De los nombre de Cristo: Tomo 3, Hijo de Dios (III)
Hijo de Dios (III)
Por lo cual, el pan caliente que estaba de continuo en el templo y delante del arca de Dios (que tuvo figura de este pan divinísimo) le llama pan de faces la Sagrada Escritura, para enseñar que este pan verdadero, a quien aquella imagen miraba, tiene faces innumerables, quiero decir que contiene en sí a sus miembros y que, como en la Divinidad abraza en sí por eminente manera todas las criaturas, así en la humanidad y en este Sacramento santísimo, donde se encierra, encierra consigo a los suyos. Y así, hizo en éste lo que en los demás nacimientos hizo, que fue nuestro bien, que consiste en andar siempre juntos con Él, o, por decir lo que parece más propio, trajo a efecto y puso como en ejecución lo que se pretendía en los otros.
Porque aquí, hecho mantenimiento nuestro, y pasándose en realidad de verdad dentro de nuestras entrañas, y juntando con nuestra carne la suya, si la halla dispuesta, mantiene el alma y purifica la carne, y apaga el fuego vicioso, y pone a cuchillo nuestra vejez, y arranca de raíces el mal, y nos comunica su ser y su vida, y, comiéndole nosotros, nos come Él a nosotros y nos viste de sus cualidades y, finalmente, casi nos convierte en sí mismo. Y trae aquí a fruto y a espiga lo que sembró en los demás nacimientos primeros. Y como dice en el salmo David: «Hizo memorial de sus maravillas el Señor misericordioso y piadoso: dio a los que le temen manjar.»
Porque en este manjar, que lo es propiamente para los que le temen, recapituló todas sus grandezas pasadas que en Él hizo ejemplo clarísimo de su infinito poder, ejemplo de su saber infinito y de su misericordia y de su amor con los hombres; ejemplo jamás oído ni visto. Que no contento ni de haber nacido hombre por ellos, ni de haber muerto por ponerlos en vida, ni de haber renacido para subirlos a la gloria, ni de estar juntos siempre y a la diestra del Padre para su defensa y amparo, para su regalo y consuelo, y para que le tengan siempre no solamente presente, sino le puedan abrazar consigo mismos, y ponerlo en su pecho y encerrarlo dentro de su corazón, y como chuparle sus bienes y atraerlos a sí, se les presenta en manjar y, como si dijésemos, les nace en figura de trigo para que así le coman y traguen y traspasen a sus entrañas, adonde encerrado y ceñido con el calor del espíritu, fructifique y nazca en ellos en otra manera, que será ya la quinta y la última de las que prometimos decir, y de que será justo que ya digamos si, Sabino, os parece.
Y calló.
Y Sabino dijo, sonriéndose:
-Huelgo, Juliano, que me conozcáis por mayor. Y bien decía yo que urdíais grande tela, porque, sin duda, habéis dicho grandes cosas hasta ahora, sin lo que os resta, que no debe ser menos; aunque en ello tengo una duda aun antes que lo digáis.
-¿Qué? -respondió Juliano-. ¿No entendéis que nace en nosotros Cristo cuando Dios santifica nuestra alma?
-Bien entiendo -dijo Sabino- que San Pablo dice a los Gálatas: «Hijuelos míos, que os torno a parir hasta que se forme Cristo en vosotros», que es decir que, así como el alma que era antes pecadora se convierte al bien y se va desnudando de su malicia, así Cristo se va formando en ella y naciendo. Y de los que le aman y cumplen su voluntad dice Cristo que son su Padre y su Madre. Pero, como cuando el ánima que era mala se santifica, se dice que nace en ella Jesucristo, así también se dice que ella nace en Él; por manera que es lo mismo, a lo que parece, nacer nosotros en Cristo y nacer Cristo en nosotros, pues la razón por que se dice es la misma; y de nuestro nacimiento en Jesucristo ayer dijo Marcelo lo que se puede decir. Y así no parece, Juliano, que tenéis más que decir en ello. Y esta es mi duda.
Juliano entonces dijo:
-En eso que dudáis, Sabino, habéis dado principio a mi razón; porque es verdad que esos nacimientos andan juntos, y que siempre que nacemos nosotros en Dios, nace Cristo en nosotros; y que la santidad y la justicia y la renovación de nuestra alma es en medio de ambos nacimientos. Mas aunque por andar juntos parecen uno, todavía el entendimiento atento y agudo los divide, y conoce que tienen diferentes razones. Porque el nacer nosotros en Cristo es propiamente, quitada la mancha de culpa con que nuestra alma se figuraba como demonio, recibir la gracia y la justicia que cría Dios en nosotros, que es como una imagen de Cristo, y con que nos figuramos de su manera. Mas nacer Cristo en nosotros es no solamente venir el don de la gracia a nuestra alma, sino el mismo espíritu de Cristo venir a ella y juntarse con ella, y, como si fuese alma del alma, derramarse por ella; y derramado y como embebido en ella, apoderarse de sus potencias y fuerzas, no de paso ni de corrida ni por un tiempo breve, como acontece en los resplandores de la contemplación y en los arrobamientos del espíritu, sino de asiento y con sosiego estable, y como se reposa el alma en el cuerpo. Que Él mismo lo dice así: «El que me amare será amado de mi Padre, y vendremos a él y haremos asiento en él.»
Así que nacer nosotros en Cristo es recibir su gracia y figurarnos de ella; mas nacer en nosotros Él, es venir Él por su espíritu a vivir en nuestras almas y cuerpos. Venir, digo, a vivir, y no sólo a hacer deleite y regalo. Por lo cual, aunque ayer Marcelo dijo de cómo nacemos nosotros en Dios, queda lugar para decir hoy del nacimiento de Cristo en nosotros. Del cual, pues hemos ya dicho que se diferencia y cómo se diferencia del nuestro, y que propiamente consiste en que comience a vivir el espíritu de Cristo en el alma, para que se entienda esto mismo mejor, digamos, lo primero, cuán diferentemente vive en ella cuando se le muestra en la oración; y después diremos cuándo y cómo comienza Cristo a nacer en nosotros, y la fuerza de este nacer y vivir en nosotros, y los grados y crecimiento que tiene.
Porque, cuanto a lo primero, entre esta venida y ayuntamiento del espíritu de Cristo a nosotros, que llamamos nacimiento suyo, y entre las venidas que hace al alma del justo y las demostraciones que en el negocio de la oración le hace de sí, de las diferencias que hay, la principal es, que en esto que llamamos nacer, el espíritu de Cristo se ayunta con la esencia del alma y comienza a ejecutar su virtud en ella, abrazándose con ella sin que ella lo sienta ni entienda, y reposa allí como metido en el centro de ella, como dice Isaías: «Regocijate: y alaba hija de Sión, porque el Señor de Israel está en medio de ti.» Y reposando allí como desde el medio, derrama los rayos de su virtud por toda ella, y la mueve secretamente y con su movimiento de Él y con la obediencia del alma a lo que es de Él movida, se hace por momentos mayor lugar en ella, y más ancho y más dispuesto aposento.
Mas en las luces de la oración y en sus gustos, todo su trato de Cristo es con las potencias del alma, con el entendimiento, con la voluntad y memoria, de las cuales, a las veces, pasa a los sentidos del cuerpo y se les comunica por diversas y admirables maneras, en la forma que les son posibles estos sentimientos a un cuerpo. Y de la copia de dulzores que el alma siente y de que está colmada, pasan al compañero las sobras. Por donde esas luces o gustos, o este ayuntamiento gustoso del alma con Cristo en la oración, tiene condición de relámpago; digo que luce y se pasa en breve. Porque nuestras potencias y sentidos, en cuanto esta vida mortal dura, tienen precisa necesidad de divertirse a otras contemplaciones y cuidados, sin los cuales ni se vive ni se puede ni debe vivir.
Y júntase también con esta diferencia otra diferencia: que en el ayuntamiento del espíritu de Cristo con el nuestro, que llamamos nacimiento de Cristo, el espíritu de Cristo tiene vez de alma respecto de la nuestra, y hace en ella obra de alma, moviéndola a obrar como debe en todo lo que se ofrece, y pone en ella ímpetu para que se menee, y así obra Él en ella y la mueve, que ella, ayudada de Él, obra con Él juntamente. Mas en la presencia que de sí hace en la oración a los buenos por medio de deleite y de luz, por la mayor parte, el alma y sus potencias reposan, y Él solo obra en ellas por secreta manera un reposo y un bien que decir no se puede. Y así, aquel primer ayuntamiento es de vida, mas este segundo es de deleite y regalo; aquél es el ser y el vivir, éste es lo que hace dulce el vivir; allí recibe vivienda y estilo de Dios el alma, aquí gusta algo de su bienandanza; y así, aquello se da con asiento y para que dure, porque, si falta, no se vive; mas esto se da de paso y a la ligera, porque es más gustoso que necesario, y porque en esta vida, que se nos da para obrar, este deleite, en cuanto dura, quita el obrar y le muda en gozar. Y sea esto lo uno.
Y cuanto a lo segundo que decía, digo de esta manera: Cristo nace en nosotros cuando quiera que nuestra alma, volviendo los ojos a la consideración de su vida, y viendo las fealdades de sus desconciertos, y aborreciéndolos, y considerando el enojo merecido de Dios, y doliéndose de él, ansiosa por aplacarle, se convierte con fe, con amor, con dolor a la misericordia de Dios y al rescate de Cristo. Así que Cristo nace en nosotros entonces. Y dícese que nace en nosotros, porque entonces entra en nuestra alma su mismo espíritu, que, en entrando, se entraña en ella, y produce luego en ella su gracia, que es como un resplandor y como un rayo que resulta de su presencia, y que se asienta en el alma y la hace hermosa. Y así comienza a tener vida allí Cristo, esto es, comienza a obrar en el alma y por el alma lo que es justo que obre Cristo, porque lo más cierto y lo más propio de la vida es la obra.
Y de esta manera, Él que es en sí siempre, y Él que vive en el seno del Padre antes de todos los siglos, comienza, como digo y cuando digo, a vivir en nosotros; y Él que nació de Dios perfecto y cabal, comienza a ser en nosotros como niño. No porque en sí lo sea, o porque en su espíritu, que está hecho alma del nuestro, haya en realidad de verdad alguna disminución o menoscabo, porque el mismo que es en sí, ese mismo es el que en nosotros nace tal y tan grande, sino porque, en lo que hace en nosotros, se mide con nuestro sujeto, y aunque está en el alma todo Él, no obra en ella luego que entra en ella todo lo que vale y puede, sino obra conforme a como se le rinde y se desnuda de su propiedad, para el cual rendimiento y desnudez Él mismo la ayuda; y así decimos que nace entonces como niño. Mas cuanto el alma, movida y guiada de Él, se le rinde más y se desnuda más de lo que tiene por suyo, tanto crece en ella más cada día, esto es, tanto va ejecutando más en ella su eficacia y descubriéndose más y haciéndose más robusto, hasta que llega en nosotros, como dice San Pablo, «a edad de perfecto varón, a la medida de la grandeza de Cristo», esto es, hasta que llega Cristo a ser, en lo que es y hace en nosotros y con nosotros, perfecto cual lo es en sí mismo.
Perfecto, digo, cual es en sí, no en igualdad precisa, sino en manera semejante. Quiero decir que el vivir y el obrar que tiene en nuestra alma Cristo, cuando llega a ser en ella varón perfecto, no es igual en grandeza al vivir y al obrar que tiene en sí, pero es del mismo metal y linaje. Y así, aunque reposa en nuestra alma todo el espíritu de Cristo desde el primer punto que nace en ella, no por eso obra luego en ella todo lo que es y lo que puede, sino primero como niño, y luego como más crecido, y después como valiente y perfecto. Y de la manera que nuestra alma en el cuerpo, desde luego que nace en él, nace toda, mas no hace, luego que en él nace, prueba de sí totalmente, ni ejercita luego toda su eficacia y su vida, sino después y sucesivamente, así como se van enjugando con el calor los órganos con que obra, y tomando firmeza hábil para servir al obrar, así es lo que decimos de Cristo, que aunque pone en nosotros todo su espíritu cuando nace, no ejercita luego en nosotros toda su vida, sino conforme a como, movidos de Él, le seguimos y nos apuramos de nosotros mismos, así Él va en su vivir continuamente subiendo. Y como cuando comienza a vivir en nuestra alma se dice que nace en ella, así se dice que crece cuando vive más; y cuando llega a vivir allí al estilo que vive en sí, entonces es lo perfecto.
De suerte que, según esto, tiene tres grados este nacimiento y crecimiento de Cristo en nosotros. El primero de niño, en que comprendemos la niñez y la mocedad, lo principiante y lo aprovechante, que decir solemos; el segundo, de más perfecto; el último, de perfecto del todo. En el primero nace y vive en la más alta parte del alma; en el segundo, en aquella y en la que llamamos parte inferior; en el tercero, en esto y en todo el cuerpo del todo. Al primero podemos llamar estado de ley por las razones que diremos luego; el segundo es estado de gracia; y el tercero y último, estado de gloria.
Y digamos de cada uno por sí, presuponiendo primero que en nuestra alma, como sabéis, hay dos partes: una divina, que de su hechura y metal mira al cielo y apetece cuanto de suyo es (si no la estorban o oscurecen o llevan) lo que es razón y justicia; inmortal de su naturaleza, y muy hábil para estar sin mudarse en la contemplación y en el amor de las cosas eternas. Otra de menos quilates, que mira a la tierra y que se comunica con el cuerpo, con quien tiene deudo y amistad, sujeta a las pasiones y mudanzas de él, que la turban y alteran con diversas olas de afectos; que teme, que se acongoja, que codicia, que llora, que se engríe y ufana, y que, finalmente, por el parentesco que con la carne tiene, no puede hacer sin su compañía estas obras.
Estas dos partes son como hermanas nacidas de un vientre, en una naturaleza misma, y son de ordinario entre sí contrarias, y riñen y se hacen guerra. Y siendo la ley que esta segunda se gobierne siempre por la primera, a las veces, como rebelde y furiosa, toma las riendas ella del gobierno y hace fuerza a la mejor, lo cual le es vicioso, así como le es natural el deleite y el alegrarse y el sentir en sí los demás afectos que la parte mayor le ordenare; y son propiamente la una como el cielo, y la otra como la tierra, y como un Jacob y un Esaú concebidos juntos en un vientre, que entre sí pelean, como diremos más largamente después.
Esto así dicho, decimos ahora que cuando el alma aborrece su maldad, y Cristo comienza a nacer en ella, pone su espíritu, como decíamos, en el medio y en el centro, que es en la sustancia del alma, y prende luego su virtud en la primera parte de ella, la parte que de estas dos que decíamos es la más alta y la mejor. Y vive Cristo allí en el primer estado de este nacimiento, ejercitando en aquella parte su vida, esto es, alumbrándola y enderezándola y renovándola y componiéndola y dándole salud y fuerzas para que con valor ejercite su oficio. Mas a la otra parte menor, en este primer estado, el espíritu de Cristo, que en lo alto del alma vive, no le desarraiga sus bríos, porque aún no vive en esta parte baja; mas aunque no viva en ella como señor pacífico, dale ayo y maestro que gobierne aquella niñez, y el ayo es la parte mayor en que él ya vive, o él mismo, según que vive en ella, es el ayo de esta parte menor, que desde su lugar alto le da leyes por donde viva, y le hace que se conozca, y le va a la mano si se mueve contra lo que se le manda, y la riñe y la aflige con amenazas y miedos; de donde resulta contradicción y agonía, y servidumbre y trabajo.
Y Cristo, que vive en nosotros, y desde el lugar donde vive, en este artículo se ha con esta menor parte como Moisés, que le da ley, y la amonesta y la riñe, y la amenaza y la enfrena, mas aún no la libra de su flaqueza ni la sana de sus malos movimientos, por donde a este grado o estado le llamamos de ley. En que, como Moisés en el tiempo pasado gozaba del habla de Dios, y en la cumbre del monte conversaba con Él, y recibía su gracia, y era alumbrado de su lumbre, y descendía después al pueblo carnal e inquieto y sujeto a diferentes deseos, y que estaba a la falda de la sierra, adonde no veía sino el temblor y las nubes, y, descendiendo a él, le ponía leyes de parte de Dios, y le avisaba que pusiese a sus deseos freno, y él se los enfrenaba cuanto podía con temores y penas, así la parte más alta nuestra, luego al principio que Cristo en ella nace, santificada por Él y viviendo por su espíritu como subida en el monte con Dios, al pueblo que está en la falda, esto es, a la parte inferior, que, por los muchos movimientos de apetitos y pasiones diferentes que bullen en ella, es una muchedumbre de pueblo bullicioso y carnal e inclinado a hacer lo peor, le escribe leyes y le enseña lo que le conviene hacer o huir, y le gobierna las riendas, a veces alargándolas, y a veces recogiéndolas hacia sí, y finalmente la hinche de temor y de amenazas.
Y como contra Moisés se rebeló por diferentes veces el pueblo, y como siempre con dificultad puso al yugo su mal domada cerviz, de donde nacieron contradicciones en ellos y alborotos y ejemplos de señalados castigos, así esta parte baja, en el estado que digo, oye mal muchas veces las amonestaciones de su hermana mayor, en que ya Cristo vive, y luchan las dos a veces, y despiertan entre sí crueles peleas. Mas como Moisés, para llevar aquella gente al asiento de su descanso, les persuadió primero que saliesen de Egipto, y los metió en la soledad del desierto, y los guió haciendo vueltas por él por largo espacio de tiempo, y con quitarles el regalo y el amparo de los hombres y darles el amparo de Dios en la nube, en la columna de fuego, en el maná que les llovían los cielos y en el agua que les manaba la piedra, los iba levantando hacia Dios, hasta que al fin pasaron con Josué, su capitán, el Jordán y limpiaron de enemigos la tierra, y reposaron en ella hasta que vino últimamente Cristo a nacer en su carne, así su espíritu, que ha nacido ya en lo que es principal en el alma, para reducir a su obediencia la parte que resta, que tiene las condiciones y flaquezas y carnalidades que he dicho, desde la razón donde vive, como otro Moisés, induciéndola a que se despida de los regalos de Egipto, y lavándola con las tribulaciones, y destetándola poco a poco de sus toscos consuelos, y quitándole de los ojos cada día más las cosas que ama, y haciéndola a que ame la pobreza y la desnudez del desierto, y dándole allí su maná, y pasando a cuchillo a muchas de sus enemigas pasiones, y acostumbrándola al descanso y reposo santo, va creciendo en ella y aprovechando y mitigando sus bríos, y haciéndola cada día más hábil para poner su vida en su carne, y al fin la pone y, como si dijésemos, se encarna en ella y la hinche de sí como hizo a la mayor y primera, y no le quita lo que le es natural, como son los sentimientos medidos, y el poder padecer y morir, sino desarráigale lo vicioso, si no del todo, a lo menos casi del todo.
Y este es el grado segundo que dijimos, en el cual el espíritu de Cristo vive en las dos partes del alma: en la primera, que es la celestial, santificándola, o, si lo hemos de decir así, haciéndola como Dios; y en la segunda, que mira a la carne, apurándola y mortificándola de lo carnal y vicioso, y, en vez de la muerte que ella solía dar con su vicio al espíritu, Cristo ahora pone en ella a cuchillo casi todo lo que es contumaz y rebelde. Y como se hubo con sus discípulos cuando anduvo con ellos, que los conversó primero y, dado que los conversaba, duraban en ellos los afectos de carne, de que los corregía poco a poco por diferentes maneras, con palabras, con ejemplos, con dolores y penas; y finalmente, después de su resurrección, teniéndolos ya conformes y humildes y juntos en Jerusalén, envió sobre ellos en abundancia su espíritu, con que los hizo perfectos y santos, así, cuando en nosotros nace, trata primero con la razón y fortifícala para que no la venza el sentido y, procediendo después por sus pasos contados, derrama su espíritu como dice Joel «sobre toda la carne», con que se rinde y se sujeta al espíritu.
Y cúmplese entonces lo que en la oración le pedimos, «que se haga su voluntad, así como en el cielo, en la tierra», porque manda entonces Dios en el cielo del alma, y en lo terreno de ella es obedecido casi ni más ni menos, y baña el corazón de sí mismo, y hace ya Cristo en toda el alma oficio enteramente de Cristo, que es oficio de ungir, porque la unge desde la cabeza a los pies, y la beatifica en cierta manera. Porque, aunque no le comunica su vista, comunícale mucho de la vida que le ha de durar para siempre, y sostiénela ya con el vivir de su espíritu, con que ha de ser después sostenida sin fin. Y este es el mantenimiento y el pan que por consejo suyo pedimos a Dios cada día cuando decimos «y nuestro pan», como si dijésemos «el de después» -que eso quiere decir la palabra del original griego epiosión-, «dánosle hoy», esto es, aquel pan nuestro: nuestro, porque nos le promete; nuestro, porque sin él no se vive; nuestro, porque sólo él hinche nuestro deseo. Así que este pan y esta vida que prometida nos tienes, acorta los plazos, Señor, y dánosla ya, y viva ya tu Hijo en nosotros del todo, dándonos entera vida, porque Él es el pan de la vida.
De manera que, cuando viene a este estado el nacimiento de Cristo en nosotros, y cuando su vida en mí ha subido a este punto, entonces Cristo es lisamente en nosotros el Mesías prometido de Dios, por la razón sobredicha. Y el estado es de gracia, porque la gracia baña a casi toda el alma; y no es estado de ley ni de servidumbre ni de temor, porque todo lo que se manda se hace con gusto: porque en la parte que solía ser rebelde y que tenía necesidad de miedo y de freno, vive ya Cristo que la tiene casi pura de su rebeldía.
Y es estado de Evangelio, porque el nacer y vivir Cristo en ambas las partes del alma, y la santificación de toda ella con muerte de lo que era en ella vejez, es el efecto de la buena nueva del Evangelio, y el reino de los cielos que en él se predica, y la obra propia y señalada y que reservó para sí solo el Hijo de Dios y el Mesías que la ley prometía. Como Zacarías en su cántico dice: «Juramento que juró a Abraham, nuestro padre, de darse a nosotros, para que, librándonos de nuestros enemigos, le sirvamos sin miedo, le sirvamos en santidad y justicia y en su presencia la vida toda.»
Y es estado de gozo, por cuanto reina en toda el alma el espíritu, y así hace en ella sin impedimento sus frutos, que son, como San Pablo dice, «caridad y gozo, y paz, y paciencia, y larga esperanza en los males.» Por donde, en persona de los de este grado, dice el Profeta Isaías: «Gozando me gozaré en el Señor, y regocijaráse mi alma en el Dios mío, porque me vistió vestiduras de salud y me cercó con vestidura de justicia; como a esposo me hermoseó con corona, y como a esposa adornada con sus joyeles.»
Y también, en cierta manera, es estado de libertad y de reino, porque es el que deseaba San Pablo a los Colosenses en el lugar donde escribe: «Y la paz de Dios alce bandera y lleve la corona en vuestros corazones.» Porque en el primer grado estaba la gracia y paz de Dios, como quien residía en frontera y vecina a los enemigos, encerrada y recatada y solícita; mas ahora ya se espacia y se alegra y se extiende como señora ya del campo.
Y ni más ni menos, es estado de muerte y de vida; porque la vida que Cristo vive en los que llegan aquí, da vida a lo alto del alma, y da muerte y degüella a casi todos los afectos y pasiones malas del cuerpo, de que dice el Apóstol: «Si Cristo está en vosotros, vuestro cuerpo, sin duda, ha muerto cuanto al pecado, mas el espíritu vive por virtud de la justicia.»
Y finalmente, es estado de amor y de paz, porque se hermanan en él las dos partes del alma que decimos, y el sentido ama servir a la razón, y Jacob y Esaú se hacen amigos, que fueron imagen de esto, como antes decía. Porque, Sabino, como sabéis, Rebeca, mujer de Isaac, concibió de un vientre estos dos hijos, que, antes que naciesen, peleaban entre sí mismos; por donde ella, afligida, consultó el caso con Dios, que le respondió que tenía en su vientre dos linajes de gentes contrarias, que pelearían siempre entre sí, y que el menor en salir a luz vencería al que primero naciese.
Llegado el tiempo, nació primero un niño bermejo y velloso; y, después de él y asido de su pie de él, nació luego otro de diferente calidad del primero. Este postrero fue llamado Jacob, y el primero Esaú. Su inclinación fue diferente, así como su figura lo era. Esaú, aficionado a la caza y al campo; Jacob, a vivir en su casa. En ella compró un día, por cierto caso, a su hermano el derecho del mayorazgo, que se le vendió por comer. Poco después, con artificio, le ganó la bendición de su padre, que creyó que bendecía al mayor. Quedaron por esta causa enemigos; aborrecía de muerte Esaú a Jacob; amenazábale siempre. El mozo santo, aconsejado de la madre, huyó la ocasión, desamparó la casa del padre, caminó para Oriente, vio en el camino el cielo sobre sí abierto, sirvió en casa de su suegro por Lía y por Raquel, y casado, tuvo abundancia de hijos y de hacienda; y, volviendo con ella a su tierra, luchó con el ángel, y fue bendecido de él; y, enflaquecido en el muslo, mudó el andar con el nombre, y luego le vino al encuentro Esaú, su hermano, ya amigo y pacífico.
Pues conforme a esta imagen, son de un parto las dos partes del alma y riñen en el vientre, porque de su naturaleza tienen apetitos contrarios, y porque, sin duda, después nacen de ellas dos linajes de gentes enemigas entre sí: las que siguen en el vivir el querer del sentido, y las que miden lo que hacen por razón y justicia. Nace el sentido primero, porque se ve su obra primero; tras él viene luego el uso de la razón. El sentido es teñido de sangre y vestido de los frutos de ella, y ama el robo, y sigue siempre sus pasiones fieras por alcanzarlas, mas la razón es amiga de su morada, adonde reposa contemplando la verdad con descanso. Aquí le vienen a las manos la bendición y el mayorazgo. Mas enójanse los sentidos y descubren sus deseos sangrientos contra el hermano, que, guiado de la sabiduría para vencerlos, los huye y corta las ocasiones del mal; y enajénase el hombre de los padres y de la casa, y, puestos los ojos en el Oriente, camina a él la razón, a la cual en este camino se le aparece Dios y le asegura su amparo, y con esto le mueve y guía a servir muchos años y con mucho fruto por Raquel y por Lía; hasta que, finalmente, acercándose ya a su verdadera tierra, viene a abrazarse con Dios y como a luchar con el ángel, pidiéndole que le santifique y bendiga y ponga en paz sus sentidos; y sale con su porfía al fin, y con la bendición muere el muslo, porque en el morir del sentido vicioso consiste el quedar enteramente bendito; y cojea luego el hombre, y es Israel. Israel, porque se ve en él y se descubre la eficacia de la vida divina que ya posee; cojo, porque anda en las cosas del mundo con sólo el pie de la necesidad, sin que le lleve el deleite. Y así, en llegando a este punto el sentido, sirve a la razón y se pacifica con ella y la ama, y gozan ambas, cada una según su manera, de riquezas y bienes, y son buenos hermanos Esaú y Jacob, y vive, como en hermanos conformes, el espíritu de Cristo que se derrama por ellos. Que es lo que se dice en el Salmo: «Cuán bueno es, y cuán lleno de alegría, el morar en uno los hermanos, como el ungüento bueno sobre la cabeza, que desciende a la barba, a la barba del sacerdote, y desciende al gorjal de su vestidura; como rocío en Hermón, que desciende sobre los montes de Sión. Porque allí instituyó el Señor la bendición, las vidas por los siglos.» Porque todo el descanso y toda la dulzura y toda la utilidad de esta vida entonces es: cuando estas dos partes nuestras, que decimos hermanas, viven también como hermanas en paz y concordia.
Y dice que es suave y provechosa esta paz, como lo es el ungüento oloroso derramado, y el rocío que desciende sobre los montes de Hermón y de Sión, porque en el hecho de la verdad, el Hijo de Dios que nace y que vive en estas dos partes, y que es unción y rocío, como ya muchas veces decimos, derramándose en la primera de ellas, y de allí descendiendo a la otra y bañándola, hace en ellas esta paz provechosa y gustosa. De las cuales partes la una es bien como la cabeza, y la otra como la barba áspera y como la boca o la margen de la vestidura; y la una es verdaderamente Sión, adonde Dios se contempla, y la otra Hermón, que es asolamiento, porque consiste su salud en que se asuele en ella cuanto levanta el demasiado y vicioso deseo.
Y cierto, cuando Cristo llega a nacer y vivir en alguno de esta manera, aquel en quien así vive dice bien con San Pablo: «Vivo yo, ya no yo, pero vive en mí Jesucristo.» Porque vive y no vive: no vive por sí, pero vive porque en él vive Cristo, esto es, porque Cristo, abrazado con él y como infundido por él, le alienta y le mueve, y le deleita y le halaga, y le gobierna las obras y es la vida de su feliz vida. Y de los que aquí llegaron dice propiamente Isaías: «Alegráronse con tu presencia como la alegría en la siega, como se regocijaron al dividir del despojo.» De la siega dice que es señalada alegría porque se coge en ella el fruto de lo trabajado, y se conoce que la confianza que se hizo del suelo no salió vacía, y se halla, como por la largueza de Dios, mejorado y acrecentado lo que parecía perdido. Y así es alegría grandísima la de los que llegan aquí, porque comienzan a coger el fruto de su fe y penitencia, y ven que no les burló su esperanza, y sienten la largueza de Dios en sí mismos y un amontonamiento de no pensados bienes.
Y dice del dividir los despojos, porque entonces alegran a los vencedores tres cosas: el salir del peligro, el quedar con honra, el verse con tanta riqueza. Y las mismas alegran a los que ahora decimos; porque, vencido y casi muerto del todo lo que en el sentido hace guerra, y esto porque el espíritu de Cristo nace y se derrama por él, no solamente salen de peligro, sino se hallan improvisamente dichosos y ricos. Y por eso dice que se alegran en su presencia, porque la presencia suya en ellos, que es el nacer y vivir de Cristo en toda su alma, les acarrea este bien, que es el que añade luego, diciendo: «Porque el yugo de pesadumbre y la vara de su hombro y el cetro del ejecutor en él, lo quebrantaste como en el día de Madián.»
Que a la ley dura que puso el pecado en nuestra carne y a lo que heredamos del primer hombre y que es hombre viejo en nosotros, lo llama bien «yugo de pesadumbre» porque es carga muy enlazada a nosotros y que mucho nos enlaza; y «vara de su hombro» porque con ella, como con vara de castigo, nos azota el demonio. Y dice «de su hombro», por semejanza de los verdugos y ministros antiguos de justicia, que traían al hombro el manojo de varas con que herían a los condenados. Y es «cetro de ejecutor», y en nosotros, porque, por medio de la mala inclinación del viejo hombre, que reside en nuestra carne, ejecuta el enemigo su voluntad en nosotros. Lo cual todo quebranta Cristo cuando de lo alto del alma extiende su vida a la parte baja de ella, y viene como a nacer en la carne.
Y quebrántalo, «como en el día de Madián». Que ya sabéis en qué forma alcanzó victoria Gedeón de los madianitas, sin sus armas y con sólo quebrar los cántaros y resplandecer la luz que encerraban y con tocar las trompetas. Porque comenzar Cristo a nacer en nosotros no es cosa de nuestro mérito, sino obra de su mucha virtud, que primero, como luz metida en el medio del alma, se encierra allí, y después se descubre y resplandece, quebrantando lo terreno y carnal del sentido. A cuyo resplandor, y al sonido que hace la voz de Cristo en el alma, huyen los enemigos y mueren. Y como en el sueño que entonces vio uno de los del pueblo contrario, un pan de cebada y cocido entre la ceniza, que se revolvía por el real de los enemigos, tocando las tiendas, las derrocaba, así aquí Cristo, que es pan despreciado al parecer y cocido en trabajos, revolviéndose por los sentidos del alma, pone por el suelo los asientos de la maldad que nos hacen guerra; y, finalmente, los abrasa y consume, como dice luego el Profeta: «Que toda la presa o pelea peleada con alboroto, y la vestidura revuelta en las sangres, será para ser quemada, será mantenimiento de fuego.» Y dice bien «la pelea peleada con alboroto», cuales son las contradicciones que los deseos malos, cuando se encienden, hacen a la razón, y las polvaredas que levantan, y su alboroto y su ruido.
Y dice bien «el vestido revuelto en la sangre», que es el cuerpo y la carne que nos vestimos, manchada con la sangre de sus viciosas pasiones, porque todo ello, en este caso, lo apura el santo fuego que Cristo en el Evangelio dice que vino a poner en la tierra. Y lo que el mismo profeta en otro capítulo escribe, también pertenece a este negocio, porque dice de esta manera: «Porque el pueblo en Sión habitará en Jerusalén. No llorará, llorando; apiadando, se apiadará de ti. A la voz de tu grito, en oyéndola, te responderá. Y daros ha el Señor pan estrecho y agua apretada, y no volará más tu maestro, y a tu maestro tus ojos le contemplarán, y tus orejas oirán a las espaldas tuyas palabra que te dirá: este es el camino, andad en él, no inclinéis a la derecha o a la izquierda.» Que es imagen de esto mismo que digo, adonde el pueblo que estaba en Sión hace ya morada en Jerusalén.
Y la vida de Cristo, que vivía en el alcázar del alma, se extiende por toda la cerca de ella y la pacifica; y el que residía en Sión, hace ya su morada en la paz; y cesa el lloro que es lloro, porque se usa ya con ellos de la piedad, que es perfecta. Y como vive ya Cristo en ellos, óyelos en llamando, o, por mejor decir, lo que Él pide en ellos, eso es lo que piden, porque está en ellos su maestro metido, que no se les aparta ni ausenta, y que, en hablando ellos, los oye, y dales entonces Dios pan estrecho y agua apretada, porque verdaderamente les da el pan y el agua que dan vida verdadera: su cuerpo y su espíritu, que se derrama por ellos y los sustenta. Mas dáselo con brevedad y estrechez: lo uno, porque, de ordinario, mezcla Dios con este pan que les da, adversidad y trabajos; lo otro, porque es pan que sustenta en medio de los trabajos y de las apreturas el alma; y lo último, porque en esta vida este pan vive como escondido y como encogido en los justos. Que, como dice de ellos San Pablo: «Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, mas cuando Él apareciere que es vuestra vida, entonces le pareceréis a Él en la gloria.» Porque entonces acabará de crecer en los suyos Cristo perfectamente y del todo, cuando los resucitare del polvo inmortales y gloriosos, que será el grado tercero y el último de los que arriba dijimos. Adonde su espíritu y vida de Él se comunicará de lo alto del alma a la parte más baja de ella, y de ella se extenderá por el cuerpo, no solamente quitando de él lo vicioso, sino también desterrando de él lo quebradizo y lo flaco, y vistiéndolo enteramente de sí.
De manera que todo su vivir, su querer, su entender, su parecer y resplandecer será Cristo, que será entonces varón perfecto enteramente en todos los suyos, y será uno en todos, y todos serán hijos cabales de Dios por tener en sí el ser y el vivir de este Hijo, que es único y solo Hijo de Dios, y lo que es Hijo de Dios en todos los que se llaman sus hijos. Y así como Cristo nace en todas estas maneras, así también en las Escrituras sagradas hebreas es llamado Hijo con cinco nombre diversos.
Porque, como sabéis, Isaías le llama Ieled, y David, en el Salmo segundo, le llama Bar, y en el Salmo setenta y uno le llama Nin, y de David y de Isaías es llamado Ben, y llámale Sil Jacob en la bendición de su hijo Judas, en el libro de la Creación de las cosas.
De manera que como Cristo nace cinco veces así también tiene cinco nombres de Hijo, que todos significan lo mismo que Hijo, aunque con sonidos diferentes y con origen diversa. Porque Ieled es, como si dijésemos, el engendrado; Bar, el criado, apurado, escogido; Nin, el que se va levantando; Ben, el edificio; y Sil, el pacífico o el enviado. Que todas son cualidades que generalmente se dicen bien de los hijos, por donde los hebreos tomaron nombres de ellas para significar lo que es hijo; porque el hijo es engendrado y criado y sacado a luz, y es como lo apurado y lo ahechado que sale del mezclarse los padres, y el que se levanta en su lugar cuando ellos fallecen, sustentando su nombre, y es como un edificio; por donde, aun en español, a los hijos y descendientes les damos nombre de casa, y es la paz el hijo, y como el nudo de concordia entre el padre y la madre.
Mas dejando lo general, con señalada propiedad son estos nombres de sólo aqueste Hijo que digo. Porque Él es el engendrado según el nacimiento eterno, y el sacado a luz según el nacimiento de la carne, y lo apurado y lo ahechado de toda culpa según ella misma, y el que se levantó de los muertos, y el edificio que encierra en la hostia, donde se pone, a todos sus miembros, y el que nace en el centro de sus almas, de donde envía poco a poco por todas sus partes de ellas la virtud de su espíritu, que las apura y aviva y pacifica y abastece de todos sus bienes. Y finalmente, Él es el Hijo de Dios, que sólo es hijo de Dios en sí y en todos los demás que lo son. Porque en Él se criaron y por Él se reformaron, y por razón de lo que de Él contienen en sí son dichos sus hijos. Y eso es ser nosotros hijos de Dios: tener a este su divino Hijo en nosotros. Porque el Padre no tiene sino a Él solo por Hijo, ni ama como a hijos sino a los que en sí le contienen y son una misma con Él, un cuerpo, un alma, un espíritu. Y así, siempre ama a solo Él en todas las cosas que ama.
Y acabó Juliano aquí, y dijo luego:
-Hecho he, Sabino, lo que me pediste, y dicho lo que he sabido decir; mas si os tengo cansado, por eso proveíste bien que Marcelo sucediese luego; que con lo que dijere nos descansará a todos.
-A Sabino -dijo entonces Marcelo- yo fío que no le habéis cansado, mas habéisme puesto en trabajo a mí, que, después de vos, no sé qué podré decir que contente. Sólo hay este bien, que me vengaré ahora, Sabino, de vos en quitaros el buen gusto que os queda.
Dijo Marcelo esto, y quería Sabino responderle, mas estorbóselo un caso que sucedió, como ahora diré.
En la orilla contraria de donde Marcelo y sus compañeros estaban, en un árbol que en ella había, estuvo asentada una avecilla de plumas y de figura particular, casi todo el tiempo que Juliano decía, como oyéndole, y, a veces, como respondiéndole con su canto, y esto con tanta suavidad y armonía, que Marcelo y los demás habían puesto en ella los ojos y los oídos. Pues al punto que Juliano acabó, y Marcelo respondió lo que he referido, y Sabino le quería replicar, sintieron ruido hacia aquella parte; y, volviéndose, vieron que lo hacían dos grandes cuervos que, revolando sobre el ave que he dicho y cercándola alrededor, procuraban hacerle daño con las uñas y con los picos. Ella, al principio, se defendía con las ramas del árbol, encubriéndose entre las más espesas. Mas creciendo la porfía, y apretándola siempre más a do quiera que iba, forzada se dejó caer en el agua gritando y como pidiendo favor. Los cuervos acudieron también al agua y, volando sobre la haz del río, la perseguían malamente, hasta que al fin el ave se sumió toda en el agua, sin dejar rastro de sí. Aquí Sabino alzó la voz y, con un grito, dijo:
-¡Oh la pobre, y cómo se nos ahogó!
Y así lo creyeron sus compañeros, de que mucho se lastimaron. Los enemigos, como victoriosos, se fueron alegres luego. Mas como hubiese pasado un espacio de tiempo, y Juliano con alguna risa consolase a Sabino, que maldecía los cuervos, y no podía perder la lástima de su pájara, que así la llamaba, de improviso, a la parte adonde Marcelo estaba, y casi junto a sus pies, la vieron sacar del agua la cabeza, y luego salir del arroyo a la orilla, toda fatigada y mojada. Como salió, se puso sobre una rama baja que estaba allí junto, adonde extendió sus alas y las sacudió del agua, y después, batiéndolas con presteza, comenzó a levantarse por el aire cantando con una dulzura nueva. Al canto, como llamadas otras muchas aves de su linaje, acudieron a ella de diferentes partes del soto. Cercábanla y, como dándole el parabién, le volaban al derredor. Y luego juntas todas y como en señal de triunfo, rodearon tres o cuatro veces el aire con vueltas alegres, y después se levantaron en alto poco a poco hasta que se perdieron de vista.
Fue grandísimo el regocijo y alegría que de este suceso recibió Sabino. Mas decíame que, mirando en este punto a Marcelo, le vio demudado en el rostro y turbado algo y metido en gran pensamiento, de que mucho se maravilló; y que riéndole preguntar qué sentía, viole que, levantando al cielo los ojos, como entre los dientes y con un suspiro disimulado, dijo:
-Al fin, Jesús es Jesús.
Y que luego, sin dar lugar a que ninguno le preguntase más, se volvió a él y le dijo:
-Atended, pues, Sabino, a lo que pedisteis.