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De la ira/Libro primero

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De la ira
de Séneca
Libro primero

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Me exigiste, caro Novato, que te escribiese acerca de la manera de dominar la ira, y creo que, no sin causa, temes muy principalmente a esta pasión, que es la más sombría y desenfrenada de todas. Las otras tienen sin duda algo de quietas y plácidas; pero esta es toda agitación, desenfreno en el resentimiento, sed de guerra, de sangre, de suplicios, arrebato de furores sobrehumanos, olvidándose de sí misma con tal de dañar a los demás, lanzándose en medio de las espadas, y ávida de venganzas que a su vez traen un vengador. Por esta razón algunos varones sabios definieron la ira llamándola locura breve; porque, impotente como aquélla para dominarse, olvida toda conveniencia, desconoce todo afecto, es obstinada y terca en lo que se propone, sorda a los consejos de la razón, agitándose por causas vanas, inhábil para distinguir lo justo y verdadero, pareciéndose a esas ruinas que se rompen sobre aquello mismo que aplastan. Para que te convenzas de que no existe razón en aquellos a quienes domina la ira, observa sus actitudes. Porque así como la locura tiene sus señales ciertas, frente triste, andar precipitado, manos convulsas, tez cambiante, respiración anhelosa y entrecortada, así también presenta estas señales el hombre iracundo. Inflámanse sus ojos y centellean; intenso color rojo cubre su semblante, hierve la sangre en las cavidades de su corazón, tiémblanle los labios, aprieta los dientes, el cabello se levanta y eriza, su respiración es corta y ruidosa, sus coyunturas crujen y se retuercen, gime y ruge; su palabra es torpe y entrecortada, chocan frecuentemente sus manos, sus pies golpean el suelo, agítase todo su cuerpo, y cada gesto es una amenaza: así se nos presente aquel a quien hincha y descompone la ira. Imposible saber si este vicio es más detestable que deforme. Pueden ocultarse los demás, alimentarles en secreto; pero la ira se revela en el semblante, y cuanto mayor es, mejor se manifiesta. ¿No ves en todos los animales señales precursoras cuando se aprestan al combate, abandonando todos los miembros la calma de su actitud ordinaria, y exaltándose su ferocidad? El jabalí lanza espuma y aguza contra los troncos sus colmillos; el toro da cornadas al aire, y levanta arena con los pies; ruge el león; hínchase el cuello de la serpiente irritada, y el perro atacado de rabia tiene siniestro aspecto. No hay animal, por terrible y dañino que sea, que no muestre, cuando le domina la ira, mayor ferocidad. No ignoro que existen otras pasiones difíciles de ocultar: la incontinencia, el miedo, la audacia tienen sus señales propias y pueden conocerse de antemano; porque no existe ningún pensamiento interior algo violento que no altere de algún modo el semblante. ¿En qué se diferencia, pues, la ira de estas otras pasiones? En que éstas se muestran y aquélla centellea.

II

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Si quieres considerar ahora sus efectos y estragos, verás que ninguna calamidad costó más al género humano. Verás los asesinatos, envenenamientos, las mutuas acusaciones de cómplices, la desolación de ciudades, las ruinas de naciones enteras, las cabezas de sus jefes vendidas al mejor postor, las antorchas incendiarias aplicadas a las casas, las llamas franqueando los recintos amurallados y en vastas extensiones de país brillando las hogueras enemigas. Considera aquellas insignes ciudades cuyo asiento apenas se reconoce hoy: la ira las destruyó; contempla esas inmensas soledades deshabitadas; la ira formó esos desiertos. Considera tantos varones eminentes trasmitidos a nuestra memoria «como ejemplos del hado fatal»: la ira hiere a uno en su lecho, a otro en el sagrado del banquete; inmola a éste delante de las leyes en medio del espectáculo del foro, obliga a aquél a dar su sangre a un hijo parricida; a un rey a presentar la garganta al puñal de un esclavo, a aquel otro a extender los brazos en una cruz. Y hasta ahora solamente he hablado de víctimas aisladas; ¿qué será si omitiendo aquellos contra quienes se ha desencadenado particularmente la ira, fijas la vista en asambleas destruidas por el hierro, en todo un pueblo entregado en conjunto a la espada del soldado, en naciones enteras confundidas en la misma ruina, entregadas a la misma muerte... como habiendo abandonado todo cuidado propio o despreciado la autoridad? ¿Por qué se irrita tan injustamente el pueblo contra los gladiadores si no mueren en graciosa actitud? considérase despreciado, y por sus gestos y violencias, de espectador se trueca en enemigo. Este sentimiento, sea el que quiera, no es ciertamente ira, sino cuasi ira; es el de los niños que, cuando caen, quieren que se azote al suelo, y frecuentemente no saben contra quién se irritan: irrítanse sin razón ni ofensa, pero no sin apariencia de ella ni sin deseo de castigar. Engáñanles golpes fingidos, ruegos y lágrimas simuladas les calman, y la falsa ofensa desaparece ante falsa venganza.


III

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«Nos irritamos con frecuencia, dicen algunos, no contra los que ofenden, sino contra los que han de ofender, lo cual demuestra que la ira no brota solamente de la ofensa». Verdad es que nos irritamos contra los que han de ofendernos; pero nos ofenden con sus mismos pensamientos, y el que medita una ofensa, ya la ha comenzado. «Para que te convenzas, dicen, de que la ira no consiste en el deseo de castigar, considera cuántas veces se irritan los más débiles contra los más poderosos: ahora bien, éstos no desean un castigo que no pueden esperar». En primer lugar, hemos dicho que la ira es el deseo y no la facultad de castigar, y los hombres desean también aquello que no pueden conseguir. Además, nadie es tan humilde que no pueda esperar vengarse hasta del más encumbrado: para hacer daño somos muy poderosos. La definición de Aristóteles no se separa mucho de la nuestra, porque dice que la ira es el deseo de devolver el daño. Largo sería examinar detalladamente en qué se diferencia esta definición de la nuestra. Objétase contra las dos que los animales sienten la ira y esto sin recibir daño, sin idea de castigar o de causarlo, porque aunque lo causen, no lo meditan. Pero debemos contestar que los animales carecen de ira, como todo aquello que no es hombre; porque, si bien enemiga de la razón, solamente se desarrolla en el ser capaz de razón. Los animales sienten violencia, rabia, ferocidad, arrebato, pero no conocen más la ira que la lujuria, aunque para algunas voluptuosidades sean más intemperantes que nosotros. No debes creer aquel que dijo:

No piensa el jabalí en encolerizarse, ni confía el ciervo en su ligereza,
los robustos osos no atacan ya a los rebaños.

porque cuando dice encolerizarse, entiende excitarse, lanzarse, pues no saben mejor encolerizarse que perdonar. Los animales son extraños a las pasiones humanas, experimentando solamente impulsos que se les parecen No siendo así, si comprendiesen el amor, sentirían odios; si conociesen la amistad, tendrían enemistad; si entre ellos hubiese discusión, habría concordia; de todo esto presentan algunas señales, pero el bien y el mal son propios del corazón humano. A nadie más que al hombre se concedieron la previsión, observación, pensamiento; y no solamente sus virtudes, sino que también sus vicios están prohibidos a los animales. Su interior, como su conformación exterior, se diferencia del hombre. Verdad es que tienen esta facultad soberana, este principio motor, llamado de otra manera, como tienen una voz, pero inarticulada, confusa e impropia para formar palabras; como tienen una lengua, pero encadenada y no libre para moverse en todos sentidos: así también el principio motor tiene poca delicadeza y desarrollo. Percibe, pues, la imagen y forma de las cosas que le llevan al movimiento, pero la percepción es oscura y confusa. De aquí la violencia de sus arrebatos y trasportes; pero no existe en ellos temor ni solicitud, tristeza ni ira, sino algo parecido a tales pasiones. Por esta razón sus impresiones desaparecen muy pronto dejando lugar a las contrarias, y después de los furores más violentos y de los terrores más profundos, pastan tranquilamente, y a los estremecimientos y arrebatos más desordenados suceden en el acto la quietud y el sueño.


IV

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Suficientemente explicado está qué es la ira; claramente se ve en qué se diferencia de la irritabilidad; en lo mismo que la embriaguez se diferencia de la borrachez y el miedo de la timidez. El encolerizado puede no ser iracundo, y el iracundo puede algunas veces no estar encolerizado. Omitiré los términos con que designan los Griegos varias especies de ira, porque no tienen equivalencia entre nosotros; a pesar de que decirnos carácter agrio, acerbo, como también inflamable, arrebatado, gritón, áspero, difícil; pero todos ellos solamente son diferencias de la ira. Entre todos éstos puedes colocar el moroso, refinado género de ira. Iras hay que se disipan con gritos; otras tan tenaces como frecuentes; algunas prontas a la violencia y avaras de palabras; éstas prorrumpen en injurias y amargas invectivas; aquéllas no pasan de la queja y aversión; otras son graves y reconcentradas, existiendo mil formas distintas de este móvil vicio.


Hemos investigado qué sea la ira, si es propia de algún animal además del hombre, en qué se diferencia de la irascibilidad y cuáles sean sus formas: averigüemos ahora si está conforme con la naturaleza, si es útil, si bajo algún aspecto deba mantenerse. Claramente se ve si está conforme con la naturaleza, considerando al hombre. ¿Qué hay más dulce que él mientras persevera en el hábito ordinario de su espíritu? ¿Qué cosa más cruel que la ira? ¿Qué ser más amante que el hombre? ¿Qué hay más repugnante que la ira? El hombre ha nacido para ayudar al hombre; la ira para la destrucción común. El hombre busca la sociedad, la ira el aislamiento; el hombre quiere ser útil, la ira quiere dañar; el hombre socorre hasta a los desconocidos, la ira hiere hasta a los amigos más íntimos; el hombre está dispuesto a sacrificarse por los intereses ajenos, la ira se precipita en el peligro con tal de arrastrar consigo a otro. Ahora bien: ¿podrá desconocerse más la naturaleza que atribuyendo a su obra mejor, a la más perfecta, este vicio tan feroz y funesto? La ira, como hemos dicho, es ávida de venganza, y no está conforme con la naturaleza del hombre que tal deseo penetre en su tranquilo pecho. La vida humana descansa en los beneficios y la concordia; y no el terror, sino el amor mutuo estrecha la alianza de los comunes auxilios.-¡Cómo! ¿el castigo no es a veces una necesidad? -Ciertamente, pero debe ser justo y razonado; porque no daña, sino que cura aparentando dañar. De la misma manera que pasamos por el fuego, para enderezar ciertos maderos torcidos, y los comprimimos por medio de cuñas, no para romperlos, sino para estirarlos; así también corregimos por medio de las penas del cuerpo y del espíritu los caracteres viciados. En las enfermedades del espíritu leves, el médico ensaya ante todo ligeras variaciones en el régimen ordinario, regula el orden de comidas, de bebidas, de ejercicios, y procura robustecer la salud cambiando solamente la manera de vivir; en seguida observa la eficacia del régimen, y si no responde suprime o cercena algo; si tampoco produce esto resultados, prohíbe toda comida y alivia al cuerpo con la dieta; si todos estos cuidados son inútiles, hiere la vena y pone mano en los miembros que podrían corromper las partes inmediatas y propagar el contagio: ningún tratamiento parece duro si el resultado es saludable. Así también, el depositario de las leyes, el jefe de una ciudad, deberá, por cuanto tiempo pueda, no emplear en el tratamiento de los espíritus otra cosa que palabras, y éstas blandas, que les persuadan de sus deberes, ganen los corazones al amor de lo justo y de lo honesto, y les hagan comprender el horror al vicio y el valor de la virtud; en seguida empleará lenguaje más severo, que sea advertencia y reprensión; después acudirá a los castigos, pero éstos leves y revocables, no aplicando los últimos suplicios más que a los crímenes enormes, con objeto de que nadie muera sino aquel que, muriendo, tiene interés en morir.

VI

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La única diferencia que media entre el magistrado y el médico consiste en que éste, cuando no puede dar la vida, procura dulcificar la muerte, y aquél añade a la muerte del criminal la infamia y la publicidad; y no es que se complazca en el castigo (el sabio está muy lejos de tan inhumana crueldad), sino que su objeto es ofrecer enseñanza a todos, para que aquellos que en vida rehusaron ser útiles a la república, lo sean al menos con su muerte. El hombre no es, pues, ávido de venganza por naturaleza, y, por consiguiente, si la ira es ávida de venganza, dedúcese que no está conforme con la naturaleza del hombre. Aduciré el argumento de Platón, porque ¿quién puede prohibirnos que tomemos de los ajenos aquello que está conforme con lo nuestro? «El varón bueno, dice, no daña a nadie: es así que la venganza daña; luego la venganza no conviene al varón bueno, como tampoco la ira, porque la venganza conviene con ella». Si el varón bueno no goza en la venganza, tampoco se complacerá en un sentimiento cuyo goce es la venganza; luego la cólera no es natural.


VII

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Aunque la ira no sea natural, ¿se deberá acoger en razón a que muchas veces ha sido útil? Exalta y levanta el ánimo, y en la guerra nada grande hace sin ella el valor, si no toma algo de su fuego, si no le arrastra ese impulso que lanza al audaz en medio de los peligros. Por esta razón creen algunos que es bueno moderar la ira, pero no extinguirla por completo; cercenar lo que tiene de excesivo, para encerrarla en proporción saludable; retener especialmente la energía, sin la cual toda acción sería lánguida, extinguiéndose todo vigor y toda fuerza de ánimo. En primer lugar, más fácil es excluir lo pernicioso que gobernarlo, no admitirlo que ordenarlo después de admitido. En cuanto toma posesión, es más fuerte que la templanza y no soporta freno ni restricciones. Además, la razón misma, a la que se confían las riendas, no tiene fuerza sino mientras permanece separada de las pasiones; si se mezcla a ellas, si se contamina con su contacto, no puede reprimir ya lo que hubiese podido arrojar. Conmovida una vez el alma y fuera de su asiento, obedece a la mano que la impulsa. Existen ciertas cosas que en su principio dependen de nosotros; cuando avanzan, nos arrastran por sus propias fuerzas y no permiten retroceso. El que se lanza a un precipicio no es dueño de sí mismo, no puede impedir ni detener su caída, irrevocable impulso destruye toda voluntad y arrepentimiento, y no puede dejar de llegar allí donde hubiese podido no ir; de la misma manera el ánimo que se ha abandonado a la ira, al amor y a las demás pasiones, no puede contener ya su impulso, necesario es que se vea arrastrado hasta el fin y precipitado con todo su peso por la rápida pendiente del vicio.


VIII

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Lo mejor es rechazar desde luego los primeros impulsos de la ira, sofocarla en su raíz y procurar no caer en su dominio. Porque si le presentamos el lado débil, es difícil librarse de ella por la retirada, porque es cierto que no queda ya razón cuando damos entrada a la pasión permitiéndole algún derecho por nuestra propia voluntad. La pasión hará en seguida cuanto quiera, no limitándose a aquello que se le permita. Ante todo, repito, debe arrojarse al enemigo desde la plaza; cuando ha penetrado, cuando ha forzado las puertas, no recibe ya la ley del vencido. Porque el ánimo no permanece ahora apartado ni vigila desde fuera las pasiones para impedirlas llegar más allá de lo conveniente, sino que se identifica con ellas, y por esta razón no puede ya recoger en sí mismo esta fuerza útil y saludable que él mismo ha vendido y paralizado. Porque, como ya he dicho, cada cosa de estas no tiene sitio distinto y separado, sino que la razón y la pasión no son más que modificaciones del alma en bien o en mal.-Pero, dicen, hombres hay que se contienen en la ira.-¿Acaso no haciendo nada de lo que la ira les aconseja o escuchándola en algo? Si nada hacen, claro es que no es necesaria la ira para impulsarnos a obrar, mientras que vosotros la invocáis como si tuviese algo más poderoso que la razón. Además, yo pregunto: ¿es más fuerte que la razón o más débil? Si es más fuerte, ¿cómo puede señalarle límites la razón, cuando solamente la impotencia acostumbra obedecer? Si es más débil, la razón puede bastarse sin ella para alcanzar sus fines y para nada necesita auxilios de lo que es débil.-Pero existen iracundos que se dominan y contienen.-¿De qué manera? Cuando la ira se ha extinguido ya y disipado por sí misma; no cuando está en su efervescencia, porque entonces es soberana.-¿Cómo? ¿no se despide incólumes algunas veces a aquellos a quienes se odia, absteniéndonos de causarles daño?-Sin duda; pero ¿cuándo? Cuando una pasión combate a otra y el miedo o la avidez consiguen alguna ventaja: esta templanza no es beneficio de la razón, sino tregua pérfida e inconstante de las pasiones.


IX

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La ira, en fin, nada útil tiene en sí, nada que impulse al ánimo a las cosas bélicas; porque nunca se apoyó la virtud en el vicio, bastándose a sí misma. Cuantas veces necesita realizar esfuerzos, no se irrita; irguese, y, según lo considera necesario, se anima o se calma; así, pues, cuando las máquinas lanzan los dardos, su alcance depende del que los dirige. «La ira, dice Aristóteles, es necesaria; de nada se triunfa sin ella, si no llena al alma, si no calienta al corazón; debe, pues, servirnos, no como jefe, sino como soldado». Esto es falso. Porque si escucha a la razón y se deja conducir a donde la llevan, ya no es ira, cuyo carácter propio es la rebelión. Si resiste, si arrastrada por sus caprichos y presunción no se detiene cuando se la manda, es para el alma un instrumento tan inútil como el soldado que no obedece a la señal de retirada. Si pues soporta que se le imponga freno, necesario es darla otro nombre, porque deja de ser ira, que solamente comprendo como violenta e indomable; si no lo soporta, es perniciosa y no puede contarse entre los auxiliares. Luego o no es ira o es inútil. Porque si alguno castiga, no por sed de castigar, sino porque debe hacerlo, no debe contársele entre los iracundos. Soldado útil es el que sabe obedecer la orden; pero las pasiones son instrumentos tan malos como malos guías. Así, pues, la razón nunca tomará por auxiliares impulsos tan imprevisores como desordenados, sobre los cuales no tendría autoridad alguna y que solamente podrá reprimir oponiéndoles impulsos semejantes, como el miedo a la ira, la ira a la inercia, la avidez al temor.


Líbrese la virtud de la desgracia de ver alguna vez a la razón recurrir a los vicios. Con ellos no puede conseguir el ánimo reposo duradero; necesariamente le agitarán y atormentarán: si no tiene otro impulso que estos males, si solamente a la ira debe su valor, a la avidez su actividad, su reposo al temor, vivirá en la tiranía y será esclavo de cada pasión. ¿No avergüenza poner las virtudes bajo el patronato de los vicios? La fuerza de la razón cesa desde el momento en que nada puede sin las pasiones y se hace igual a ellas. Porque ¿qué diferencia media entre la una y las otras, si la pasión es ciega sin la razón y la razón impotente sin la pasión? Igualdad hay en cuanto la una no puede existir sin la otra. Ahora bien: ¿cómo consentir que la pasión se coloque en el mismo rango que la razón? «La ira, dices, es útil si es moderada». Antes debes decir si por su propia naturaleza es útil, pero si es rebelde a la autoridad y a la razón, lo único que se consigue moderándola es que cuanto menos poderosa sea, perjudique menos. Luego una pasión moderada no es otra cosa que un mal moderado.


XI

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«Pero contra los enemigos, dicen, la ira es necesaria». Nunca lo es menos: en la guerra no deben ser los movimientos desordenados, sino arreglados y dóciles. ¿Qué otra cosa hizo a los Bárbaros inferiores a nosotros, cuando tienen cuerpos más robustos, más fuertes y endurecidos en los trabajos, sino es la ira, perjudicial siempre por sí misma? Al gladiador también lo protege el arte, y le expone la ira. Además, ¿cómo necesitar la ira cuando la razón consigue el mismo objeto? ¿Crees, acaso, que el cazador monta en ira contra las fieras? Espéralas cuando le acometen, las persigue en su fuga, y la razón hace todo esto en calma. ¿A qué se debe que tantos millares de Cimbrios y de Teutones desparramados por los Alpes, fuesen destruidos por tal matanza que, no quedando mensajero, la fama sola llevó a su país la nueva de tan inmensa derrota, sino a que la ira reemplazaba en ellos al valor? Si algunas veces derriba y destruye todos los obstáculos, frecuentemente también se pierde a sí misma. ¿Quiénes más animosos que los Germanos? ¿Quiénes más impetuosos en el ataque? ¿Quiénes más apasionados por las armas, en medio de las que nacen y crecen, formando su principal cuidado, mostrándose indiferentes para todo lo demás? ¿Quiénes más endurecidos en los sufrimientos, cuando la mayor parte de ellos ni siquiera piensan en cubrir sus cuerpos ni abrigarlos contra los perpetuos rigores de su clima? Y sin embargo, tales hombres quedan derrotados por los Españoles, por los Galos, por las endebles tropas del Asia y de la Siberia antes de que se presente una legión romana; porque nada hay como la ira para favorecer las derrotas. La razón da disciplina a esos cuerpos, a esas almas que ignoran las delicias, el lujo y las riquezas: para no decir nada excesivo, necesario será que nos fijemos en las antiguas costumbres romanas. ¿Por qué medio reanimó Fabiano las extenuadas fuerzas del Imperio? Supo contemporizar, esperar, tener paciencia, cosas todas que no puede hacer el iracundo. El Imperio perecía, encontrándose ya en la pendiente del abismo, si Fabiano hubiese intentado lo que le aconsejaba la ira. Pero atendió al bien público, y calculando sus recursos, de los que ni uno solo podía arriesgar sin arriesgarlo todo, prescindió de resentimientos y venganzas. Atento solamente a aprovechar las ocasiones, venció la ira antes de vencer a Aníbal. ¿Qué hizo Scipión? Alejándose de Aníbal, del ejército púnico y de todo aquello que debía irritarle, llevó la guerra al África con lentitud tan calculada, que la envidia puede acusarle de molicie e indolencia. ¿Qué hizo el otro Scipión? ¿No se mantuvo con perseverante obstinación alrededor de Numancia, soportando con firmeza aquel dolor tan personal como público de ver a Numancia más lenta para caer que Cartago? Y entre tanto estrecha y encierra al enemigo hasta reducirlo a sucumbir bajo su propia espada.

XII

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No es, por consiguiente, útil la ira en los combates ni en la guerra, porque es pronta para la temeridad y no sabe evitar los peligros en que se compromete. El verdadero valor es siempre circunspecto, se previene y avanza con reflexión.-¡Cómo! El varón honrado, ¿no se irritará si ve maltratar a su padre o arrebatar a su madre? -No se irritará, pero correrá a libertarles y defenderles ¿Crees acaso que la piedad filial no sea móvil bastante poderoso hasta sin ira? De la misma manera puedes decir:-¡Cómo! El hombre honrado, si ve a su padre o a su hijo bajo el hierro del operador, ¿no llorará, no caerá desmayado? -Esto es lo que vemos acontecer a las mujeres siempre que les asalta la sospecha de leve peligro. El varón honrado cumple, sus deberes sin turbación ni temor, y no hará nada que sea indigno del hombre. ¿Quieren matar a mi padre? le defenderé. ¿Le han dado muerte? le vengaré, por deber, no por resentimiento. Cuando nos opones estos argumentos, oh Teófrato quieres hacer odiosos preceptos enérgicos, y abandonando al juez te diriges a la multitud: porque todos se irritan cuando los suyos corren riesgos de este género, crees que todos los hombres decidirán que debe hacerse lo que ellos hacen, porque casi siempre se justifica aquel sentimiento que reconocemos en nosotros mismos. Los varones honrados se irritarán si se ultraja a los suyos; pero no harán lo mismo si no se les sirve bastante caliente una bebida, si rompen una copa o les salpican de lodo el calzado. Estas iras no las provoca el cariño, sino la debilidad, y por esta razón lloran los niños la pérdida de sus padres como la de un juguete. Irritarse por los propios no es de ánimo piadoso, sino enfermo. Lo bello, lo digno es mostrarse defensor de los padres, de los hijos, de los amigos, de los conciudadanos, ante la voz del deber; defensor voluntario, reflexivo, previsor, y no ciego y furioso. No hay pasión tan ávida de venganza como la ira, y por lo tanto, en su loca precipitación, menos a propósito para vengarse; siendo semejante a las demás pasiones que se entorpecen a sí mismas para conseguir aquello que pretenden. Así, pues, nunca es buena la ira ni en paz ni en guerra, porque hace la paz semejante a la guerra, y en las armas olvida que Marte ofrece, probabilidades comunes, y cae en poder de otro porque no tiene poder sobre sí mismo. Además, el que los vicios hayan producido a las veces algún bien, no se sigue que haya de adoptarse su uso; porque la fiebre cura algunas enfermedades, pero no por ello deja de ser preferible no haberla tenido jamás. Detestable remedio es deber la salud a la enfermedad. De la misma manera, porque la ira haya sido provechosa alguna vez por casualidad, como puede acontecer con el veneno, una caída, un naufragio, no debe, sin embargo, creerse como absolutamente saludable, porque también ha salvado alguna vez la peste.


XIII

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Además, todo aquello que se cuenta entre los bienes es tanto mejor y tanto más deseable cuanto se encuentra más desarrollado. Si la justicia es un bien, nadie dirá que es mejor si se la cercena una parte: si el valor es un bien, nadie deseará que se le suprima algo: luego de la misma manera cuanto mayor sea la ira, mejor será. ¿Quién rehusará el aumento de un bien? Es así que su aumento es inútil, luego también su existencia. No es bien aquello que al desarrollarse es un mal. -La ira es útil, dicen, porque da atrevimiento en los combates. -Lo mismo debe decirse de la embriaguez, porque hace insolentes y audaces, debiéndole muchos su valor. También habrá de decirse que el frenesí y el delirio son necesarios a la fuerza, porque la locura las aumenta. ¡Cómo! el miedo mismo, ¿no ha inspirado algunas veces audacia por sentimiento contrario? Y el temor de la muerte, ¿no ha lanzado a los más cobardes al combate? Pero la ira, la embriaguez, el miedo y todo sentimiento de igual naturaleza, son móviles vergonzosos y precarios; no robustecen la virtud, que no necesita de los vicios, y solamente algunas veces levantan algo un ánimo cobarde y débil. Ninguno es animoso antes sin ella. Así, pues, no viene en auxilio del valor, sino a reemplazarle. ¡Cómo! si la ira fuese un bien, ¿no la veríamos en los más perfectos? pero los más irascibles son los enfermos, los ancianos y los niños, y todo ser débil es por naturaleza batallador.


XIV

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«Imposible es, dice Teofrasto, que el varón bueno no se irrite contra los malvados». Según esto, cuanto mejor sea el hombre, más irascible será. Considera, por el contrario, si no es más dulce y se encuentra más libre de toda pasión y de todo odio. ¿Por qué ha de odiarse a los que obran mal si le arrastra el error? No es propio del sabio odiar a los que se extravían: de otra manera, se odiará a sí mismo. Recuerde cuántas cosas ha hecho contra la ley del deber, cuántas acciones suyas necesitan indulgencia, y tendrá que irritarse contra sí mismo, porque el juez equitativo de la misma manera sentencia en su propia causa que en la ajena. No se encuentra ninguno que pueda ser completamente absuelto, y todo aquel que se proclama inocente, acuda al testimonio de los demás y no a su conciencia. ¿No es más humanitario mostrar a los que pecan sentimientos dulces y paternales, atraerlos antes que perseguirlos? Si se extravía uno por los campos porque ignora el camino, mejor es llevarle al buen sendero que expulsarle. Necesario es corregir al que delinque, por la reprensión, y por la fuerza, y por la severidad; y necesario es hacerle mejor, tanto para él como para los demás, no sin castigo, pero sí sin cólera. ¿Qué médico se irrita contra su enfermo?


XV

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«Pero son incorregibles; nada hay en ellos suave, ni que deje lugar a la esperanza». Pues bien: suprimid de entre los vivos a los que cometen crímenes enormes y deen de ser malos de la manera que es posible, pero sin ira. Porque ¿cómo odiar a aquel a quien se prestó el mayor servicio librándole de sí mismo? ¿Acaso odia alguno a sus propios miembros cuando los hace cortar? Esto no es ira, sino lamentable curación. Exterminamos a los perros hidrófobos; matamos a los toros salvajes e indomables; degollamos las ovejas enfermas, por temor de que infesten el rebaño; asfixiamos los fetos monstruosos, y hasta ahogamos los niños si son débiles y deformes. No es ira, sino razón, separar las partes sanas de las que pueden corromperlas. Nada sienta peor al que castiga que la ira, porque el castigo no es eficaz para corregir sino en cuanto se le ordena con juicio. Por esta razón dice Sócrates a su esclavo: «Te azotaría si no estuviese encolerizado». Dejaba para momento más tranquilo la corrección del esclavo y al mismo tiempo se corregía a sí mismo. ¿En quién será moderada la pasión, cuando Sócrates no se atreve a entregarse a su ira? Luego para corregir el error y el crimen no se necesita juez irritado, porque siendo la ira delito del alma, no conviene que el delincuente castigue al delincuente.


XVI

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«¡Cómo! ¿no me irritaré contra el ladrón? ¿no me irritaré contra el envenenador?». No. No me irrito contra mí mismo cuando me extraigo sangre. Aplico todo castigo como un remedio. Tú no has dado más que los primeros pasos en el camino del error; tus caídas no son graves, pero sí frecuentes. Procuraré corregirte con reprensiones, primero privadamente, después en público. Tú has avanzado demasiado para que puedan curarte las palabras; te retendrá la ignominia. Tú necesitas algo más para sentir la impresión; se te mandará desterrado a regiones desconocidas. Tu maldad es enorme y necesitas remedios más violentos. Las cadenas públicas y la prisión te esperan. Tu alma es incurable y tu vida un tejido de crímenes; tú no necesitas ya que te solicite la ocasión, que nunca falta a los malvados, sino que para hacer el mal no necesitas otra ocasión que el mal. Tú has agotado la iniquidad, y de tal manera ha penetrado en tus entrañas, que solamente puede desaparecer con ellas. Desgraciado, hace mucho tiempo que buscas la muerte: vamos a merecer tu agradecimiento; te arrancaremos al vértigo que te domina y después de una vida desastrosa para el bien ajeno y para el tuyo, te mostraremos el único bien que te queda, la muerte. ¿Por qué he de irritarme contra aquel a quien tan provechoso soy? En algunos casos, la mayor prueba de compasión es matar. Si, como médico experimentado y hábil, entrase en una enfermería o en la casa de un rico, no ordenaría el mismo tratamiento a todos los enfermos atacados de diferentes dolencias. Me llaman para la curación de un pueblo, y en tantos ánimos diferentes veo diferentes vicios; a cada enfermedad debo buscar su remedio. A éste le curaré con la vergüenza, a aquél con el destierro, al uno con el dolor, al otro con la pobreza y al de más allá con la espada. Si tengo que vestir la siniestra toga del juez, si la fúnebre trompeta ha de convocar a la multitud, subiré al tribunal, no como iracundo a enemigo, sino con la serena frente de la ley; pronunciaré la solemne sentencia con voz antes grave y tranquila que arrebatada, y ordenaré la ejecución con severidad, pero sin ira. Y cuando mande cortar la cabeza al culpable, y cuando haga coser el saco del parricida, y cuando remita al suplicio militar, y cuando llevar a la roca Tarpeya al traidor o al enemigo público, no experimentaré ira, tendré tanta tranquilidad en el rostro y en el ánimo como cuando aplasto un reptil o animal venenoso. «Necesítase la ira para castigar». ¡Cómo! ¿te parece irritada la ley contra aquellos que no conoce, que no ha visto, que no espera que existan? Necesario es apropiarse su espíritu, no se irrita, sino que establece principios. Porque si conviene al varón bueno irritarse contra las malas acciones, también le convendrá evitar el triunfo de los malvados. ¿Qué mayor repugnancia que la de ver prosperar y abusar de los favores de la fortuna a hombres para quienes la fortuna no podría inventar bastantes males? Sin embargo, contempla sus riquezas sin envidia, como sin ira sus crímenes. El buen juez condena lo que la ley reprueba; no odia. «¡Cómo! cuando el sabio encuentre a su alcance algún vicio, ¿no se conmoverá su ánimo, no se agitará más que de ordinario?». Lo confieso; experimentará alguna conmoción débil y ligera. Porque, como dice Zenón, en el ánimo del sabio, hasta cuando está curada la herida queda la cicatriz. Experimentará sombras y sospechas de pasión, pero se encontrará exento de las pasiones mismas. Aristóteles pretende que ciertas pasiones se convierten en armas para el que sabe manejarlas. Verdadero sería esto, si, como las armas de la guerra, pudieran cogerse y dejarse a voluntad del que las usa. Pero esas armas, que Aristóteles da a la virtud, hieren por sí mismas, sin esperar el impulso de la mano; gobiernan y no son gobernadas. No necesitamos otros instrumentos; la naturaleza nos ha robustecido bastante con la razón. En ésta nos ha dado un arma fuerte, duradera, dócil, que no tiene dos filos y no puede volverse contra su dueño. La razón basta por sí misma, no solamente para aconsejar, sino que también para obrar. ¿Qué cosa más insensata que querer que invoque el auxilio de la ira, subordinar lo inmutable a lo incierto, la fidelidad a la traición, la salud a la enfermedad? ¿Cómo, si hasta en aquellos actos para los que parece necesario el auxilio de la ira, la razón por sí misma es mucho más fuerte? Cuando la razón ha juzgado que tal cosa debe hacerse, persiste en ello, no pudiendo encontrar nada mejor que ella misma que la impulse a cambiar; así es que se fija en lo que una vez ha decidido. La ira, por el contrario, ha retrocedido muchas veces ante la piedad, porque su fuerza no es estable; es una hinchazón vana; revélase primeramente con violencia, como esos vientos que se alzan de la tierra y que, salidos de los ríos y pantanos, tienen impetuosidad pasajera. Comienza con extraordinario brío, y en seguida se detiene fatigada antes de tiempo: esa ira que solamente respira crueldad, nuevos géneros de suplicios, se debilita y ablanda cuando llega el momento de obrar. La pasión cae pronto; la razón permanece siempre igual. En último caso, aunque la ira tenga cierta duración, si encuentra muchos culpables que hayan merecido la muerte, después del suplicio de dos o tres cesa de matar. Sus primeros golpes son terribles, lo mismo que es peligroso el veneno de las serpientes cuando salen de su nido; pero sus dientes son inofensivos cuando frecuentes mordeduras les han dejado exhaustos. Así también los que han perpetrado iguales crímenes, no sufren las mismas penas; y con frecuencia, el que ha cometido menos sufre más, porque se encuentra expuesto a ira más reciente. En todo es desigual la ira; en tanto avanza más de lo necesaria, en tanto se detiene más pronto de lo que debiera. Porque se complace en sí misma, juzga según su capricho, no quiere escuchar nada, no deja tiempo a la defensa, se adhiere a la idea de que se ha apoderado, y no sufre que se altere su juicio, por malo que sea. La razón da a las dos partes tiempo y lugar, y a sí misma se concede plazo para discutir la verdad; la ira obra precipitadamente. La razón quiere decidir lo que es justo; la ira quiere que se tome por justo lo que ella decide. La razón solamente considera el objeto en litigio; circunstancias ligeras y ajenas a la causa arrastran a la ira. Aspecto tranquilo, palabra firme, discurso algo libre, traje pulcro, imponente cortejo, favor popular, todo la exaspera. Frecuentemente, en odio al defensor, condena al acusado; hasta cuando se le pone la verdad en los ojos, ama y acaricia la mentira; no quiere que se la convenza, y comprometida en mal camino, la obstinación te parece más honrosa que el arrepentimiento. Cn. Pisón fue en estos últimos tiempos varón exento de muchos vicios, pero con espíritu perverso que tomaba rigor por firmeza. En un momento de ira habla ordenado que se llevase al suplicio a un soldado que había vuelto de forrajear sin su compañero, acusándole de haber dado muerte al que no podía presentar. El soldado le suplicó le concediese algún tiempo para buscarlo, y se lo negó. Sacaron, pues, al condenado fuera del recinto, y ya tendía el cuello, cuando de pronto se presentó el que suponían muerto. El centurión encargado del suplicio mandó entonces al que iba a descargar el golpe que envainase la espada; lleva el condenado a Pisón, para devolver al juez la inocencia, puesto que la fortuna se la había devuelto ya al acusado. Inmensa multitud seguía a los dos compañeros, que marchaban abrazados con grande regocijo de todo el campamento. Pisón se lanzó furioso a su tribunal, y mandó llevarles al suplicio a los dos, el que no había matado y el que no había sido muerto. ¿Hay algo más indigno que esto? porque uno era inocente, perecieron los dos. Pisón añadió otra víctima: el centurión que trajo a los soldados fue condenado a muerte. Decidido quedó que perecieran tres hombres en el mismo punto a causa de la inocencia de uno de ellos. ¡Oh, cuán ingeniosa es la ira para inventar pretextos a su furor! «A ti, dijo, te mando a la muerte porque has sido condenado; a ti, porque has sido causa de la condenación de tu compañero; a ti, porque habiendo recibido orden de matar, no has obedecido a tu General». De esta manera imaginó tres delitos porque no encontró uno. Ya he dicho que la ira lleva consigo el mal de rechazar toda dirección. Irrítase contra la misma verdad, si ésta se manifiesta contra su voluntad; con gritos, vociferaciones e impetuosos movimientos de todo el cuerpo se ceba en aquellos a quienes hiere, añadiendo ultrajes y maldiciones. No obra así la razón; sino que, tranquila y silenciosa, derribará, si es necesario, casas enteras; destruirá familias perjudiciales a la república, sin perdonar niños ni mujeres; destruirá su morada, la arrasará hasta los cimientos, para borrar nombres enemigos de la libertad; y esto sin rechinar los dientes, sin agitar la cabeza, sin hacer nada impropio de un juez, cuyo semblante debe ser tranquilo e impasible, sobre todo cuando pronuncia alguna sentencia importante. «¿Para qué, dice Jerónimo, te muerdes primeramente los labios cuando quieres herir a alguno?» ¿Qué habría dicho si hubiese visto a un procónsul lanzarse de su tribunal, arrancar los haces al lictor y rasgar sus ropas, porque tardaban en rasgar las del condenado? ¿Qué necesidad hay de derribar la mesa, romper los vasos, darse cabezadas contra las columnas, arrancarse los cabellos, golpearse los muslos o el pecho? Considera cuánta es la violencia de esta ira, que no pudiendo desfogar sobre otro tan pronto como quisiera, se revuelve contra sí misma. Por esta razón se ve retenida por aquellos que rodean al iracundo y le conjuran a que se compadezca de sí mismo; nada de esto acontece al hombre exento de toda ira, sino que a cada cual impone el castigo que merece. Con frecuencia perdona al delincuente, si el arrepentimiento permite esperar enmienda, si descubre que el mal no viene de lo profundo, sino que se detiene, como suele decirse, en la superficie. Otorgará la impunidad cuando no haya de perjudicar ni a los que la reciben ni a los que la conceden. Algunas veces castigará los grandes crímenes con menos rigor que faltas más ligeras, si en aquéllos hay más descuido que malicia; si en éstas hay perversidad oculta, encubierta e inveterada. Tampoco aplicará igual pena a dos crímenes, cometido el uno por inadvertencia, y el otro con deseo premeditado de dañar. En todo castigo obrará con el convencimiento de que tiene doble objeto que perseguir: corregir los malvados o destruirlos. En uno y otro caso, no atiende a lo pasado, sino a lo venidero. Porque, como dice Platón, «el sabio castiga, no porque se ha delinquido, sino para que no se delinca; el pasado es irrevocable, el porvenir se previene; a aquellos que quiera presentar como ejemplos de maldad que alcanza desastroso fin, les hará morir públicamente, no tanto para que perezcan, corno para impedir que perezcan otros». Ya ves cuán libre debe estar de toda pasión aquel a quien toca apreciar y pesar todas estas circunstancias para ejercer un poder que exige la mayor diligencia: el derecho de vida y muerte. Mal colocada está la espada en la mano de un iracundo. Ni tampoco imagines que la ira contribuye en nada a la grandeza del alma. Porque no produce grandeza, sino hinchazón; de la misma manera que en los cuerpos hinchados por viciado humor, la enfermedad no es la hinchazón, sino exuberancia perniciosa. Todos aquellos a quienes ánimo depravado lleva más allá de los pensamientos humanos, imaginan que respiran algo grande y sublime; pero en el fondo de esto no hay nada sólido, y todo edificio sin cimiento amenaza constantemente caer. La ira no descansa en nada, ni se alza sobre cosa firme y duradera; solamente es humo y viento, y tanto dista de la grandeza de ánimo corno la temeridad del valor, la presunción de la confianza, la tristeza de la austeridad, la crueldad de la severidad. Media mucha distancia, repito, entre el ánimo elevado y el ánimo orgulloso. Nada generoso emprende la ira, nada noble. Veo, por el contrario, en la irascibilidad habitual señales de ánimo gastado y estéril, convencido de su laxitud. Semejante a esos enfermos cubiertos de llagas, que gimen al contacto más ligero, la ira es principalmente vicio de mujeres y niños. Pero también invade a los hombres, porque los hay con espíritu de mujer y de niño. -Pero, ¡cómo! ¿no profieren palabras los iracundos que parecen arrancar de ánimo levantado a aquellos que ignoran la verdadera grandeza? como, por ejemplo, aquellas tan odiosas corno execrables: «Que me odien, con tal de que me teman». -Conviene que sepas que pertenecen al tiempo de Sila. No sé cuál de los dos deseos es peor, si el del odio o el del temor. ¡Que me odien! Ves en el porvenir maldiciones, asechanzas, asechanzas, asesinato. ¿Qué más deseas? Que los dioses te castiguen por haber encontrado al odio remedio tan digno. ¡Qué me odien! ¿Cómo? ¿con tal de que te obedezcan? no; ¿con tal de que te estimen? no; ¿pues para qué? con tal de que te teman. Ni siquiera querría quo me amasen a ese precio. ¿Crees que estas palabras son de alma grande? Te engañas; no hay grandeza en ellas, sino crueldad. No debes fiar en las palabras de los iracundos, que hacen, mucho ruido y amenazan, pero en el fondo son cobardes. Ni tampoco debe creerse lo que se lee en Tito Livio, escritor por otra parte muy elocuente: «Hombre grande antes que hombre honrado». Imposible es separar estas dos cualidades, porque el varón será bueno o no será grande, porque no comprendo otra grandeza de ánimo más que la inquebrantable, sólida en el interior, igualmente, firme en su conjunto, tal, en fin, como no puede encontrarse en los malvados. Porque éstos pueden muy bien ser amenazadores, impetuosos, destructores, pero no poseerán jamás la grandeza cuyo fundamento y fuerza forma la bondad: su lenguaje, sus esfuerzos, todo su aparato exterior reviste algunas veces falso aspecto de grandeza; algo elocuente dirán que tomarás por grande como cuando Cayo César, irritado porque el ciclo tronaba sobre sus mímicos, de los que antes era émulo que espectador, y porque el rayo, mal dirigido aquel día, perturbase la representación, provocó a Júpiter a mortal combate, repitiendo a gritos aquel verso de Homero: µ (Hiéreme o te hiero). ¡Qué locura! ¡Imaginar que Júpiter no podía dañarle, o que él podía hacer daño a Júpiter! Creo que estas palabras no contribuyeron poco a excitar los ánimos de los conjurados; porque debió parecerles el colmo de la paciencia soportar al que no podía soportar a Júpiter. Así, pues, en la ira, hasta cuando se muestra más violenta, desafiando a los dioses y a los hombres, no existe nada grande ni noble; y si algunos se empeñan en ver en ella cierta grandeza, que la vean también en el lujo. El lujo quiere marchar sobre marfil, vestir púrpura, habitar bajo dorados techos, trasladar las tierras, aprisionar los mares, precipitar los ríos en cascadas, suspender bosques en el aire. Que vean grandeza en la avaricia: ésta descansa sobre montones de oro y plata, cultiva campos que podrían llamarse provincias, y da a cada arrendatario suyo territorios más extensos de los que asignaba la suerte a los cónsules. Que encuentren grandeza en la lujuria: ésta cruza los mares, forma rebaños de eunucos, y arrostrando la muerte, prostituye a la esposa bajo la espada del esposo. Que vean grandeza en la ambición, que no satisfecha con los honores anuales, querría, si fuese posible, cubrir con su solo nombre todos los fastos y ostentar sus títulos por todo el orbe. Poco importa hasta dónde se exalten y ex tiendan todas estas pasiones; no por ello son menos estrechas, miserables y bajas. Solamente la virtud es elevada, sublime, y nada hay grande sino aquello que al mismo tiempo es sereno.