paciencia cuando, como es harto común, las usurpa un miserable que predica por dos pesos, o por hacer del hombre.
Para hablar o escribir con decoro, es menester guardar inviolablemente en el plan, en cada parte, y en cada expresión, la ceremonia que corresponde del rango en que uno esté al rango y humor de aquéllos a quienes se habla o se escribe.
Por eso en las ocasiones de regocijos públicos, en los panegíricos y acciones de gracias, es sumamente propio el adorno, la ponderación, la difusión. A nadie le sienta mal que armonicen con él, y sean algo difusos en hablarle de su gusto.
Por lo mismo, son impolíticas las reprensiones furibundas con que algunos oradores vienen a aguar los días de grandes celebridades, y después de poner el beneficio o el santo a las nubes, sofocan y abisman el auditorio.
Nada está más arreglado que el estilo de las cartas pastorales. Y lo único que deseáramos es que los prelados las escribiesen siempre por sí, sin encargarlas a nadie que no sepa por experiencia lo que es ser prelado, o que acaso esté en tentación de adularlo, porque estas causas suelen hacer que al prelado se le ponga demasiado alto, y a los feligreses demasiado bajo. Éstos, en un tiempo de tanta cultura como el de hoy, no pueden tratarse ya como animales, sino como racionales de la propia especie e ilustración que el prelado suyo. También se ve alguna vez que al prelado se le abate al principio con estudio para realzar más la dignidad de su ministerio y facultades. El que se halla con un cargo que sincera y realmente le parece demasiado honorífico para sus méritos, lo desempeña con cortedad. ¿Por qué, pues, en las pastorales que principian por hacer pequeña la persona privada del obispo, vemos tomarse luego un fuero nada inferior al de los apóstoles? Aunque los obispos tengan toda la jurisdicción de los apóstoles, no por eso pueden pretender aquel fuero especial, aquella seguridad, dominio y licencias que infunde la inspiración.
El estilo poético se diferencia de los56 demás estilos en suponerse que el poeta está arrebatado de entusiasmo, y no guarda más miramiento que el de vaciar su pecho a compás de la armonía. Al que está en un rapto de pasión le toleramos lo que no se sufre del que está sereno. Sin embargo, si el poeta no guarda juicio, diremos que está, no con entusiasmo, sino en delirio.
3º Por la dificultad del decoro del estilo puede formarse juicio de lo difícil que es la observancia de las reglas de la ingenuidad.
Son contadísimos los escritores que hayan brillado en muchos estilos a la vez. Tan contados como los actores que hagan a muchos caracteres, esto es, a cómico y a trágico, a serio y a bufo.
Cicerón, a pesar de su rancio crédito en lo forense y en lo familiar, no alcanzó en estos estilos tanto como en el didáctico. Y en todos tres, como ya se insinuó, tiene el imperdonable defecto de escucharse. Nuestro Séneca, casi el solo de los antiguos que hiciese a prosa y a verso, sobresalió de mucho en la prosa. Horacio, poeta el más delicado para las composiciones cortas, se sentía y era incapaz para las largas, bien así como el que habla poco, lo luce, y si se extiende, lo echa a perder. Y Sócrates, cuyo estilo era bueno para perorar, se engaña Cicerón en creer que, teniendo tan poca sustancia, hubiera podido disertar bien. Ni tampoco Platón, cuyo estilo dialógico no tiene nada de particular sino la claridad, hubiera perorado bien. Bossuet, que fue bien elocuente en los elogios fúnebres, es infelicísimo en lo didáctico. Todos los estilos juntos nadie, de quien haya memoria, ha llegado a poseerlos con propiedad sino el célebre maestro y compañero, y poco agradecido del rey de Prusia.
Aun el coger bien un solo estilo cuesta mucho. En la antigua Grecia no fue común el escribir fino hasta que Pericles hizo a su patria aquel beneficio de afinarla, a que infundadamente se atribuye su decadencia. En Roma, los primeros escritores tanto en verso como en prosa fueron muy incultos. En Francia, hasta el tiempo de Luis XIV parece, por la profundísima historia de M. Voltaire, había muy pocos escritos que mereciesen la pena de leerse. En Inglaterra se ha ignorado lo que es escribir suelto hasta que, casi en nuestros días, lo aprendió de los Franceses aquel despejado Addison, cuyo discurso preliminar al Milton parece sirvió de modelo al nuestro del Quijote. Los más célebres ingleses faltan al decoro a cada paso. Pope, que aunque no tuvo ninguna cualidad de gran poeta ni de filósofo, fue el restaurador de la versificación inglesa, y picaba de cortesano, principia el ensayo del hombre, dándole al lord Bolingbroke, que era harto más literato que él, este importuno consejo: «Despierta Bolingbroke mío, y deja todas las cosas despreciables a la baja ambición y al orgullo de los reyes». En el prólogo guarda un tono muy altanero respecto de su pequeño talento, como desafiado a que hiciera otro lo que él no podía. En la carta a Racine acerca de la traducción de aquella misma obra, trata con un orgullo insolente a aquel ilustrísimo poeta que tuvo la bondad de escribirle. En la Dunciada parece una verdulera cuando se baraja con algún mozo de cordel. En el ensayo del carácter de las mujeres, en vez de ridiculizar al bello sexo, se ridiculiza a sí mismo con la necia pretensión de ostentar un género de estilo para el cual estaba muy lejos de darle el naipe. En la traducción de aquella oda de Horacio Intermissa diu Venus, rursus bella moves, empieza así: Again?, como si en castellano dijéramos: ¿otra? u ¿otra tenemos? En la oda del día de Santa Cecilia, composición que debía cantarse en una magnífica solemnidad, y de la cual había ya otra oda muy decente de Dryden, rompe como queriendo imitar los Ditirambos de Píndaro, y escasísimo de imaginación, repite tres veces la palabra to arms, como tarareándola, y haciendo con ella un verso. El estilo epistolar inglés es de lo que acá llamamos «hablar puestos de golilla». El escritor de los Derechos del hombre, ha querido hacer cabeza sin tener absolutamente la menor centella de originalidad ni filosofía. Y el Recto Honorable, que está bien pensionado por haberlo mal impugnado, ha molido el público con una carta de cientos de hojas y, proponiéndose en ella la imparcialidad, se muestra picado desde la cruz hasta la fecha. En el Tom-Jones, novela tan del gusto de los ingleses, que en pocos años le han hecho una infinidad de ediciones, no se guarda el decoro casi nunca. El autor cree copiar la naturaleza, dando en ojos con todo género de suciedades y groserías. Aun los ingleses de más fondo, cuando carezcan de otros defectos, tienen el de ser unos plomos. Harris, que por voto del celebrado y modernísimo obispo de Londres, Louth, es un segundo Aristóteles en su Gramática universal, tiene la sandez de preferir a todos los estilos el rodeoso y tosco del diálogo. En suma, el decoro y la finura del estilo es una obra de muchos tiempos todavía para la nación inglesa, si sigue desdeñándose de las modas de la nación que nos ilustra.
No menos dificultosas que las reglas del estilo son las de la ingenuidad. Cuesta mucho el reportarse o explayarse con arreglo al rango, carácter, genio o confianza y temple de los circunstantes, sin perder de vista la dignidad de uno mismo. Pues esta flexibilidad se requiere para hacerse bien sociable.
El que se considera sin carácter o sin talento para ello, si es persona prudente, toma el partido prudente69 de hablar poco, y moderar el exceso, tanto de frialdad como de calor.
Pero el que presume de talento para cautivar a todos, es menester que principie por poseerse, por tener conocimiento del mundo, y una gran destreza en conocer al golpe el corazón de los circunstantes.
Se refiere como un prodigio el que Alcibiades, siendo bien joven, admirase en Atenas por lo petimetre y frívolo no menos que por la severidad y el seso, e hiciese ruido entre los Sátrapas de Persia por el lujo y la afeminación, y de allí a poco en Esparta por lo frugal y austero de sus costumbres.
En el Ensayo del carácter de las naciones se atribuye una prudencia y amabilidad por ese estilo a los Franceses. No puede negarse que el carácter francés es sumamente acomodado y amable. Pero es incierto lo que se dice, que el Francés es Español en Madrid, e Inglés en Londres. Mas al contrario, no congenia ni en un país ni en otro. En España casi nunca los Franceses toman el traje del país, dependiendo de esto la enemiga general que hallan en el paisanaje bajo, pues como entre los Españoles por maravilla se viste casaca sino entre gente fina, disuena y parece ridículo ver que entren con ella por Espada los Franceses pobres. Nosotros, a pesar de nuestro natural cariño al cuerpo de la nación, no encontramos en los individuos la consecuencia, el asiento y la formalidad de los Castellanos, nos parece que al pronto son mucho, y luego, poco amigos. Los Ingleses les notan lo mismo, y dicen que el individuo es niño hasta la edad de cuarenta años. Pero, en defensa de los principios sentados en este libro, debe tenerse presente que el carácter no lo forma sólo la cultura, la educación y la costumbre, como pretende infundadamente Helvecio, sino que le influye mucho lo material del país. Cuya observación, original de Maquiavelo, se la han apropiado unos y contradicho otros, a la frente de los cuales está el historiador de Inglaterra, hombre de no tantos talentos como le vociferan sus paisanos. Lo cierto es que los vegetales suelen variar de flor y de virtudes en variando de país: varían tanto que ni la flor ni las virtudes son del carácter de las plantas. Una misma raza de animales, mudando de terreno, varía bajo de reglas fijas a pocas generaciones, extendiéndose la variación no sólo a las cualidades materiales, sino también a las virtuales. En nuestra especie también la variación en lo material está a la vista. Traídos acá los negros, emblanquecen a cierto número de generaciones, y nosotros en sus países ennegrecemos. De un país a otro varía constantemente no sólo el color, la estatura, las carnes, el pelo, las fuerzas, sino también las facciones. Pues así como hay aire de familia, hay también aire de nación o de país. En España hay feos, como en todas partes. Pero son bien raros los semblantes ridículos: por maravilla se ve ninguna de aquellas caras que a primera vista dan pasión de risa. En Francia éstas son comunísimas, y parece que la abundancia de fisonomías ridículas cuadra bien con la voltariedad común y con su pasión por reírse y ridiculizar. Difícil es creer que las variaciones constantes en lo material no traigan también otras variaciones constantes, aunque distintas, en lo virtual. Un escritor moderno73 observa y demuestra que el carácter voltario y frívolo es más propio para las penalidades de la guerra. Y esto da razón de la observación de César y de Maquiavelo en orden al carácter belicoso de los franceses, debiéndose notar que la observación de César no fue después de hacerles la guerra, tiempo en que su elogio del valor de los franceses sería sospechoso, sino antes de pensarse en ella, al tiempo de la conjuración de Catilina.
4º La historia del estilo es la historia de la ingenuidad y del buen modo.
Se llama estilo rudo el que carece del decoro debido al que habla o al que oye. Las pláticas de Horacio en boca de Aníbal y de Régulo, y la de Gray en boca de uno de los antiguos Galeses, imitan el mayor grado de elocuencia de que es capaz un patriota rústico. Las de Salustio y Tácito, teniendo quizá no menos energía, guardan el decoro de los hombres cultos a quienes las atribuyen.
La regla primordial de la conducta del hombre, es decir, el dictado de la animosidad, es el egoísmo. Y el que estuviese siempre a solas, explayaría su voluntad, sin ocurrirle ningún límite. El egoísmo se enfrena con la fuerza moral de la compañía. Los niños condescendidos, esto es, poco corregidos en sus casas, se portan como egoístas en todas partes.
Las personas criadas en pueblos cortos, si bien guardan desde la niñez subordinación con sus vecinos, no saben generalizarla, y a cualquier parte que salgan, son propensas a tomarse la preferencia. Conocidos mutuamente y a fondo todos los vecinos de una tribu o de un lugar corto, se sabe y se canta en público el mal y el bien de cada uno. Por consiguiente, entre ellos no está mal visto decir de sí y de los demás lo que todos vociferan, y suponerse y tomar un fuero que está graduado en público.
Criado en esta disciplina de hablar claro, conserva todo rústico la costumbre de alabar sus propias cosas y de reprender a los otros tanto mejor, cuanto menos familiar les es. Pues cuanto menos le sepan sus flacos, más confianza tiene de que no le puedan dar las tomas. A la más pequeña diferencia que noten los rústicos o lugareños, ya principian a carcajadas, como si los usos de su lugar hubieran de ser la ley del mundo. En los viajes a las ferias es corriente usanza de toda gente ordinaria el que una patrulla atoree a las otras patrullas que encuentra por el camino. Los de lugares rayanos en jurisdicción están siempre como de hostilidades que no se contienen si no es por tener un mismo jefe común. Las tribus salvajes, por carecer de éste, están siempre de guerra a muerte. Cuando la Europa estaba dividida en pequeños estados, era casi incesante la guerra. En la antigua Grecia había la misma indisposición entre los pequeños estados que la componían. Porque conforme cada vecino tira a rayar entre sus iguales, así también cada lugar, cada tribu, cada estado pequeño tiene pretensión a la primacía, propendiendo naturalmente el mundo a la monarquía universal, si no fuese por el embarazo de la variedad de lenguas. De manera que esta variedad de idiomas que choca a primera vista con las ideas de la providencia, es tal vez la principal garantía de la libertad e independencia de las naciones. En las tropas griegas antiguamente, cuando iban aliadas, eran frecuentes los motines, pretendiendo las de cada estado haber tenido la principal parte en la victoria. Y hubo vez de estar para exterminarse mutuamente por el derecho de una cosa tan sinsustanciada como el trofeo. Trofeo era una señal que se ponía en el campo de batalla en ostentación de la victoria, como si no fuese harta memoria para el enemigo el irse derrotado. El trofeo era en propios términos un alarde y una jactancia de la cual podía burlarse el enemigo en mudándose la suerte de la guerra, o por mejor decir, en mudándose la disciplina respectiva de los ejércitos, siendo lo general depender de la superioridad en ésta las victorias que luego se atribuyen los generales a sí propios. Lo único de que no puede burlarse el enemigo es de los golpes que reciba. Pero el trofeo es una cosa tan pueril como el mojarse la oreja los muchachos. Pues por una cosa tan fútil como ésta se hubiera destruido de todo punto la alianza de los Griegos, a no haber mediado el respeto y el ardid de Epaminondas. La propia rivalidad se verificaría entre los varios regimientos de una misma nación, si sus plazas fuesen vitalicias, y no tuviesen un mismo jefe común.
A fuerza de reportarse el hombre en sus apetitos, llega a subyugarlos, y últimamente hace por sentido lo que principió por reflexión.
La concurrencia de forasteros en las ciudades grandes hace que de puro haber muchos a quienes escarnecer, no se escarnezca a nadie. Los vecinos se acostumbran a ver distintos trajes y estilos, hallan algunos más vistosos o acomodados que los suyos propios, los imitan sin ser notados, y de esta suerte se rompe aquella uniformidad de traje que es el período primitivo de la ropa, y que subsiste inviolablemente en todo pueblo chico y apartado de las carreras. Pudiéndose decir que la variación de vestido en la especie racional guarda sus períodos arreglados y tiene su influencia en el carácter del individuo, bien en algún modo como la variación de la camisa en los insectos.
En el momento en que deja de chocar la novedad de los trajes, no se injuria más a los forasteros, se les tolera, se les respeta, se les atiende y protege como a los naturales del país, y se establecen sordamente las máximas de hospitalidad y de civilidad que componen el fuero general del hombre en cualquier punto de la tierra que se halle, y que se llaman el derecho de gentes. En ninguna nación se reconocería este derecho, si la costumbre de tolerar la variedad de los trajes no quebrantase la intolerancia natural inspirada por el flujo de armonizar. Pero en comenzando a no hacerse alto a la variedad de los trajes, también comienza a no hacerse a la variedad de estilos y de ideas que el traje supone. Y puede sentarse por principio que la variedad de los trajes es el pregonero del derecho de gentes.
Por los mismos principios, el egoísmo del hombre inculto, su flujo por tomarse la preferencia, por alabarse, por hacer y decir lo que le dé la gana, y que nadie haga sino lo que quiere él, su flujo por reprender y ridiculizar a los demás, por dar voto y consejo en todo, por no tolerar que nadie discrepe de él; en una palabra, el flujo de todo hombre inculto por ser el monarca universal, y tratar el mundo como si no más estuviese hecho por su propia conveniencia de él, no se enfrena hasta que, saliendo de su lugar, se encuentra hecho un despreciable, sin poder unirse con nadie. La pasión por entrar en el rango de los demás y lucir como ellos, le hace tomar el traje y los modales que ve necesarios en éstos para vivir en buena armonía. Y cuanto más cuerpo toma la sociedad, tanto más el hombre aprende a reportarse, tanto más cede de su derecho, tanto más respeta los otros hombres, y tanto más es respetado de éstos, aumentándose así la libertad de unos y al paso que mengua aquella ingenuidad primordial.
Al pronto que se pasa del egoísmo a la sociedad, se cae en la ceremonia y en la etiqueta, pero luego el incremento de la cultura trae la marcialidad, esta divina prenda introducida, o por lo menos fomentada, en España con las modas francesas, y por la cual se ha abolido lo incómodo de los ceremoniales y cumplidos. El atamiento antiguo se ha trocado en un aire libre, suelto y como sin estudio; no se ve en el porte del hombre fino la reflexión sino el sentido; la alegría lo anima todo; no hay ya aquel ceño molesto, aquella gravedad desmesurada, aquella compostura y crítica diabólica que hacía de la sociedad doméstica un suplicio. El hombre se presenta con naturalidad, con desembarazo, con agrado, con confianza de hallar atención y condescendencia casi como un amigo la halla en otro. No se reserva en cosas frívolas, no intenta avasallar a los demás, no los busca tanto por ceremonia como por desahogo. Él se despoja de su rango; todo cuanto hay en la sala se trata como igual; el grande y el chico turnan en el mismo asiento; cada cual dice su sentir con entera franqueza, pero no en tono positivo, como sin dejar apelación; y no se guarda otra cautela que la de no zaherir a nadie ni incomodar con necesidades y despropósitos. El bello sexo está entronado en su altura justa para que, lejos de temer atrevimiento, halle condescendencia y servicialidad en todos. En suma: cada cual por su término recibe mejor y más amplio derecho y menos censura que en el tiempo de la etiqueta; los meros conocidos se gozan y se sirven mejor que antiguamente los amigos; y, por último, con la marcialidad se ha vuelto la sociedad el mayor placer y realce de la vida.
El decremento, pues, de ingenuidad que hay desde el estado rudo hasta el estado fino significa propiamente que la cultura destierra el egoísmo que aísla los hombres, propende gradualmente a hermanarlos más y más, y a hacer más racional, gustosa y útil la compañía. Y la sencillez rústica que tanto se vocifera en las poesías tiene un espíritu contrario al de la hermosa sencillez, que es el grado sumo de la finura. Esta sencillez procede de condescendencia, y la sencillez rústica procede de tiranía. La una es racional, la otra es animal.