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De la educación moral

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De la educación moral
de Gabino Barreda


Además de sus deberes políticos, el ciudadano tiene otros más importantes que llenar, los deberes del orden moral, y es obligación del gobierno atender a esta necesidad, tanto o más que a las otras.

Se confunde generalmente la moral con los dogmas religiosos, hasta el grado de que para muchos ambas no sólo son inseparables, sino que vienen a ser una misma cosa; pero cuando se reflexiona sobre la inmensa variedad de religiones y sobre la uniformidad de las reglas de la moral; cuando vemos que los dogmas religiosos cambian esencialmente con los progresos de la civilización, desde el cándido fetiquismo primitivo o la adoración de los astros y el politeísmo que le sucedió, hasta el monoteísmo cristiano, y musulmán, o el deísmo y aun el panteísmo modernos, mientras que todos, a pesar de las profundas diferencias que los separan, se ponen de acuerdo en cuanto a los fundamentos de la moral, no puede uno menos de reconocer, que cualquiera que sea la íntima relación que entre unos y otros se haya querido establecer, debe existir entre ambas cosas una diferencia radical y una independencia que no puede menos de presentarse a los ojos de todo aquél que quiera fijar sobre esto su atención, ora examine el objeto de lo que forma la parte característica de las religiones, es decir, el culto y los dogmas, comparándolo con el objeto de la moral, ora tenga en cuenta la inconcusa variedad de los primeros y la evidente uniformidad de las reglas que sirven de base a la segunda.

No hagas a otro lo que no quieras que te fuera hecho a ti, decía Isócrates cuatro siglos antes de Jesucristo, como cosa que estaba ya universalmente recibida por fundamento de la moral. Imita al árbol de Sándalo que cubre de frutos al que le ataca a pedradas, dice uno de los más antiguos libros de los chinos. ¿Quién no reconoce en estas dos sentencias todo lo que hay de más sublime en las máximas de equidad, de humanidad y de amor al prójimo, en las doctrinas de Cristo? Y sin embargo, ¿quién podrá sostener que el politeísmo pagano o la idolatría de la China sean lo mismo que la religión de Jesucristo? Las religiones van cambiando en las distintas fases de la humanidad y sólo allí no cambian, en donde todo permanece estacionario, como en la India y en la China; pero las bases de la moral quedan las mismas, aunque sus consecuencias prácticas van perfeccionándose de día en día y más con los progresos de la civilización. Esta marcha desigual y aún independiente de la moral y de las religiones, prueba que ellas no son una misma cosa; pero la existencia de la multitud de ateos que han dejado en la historia, como dice Litrié, "irrefragables testimonios de profunda moralidad, y la de otros que cada uno hemos podido conocer y que, en punto a moralidad son por lo menos iguales a los mejores creyentes", no puede dejar la menor duda sobre su completa y cabal separación.

"La semejanza, dice Condorcet, entre los preceptos morales de todas las religiones y de todas las sectas filosóficas, bastaría para probar que aquéllos son de una verdad independiente de los dogmas de estas religiones y de los principios de estas sectas, y que el origen de las ideas de justicia y de virtud, y el fundamento de los deberes, se debe buscar en la constitución moral del hombre". —Condorcet, Progresos del entendimiento humano (traducción castellana). París, 1823, pág. 118.

Este deseo de Condorcet, de buscar en el hombre mismo y no en los dogmas religiosos la causa y el fundamento de la moral, o mejor diré, esta predicción de su profundo genio se ha realizado ya. Estaba reservado al genio de Gall venir a demostrar con argumentos irrefragables, fundados tanto en un análisis admirable de las facultades intelectuales y afectivas del hombre y en un estudio comparativo de los animales, que hay en éstos como en aquél, tendencias innatas que los inclinan hacia el bien, como hay otras que los impelen hacia el mal; que estas inclinaciones tienen sus órganos en la masa cerebral, y que el hombre no es por lo mismo un ser exclusivamente inclinado al mal, como lo habían supuesto los teólogos y los metafísicos, sino que hay en él, como lo había establecido el buen sentido vulgar, inclinaciones benévolas que le son tan propias como las opuestas.

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Todas las inclinaciones innatas de nuestra alma, ocasionan una solicitud constante de las facultades activas del individuo hacia aquellos actos que pueden satisfacerlas, independientemente de toda consideración de utilidad propia o de todo otro fin ulterior, sino simplemente por el placer que resulta de la satisfacción de una necesidad. Luego, si hay en nosotros esas inclinaciones benévolas al mismo tiempo que otras que les son opuestas y si como acabamos de ver, ambas tienen sus órganos respectivos, es claro que unos y otros ejercerán continuamente una solicitud que tiene por objeto la satisfacción de aquellas inclinaciones.

A la solicitud más o menos enérgica pero evidente de los buenos instintos, ejercida por medio de sus respectivos órganos, aun después de ejecutados ya los actos opuestos, es a lo que el buen sentido común, con una admirable sagacidad, ha llamado conciencia, limitándose así a consignar el hecho de un llamamiento interior al bien, sin formular teoría alguna para explicarlo. El espíritu teológico, haciendo intervenir en este caso el fundamento de su explicación universal (las influencias sobrenaturales), cree reconocer en este disgusto que después de una mala acción experimenta todo aquel que no esta empedernido en el vicio u ofuscado por un error, cree reconocer, digo, la mano de Dios que viene a tocar el corazón del pecador; incurriendo así en una grosera contradicción de la que en vano intentará salir por medio de sutilezas y de sofismas; pues, si la explicación que ellos dan fuera cierta, sólo los verdaderos creyentes gozarían del privilegio de oír la voz de la conciencia, lo cual es no sólo inadmisible, sino hasta ridículo. Felizmente no hay necesidad para hallar una explicación a esos movimientos internos benéficos de nuestra alma, de recurrir a la fatua suposición de que por el hecho casual de haber sido educados bajo tal o cuál creencia religiosa, tenemos el privilegio exclusivo de sentir solicitudes hacia el bien; sabemos ya que ellas son, como cualesquiera otras, el resultado de nuestra propia organización, y podemos ya darnos una explicación racional de la conciencia y sus remordimientos. Estas voces no expresarán para nosotros otra cosa que las exigencias de los buenos instintos ejercidos por medio de sus respectivos órganos, ya sea para obrar el bien, ya para reparar el mal; entablándose en uno y en otro caso una lucha interior que se hace tanto más penosa, cuanto más claro es el conocimiento del mal que queremos hacer o que hemos hecho ya.

Si pues, en cada una de nuestras acciones del orden moral se establece así una lucha entre las impulsiones de las dos categorías de órganos de que vengo hablando; y si recordamos que la solicitud ejercida por. un órgano cualquiera es proporcional a su respectivo desarrollo, es de una palpable evidencia que la indicación que naturalmente se presenta para lograr el perfeccionamiento moral del individuo y aun el de la especie, será desarrollar los órganos que presiden a las buenas inclinaciones, y disminuir en lo posible aquellos que presiden a las malas. Cualquiera que sea, en efecto, la teoría que uno se forme sobre la causa productora de los fenómenos intelectuales y morales del hombre, todos, desde los más radicales materialistas hasta los más puros espiritualistas, tienen hoy que admitir que sin el órgano no hay función y que ésta cesa cuando aquél desaparece o queda en la imposibilidad de obrar, y el estudio comparativo de la serie zoológica, así como las experiencias fisiológicas y los casos patológicos, demuestran que la función disminuye o aumenta en la misma proporción que el. órgano que a ella preside.

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Es un axioma de la ciencia biológica incontestable e incontestado, que todos los órganos se desarrollan con el ejercicio, al paso que se atrofian por la inacción, pudiendo hasta llegar a desaparecer cuando ella es absoluta y suficientemente prolongada. Esta es la explicación racional de un hecho vulgarísimo, la utilidad de la gimnástica para desarrollar el aparato muscular: ahora bien, es evidente que un maestro de gimnástica no ha menester saber cuáles y cuántos son los músculos que sirven para doblar el brazo, por ejemplo, ni qué situación guardan, ni qué figura tienen para lograr que ellos se robustezcan siempre que lo juzgue conveniente; bástale hacer ejecutar con la debida frecuencia el movimiento indicado y procurar que se vaya progresivamente venciendo una resistencia cada vez menor, para estar seguro con una certeza matemática, de que después de un cierto tiempo se habrá conseguido el resultado apetecido. Si aplicamos ahora estos mismos principios al conjunto de los órganos intelectuales y afectivos, es innegable que el mismo resultado se podrá obtener empleando los mismos medíos y que si dirigimos la educación de manera que los actos simpáticos o altruistas, como les llama Comte, se repitan con frecuencia, a la vez que los destructores y egoístas se eviten en lo posible, no se puede dudar que después de un cierto tiempo de esta gimnástica moral (permítaseme la expresión, que escandalizará, no dudo, a los espíritus pacatos y superficiales, que no quieren ver las cosas como son, sino como las aprendieron de sus nodrizas; pero que expresa perfectamente mi pensamiento), los órganos que presiden a los primeros adquieran sobre los que tienen bajo su dependencia los segundos un predominio tal, que en la lucha que se establece antes de decidirse a tomar una determinación, se acabará, en la mayoría de los casos, por ceder a las solicitaciones más enérgicas de los instintos benévolos, robustecidos por el ejercicio y que cada vez encontrarán así más facilidad de triunfar de sus rivales. Hacer predominar los buenos sobre los malos instintos, robusteciendo los órganos que presiden a unos, con mengua de los que tienen bajó su dependencia los otros; he aquí el objeto final y positivo del arte moral, objeto que se logrará con la práctica de las buenas acciones y la represión de las malas (de cuyo cuidado deben estar principalmente encargados los padres de familia), y con los ejemplos de moralidad y de verdadera virtud que se procurará presentar con arte en las escuelas a los educandos, excitándoles el deseo de imitarlos, no a fuerza de aconsejárseles ni menos de prescribírseles, sino haciendo que este deseo nazca espontánea e insensiblemente en ellos, en virtud de la veneración irresistible de que se vean poseídos hacia hombres cuyos hechos se les hayan referido. Porque tal es la condición de la naturaleza humana, que es capaz de los más grandes esfuerzos y sacrificios, siempre que el deseo de ejecutar los actos necesarios parezca nacer espontáneamente en su corazón, al paso que los más fáciles deberes llegan a ser una carga insoportable si sólo se cumple con ellos impelido por un precepto o por temor del castigo. El ideal, pues, del arte moral, sería hacer de tal modo preponderar las sugestiones de los buenos instintos, que el amor fuera siempre la guía irresistible de nuestras acciones.

No es difícil prever que este modo de comprender la influencia de las facultades intelectuales y morales del hombre, suscitara en no pocas personas la objeción de que ella es incompatible con la libertad individual y por lo mismo, inadmisible, pero esta dificultad desaparecerá bien pronto, si señalamos con claridad y precisión lo que debe entenderse por verdadera libertad.

Represéntase comúnmente la libertad, como una facultad de hacer o querer cualquiera cosa sin sujeción a la ley o a fuerza alguna que la dirija; si semejante libertad pudiera haber, ella sería tan inmoral como absurda, porque haría imposible toda disciplina y por consiguiente, todo orden. Lejos de ser incompatible con el orden, la libertad consiste en todos los fenómenos, tanto orgánicos como inorgánicos, en someterse con entera plenitud a las leyes que los determinan. Cuando dejo caer un cuerpo sin sujetarlo ni estorbarle de otro modo su marcha, baja directamente hacia el centro de la tierra con una velocidad proporcional al tiempo; es decir, que se sujeta a la ley de gravedad y entonces decimos que baja libremente. Cuando pongo frente a frente y libres el oxígeno y el potasio, ambos manifiestan su libertad combinándose inevitable e inmediatamente; es decir, obedeciendo a la ley de las afinidades. Otro tanto sucede en el orden intelectual y moral, la plena sujeción a las leyes respectivas caracteriza allí, como en todas partes, la verdadera libertad. No es uno dueño de dar o rehusar su aquiescencia arbitrariamente a una demostración que se ha logrado comprender; la inteligencia, mientras conserva su estado fisiológico, no puede usar de su libertad de otro modo que convenciéndose de la verdad que así se le demuestra y exigir o aun pretender lo contrario, será siempre atacar nuestra libertad: así lo hacía, por ejemplo, la Inquisición, cuando en vez de razones daba tormentos a los que quería convertir, porque pretendía que la inteligencia no se sujetase a su ley normal, que le previene creer aquello sólo que le parece cierto. Si pasamos al orden moral, veremos que la misma imposibilidad de hacer arbitrariamente las cosas se presenta; el corazón amará siempre lo que cree bueno y rechazará lo que le parece malo sin poder eximirse nunca de esta feliz fatalidad, que es para él su ley como lo es la de la gravedad para el cuerpo de nuestro primer ejemplo: digan lo que quieran del libré albedrío los metafísicos, jamás llegarán a probar qué puede uno amar u odiar arbitrariamente, sin otra norma que un ciego capricho; todo lo que podrá suceder, será que al espíritu se presente como bueno y preferible lo que no lo es, ya sea en virtud del predominio habitual de las malas inclinaciones, o en fuerza de alguna pasión que nos impide juzgar rectamente de las cosas, y de aquí es precisamente de donde resulta la poderosa influencia de la buena educación, que obra justamente abatiendo aquellos y rectificando el juicio, con lo cual, lejos de ponerse un obstáculo a la libertad, no se hace otra cosa que favorecer, como he demostrado, su pleno desenvolvimiento; pues aquí, como en todo lo demás, el arte no consiste en cambiar las leyes naturales, sino en disponer las cosas de manera que el resultado de su inevitable cumplimiento venga a sernos provechoso. Así es que, al tratar de sacar ventajas de estos dos órdenes de funciones que la ciencia y la observación demuestran, no haremos otra cosa que fundar el arte moral sobre una base firme, demostrable y capaz de un continuo e indefinido progreso.

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Si el punto de vista especialísimo que me he propuesto no me exigiese imperiosamente abstenerme de largas consideraciones sobre estos tan interesantes puntos, yo podría mostrar aquí cómo las diversas religiones primitivas no han sido otra cosa que un modo espontáneo e inevitable de satisfacer una tendencia innata del hombre, que ha menester una explicación de lo que se ve y observa; cómo ellas han ido perfeccionándose bajo la influencia de la ciencia y cómo ésta ha ido de día en día invadiendo el terreno de aquéllas; yo mostraría que las religiones y el deísmo por una parte y el ateísmo y panteísmo por otra, aunque en apariencia inconciliables, vienen a padecer el mismo error en cuanto a la fuente de la moral, pues, en todos, el interés bien entendido del individuo es el que se procura poner en juego; en las religiones y el deísmo, ofreciendo un premio o un castigo eterno en otra vida futura, y en el ateísmo y panteísmo, tratando de persuadir que el modo más seguro de ser feliz en esta vida es el de conformar su conducta con las reglas de la moral; yo haría ver cómo en uno y en otro caso, las tendencias egoístas del individuo vienen a ser la base de la moral, mientras que las inclinaciones que Augusto Comte llama altruistas por oposición a las anteriores, es decir, las que instintivamente inclinan al hombre a amar a sus semejantes y a hacerles bien, quedan subalternadas a las primeras; de donde ha resultado que actos directamente contrarios al fin de la sociedad y del más refinado y despreciable egoísmo, hayan llegado a ser reputados meritorios y dignos de un hombre virtuoso, como dejar de heredera a su alma, por ejemplo, que es la fórmula de la avaricia de Ultratumba, explotada tan hábilmente hace algunos siglos por el clero católico, desde que habiendo perdido la pureza e independencia que lo había elevado tanto y tan justamente en la Edad Media, se apoderó de él la codicia de las riquezas y el deseo de mando. Pero lo dicho basta para que se vea con toda claridad que el divorcio entre la moral y los fundamentos sobrenaturales, que le dan todas las religiones y aun el deísmo o el moderno pitagorismo, puramente metafísicos y subversivos en que quieren apoyarla el ateísmo y el panteísmo, es no sólo posible y conveniente, sino de notoria urgencia; porque en el estado de anarquía religiosa actual, no puede ser ya justificable que la moral, verdadero fundamento de las sociedades, no tenga ella misma otra base que la de unas creencias perpetuamente rivales entre sí, siempre sujetas a una crítica recíproca y lo que es peor todavía, entregadas de hecho a un continuo y creciente desuso. Nada parece más natural, por el contrario, como que la ciencia, que es la única que ha logrado realizar lo que todas las religiones han intentado en vano, es decir, llegar a formar creencias verdaderamente universales, se apodere definitivamente de este ramo y procure hacer de él algo semejante a la astronomía o a la física, que en otro tiempo logró arrancar también del dominio teológico, y haciendo desaparecer de ella los fundamentos y las explicaciones sobrenaturales, consiguió poner de acuerdo a todo el mundo. Sólo la rutina de tantos siglos puede hacer concebible que hombres verdaderamente distinguidos, que pondrían el grito en los cielos si llegaran a persuadirse de que los fundamentos de la física, de la química o de una ciencia cualquiera, eran enteramente quiméricos y que en semejantes supuestos renegarían de estas pretendidas ciencias y de las artes quede ellas derivan, puedan continuar defendiendo que la más importante de todas las ciencias y la más útil de todas las artes, el arte y la ciencia moral, hayan de estar condenadas a no tener en la mayoría del género humano otra base ni otro resorte que unas creencias y unos dogmas que ellos mismos califican de absurdos. En efecto, escójase la religión o la secta que se quiera, y se verá desde luego que ella tiene en el conjunto del género humano más enemigos que partidarios, de suerte que para cada uno de los adeptos de una religión, la mayoría de los hombres no tiene, como acabamos de decir, otro aliciente ni otro fundamento de su moral, que un conjunto de creencias y de esperanzas fantásticas e imaginarias, pues cada uno no exceptúa de semejante calificación sino a sus propias creencias. Y sin embargo, hay quien crea de buena fe que sobre semejante cimiento es posible construir un edificio sólido y durable; y sin embargo, hay quien sostiene (y el número es crecido) que el gobierno debe exigir la enseñanza de un dogma religioso cualquiera, porque de otro modo toda garantía de moralidad desaparece.



'El Siglo XIX, número 839, 3 de mayo de 1863