De los nombre de Cristo: Tomo 2, Principe de paz (II)
Principe de paz (II)
Porque, a la verdad, ¿qué es lo que hay en el cuerpo que sea poderoso para desasosegar a quien es regido por una voluntad y razón semejante? ¿Por ventura el deseo de los bienes de esta vida le solicitará, o el temor de los males de ella le romperá su reposo? ¿Alterarse ha con ambición de honras o con amor de riquezas, o con la afición de los ponzoñosos deleites desalentado, saldrá de sí mismo? ¿Cómo le turbará la pobreza al que de esta vida no quiere más de una estrecha pasada? ¿Cómo le inquietará con su hambre el grado alto de dignidades y honras, al que huella sobre todo lo que se aprecia en el suelo? ¿Cómo la adversidad, la contradicción, las mudanzas diferentes, y los golpes de la fortuna, le podrán hacer mella al que a todos sus bienes los tiene seguros en sí?
Ni el bien le azozobra, ni el mal le amedrenta, ni la alegría lo engríe, ni el temor le encoge, ni las promesas lo llevan, ni las amenazas le desquician, ni es tal que lo próspero o lo adverso le mude. Si se pierde la hacienda, alégrase, como libre de una carga pesada. Si le faltan los amigos, tiene a Dios en su alma, con quien de continuo se abraza. Si el odio o si la envidia arma los corazones ajenos contra él, como sabe que no le pueden quitar su bien, no los teme. En las mudanzas está quedo y entre los espantos seguro. Y cuando todo a la redonda de él se arruine, él permanece más firme, y, como dijo aquel grande elocuente, luce en las tinieblas, e impelido de su lugar, no se mueve.
Y lo postrero con que aqueste bien se perfecciona últimamente, es otro bien que nace de aquesta paz interior y, naciendo de ella, acrecienta a esa misma paz de donde nace y procede. Y este bien es el favor de Dios que la voluntad así concertada tiene, y la confianza que se le despierta en el alma con este favor. Porque ¿quién pondrá alboroto o espanto en la conciencia que tiene a Dios de su parte? O ¿cómo no tendrá a Dios de su parte el que es una voluntad con Él y un mismo querer? Bien dijo Sófocles: Si Dios manda en mí, no estoy sujeto a cosa mortal. Y cierto es que no me puede dañar aquello a quien no estoy sujeto.
Así que de la paz del alma justa nace la seguridad del amparo de Dios, y de esta seguridad se confirma más y se fortifica la paz. Y así David juntó, a lo que parece, estas dos cosas, paz y confianza, cuando dijo en el Salmo: «En paz y en uno dormiré y reposaré.» Adonde, como veis, con la paz puso el sueño, que es obra, no de ánimo solícito, sino de pecho seguro y confiado. Sobre las cuales palabras, si bien me acuerdo, dice así San Crisóstomo:
«Esta es otra especie de merced que hace Dios a los suyos: que les da paz. De paz, dice, gozan los que aman tu ley, y ninguna cosa les es tropiezo. Porque ninguna cosa hace así paz, como es el conocimiento de Dios y el poseer la virtud, lo cual destierra del ánimo sus perturbaciones, que son su guerra secreta, y no permite que el hombre traiga bandos consigo. Que a la verdad, el que de esta paz no gozare, dado que en las cosas de fuera tenga gran paz y no sea acometido de ningún enemigo, será sin duda miserable y desventurado sobre todos los hombres. Porque ni los scitas bárbaros, ni los de Tracia, ni los sármatas, o los indios o moros, ni otra gente o nación alguna, por más fiera que sea, pueden hacer guerra tan cruda como es la que hace un malvado pensamiento cuando se lanza en lo secreto del ánimo, o una desordenada codicia, o el amor del dinero sediento, o el deseo entrañable de mayor dignidad, u otra afición cualquiera acerca de aquellas cosas que tocan a esta vida presente.
»Y la razón pide que sea así, porque aquella guerra es guerra de fuera, mas esta es guerra de dentro de casa. Y vemos en todas las cosas, que el mal que nace de dentro es mucho más grave que no aquello que acomete de fuera. Porque al madero la carcoma que nace dentro de él le consume más, y a la salud y fuerzas del cuerpo, las enfermedades que proceden de lo secreto de él, le son más dañosas que no los males que le advienen de fuera. Y a las ciudades y repúblicas no las destruyen tanto los enemigos de fuera cuanto las asuelan los domésticos y los que son de una misma comunidad y linaje. Y por la misma manera, a nuestra alma lo que la conduce a la muerte no son tanto los artificios e ingenios con que es acometida de fuera, cuanto las pasiones y enfermedades suyas y que nacen en ella.
»Por donde si algún temeroso de Dios compusiere los movimientos turbados del ánimo, y si les quitare a los malvados deseos, que son como fieras, que no vivan y alienten; y si, no les permitiendo que hagan cueva en su alma, apaciguare bien esta guerra, ese tal gozará de paz pura y sosegada. Esta paz nos dio Cristo viniendo al mundo. Esta misma desea San Pablo cuando dice en todas sus cartas: Gracia en vosotros y paz de Dios, Padre nuestro. El que es señor de esta paz, no sólo no teme al enemigo bárbaro, mas ni al mismo demonio, antes hace burlar de él y de todo su ejército; vive sosegado y seguro, y alentado más que otro hombre ninguno, como aquel a quien ni la pobreza le aprieta, ni la enfermedad le es grave, ni le turba caso ninguno adverso de los que sin pensar acontecen; porque su alma, como sana y valiente, se vadea fácil y generosamente por todo.
»Y para que veáis a los ojos que es esto verdad, pongamos que es uno envidioso y que en lo demás no tiene enemigo ninguno: ¿qué le aprovechará no tenerle? Él mismo se hace guerra a sí mismo, él mismo afila contra sí sus pensamientos más penetrables que espada. Oféndese de cuanto bien ve, y llágase a sí con cuantas buenas dichas suceden a otros; a todos los mira como a enemigos, y para con ninguno tiene su ánimo desenconado y amable. ¿Qué provecho, pues, le trae al que es como éste el tener paz por de fuera, pues la guerra grande que trae dentro de sí le hace andar discurriendo furioso y lleno de rabia, y tan acosado de ella, que apetece ser antes traspasado con mil saetas, o padecer antes mil muertes, que ver a alguno de sus iguales, o bien reputado o en otra alguna manera próspero?
»Demos otro que ame el dinero: cierto es que levantará en su corazón por momentos discordias innumerables y que, acosado de su turbada afición, ni aun respirar no podrá. No es así, no, el que está libre de semejantes pasiones; antes, como quien está en puerto seguro, de espacio y con reposo hinche su pecho de deleites sabios, ajeno de todas las molestias sobredichas.»
Esto dice, pues, San Crisóstomo.
Y en lo postrero que dice descubre otro bien y otro fruto que de la paz se recoge, y que en nuestro discurso será lo postrero, que es el gozo santo que halla en todo el que está pacífico en sí; porque el que tiene consigo guerra, no es posible que en ninguna cosa halle contento puro y sencillo. Porque, así como el gusto mal dispuesto por la demasía de algún humor malo que le desordena, en ninguna cosa halla el sabor que ella tiene, así al que trae guerra entre sí no le es posible gozar de lo puro y de la verdad del buen gusto. En el ánimo con paz sosegado, como en agua reposada y pura, cada cosa sin engaño ni confusión se muestra cual es, y así de cada una coge el gozo verdadero que tiene, y goza de sí mismo, que es lo mejor.
Porque así como de la salud y buena afición de la voluntad que Cristo por medio de su gracia pone en el hombre, como decíamos, se pacifica luego el alma con Dios y cesa la rencilla que antes de esto había entre el entender y el querer, y también el sentido se rinde, y lo bullicioso de él o se acaba o se esconde, y de toda esta paz nace el andar el hombre libre y bien animado y seguro, así de todo este amontonamiento de bien nace este gran bien, que es gozar el hombre de sí y poder vivir consigo mismo, y no tener miedo de entrar en su casa, como debajo de hermosas figuras, conforme a su costumbre, lo profetiza Miqueas, diciendo lo que en la venida de Cristo al mundo, y en la venida del mismo en el alma de cada uno, había de acontecer a los suyos: «No levantará, dice, espada una nación contra otra, y olvidarán de allí adelante las artes de guerra, y cada uno, asentado debajo de su vid y debajo de su higuera, gozará de ella, y no habrá quien de allí con espanto le aparte.» Adonde, juntamente con la paz hecha por Cristo, pone el descanso seguro con que gozará de sí y de sus bienes el que en esta manera tuviere paz.
Mas David en el Salmo, vuelto a la Iglesia y a cada uno de los justos que son parte de ella, con palabras breves, pero llenas de significación y de gozo, comprende todo cuanto hemos dicho muy bien. Dice: «Alaba, Jerusalén, al Señor.» Esto es, todos los que sois Jerusalén, poseedores de paz, alabad al Señor. Y aunque les dice que alaben, y aunque parece que así se lo manda, este mandar propiamente es profetizar lo que de esta paz acontece y nace, porque, como dijimos, al punto que toma posesión de la voluntad, luego el alma hace paces con Dios, de donde se sigue luego el amor y el loor.
Mas añade David: «Porque fortaleció las cerraduras de tus puertas, y bendijo a tus hijos en ti.» Dice la otra paz que se sigue a la primera paz de la voluntad, que es la conformidad y el estar a una entre sí todas las fuerzas y potencias del alma, que son como hijos de ella y como las puertas por donde le viene o el mal o el bien. Y dice maravillosamente que está fortalecido y cerrado dentro de sus puertas el que tiene esta paz. Porque, como tiene rendido el deseo a la razón, y, por el mismo caso, como no apetece desenfrenadamente ninguno de los bienes de fuera, no puede venirle de fuera ni entrarle en su casa, sin su voluntad, cosa ninguna que le dañe o enoje, sino cerrado dentro de sí, y abastecido y contento con el bien de Dios que tiene en sí mismo, y como dice el poeta del sabio, liso y redondo,no halla en él asidero ninguno de la fuerza enemiga.
Porque ¿cómo dañará el mundo al que no tiene ningunas prendas en él? Y en lo que luego David añade se ve más claramente esto mismo; porque dice así: «Y puso paz en tus términos.» Porque de tener en paz el alma a todo aquello que vive dentro de sus murallas y de su casa, de necesidad se sigue que tendrá también pacífica su comarca, que es decir que no tiene cosa en que los que andan fuera de ella y al derredor de ella dañarla puedan. Tiene paz en su comarca porque en ninguna cosa tiene competencia con su vecino, ni se pone a la parte en las cosas que precia el mundo y desea; y así nadie le mueve guerra, ni en caso que la quisiesen mover, tienen en qué hacerla, porque su comarca aun por esta razón es pacífica, porque es campiña rasa y estéril, que no hay viñedos en ella, ni sembrados fértiles, ni minas ricas, ni arboledas, ni jardines, ni caserías deleitosas e ilustres, ni tiene el alma justa cosa que precie que no la tenga encerrada dentro de sí; por eso goza seguramente de sí, que es el fruto último, como decíamos, y el que significa luego este Salmo en las palabras que añade: «Y te mantiene con hartura con lo apurado del trigo.»
Porque, a la verdad, los que sin esta paz viven, por más bien afortunados que vivan, no comen lo apurado del pan. Salvados son sus manjares, el desecho del bien es aquello por quien andan golosos; su gusto y su mantenimiento es lo grosero y lo moreno y lo feo, y sin duda las escorias de lo que es sustancia y verdad; y aun eso mismo, tal cual es y en la manera que es, no se les da con hartura. El pacífico sólo es el que come con abundancia y el que come lo apurado del bien; para él nace el día bueno, y el sol claro él es el que solamente le ve. En la vida, en la muerte, en lo adverso, en lo próspero, en todo halla su gusto; y el manjar de los ángeles es su perpetuo manjar, y goza de él alegre y sin miedo que nadie le robe; y, sin enemigo que le pueda ser enemigo, vive en dulcísima y abundosísima paz: Divino bien y excelente merced hecha a los hombres solamente por Cristo.
Por lo cual, tornando a lo primero del Salmo, le debemos celebrar con continuos y soberanos loores, porque Él salió a nuestra causa perdida, y tomó sobre sí nuestra guerra, y puso nuestro desconcierto en su orden, y nos amistó con el cielo, y encarceló a nuestro enemigo el demonio, y nos libertó de la codicia y del miedo, y nos aquietó y pacificó cuanto hay de enemigo y de adverso en la tierra; y el gozo, y el reposo, y el deleite de su divina y riquísima paz Él nos le dio, el cual es la fuente y el manantial de donde nace, y su autor único, por donde con justísima razón es llamado su príncipe.
Y, habiendo dicho esto, Marcelo calló. Y Juliano, incontinente, viéndole callar, dijo:
-Es sin duda, Marcelo, príncipe de paz Jesucristo por la razón que decís; mas no mudando eso que es firme, sino añadiendo sobre ello, paréceme a mí que le podemos también llamar así porque con sólo Él se puede tener esto que es paz.
Aquí Sabino, vuelto a Juliano, y como maravillado de lo que decía:
-No entiendo bien -dice-, Juliano, lo que decís, y traslúceme que decís gran verdad: y así, si no recibís pesadumbre, me holgaría que os declarásedes más.
-Ninguna -respondió Juliano-, mas decidme, pues así os place, Sabino: ¿entendéis que todos los que nacen y viven en esta vida son dichosos en ella y de buena suerte, o que unos lo son y otros no?
-Cierto es -dijo Sabino- que no lo son todos.
-Y ¿son lo algunos? -añadió Juliano.
Respondió Sabino:
-Sí son.
Y luego Juliano dijo:
-Decidme, pues: ¿el serlo así es cosa con que se nace, o caso de suerte, o viéneles por su obra e industria?
-No es nacimiento ni suerte -dijo Sabino- sino cosa que tiene principio en la voluntad de cada uno y en su buena elección.
-Verdad es -dijo Juliano-, y habéis dicho también que hay algunos que no vienen a ser dichosos ni de buena suerte.
-Sí he dicho -respondió.
-Pues decidme -dijo Juliano-: esos que no lo son, ¿no lo quieren ser o no lo procuran ser?
-Antes -dijo Sabino- lo procuran y lo apetecen con ardor grandísimo.
-Pues -replicó Juliano- ¿escóndeseles por ventura la buena dicha, o no es una misma?
-Una misma es -dijo Sabino-, y a nadie se esconde; antes, cuanto es de su parte, ella se les ofrece a todos y se les entra en su casa, mas no la conocen todos, y así algunos no la reciben.
-Por manera que decís, Sabino -dijo Juliano-, que los que no vienen a ser dichosos no conocen la buena dicha, y por esta causa la desechan de sí.
-Así es -respondió Sabino.
-Pues decidme -dijo Juliano-: ¿puede ser apetecido aquello de quien el que lo ha de amar no tiene noticia?
-Cierto es -dijo Sabino- que no puede.
-¿Y decís que los que no alcanzan la buena dicha no la conocen? -dijo Juliano.
Respondió Sabino que era así.
-Y también habéis dicho -añadió Juliano- que esos mismos que no lo son apetecen y aman el ser bienaventurados.
Concedió Sabino que lo había dicho.
-Luego -dijo Juliano- apetecen lo que no saben ni conocen; y así se concluye una de dos cosas: o que lo no conocido puede ser amado, o que los de mala suerte no aman la buena suerte; que cada una de ellas contradice a lo que, Sabino, habéis dicho. Ved ahora si queréis mudar algunas de ellas.
Reparó entonces Sabino un poco, y dijo luego:
-Parece que de fuerza se habrá de mudar.
Mas Juliano, tornando a tomar la mano, dijo así:
-Id conmigo, Sabino, que podría ser que por esta manera llegásemos a tocar la verdad. Decidme: la buena dicha, ¿es ella alguna cosa que vive o que tiene ser en sí misma o que manera de cosa es?
-No entiendo bien, Juliano -respondió Sabino-, lo que me preguntáis.
-Ahora -dijo Juliano- lo entenderéis: el avariento, decidme, ¿ama algo?
-Sí ama -dijo Sabino.
-¿Qué? -dijo Juliano.
-El oro sin duda -dijo Sabino-, y las riquezas.
-Y el que las gasta -añadió Juliano- en fiestas y en banquetes, ¿en aquello que hace busca y apetece algún bien?
-No hay duda de eso -dijo Sabino.
-Y ¿qué bien apetece? -preguntó Juliano.
-Apetece -respondió Sabino-, a mi parecer, su gusto propio y su contento.
-Bien decís, Sabino -dijo Juliano luego-. Mas, decidme, el contento que nace del gastar las riquezas y esas mismas riquezas, ¿tienen una misma manera de ser? ¿No os parece que el oro y plata es una cosa que tiene sustancia y tomo, que la veis con los ojos y la tocáis con las manos? Mas el contento no es así, sino como un accidente que sentís en vos mismo, o que os imagináis que sentís, y no es cosa que o la sacáis de las minas, o que el campo -o de suyo o con vuestra labor- la produce, y, producida, la cogéis de él y la encerráis en el arca, sino otra cosa que resulta en vos de la posesión de alguna de las cosas que son de tomo, que o poseéis u os imagináis poseer.
-Verdad es -dijo Sabino- lo que decís.
-Pues ahora -dijo Juliano- entenderéis mi pregunta, que es: si la buena dicha tiene ser como las riquezas y el oro, o como las cosas que llamamos gusto y contento.
-Como el gusto y el contento -dijo Sabino luego-. Y aun me parece a mí que la buena dicha no es otra cosa sino un perfecto y entero contento, seguro de lo que se teme, y rico de lo que se ama y apetece.
-Bien habéis dicho -dijo Juliano-; mas si es como el contento o es el contento mismo, y hemos dicho que el contento es una cosa que resulta en nosotros de algún bien de sustancia, que o tenemos o nos imaginamos tener, necesaria cosa será que de la buena dicha haya alguna cosa de tomo, que sea como su fuente y raíz, de manera que le dé ser dichoso al que la poseyere, cualquiera que él sea.
-Eso -dijo Sabino- no se puede negar.
-Pues decidme, ¿hay fuente sola o hay muchas fuentes?
-Parece -dijo Sabino- que haya una sola.
-Con razón os parece así -dijo Juliano entonces- porque el entero contento del hombre en una sola manera puede ser, y por la misma razón no tiene sino una sola causa. Mas esta causa, que llamamos fuente, y que, como decís, es una, ¿ámanla y búscanla todos?
-No la aman -dijo Sabino.
-¿Por qué? -respondió Juliano.
Y Sabino dijo:
-Porque no la conocen.
-Y, ¿ninguno -dijo Juliano- deja de amar, como antes decíamos, lo que es buena dicha?
-Así es -respondió.
-Y no se ama -replicó- lo que no se conoce; luego habéis de decir, Sabino, que los que aman el ser dichosos y no lo alcanzan, conocen lo general del descanso y del contento, mas no conocen la particular y verdadera fuente de donde nace, ni aquello uno en que consiste y lo que produce; y habéis de decir que, llevados, por una parte, del deseo, y, por otra parte, no sabiendo el camino, ni pueden parar ni les es posible atinar, al revés de los que hallan la buena suerte. Mas decidme, Sabino: los que buscan ser dichosos y nunca vienen a serlo, ¿no aman ellos algo también, y lo procuran haber como a fuente de su buena dicha, la que ellos pretenden?
-Aman -dijo Sabino-, sin duda.
-Y ese su amor -dijo Juliano- ¿hácelos dichosos?
-Ya está dicho que no los hace -respondió Sabino- porque la cosa a quien se allegan, y a quien le piden su contento y su bien, no es la fuente de él ni aquello de donde nace.
-Pues si ese amor no les da buena dicha -dijo Juliano ¿hace en ellos otra cosa alguna, o no hace nada?
-¿No bastará -dijo Sabino- que no les dé buena dicha?
-Por mí -dijo Juliano- baste en buena hora, que no deseo su daño; mas no os pido aquello con que yo por ventura quedaría contento si fuese el repartidor, sino lo que la razón dice, que es juez que no se dobla.
-Paréceme -dijo Sabino- que como el hijo de Príamo que puso su amor en Elena y la robó a su marido, persuadiéndose que llevaba con ella todo su descanso y su bien, no sólo no halló allí el descanso que se prometía, mas sacó de ella la ruina de su patria y la muerte suya, con todo lo demás que Homero canta, de calamidad y miseria; así, por la misma manera, los no dichosos por fuerza vienen a ser desdichados y miserables, porque aman como a fuente de su descanso lo que no lo es; y, amándolo así, pídenselo y búscanlo en ello, y trabájanse miserablemente por hallarlo, y al fin no lo hallan; y así, los atormenta juntamente, y como en un tiempo, el deseo de haberlo y el trabajo de buscarlo y la congoja de no poderlo hallar; de donde resulta que no sólo no consiguen la buena dicha que buscan, mas, en vez de ella, caen en infelicidad y miseria.
-Recojamos -dijo Juliano entonces- todo lo que hemos dicho hasta ahora; y así podremos después mejor ir en seguimiento de la verdad. Pues tenemos de todo lo sobredicho: lo uno, que todos aman y pretenden ser dichosos; lo otro, que no lo son todos; lo tercero, que la causa de esta diferencia está en el amor de aquellas cosas que llamamos fuentes o causas, entre las cuales la verdadera es sola una, y las demás son falsas y engañosas; y lo último, tenemos que, como el amor de la verdadera hace buena suerte, así hace no sólo falta de ella, sino miseria extremada, el amor de las falsas.
-Todo eso está dicho; mas de todo eso -dijo Sabino- ¿qué queréis, Juliano, inferir?
-Dos cosas infiero -dijo Juliano luego-: la una, que todos aman (los buenos y los malos, los felices y los infelices), y que no se puede vivir sin amar; la otra, que como el amor en los unos es causa de su buena andanza, así en los otros es la fuente de su miseria, y siendo en todos amor, hace en los unos y en los otros, efectos muy diferentes, o, por decir verdad, claramente contrarios.
-Así se infiere -dijo Sabino.
-Mas decidme -añadió Juliano- ¿atreveos habéis, Sabino, a buscar conmigo la causa de esta desigualdad y contrariedad que en sí encierra el amor?
-¿Qué causa decís, Juliano? -respondió Sabino.
-El por qué -dijo Juliano- el amor, que nos es tan necesario y tan natural a todos, es en unos causa de miseria y en otros de felicidad y buena suerte.
-Claro está eso -dijo Sabino luego-, porque, aunque en todos se llama amor, no es en todos uno mismo; mas en unos es amor de lo bueno, y así les viene el bien de él, y en otros de lo malo, y así les fructifica miseria.
-¿Puede -replicó Juliano- amar nadie lo malo?
-No puede -dijo Sabino- como no puede desamar a sí mismo. Mas el amor malo que digo, llámole así, no porque lo que ama es en sí malo, sino porque no es aquel bien que es la fuente y el minero del sumo bien.
-Eso mismo -dijo Juliano- es lo que hace mi duda y mi pregunta más fuerte.
-¿Más fuerte? -respondió Sabino-; y ¿en qué manera?
-De esta manera -dijo Juliano-: porque si los hombres pudieran amar la miseria, claro y descubierto estaba el por qué el amor hacía miserables a los que la amaban; mas amando todos siempre algún bien, aunque no sea aquel bien de donde nace el sumo bien, ya que este su amor no los hace enteramente dichosos, a lo menos, pues es bien lo que aman, justo y razonable sería que el amor de él les hiciese algún bien; y así, no parece verdad lo que poco antes asentamos por muy cierto: que el amor hace también a las veces miseria en los hombres.
-Así parece -respondió Sabino.
-No os rindáis -dijo Juliano- tan presto, sino id conmigo inquiriendo el ingenio y la condición del amor, que, si la hallamos, ella nos podrá descubrir la luz que buscamos.
-¿Qué ingenio es ese? -respondió Sabino-, o ¿cómo se ha de inquirir?
-Muchas veces habréis oído decir, Sabino -respondió Juliano-, que el amor consiste en una cierta unidad.
-Sí he -dijo Sabino- oído y leído que es unión el amor y que es unidad, y que es como un lazo estrecho entre los que juntamente se aman, y que, por ser así, se transforma el que ama en lo que ama por tal manera que se hace con él una misma cosa.
-Y ¿paréceos -dijo Juliano- que todo el amor es así?
-Sí parece -respondió Sabino.
-Apolo -dijo Juliano- a vuestro parecer, ¿amaba cuando en la fábula, como canta el poeta, sigue a Dafne que le huye? O el otro de la comedia, cuando pregunta dónde buscará, dónde descubrirá, a quién preguntará, cuál camino seguirá para hallar a quien había perdido de vista, pregunto, ¿amaba también?
-Así -dijo- parece.
-Y ambos -replicó Juliano- estaban tan lejos de ser unos con los que amaban, que el uno era aborrecido de ello, y el otro no hallaba manera para alcanzarlo.
-Verdad es -dijo Sabino- cuanto al hecho, mas cuanto al deseo ya lo eran, porque esa unidad era lo que apetecían si amaban.
-Luego -dijo Juliano- ¿ya el amor no será él la unidad, sino un apetito y deseo de ella?
-Así -dijo- parece.
-Pues decidme -añadió Juliano-: estos mismos, si consiguieran su intento, u otros cualesquiera que aman, y que lo que aman lo consiguen y alcanzan, y vienen a ser uno mismo con ello, ¿dejan de amarlo luego, o ámanlo todavía también?
-Como puede uno no amar a sí mismo, así podrán -dijo Sabino- dejar de amar al que ya es una misma cosa con ellos.
-Bien decís -dijo Juliano-, mas decidme, Sabino, ¿será posible que desee alguno aquello mismo que tiene?
-No es posible -dijo Sabino.
-Y habéis dicho -añadió Juliano- que ya estos tales han venido a tener unidad.
-Sí han venido -dijo.
-Luego habéis de decir -repitió Juliano- que ya no la desean ni apetecen.
-Así es -dijo- verdad.
-Y es verdad que se aman -añadió Juliano-; luego no es decir que el amar es desear la unidad.
Estuvo entonces sobre sí Sabino un poco, y dijo luego:
-No sé, Juliano, qué fin han de tener hoy estas redes vuestras, ni qué es lo que con ellas deseáis prender. Mas pues así me estrecháis, dígoos que hay dos amores o dos maneras de amar, una de deseo y otra de gozo. Y dígoos que en el uno y en el otro amor hay su cierta unidad: el uno la desea, y, cuanto es de su parte, la hace, y el otro la posee y la abraza, y se deleita y aviva con ella misma. El uno camina a este bien, y el otro descansa y se goza en él; el uno es como el principio, y el otro es como lo sumo y lo perfecto; y así el uno como el otro se rodea, como sobre quicio, sobre la unidad sola: el uno haciéndola y el otro como gozando de ella.
-No han hecho mala presa estas que llamáis mis redes, Sabino -dijo Juliano entonces-, pues han cogido de vos esto que decís ahora, que está muy bien dicho, y con ello estoy yo más cerca del fin que pretendo, de lo que vos, Sabino, pensáis. Porque, pues es así que todo amor, cada uno en su manera, o es unidad, o camina a ella y la pretende; y pues es así que es como el blanco y el fin del bien querer el ser unos los que se quieren, cosa cierta será que todo aquello que fuere contrario, o en alguna forma dañoso a esta unidad, será desabrido enemigo para el amor; y que el que amare, por el mismo caso que ama, padecerá tormento gravísimo todas las veces que, o le aconteciere algo de lo que divide el amor, o temiere que le puede acontecer. Porque, como el cuerpo siempre que se corta o que se divide lo uno de él y lo que está ayuntado y continuo, se descubre luego un dolor agudo, así todo lo que en el amor, que es unidad, se esfuerza a poner división, pone por el mismo caso en el alma que ama una miseria y una congoja viva, mayor de lo que declarar se puede.
-Esa es verdad en que no hay duda -dijo entonces Sabino.
-Pues si en esto no hay duda -añadió Juliano-, ¿podréisme decir, Sabino, cuántas y cuáles sean las cosas que tiene esta fuerza, o que la pretenden tener, de cortar y dividir aquello con que el amor se anuda y se hace uno?
-Tiene -dijo Sabino- esa fuerza todo aquello que a cualquiera de los que aman, o le deshace en el ser, o le muda y le trueca en la voluntad, o totalmente o en parte, como son, en lo primero, la enfermedad y la vejez y la pobreza y los desastres, y finalmente la muerte. Y en lo segundo, la ausencia, el enojo, la diferencia de pareceres, la competencia en unas mismas cosas, el nuevo querer y la liviandad nuestra natural. Porque, en lo primero, la muerte deshace el ser, y así aparta aquello que deshace de aquello que queda con vida; y la enfermedad y vejez y pobreza y desastres, así como disponen para la muerte, así también son ministros y como instrumentos con que este apartamiento se obra. Y en lo segundo, cierto es que la ausencia hace olvido, y que el enojo divide, y que la diferencia de pareceres pone estorbo en la conversación, y así, apartando el trato, enajena poco a poco las voluntades, y las desata para que cada una se vaya por sí; pues con el nuevo amor, claro es que se corta el primero, y manifiesto es que nuestro natural mudable es como una lima secreta que, de continuo, con deseo de hacer novedad, va dividiendo lo que está bien ajuntado.
-No se dará bien, conforme a eso, Sabino -dijo Juliano entonces-, el amor en cualquier suelo.
Respondió Sabino:
-¿Cómo no se dará?
Y Juliano dijo:
-Como dicen de algunos frutales, que, plantados en Persia, su fruta es ponzoña, y, nacidos en estas provincias nuestras, son de manjar sabroso y saludable, así digo que se concluye de lo que hasta ahora está dicho, que el amor y la amistad, todas las veces que se plantare en lo que estuviere sujeto a todos o a algunos de esos accidentes que habéis contado, Sabino, como planta puesta en lugar no sólo ajeno de su condición, mas contrario y enemigo de la cualidad de su ingenio, producirá, no fruto que recree, sino tósigo que mate. Y si, como poco antes decíamos, para venir a ser dichosos y de buena suerte, nos conviene que amemos algo que no sea como fuente de esta buena ventura; y si la naturaleza ordenó que fuese el medio y el tercero de toda la buena dicha el amor, bien se conoce ya lo que arriba dudábamos: que el amor que se empleare en aquello que está sujeto a las mudanzas y daños que dicho habéis, no sólo no dará a su dueño ni el sumo bien ni aquella parte de bien, cualquiera que ella se sea, que posee en sí aquello a quien se endereza, mas le hará triste y miserable del todo. Porque el dolor que le traspasará las entrañas, cuando alguno de los casos y de los accidentes que dijisteis, Sabino, pues no se excusan, le aconteciere, y el temor perpetuo de que cada hora le pueden acontecer, le convertirán el bien en continua miseria. Y no le valdrá tanto lo bueno que tiene aquello que ama para acarrearle algún gusto, cuanto será poderoso lo quebradizo y lo vil y lo mudable de su condición, para le afligir con perpetuo e infinito tormento.
Mas si es tan perjudicial el amor cuando se emplea mal, y si se emplea mal en todo lo que está sujeto a mudanza, y si todo lo semejante le es suelo enemigo, adonde, si prende, produce frutos de ponzoña y miseria, ya veis, Sabino, la razón por qué dije al principio que sólo Cristo es aquel con quien se puede tener paz y amistad; porque Él solo es el no mudable y el bueno, y Aquel que cuanto de su parte es, jamás divide la unidad del amor que con Él se pone; y así Él es sólo el sujeto propio y la tierra natural y feliz adonde florece bienaventuradamente, y adonde hace buen fruto esta planta; porque ni en su condición hay cosa que lo divida, ni se aparta de Él por las mudanzas y desastres a que está sujeta la nuestra, como nosotros libremente no lo apartemos dejándole. Que ni llega a Él la vejez, ni la enfermedad le enflaquece, ni la muerte le acaba, ni puede la fortuna, con sus desvaríos, poner calidad en Él que la haga menos amable. Que, como dice el salmista: «Aunque Tú, Señor, mismo desde el principio cimentaste la tierra, y aunque son obra de tus manos los cielos, ellos perecerán y Tú permanecerás; ellos se envejecerán, como se envejece la ropa, y como se pliega la capa los plegarás y serán plegados; mas Tú eres siempre uno mismo, y tus años nunca desmenguan.» Y: «tu. trono, Señor, por siglos y siglos, vara de derechezas la vara de tu gobierno.» Esto es en el ser, que en su voluntad para con nosotros, si nosotros no le huimos primero, no puede caber desamor. Porque si viniéremos a pobreza y a menos estado, nos amará, y si el mundo nos aborreciere, Él conservará su amor con nosotros. En las calamidades, en los trabajos y en las afrentas, en los tiempos temerosos y tristes, cuando todos nos huyan, Él con mayores regalos nos recogerá a sí. No temeremos que podrá venir a menos su amor por ausencia, pues está siempre lanzado en nuestra alma y presente. Ni cuando, Sabino, se marchitare en vos esa flor de la edad, ni cuando, corriendo los años y haciendo su obra, os desfiguraren la belleza del rostro; ni en las canas, ni en la flaqueza, ni en el temblor de los miembros, ni en el frío de la vejez, se resfriará su amor en ninguna cosa para con vos. Antes rico para hacer siempre bien, y de riquezas que no se agotan haciéndole, y deseosísimo continuamente de hacerlo, cuando se os acabare todo, se os dará todo Él, y renovará vuestra edad como el águila, y vistiéndoos de inmortalidad y de bienes eternos, como esposo verdadero vuestro, os ayuntará del todo consigo con lazo que jamás faltará, estrecho y dulcísimo.
-Mas esto ya os toca a vos, Marcelo -dijo Juliano prosiguiendo y volviéndose a él-, porque es del nombre de Esposo de que últimamente habéis de decir, y de que yo de propósito os he detenido que no dijeseis con esto que he dicho, no tanto por añadir cosa que importase a vuestras razones, cuanto para que reposaseis entretanto en vos, y así entraseis con nuevo aliento en esto que os resta.
-Vos, Juliano -dijo Marcelo entonces-, siempre que hablareis, será con propósito y provecho mucho; y lo que habéis hablado ahora ha sido tal, que hacéis mal en no llevarlo adelante. Y pues ello mismo os había metido en el nombre de Esposo, fuera justo que lo prosiguierais vos, a lo menos siquiera porque, entre tanto malo como he dicho yo, tuviera tan buen remate esta plática; que yo os confieso que en este nombre no puede decir lo que hay en él quien no lo ha sabido sentir, de mí ya conocéis cuán lejos estoy de todo buen sentimiento.
-Ya conocemos -dijeron juntos Juliano y Sabino- cuán mal sentís de estas cosas, y por esta causa os queremos oír en ellas; demás de que es justo que sea de un paño todo.
-Justo es -dijo Marcelo- que sea todo de sayal, y que a cosa tan grosera no se añada pieza más fina. Mas, pues es forzoso, será necesario que, como suelen hacer los poetas en algunas partes de sus poesías, adonde se les ofrece algún sujeto nuevo o más dificultoso que lo pasado, o de mayor calidad, que tornan a invocar el favor de sus musas; así yo ahora torne a pedir a Cristo su favor y su gracia para poder decir algo de lo que en un misterio como éste se encierra, porque sin él no se puede entender ni decir.
Y con esto humilló Marcelo templadamente la cabeza hacia el suelo, y como encogiendo los hombros, calló por un espacio pequeño; y luego, tornándola a alzar y tendiendo el brazo derecho, y en la mano de él que tenía cerrada, abriendo ciertos dedos de ella y extendiéndolos, dijo: