De la desigualdad personal en la sociedad civil :5

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Capítulo IV


Del desigual trato de entrambos sexos


El distinto trato de los sexos se funda originalmente en la distinta impresión que se hacen el uno al otro, y en la distinta fuerza corporal de que están dotados.


  • La pasión del hombre


Nosotros no podemos tocar la mujer sin sentirnos en algún modo influenciados del sexo, a la manera que los animales más bravíos, en llegando a sus hembras, se desarman por instinto.

Nuestros amores no admiten ni rival ni compañero. En hallando lo segundo, embravecen lo que halagaban, el hombre se hace una fiera, no se sacia de sangre, abravándose de la suya propia.

Violentada que sea una mujer sin su consentimiento, la infeliz se hace aborrecible del marido. Él se siente degradado, sin que ni en su concepto ni en el de nadie la integridad de la conciencia pueda subsanar el azar del cuerpo.

La soltera que se entrega libremente a uno, contrae para todos los demás una mancha que no se quita. Siempre, como suele decirse, tiene por qué callar. Tan delicada es la pasión del hombre.

La razón condena estas delicadezas, pero la naturaleza las inspira por unos fines tan sabios, al parecer, que no podría subsistir el mundo si la pasión del hombre no estuviese bajo de estos términos.

Que el bello sexo nos excite maquinalmente la pasión es tan necesario como que, sin ella, nos sería indiferente tener hembra de nuestra propia especie o de especies ajenas.

Los celos son también absolutamente necesarios, porque sin ellos nadie se cuidaría de excluir a los demás en el logro de los amores, ni tampoco se aprisionaría por una mujer determinada, así como nadie gasta su calor natural en hacienda que esté a discreción de otros. Los hijos se mirarían con frialdad y con desagrado desde los principios, al modo que los hijos de casa ajena, y bien pocos padres sufrieran la larga impertinencia de criarlos. No habría educación ni familias, los hombres carecieran de las obligaciones que los sujetan, e indómitos como fieras, no reconocieran fácilmente otras leyes que la fuerza.


  • Frialdad natural de la mujer


La mujer está organizada de otro modo que el hombre en orden a los amores.

La hembra, por principios mecánicos bien obvios, en ninguna especie necesita sentir tan vehementes estímulos como su compañero. No sólo no los necesita, mas también parece que no los experimenta, porque si los experimentase, mostraría de antemano el frenesí de aquél, o tiene tal vez algún instinto que la contenga del anhelo.

El personal del hombre hace poca impresión en el sentido de la mujer. Nuestras veleidades son rarísimas en ella. Le es extraño, le es desnatural, le es bochornoso, desmerece de ser la primera en los avances. Y el despagarse ella de una figura ridícula, es más bien por la afrenta de lucirse15 con un mueble tan fuera de todo estilo.

Por mucho que la mujer se arrebate de un hombre, por clara que le vea a éste la pasión, y por segura que esté de su buen fondo y consecuencia, siempre se avergüenza de parecer fácil. Resuelta ya, y confesada la resolución, son del decoro todavía las dilaciones. Aun en una amistad o matrimonio largo, nunca las dificultades de la mujer desagradan seriamente al hombre de entendimiento. Los animales mismos, como que respetan la frialdad de la hembra, pues a pesar del fuego que los devora, no se embravecen contra ella, ni desisten fastidiados de la resistencia. En los hombres algo libres es tan corriente decir que si ellos fueran del otro sexo no guardarían sus escrúpulos y delicadezas, como en las mujeres el negarlo: prueba del distinto interior de entrambos sexos en esta parte. La oda primera de Safo sólo es propia de una mujer tan escandalosa como su autora. Y Teócrito, a vueltas de su finura para tratar los amores del hombre, tuvo poca discreción para tratar los amores de la mujer. Irrita en el Bucolista ver a las doncellas rondando a aquel zafio pastor, cuya brutal vanidad consistía en tener velludo el pecho.

Tampoco los celos de la mujer tienen por objeto lo material de la infidelidad, sino el menosprecio que ésta arguye o el apartamiento que amenaza. Y así, toda mujer perdona los deslices en que no hay lugar a estas consecuencias.

Los amores de la mujer no se dirigen a lo exterior, sino a lo intrínseco, o a los connotados de la persona. Y lo que dice el autor de la Novela más larga que se conoce, que el hombre de talento no da su mano a mujer que titubease un momento en preferirlo aun emperador, es un error muy claro. Bien que la nación inglesa, como más novicia, no tiene todavía en punto de amores mucho voto. Algo más sesuda, la nación española tiene por refrán la mujer es de quien la trata. Aunque sea poco recomendable el personal de uno, aunque a primera vista le repugne a la mujer, la pasión, la humildad, la discreción y la constancia al cabo consiguen el triunfo. No le sucede lo mismo al hombre. Si le repugna el personal de una mujer, cuanto más oficiosa se le muestra, tanto más le aumenta la repugnancia. Tampoco vemos que ninguna mujer de juicio se prende de quien no lo merezca. Y es frecuente en los hombres de más entendimiento perderlo por una loca. Pocas enamoradas tienen extravíos, y raro enamorado deja de tenerlos.

Ni puede decirse que este juicio natural en los amores y conducta de las mujeres proceda enteramente del instinto separado que llamamos pudor, sino principalmente de la frialdad, es decir, del poco sentido al personal del hombre. Porque si nuestro personal le hiciera a la mujer la misma impresión que el de ella a nosotros, el pudor podría retraerla de ser fácil, pero se le conociera en todos los ademanes una impresión como la del amor, que es bien difícil de ocultar.

Esta frialdad natural de la mujer era muy necesaria para tener quietos los celos del hombre ¡Desgraciado aquél cuya consorte no hubiese tenido más motivos que los sensuales para quererlo! El casado guarda juicio porque todas le huyen sino las que o lo degradan o lo arruinan. No está en ese caso la consorte. No la huyen los solteros, y por hermosura que él tenga, la facilidad y la costumbre a todo lo material le quitan el realce.

Pero la costumbre de juzgar el corazón ajeno por el corazón de uno mismo ocasiona dos errores contrarios en los sexos.

La mujer, no experimentando interiormente el calor y los voraces celos del hombre, no puede formar tanta idea de la ofensa del adulterio como él. Por esto las mujeres tienen menos horror y más facilidad en hacer oficios de tercería, y les es natural la insolencia de decir que ¿por qué se ha de castigar con más rigor la infidelidad del un sexo que la del otro? Esta ocurrencia sería funestísima, si las mujeres tuviesen fuerzas corporales para poderse apoderar del mando.

Los hombres, también juzgando los movimientos del corazón de la mujer por los del suyo propio, no pueden hacerse cargo de que la pasión de aquélla sea distinta de la de ellos mismos. Y, a consecuencia, le atribuyen el mismo objeto y la misma voracidad. Y así, es general en los hombres el bárbaro deseo de deshabituar la frialdad y el pudor del bello sexo, sofocándolo con la ruinosa idea de infundirle la desvergüenza del nuestro.

Algunos ignorantes se van al otro mundo quejosos de que sus mujeres nunca les fueron hombres, y atribuyéndolo, ¡mentecatos!, a falta de cariño. Otros maridos de genio terco no se fían hasta que las vencen con mucha guerra: hasta entonces no dejan su honra en mano de la mujer. Entonces le dan anchura, entonces le entregan la honra. Se la entregan cuando le quitaron las fuerzas para guardarla y cantan victoria en el momento de consumar su pérdida.

Otros creen que la mujer, desde que se casa, les tiene o está obligada a tenerles pasión sensual como la de ellos. A consecuencia, cuanto les dicta a ellos su ceguedad sensual otro tanto suponen le cuadrará a la mujer. Y desde el primer día los vemos coserse con ella, comer quizá y beber en un mismo plato y vaso, estarle hechos unos continuos sombras ultrajándole el pudor, y haciendo como ostentación de sus miserias y defectos, sin guardar respeto, ni siquiera cortesía. El que se nos interna muy de repente, tomándose más confianza que la que corresponde a los antecedentes, se mira como un mentecato menospreciable. La infeliz mujer calla y sufre los fastidios y suplicios por prudencia. Pero aquel furor de confianzas y licencias que, empleadas poco a poco y quedándose siempre cortas de la voluntad de la mujer, se recibirían bien y le fomentarían insensiblemente la pasión, la espantan y le concilian el mayor fastidio y aborrecimiento, sin quedarles en el corazón sino el miramiento del interés y de que ya es forzoso acomodarse con aquel indiscreto marido. De esta suerte, un corazón que bien conllevado sería noble, se hace un corazón bajo y dispuesto a sacrificar el placer y el pudor por el interés, pues que con sólo este vil título el marido se erige en déspota absoluto de su cuerpo, libertad y sentidos.

Otros todavía, por tener la fuerza, suelen ser poco amigos de contemplaciones. Pero, acostumbrada la mujer a recibir inciensos de todos, principalmente del mismo marido, cuando soltera, hállase chasqueada del matrimonio al ver que las cosas mudaron de semblante, y que aquel hombre tan rendido, tan humilde y tan allanado a cualquier partido, vuelve sobre sí, principia a tomarse fueros, se hace dueño de toda la casa, escudriña y dirige hasta lo más mínimo, sojuzga, pérfido, a aquélla a quien juró con lágrimas ser su esclavo y, con pretexto de quitarle ocasiones, le niega o le regatea el gusto en cosas que no siendo de sustancia para nosotros, son muy sustanciales para el sexo. Las desdichadas doncellas, faltas ordinariamente de edad y de mundo, no tienen aún alcances para discernir y graduar al hombre, creen tal vez discreto y fino al que en el fondo es un zafio, y caen del engaño cuando ya es tarde.

El hombre de poco talento no tiene que aspirar sino al capricho de una loca, o a ser infeliz con una mujer de bien. El marido que trata con decoro a su consorte, al mismo tiempo de robarle el alma, infunde tal respeto que, cuanto más franqueza da, más contenidos hace a los solteros. En conociendo éstos falta de delicadeza, es decir, en viendo ademanes de fuerza, autoridad, derecho, suponen naturalmente apartado del marido el corazón de la mujer, y se hacen adelantados. Y si la mujer llega a verse ajada, piensa por venganza lo que no le ocurriera por inclinación.

Estas son las causas del vicio de las mujeres. Fuera de estos casos, la mujer, que no necesita a nadie, por maravilla deja de ser fiel; conforme la que, recibiendo mal trato, se acostumbra al vicio, y lo deja fácilmente.


  • Sujeción y fuego de la mujer


Explicada ya la diferencia de la impresión mutua de los sexos, es bien fácil explicar la sujeción del bello sexo, el trato de urbanidad que disfruta de los pueblos cultos, y el igual partido que, a pesar de su inferioridad de fuerzas corporales, halla en el contrato matrimonial.

Si es cierto el verosímil pero improbable principio de que en la naturaleza no hay nada por acaso, debemos inferir que la pasión del hombre no es dada con sólo el intento de la propagación de su linaje, sino que tiene algunos otros respetables fines. Pues, por lo que hace a la propagación, no se necesitaba aquel fuego perenne que desvive al enamorado, mas era suficiente una pasión o periódica, o que dependiese de la alteración física de la hembra, como suele suceder en los animales, propagándose mejor por eso mismo.

El primer efecto de la celosa pasión del hombre es estar a la mira de la mujer, tenerla recogida, y consiguientemente domiciliarse él mismo. No sosegaran los celos en los pueblos cultos, si las mujeres tuviesen nuestra educación, oficios, y vida libre.

Pero sería vano el intento de tener recogido el bello sexo, si al nuestro no le asistiesen mayores fuerzas corporales.

Los celos inspiran sujetar la mujer hasta hacerle físicamente imposible la infidelidad. Y en estos duros términos la sujetan los poderosos en los pueblos bárbaros.

La mujer, pues, siendo independiente de suyo, se hace independiente por excitar la pasión y los celos de un ente más fuerte, así como el animal pequeño, por tener menos fuerzas, recibe la ley del animal grande.

No le queda otra amparo a la mujer si no es su frialdad, su atractivo, y la contrariedad mutua de los hombres.

El hombre ama hallar cariño en la mujer, pues, por bien que le cumpla ésta, no le llena el pecho si el cumplimiento no procede de pasión. La pasión en la mujer no se excita con lo sensual, ni con oro, con amonestaciones, ni con dádivas, sino con el amor y con el buen trato. La frialdad, pues, de la mujer la ampara de la tiranía del hombre. La frialdad le da una ventaja por el estilo de la del que vende sin necesidad y se puede hacer de rogar. Cuanto más fría está la dama, tanto más le da la ley a aquél que se le apasiona; así como aquél que vende, cuanto menos ganas tiene de vender, tanto más alto precio saca. También a proporción que está más apasionado el hombre, mayor partido ofrece, así como el precio mayor lo da el que tiene más ansia de comprar. En suma, la frialdad de la mujer balancea las fuerzas corporales del hombre. Y si al bello19 sexo le fuera dado apasionarse como el nuestro, nos estaría en la más estrecha servidumbre. Por lo contrario, si teniendo la frialdad que tiene, estuviera dotado de mayores fuerzas corporales, claro es que seríamos nosotros entonces los esclavos.

El atractivo de la mujer tiene mil puntos por donde cautivar al hombre. No hay nada en el cuerpo de ella que a él no le despierte el ojo. El más mínimo elemento suyo puede embriagarlo de pasión. Unas veces le atrae el rostro, otras una facción sola, el talle, el cuello, el brazo, la mano, el pie, la voz, las gracias, el cabello y aun el modo de prendérselo. Nada es más incierto que el tiro que nos hace la mujer. A haber en esto reglas fijas, no se pudieran avenir los hombres. Todos se decidieran por la misma persona y, o estuvieran en guerra, o cayeran a la par esclavos de una mujer sola.

En cualidades, pues, tan imposibles de definir como los atractivos, todas tienen campo abierto para pretender la primacía, o por lo menos para hacer figura. Tal sucede con los militares y los letrados por disputarse también unas cualidades difíciles, aunque no tanto, de graduar.

El mérito del parecer, a pesar de ser una cosa sin fundamento a los ojos de la razón, es un asunto de la mayor suposición para la mujer. Es una cualidad tan seria para quien la posee, como solicitada y comprada caro.

Valuar, pues, en esta parte las mujeres menos de lo que ellas se valúen, es como hacer de uno menos caso que el que crea corresponderle, es una ofensa grave que no se perdona fácilmente.

Por fea que sea una hay pocos quince años feos, y aun para los que lo son hay muchos hombres de mal gusto. Pocas de esa edad carecen de apasionados que las tengan por las mejores del mundo. Pocas hay que, imbuidas desde entonces de su mérito sobresaliente, no sigan conceptuándose más de lo que son. Todas, pues, presumen. Y la presunción de la mujer dimana de las adoraciones del hombre apasionado. Dimana, en suma, de la mayor pasión que el bello sexo excita. Los hombres presumieran también si le hiciesen tanta impresión al bello sexo como éste les hace a ellos.

Por tanto, para no ofender las mujeres, para no chocarles su concepto propio, es menester suponerlas mayor mérito del que nos parezca, mostrarles más agrado del que nos infundan y, a consecuencia, estarles deferentes y serviciales, bien en algún modo como cualquier galán se lo está a su dama.

No guardar este tratamiento lisonjero sería desaprobar en su cara y condenar por locos a los apasionados o consortes de cada cual. Raro hombre culto quedara por encerrar si no usásemos la lisonja general con las mujeres. Y el bello sexo se abismaría de ver que no se le apasionaba sino algún loco.

La cortesía, pues, que de nosotros exige el bello sexo en los pueblos cultos depende originalmente de la política o buena armonía que entre nosotros tenemos que guardar los hombres. Y consiguientemente no envuelve de parte de la mujer ninguna mira injusta ni amorosa, cual sería la de que la adulasen seriamente, o la de tenernos verdaderamente conquistados, sino limpiamente la mira de que le tributemos el agasajo, la condescendencia y la distinción política que para su consuelo y nuestro propio bien le destina la naturaleza, cuya mira está tan ajena de todo vicio, que las mismas damas que, a fuerza de méritos y de tiempo llegan a estar frenéticas de pasión por uno, exigen de los demás la cortesía. Y los celos fiscales, delgadísimos como son, no le encuentran nada que morder, mas antes se envanecen de que el objeto que los tiene alerta, parezca por la demostración de todos bien valen la pena.


  • Congruencia de la cortesía con el bello sexo


La principal parte de aquella cortesía es no posponer a las claras una dama a otras. Esto, que sería una vanidad notoria si el atractivo estuviese sujeto a reglas fijas, tiene unas utilidades morales muy grandes.

En virtud de la presunción de las mujeres, el que se señala con una se acarrea el tedio y la murmuración de todas, y así la presunción del bello sexo hace contenido al hombre.

Por el mismo principio, el que hace distinción duradera, el que se casa, en el momento de hacerlo puede despedirse ya de las demás, seguro de no ser bien recibido si no es por interés o por cumplimiento, forzándole así la naturaleza a recogerse con su mujer y a ser mejor marido.

A causa de presumirlo todas, ninguna mujer se une de corazón con otra si no es con la que no está en edad o en sazón de presumir. Las demás son rivales mutuas, bien así como los de un mismo oficio, o como los candidatos de un mismo puesto. Con lo cual, ahuyentada de su sexo, la mujer inclínase al otro, haciendo así la sabia naturaleza que proceda de miras políticas una inclinación que arruinaría al bello sexo si le proviniese de estímulos sensuales.

Ésta es la congruencia y éste es el origen de la sujeción y de la distinción del bello sexo. Veamos ahora cómo, en virtud de la pasión del otro, adquiere un partido de igualdad perfecta en el matrimonio. Éste será el asunto del capítulo siguiente.