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De mala raza: 24

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ACTO TERCERO

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La misma decoración del acto segundo.


Escena primera

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PAQUITA y DON ANSELMO. DON ANSELMO, en un sillón, junto a la mesa, muy abatido y leyendo un periódico.


PAQUITA.-¡Por Dios, Anselmo, deja ese periódico! Ten fuerza de voluntad y no pienses más en esas cosas.

ANSELMO.-Fácil es decirlo. Pero es mi hijo..., ¿y no quieres que piense en su desdicha?

PAQUITA.-¿Y de qué sirve que te atormentes día y noche, ahondando siempre en la misma idea? ¿No ha concluido todo?

ANSELMO.-Eso quisiera tu protegida. (Con acento rencoroso.)

PAQUITA.-¿No se da por satisfecho Carlos? ¿No cree, y con razón, en la virtud de su esposa?

ANSELMO.-Si él se da por satisfecho, no se dan por satisfechos los demás.

PAQUITA.-¿Y quiénes son ésos? ¿Quién tiene derecho para ser más exigente que Carlos?

ANSELMO.-En primer lugar, «todo el mundo», que siempre tiene derecho para todo, y que cuando no lo tiene, se lo toma. Y luego, sus amigos, que en estos asuntos suelen ser muy escrupulosos,. Y, sobre todo, su padre, su padre, que soy yo; yo, que no quiero ver al hijo de mi alma entregado al desprecio público, ¿entiendes? Antes no había más que plácemes y simpatías para mi Carlos. ¡La esperanza del partido! ¡Una futura gloria de la patria! ¡El elocuente, el dignísimo, el sabio publicista! Y ahora..., ahora, gracias a esa mujer, el hijo mío es objeto de desdeñosa lástima para los más piadosos, y materia explotable para afligidos ingenios de mancebía y valerosos voluntarios del escándalo. ¿Conque todo ha concluído? Pues no ha concluido, que ahora empieza. ¡Ah..., no!.. Esto no puede seguir así. Es preciso que mi Carlos se limpie de esa lepra que le devora! ¡Que se presente limpio y honrado ante el mundo! ¡Que sepan todos que él no sufre afrentas, ni vende honras a precio de medros, ni es de los esposos complacientes y distraídos! ¡Y no lo es!... ¡Aunque ahora lo parezca..., no lo es! ¡La vida pongo yo!... (Con acento terrible.) Lo que hay es que la pasión por esa mujer le trastorna. ¡Ella!... ¡Ella!... ¡Pero bien comprende Carlos su situación! ¡Vaya si la comprende! Si no, no sufriría lo que sufre.

PAQUITA.-¡Pobre Carlos! ¡Ocho días de fiebre en que creíamos que perdía el juicio!

ANSELMO.-Dios haga que no lo haya perdido. En todo caso, yo lo tendré por él. Déjalo, déjalo a ni cuidado, que las cosas no han de quedar como están. (Se pasea con agitación; PAQUITA le sigue con miradas de espanto.)

PAQUITA.-Pero ¿qué piensas hacer?

ANSELMO.-Ya verás; ya verás. Hoy mismo tendré con él una explicación decisiva. Seré implacable, cruel, brutal si es preciso. ¡Llegaré a lo vivo! Soy su padre, le di la vida; pues le daré honra.

PAQUITA.-¿Y si le das la muerte?

ANSELMO.-¡Ca! Ya está bueno. Lo ha dicho el médico. No hay cuidado. La muerte no se desliza por su cuerpo, que es robusto. ¡Se le acurruca en el alma, y de allí hay que arrancársela!

PAQUITA.-¡Perdóname, Anselmo; pero tienes una tenacidad!...

ANSELMO.-Muy enojosa para tu amiga, lo comprendo. Pero ya, ¡hasta que me muera! Es lo único que nos queda a los viejos. ¿Y dónde está Carlos? Con ella, ¿eh?

PAQUITA.-Creo que sí; con Adelina.

ANSELMO.-¡Con ella siempre! (Con acento celoso.) En cambio a mí..., ni verme. ¡Evita mi presencia, como si yo le hubiese hecho algún daño!

PAQUITA.-No digas eso. Te ama como siempre. ¡Más que nunca tal vez!

ANSELMO.-Ya lo sé. Si él es muy bueno. Pero, es claro, ya no soy su padre: soy su juez, la imagen viva de su conciencia y de su dignidad. Y es corriente.. Como no han quedado muy bien paradas ni una ni otra, huye de ellas.

PAQUITA.-No es ésa la causa, no lo creas. Es... el estado en que se halla; su enfermedad, el recuerdo de aquellas violentísimas escenas. Ya ves: tampoco quiere ver a don Prudencio, ni a Visitación, ni a don Nicomedes.

ANSELMO.-A pesar de que sólo por cuidarle se han quedado ocho días en casa. Tienes razón: es injusto con todos, como lo es conmigo. ¡No parece sino que son ellos los culpables!

PAQUITA.-Los culpables, no; pero... Mira, Anselmo: ellos traen el infierno a esta casa, y te enloquecen con sus cuentos, y torturan sin compasión a Adelina con sus reticencias, y en lo poco que hablan con Carlos dejan nuevos gérmenes de fiebre y de desesperación en aquel cerebro débil y enfermo.

ANSELMO.-No tienes razón. Les tienes inquina a los pobres, porque no están dulzarrones con... «aquélla». No hacen más que cumplir mis órdenes y ser francos y leales. Y así quiero yo que sean.

PAQUITA.-¡Tus órdenes! No, Anselmo, no te calumnies. Tú no les ordenas ese miserable espionaje que ejercen alrededor de Adelina. Tú no les ordenas..., ¡eso no lo haces tú!..., que sigan sus pasos por la casa, que observen si llora, o si por casualidad cruza un relámpago de alegría por sus ojos; que midan y comenten las palabras de la inocente criatura, buscando en ellas siempre doble sentido; que se enteren minuciosamente, mirando por detrás de las colgaduras o por los resquicios de las puertas, si recibió una carta, y de quién era, y si contestó a ella; que sin cesar estén tendiendo hilos invisibles de repugnante telaraña alrededor del pobre ser, mientras ellos, agazapados, esperan que esté bien sujeto ¡para arrojarse sobre su presa! Eso no lo haces tú, ¡o no serías lo que yo siempre he creído que eras!...

ANSELMO.-¡Ya estás exagerando y sacando las cosas de quicio! Yo no ordeno nada de eso, ni ellos descienden a semejantes ruindades... ¡Te digo que no! Como también te digo que si la casualidad pone en mi mano alguna prueba, la utilizaré sin escrúpulo. ¡Hola, hola! ¿La traición contra mi Carlos es lícita y hasta poética, y la defensa de su padre, no lo es? Pues no, señora. Yo soy quien soy. Los caracteres enérgicos miran de frente a la desgracia, buscan el remedio sin flaqueza y lo aplican sin vacilaciones. ¿Comprendes? ¡Oh!, yo te digo que mi Carlos quedará, al fin, como lo que es: como un hombre honrado. No me repliques. Será porque yo quiero que sea, porque es mi deber, porque lo exige nuestra dignidad. ¡Ea, lo dicho! Las mujeres, a llorar; los hombres, a su obligación.

PAQUITA.-Calla, por Dios... Adelina viene.

ANSELMO.-¿Es Adelina?... Mejor.