De las luchas de nuestros días. La res humana
Cuando he aquí que, leyendo el viejo poema de Lucrecia, De rerum natura, nos encontramos en el verso 58 de su libro iii con una singularísima expresión, que nos aclara nuestro problema al respecto. Viene hablando Lucrecio de aquellos que, profesando no temer la muerte ni creer en la inmortalidad del alma—perspectiva terrible para los romanos de entonces—, se entregan, sin embargo, cuando se ven en peligro de perder la vida, á prácticas supersticiosas. Y dice que entonces es cuando les brotan de lo hondo del pecho sus voces verdaderas y que «desaparece la persona, queda la cosa».
¡Eripitur persona, mane res! No cabe expresión más enérgica, sobre todo si se tiene en cuenta todo el valor que en latín tiene la voz persona. La cual, empezando, como es ya tan sabido, por significar la máscara ó careta con que el actor se cubría la cara para representar el personaje de la comedia ó tragedia, pasó á ser designativa del personaje, y, por último, del papel que uno representa, aunque sea en el coro ó la comparsa,en el teatro del mundo, es decir, en la Historia.
Somos, pues, personas en cuanto sujetos históricos, civiles—siquiera como electores ó socios de un casino, que es lo menos que se puede ser—, y queda por debajo el hombre que come, bebe, duerme, se propaga y sufre, que es la cosa ó el hombre-cosa. Porque el hombre es también cosa, res, ó, si se quiere, enser, objeto natural y no sólo persona, ó sea sujeto histórico. Y ese hombre-cosa es el hombre de carne y hueso, al que antaño le llamamos intrahistórico. Y de este estado de cosa no sale el hombre salvaje. De los que hay muchos en el seno de las sociedades civiles é históricas. Y muchos más hay salvajizados, ó cimarrones.
Podríamos, pues, hablar del hombre personal y del hombre real, ó bien de la personalidad y de la realidad humanas. Lo que no quiere decir que la personalidad no sea tan efectiva como la realidad.
Y hoy vemos que la personalidad humana se está disolviendo en la realidad selvática, prehistórica ó intrahistórica. Las luchas de nuestros días, que diría Pi y Margall, van tomando un terrible carácter de piaras, de cosas, de reses, en su más extricto sentido. Y de un lado y de otro.
Porque si el asesinato es un acto de fiera, de cosa, responde á un estado insocial ó presocial en que se practica el acaparamiento de subsistencias para lucrarse con ellas, y en que el poderoso, el dueño de capital, no emplea éste en crear riqueza permanente, ni se goza con crearla, sino que lo emplea para procurarse más goces de hombre-cosa. El hombre-cosa potentado, desprovisto de todo sentido histórico, ayuno del sentimiento de su personalidad, del papel que debe hacer en la tragicomedia de la civilicación, que es la historia, acosa al hombre-cosa indigente, á las res humana hambrienta de más y mejor pasto, y lucha un materialismo con otro.
Muchas veces hemos dicho que en el dogma marxista de la concepción materialista de la Historia, de que el progreso lo promueve el estómago, comulgan y coinciden conservadores del capitalismo y los más de los revolucionarios de la revolución social. Unos y otros sostienen que las huelgas deben proponerse ventajas materiales, y ni unos ni otros sienten ni conciben el valor infinito de la personalidad. Valor que excluye toda dictadura, venga de donde viniere. Los derechos no ya individuales, los derechos personales son letra muerta para unos y para otros. Hay bolcheviques, por ejemplo, que hasta llegan á negarle al hombre persona, á la persona humana, el derecho al supremo consuelo, y escriben, con Lenin, que la Religión es un opio para los pueblos. Y de aquí á negarle á un paciente el uso del opio cuando el dolor se le hace intolerable, y obligarle así al suicidio, por desesperación, no va un paso. Y de hecho se llega en hombres y en pueblos al suicidio.
San Jerónimo, en sus adicciones al Cronicón de Eusebio, cuenta que Lucrecio se mató, por propia mano, á sus cuarenta y cuatro años, y que padeció ataques de locura. Noticia que el erudito padre de la Iglesia debió de tomarla de Suetonio. Y que no hay por qué dudar de ella. Pues quien lea atentamente el grandioso poema del poeta latino, sentirá desprenderse de él como una niebla de intensa tristeza, y que todos sus argumentos, para curarnos del temor á la inmortalidad, más que á la muerte, se loshace á sí mismo. Y no pocas veces leyéndolo nos hemos acordado de Leopardi, y en aquel valor, que frente al hado comúnfinge ensu terrible canto postrero, el que dedicó á la retama: La Ginestra. La persona humana, ni en Lucrecio, ni en Leopardi, había logrado domar á la res humana, á la cosa, al hombre-cosa. Pero lucharon bravamente, y aunque el latino acabara quitándose la vida, los dos nos han dejado cantos imperecederos que nos consuelan de haber nacido condenados á muerte.
Pero el mayor consuelo es la acción civil, histórica, ó sea política. Que consiste en la fragua de la personalidad. Y donde los más no piensan más que en el hambre, los otros no piensan más que con el hartazgo.
Estos feroces choques de nuestros días están despojando de personalidad, de su civilidad, de su historicidad, á los hombres que luchan y nos ponen al descubierto las reses que hay dentro de ellos, los hombres-cosas. Res humana el asesino, y res humana el que le persigue y el que le juzga, y, sobre todo, res humana el verdugo, de cualquier categoría que sea. Ni siervo ni amo son personas ya.