De tal palo, tal astilla/Capítulo II

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El cuadro que alumbró la luz que introdujo en la alcoba don Lesmes era poco risueño. He aquí sus figuras y principales accesorios: un lecho revuelto, y en él un cuerpo humano devorado por la fiebre. El cuerpo era de mujer, y de mujer de hermosas facciones, aunque a la sazón alteradas por el fuego de la calentura. Tenía la cabeza en escorzo, con la boca en lo más alto de él; y el óvalo gracioso de la cara recortábase en un fondo de enmarañadas guedejas de cabellos grises, desparramados sobre la almohada. Jadeaba la enferma; y las ropas del lecho alzábanse y descendían al agitado compás de una respiración fatigosa y sibilante, como si al llegar el aire a los resecos labios atravesara mallas de alambre caldeado.

Sentada junto a la cabecera de la cama estaba una joven de cabellos rubios y cutis blanquísimo, con los brazos cruzados bajo el pecho de gallardo perfil, y con los azules, rasgados ojos, velados por las lágrimas, fijos en el rostro de la enferma, y atenta a los menores movimientos de su cuerpo.

Al alcance de su mano había una mesa con jaropes de botica, que desde lejos se daban a conocer por lo subido de sus olores; y entre los jaropes, un reloj de bolsillo con la tapa abierta. Sobre la cabecera de la cama, colgado en la pared, un crucifijo de marfil; y debajo, una benditera y un ramito de laurel sujeto al lazo de seda que la sostenía.

Al aparecer en la alcoba el doctor, se levantó la joven y quiso decirle algo, tal vez como expresión de su agradecimiento; pero el llanto apagó su voz. Comprendióla el médico, al mismo tiempo que don Lesmes se la presentaba como hija de la enferma y autora de la carta que él había recibido, y no le faltaron en aquel momento oportunas frases de las muchas que aún conservaba en su repertorio de médico viejo de la corte y hombre de buena sociedad.

Diose comienzo a la inspección facultativa, que fue detenida y minuciosa. El doctor mostró durante ella el certero desembarazo que da una larga y gloriosa práctica. Se hallaba junto a aquel lecho, que era casi un ataúd, como los buenos generales en los trances apurados de una batalla perdida: explorando, con perfecto conocimiento del terreno, los únicos puntos vulnerables del enemigo. Águeda y don Lesmes, por no poder hacerlo la enferma, respondían a sus preguntas. No cansaré al pío lector con el relato minucioso de estas investigaciones facultativas, porque ni son del caso, ni yo entiendo jota de ellas. Pero he de citar un detalle, por lo que de él corresponde a la figura de don Lesmes.

El doctor había puesto bajo el brazo de la enferma, en contacto inmediato con la piel, un primoroso tubo de cristal graduado. Don Lesmes, como si no supiera qué iba a pasar allí, miraba de reojo la operación y el tubo.

Cuando el doctor retiró el termómetro y hubo consultado la altura del mercurio:

-Vea usted -dijo a don Lesmes poniéndole el aparato delante de la cara.

-Ya, ya..., ya veo -respondió don Lesmes sin saber qué mirar en aquello que le parecía un alfiletero grande.

-¡Cuarenta y uno! -añadió el doctor en voz baja.

-Justos y cabales -repuso el otro por responder algo, pues como no sabía de qué se trataba, lo mismo eran para él cuarenta y uno que cuarenta mil.

Después examinó el doctor los jaropes que había sobre la mesa, arrimando la nariz a todos ellos.

-Sin perjuicio -dijo a don Lesmes, sacando al mismo tiempo un lapicero y un papel de su cartera- de lo que luego acordemos los dos, conviene que inmediatamente se traiga el medicamento que voy a disponer.

Y escribió una fórmula en que entraba el almizcle como base.

Águeda recogió el papel escrito; pero no se atrevió a preguntar al médico una palabra acerca del estado de su madre. ¡Demasiado decían a su corazón la reserva del uno y la creciente postración de la otra!

-Cuando usted guste -dijo Peñarrubia a don Lesmes.

-Estoy a sus órdenes, ilustre doctor -respondió don Lesmes haciendo una reverencia.

Salieron de la alcoba. La niña seguía durmiendo profundamente; don Lesmes colocó la bujía en la mesa de donde la había tomado, y volvió a cubrir la luz con la pantalla. Entonces se fijó en un nuevo personaje que había en escena: el cura.

Junto a la puerta que daba a la sala, y con otra luz en la mano, estaba ya esperando a los médicos el hombre vestido de negro.

-Tengan ustedes la bondad de seguirme -les dijo.

Y, siguiéndole, volvieron a atravesar la sala y entraron en un gabinete frontero al que acababan de dejar. El hombre gordo y vestido de negro puso la luz sobre una mesa con tapete y recado de escribir, arrimó a ella dos sillones, uno enfrente de otro, y dijo con la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre la oronda barriga:

-¿Tienen ustedes algo que ordenarme?

-Que nos deje usted solos -contestó Peñarrubia, sin poder disimular lo antipático que le era aquel personaje.

Entre tanto, don Lesmes no cabía en su vestido. La idea de que iba a verse mano a mano con una de las celebridades médicas de la época le espantaba; pero al propio tiempo, considerando que nadie podía robarle la gloria de haberse hallado en consulta con autoridad de tanta resonancia, el alma se le mecía en un golfo de vanidad. Y así le entraban unos trasudores y unos hormigueos, que no le dejaban sosegar.

Conoció el doctor algo de lo que le pasaba, y le brindó a que se sentara el primero. No lo consintió don Lesmes. Hízole el otro con suelto desenfado, y habló de esta suerte, mientras don Lesmes buscaba en su sillón una postura que, sin dejar de ser majestuosa y solemne, fuera elegante y descuidada:

-Sería conveniente que me diera usted algunas noticias de la enferma.

-Como si la hubiera parido, señor doctor -se apresuró a replicar don Lesmes. Acomodóse de nuevo en el sillón, carraspeando mucho, y habló así-: Yo soy de Vitigudino, a once leguas de Salamanca, aunque le parezca mentira...

-¡Hombre!... ¡De ningún modo! -le interrumpió el doctor alegremente.

-Dígolo -rectificó don Lesmes-, porque me ve tan lejos de mi patria. Siendo de Vitigudino tomé el título el año veintisiete, el veintiocho casé con una joven, parienta inmediata de los Vengazones de Cantalejo, a quienes acaso usted haya oído nombrar... porque son gente de viso... El treinta me hallaba desacomodado y con ánimo de revalidarme, para lo cual hice algunos estudios privados...

-¡Cómo que revalidarse! -preguntó el doctor entre impaciente y curioso de oír a aquel notable personaje-. ¿No tomó usted el título el año veintisiete?

-Mucho que sí; pero yo aspiraba a licenciarme en medicina.

-Vamos, ya caigo. Es usted cirujano a secas.

-Esa es la palabra, señor doctor... salvo siempre los estudios privados de que he tenido el honor de hablarle... Pues como iba diciendo, el año treinta me hallaba desocupado; vacó este partido, según pude ver en los anuncios; le pretendí y me le dieron. Desde entonces vengo asistiendo a este vecindario, señor doctor... Digo, ¿conoceré yo la naturaleza de estas gentes? Que entré en esta casa como en la mía propia, de por sí se entiende. ¡Y qué casa, señor doctor! ¡Qué casa! ¡Sepa usted que aquí se apalean los ochentines!

-No lo dudo, señor don Lesmes; pero yo quisiera que habláramos un poquito de la enferma.

-Pues a ello voy caminando, señor de Peñarrubia si usted tiene la bondad de oírme dos palabras más. A esa señora que acaba usted de ver en la cama, la conocí yo así de pequeñita: era la única hija que le quedaba a un riquísimo mayorazgo de este pueblo, con fincas en media España, a quien usted estará cansado de oír nombrar... ¡Pues ahí son poco sonados los Rubárcenas de Valdecines! Era hombre de saber y muy dado a viajar por el mundo; porque, como he dicho, le sobraba el dinero. En uno de estos viajes, recién llegado yo, llevó consigo a su hija y la puso en un colegio de Francia, en que dicen que había hasta hijas de reyes. La niña Marta era lista como la pimienta, y por su aire y su corte parecía que estaba pidiendo aquellos pulimentos de enseñanza. Por cansar menos, diré que cuando al cabo de los años volvió a la tierra, era un sol de buena moza y hablaba lenguas como agua; en lo tocante a pluma y estudios gramaticales, geografía y otros puntos de saber, ¿quién era el guapo que se le ponía delante? Nada le digo a usted de las obras de mano. Eran las suyas moldes de finura y maravillas.

Que con estas cláusulas tuvo los pretendientes a rebaños, por entendido se calla; pero no era mujer dada a los extremos, y ya tenía veinticinco años cuando se decidió por un caballero, rico también y buen mozo si los había. Este tal caballero, don Dámaso Quincevillas, era de Treshigares, pueblo de lo último de la Montaña, donde empieza a nevar en septiembre y no lo deja hasta San Juan.

Un año después de casada doña Marta, murió su padre de una apoplejía; y como don Dámaso, al casarse, ya era huérfano, cátese usted que el matrimonio reunió un mar de riquezas en fincas y sonante.

De este matrimonio nació primeramente Águeda, que es la joven que usted ha visto a la cabecera de la cama... El vivo retrato de su madre, señor doctor, en lo despierta, y un ángel de Dios en la figura y en los sentimientos. En hora conveniente tratóse de dar a la niña educación al consonante de sus talentos y posibles; pero doña Marta, que estaba entusiasmada con aquella criatura, opinó que el mejor colegio para una niña es una buena madre; y cátala cogiendo, como quien dice, con una mano, cuanto había aprendido en Francia con maestros y en su casa con la experiencia de los años, y pasándolo a su hija, que lo recibe sin perder miga, ni más ni menos que si para ella lo hubiera estudiado quien lo enseñaba.

Vino después al mundo otra niña, que es la que dormía en el gabinete cerca de la luz que yo cogí; y doña Marta comenzó a educarla lo mismo que Águeda... Y aquí empieza a nublarse la buena estrella. Un día me llamaron muy deprisa. Don Dámaso estaba muy malo. Con el afán en que le traía el cercado de esa gran posesión que rodea la casa, obra que había emprendido al asomar el verano, cogió una insolación; no la hizo caso; otro día se mojó los pies; resultóle un ataque cerebral... y se murió. En aquella hora puede decirse que murió también la mitad de su señora, que adoraba en él. Hasta entonces había sido alegre y risueña como unas pascuas, y fuerte como una encina; desde entonces se hizo triste y cavilosa y quebradiza de salud. Fuese dejando poco a poco de las cosas del mundo, ¡y allí fue de ver a su hija cómo se puso al frente de todo, y llenó, hasta con sobras, los huecos de su padre muerto, y de su madre casi, casi! Encargóse, por de pronto, de la educación de su hermana; y ahí la tiene usted, a los nueve años de edad, sabiendo poco menos que su maestra. ¡Pasma, señor de Peñarrubia, el don de esa muchacha para hacer milagros de gobierno y enseñanza! ¡No se explica uno cómo en una personita de mujer, tan rubia, tan tiernecita y adamada, caben tanto saber y tanto juicio!

-¿De manera -dijo el doctor, a quien iban interesando estos pormenores- que toda esta familia queda reducida a la señora enferma y sus dos hijas?

-Queda también -repuso don Lesmes- un hermano del difunto don Dámaso, que no ha estado aquí más que el día de la boda y el del entierro de éste. Se llama don Plácido, y no sale jamás de Treshigares, gastando su patrimonio en la manía de sacar gallinas de muchos colores.

-Pues entonces, ¿quién es ese personaje lúgubre y taciturno que nos alumbra a cada paso que damos?

-Ése -dijo aquí don Lesmes bajando la voz y frunciendo los ojos maliciosamente- es don Sotero Barredera, mayordomo de la señora, por de pronto.

-¿Por de pronto?... Pues, ¿qué otra cosa es?

-Oiga usted, y perdone. Don Sotero fue procurador; y llegó aquí, su pueblo natal, hace algunos años, con un gaznápiro a quien llama sobrino, y otros tienen por hijo legítimo. Según lenguas, don Sotero se retiró a comerse lo ganado honradamente; y según otras, porque fueron tales y tan gordas sus demasías ejerciendo el cargo, que le fue imposible la residencia en la capital del partido. Créese que es usurero, porque alguno que le ha necesitado dejó entre sus uñas hasta la camisa. La verdad es, señor doctor, que las trazas no le abonan por rumboso ni caritativo. Tomándole por sus obras que se ven, santo debe de ser; porque, desde que apareció en el pueblo, no sale de la iglesia si no es para entrar aquí.

-¿No me ha dicho usted que doña Marta tenía mucho talento?

-Y lo repito.

-¿Cómo se explica entonces la confianza que ha puesto en ese hombre?

-Porque doña Marta, que siempre fue piadosa, desde que murió su marido llevó la devoción a lo más extremo; y, a mi modo de ver, la claridad de su entendimiento se enturbió bastante en lo relativo a cosas que con su manía se acomodaban. Hízose don Sotero presente en horas oportunas; y como doña Marta le veía confesar cada ocho días y, en su fe y su bondad no podía creer que hubiera hombre nacido de entraña tan perra que fuera capaz de valerse de la Hostia consagrada para engañar al mundo, siendo además listo y advertido el hombre... fue entrando, entrando; y ahí le tiene usted.

-Corriente; pero hasta aquí, no se ve sino al mayordomo: ¿y lo demás?

-Lo demás, señor de Peñarrubia, lo iremos viendo poco a poco. Por de pronto, dícese que el testamento de la señora...

-¿Luego ha testado ya?

-¡A buena parte va usted! Anteayer, apenas vio que la calentura apretaba, confesó y comulgó como una santa. Desde entonces, y por orden suya, puede decirse que no sale el cura de esta casa. En cuanto despachó el negocio del alma, llamó al escribano. Anduvo traficando en la operación don Sotero... y se dice si quedaron las cosas muy amarradas a su mano. Será o no sera; pero bien puede ser; y si fuese, lo sentiría por Águeda, que no le puede ver ni en pintura.

Calló aquí don Lesmes, y no dijo una palabra el doctor.

-¿Le parece a usted, compañero -manifestó éste al poco rato-, que tratemos exclusivamente de la enfermedad de doña Marta?

Don Lesmes se sintió crecer hasta las nubes al oírse llamar «compañero» por tales labios; pero le volvieron los trasudores al considerar que era llegado el trance negro. Hizo una solemnísima reverencia y respondió:

-Los antecedentes que he tenido el honor de manifestar a usted, llevaban por objeto poner a su ilustrado criterio en condiciones de apreciar debidamente las circunstancias patológicas de la señora; circunstancias que pudiéramos llamar «de naturaleza» en ella. Ocho días hace, y estamos ya sobre el punto, me dijo doña Marta que su ordinario padecimiento se había agravado; el cual padecimiento era una dispepsia de carácter nervioso, como usted habrá comprendido por los antecedentes expuestos y el estado de la enferma.

Sonrióse el doctor, y continuó don Lesmes:

-Efectivamente: la enfermedad no había cambiado de naturaleza, aunque sí de intensidad: apetito nulo, pulso discreto, sed ardiente y mucha pesadez de cabeza.

-¿Y cree usted que ese cuadro de síntomas acusaba el padecimiento ordinario?

-De fe, señor doctor, de fe. Dispuse inmediatamente la medicación: bebida a pasto.

-¿Qué bebida?

-Zaragatona: infusión reconcentrada, según mi fórmula número dos. Como era de esperar, cedió bastante la sed; pero quedaba en todo su auge la pesadez de cabeza y, por consiguiente, la calentura no bajaba. La indicación era clara: fórmula número cuatro, en paños a las sienes y cataplasmas saturadas a la parte media posterior.

-¿Saturadas de qué?

-De zaragatona, señor doctor. Observé entonces que si bien el estado cerebral no mejoraba, el pulso se iba endureciendo, y la enferma comenzaba a encontrarse muy inquieta en la cama a consecuencia de un dolorcillo que se le presentó, pasante de pecho a espalda... Lo que tenía que suceder, aquel cuerpo no funcionaba en debida forma, y el flato dijo «aquí estoy»; pero yo, que conozco bien su táctica, le había tomado la delantera y le salí al encuentro con toda la artillería de mis reservas, o séase el clister alternativo.

-No comprendo.

-Enemas de mucílago, alternadas.

-Por supuesto de...

-De zaragatona, señor doctor.

-¿Y con qué las alternaba usted?

-Con la poción... Y ya usted comprenderá que mi intento era coger al enemigo entre dos fuegos.

-O entre dos aguas, que para el caso es lo mismo.

-Exactamente; o como llaman mis enfermos a este procedimiento: una de cal y otra de arena. ¡Ja, ja!...

Antójaseme que aquí se hubiera hecho el doctor unas cuantas cruces con los dedos, si hubiera podido acordarse de cómo se hacían: su expresión de asombro las estaba pidiendo como detalle necesario.

-Ya veo -dijo cuando don Lesmes acabó de reírse- que es usted hombre de sistema.

-Dieciséis años de experiencias asombrosas, señor de Peñarrubia -exclamó don Lesmes irguiéndose conmovido-, y otros tantos de desvelos estudiando las virtudes de esa planta maravillosa, puedo ofrecer en abono de él al protomedicato español. Así levanta lo que tengo escrito sobre la materia... Pero -añadió trocando su exaltación en abatimiento- un pobre cirujano de aldea, ya ve usted... ni influjos de arriba, ni apoyos acá; ocho de familia; pocos recursos... ¡Ah! ¡Si yo hubiera tenido la dicha de conocerle a usted cuando me hallaba en la flor de mis entusiasmos por el bien de la humanidad!...

-Señor don Lesmes -le interrumpió el doctor-, volvamos al asunto principal, que el tiempo apremia; y dígame qué resultado obtuvo usted con lo que llama su artillería.

-A eso voy, señor de Peñarrubia -continuó don Lesmes, pasándose por los ojos un pañuelo de yerbas-. El resultado es precisamente el que yo no pude apreciar; porque habiéndosele presentado a la enferma una tosecilla con esputos sanguinolentos, y creciendo la calentura hasta el punto que usted ha visto, Águeda se alarmó; tiró al corral todos los preparados de mi específico, y tuve que recetar medicamentos mas enérgicos, según la vulgar creencia. Quiso al mismo tiempo una consulta; propúsele varios facultativos, y para cada uno tuvo su tacha correspondiente. Como desde el primer instante puso el pensamiento en usted, todo le parecía poco. ¡Ya lo creo! Pero ella erre que erre, viendo cómo su madre se iba postrando, aventuróse, y felizmente le salió bien el intento. Verdad es que no hay modo de resistir el don de Dios que tiene esa criatura. Lo demás ya lo sabe usted. Sobre la mesa ha visto los medicamentos heroicos que dispuse al abandonar mi sistema, que para maldita de Dios la cosa han servido, si no es para infestar la casa. Conque, usted dirá.

-Pues digo, señor don Lesmes, respetando siempre su autorizado dictamen: primero, que la enferma tiene una pleuroneumonía agudísima; y segundo, que sin uno de esos cambios súbitos, inesperados e inexplicables de la naturaleza, que ustedes llaman milagros, la enferma se muere.

-¿Cómo que se muere? -exclamó don Lesmes asombrado.

-Antes de dos horas.

El pobre cirujano, que quería mucho a doña Marta, se llevó las manos a la cabeza, diciendo al mismo tiempo con voz plañidera:

-¡Y yo que he estado entreteniéndole a usted con relatos del otro mundo!

-No le remuerda por eso la conciencia, señor don Lesmes -díjole el doctor con afabilidad-; lo único que podía disponerse, lo dispuse en la alcoba de la enferma. Aquí me ha dicho usted que lo relativo a su última voluntad está ya hecho. Ni un solo minuto ha perdido la ciencia desde que yo he llegado a esta casa.

Al decir esto el doctor, se oyeron en la sala pasos acelerados y sollozos comprimidos; se abrió la puerta del gabinete, y Águeda se lanzó dentro.

-¡Mi madre se muere! -exclamó con un acento que sólo cabe en un alma acongojada por el mayor de los dolores.

El doctor y don Lesmes se levantaron precipitadamente y acudieron a la alcoba, no antes que Águeda.

El cura se vestía, acelerado, la sobrepelliz, y don Sotero le ayudaba; la niña, a quien despertaron los lamentos de Águeda y el ir y venir de las gentes, estaba aterrada y como presa de una espantosa pesadilla. Por consejo del doctor la sacó de allí don Lesmes. Las sirvientes de la casa iban llegando de puntillas y se apiñaban en la penumbra del gabinete, contemplando con asombrados ojos la triste escena que alumbraban las luces de la alcoba.

El doctor pulsó a la enferma, la levantó los párpados inertes, hizo, en fin, cuanto es de rúbrica en casos tales, y se retiró lentamente como diciendo: «Esta vida se acaba». Entendióle así el cura, y se dispuso a administrar a la moribunda el último sacramento con que la Iglesia ampara a los que expiran en su fe. Águeda cayó de hinojos ante el Crucifijo.

La cara de doña Marta se iba desfigurando por instantes. Lo rojo se trocaba en amarillo térreo y polvoriento; la nariz se afilaba; los ojos se hundían en sus cuencas, circuidas de una sombra plomiza; dibujábanse bajo la piel descarnada los pómulos y las mandíbulas, las ansias del pecho crecían, y el aire sonaba en él como si se agitara en la rugosa cavidad de un odre reseco.

Terminada la imponente ceremonia, el cura tomó otro libro que a prevención traía, y comenzó a leer con voz vibrante y solemne las oraciones para la recomendación del alma: acto más conmovedor aún e imponente que el anterior. Entre éste y el sepulcro, aunque cercano, cabe una esperanza de vida para el ungido; el otro tiene lugar sobre la fosa abierta, cuando el alma, desprendiéndose de su cárcel de barro, toca ya al pie de las gradas del Tribunal cuya justicia no se tuerce y cuyos fallos se cumplen por los siglos de los siglos.

A las palabras del sacerdote contestaban sollozos mal reprimidos. Águeda, decidida a recoger en su corazón el último suspiro de su madre, oraba reclinando su cabeza en el borde de la cama; don Sotero, hundiendo la cara entre las solapas del chaquetón, respondía en latín al cura.

Excuso decir que el doctor no se hallaba presente rato hacía.

Transcurrió otro no muy largo, y el cura leyó:

Requiem aeternam dona ei, Domine!

El estertor de la moribunda cesó por unos instantes, luego se oyó un quejido profundo y angustioso, como la explosión de un gran esfuerzo.

Requiescat in pace! -dijo el cura.

Al mismo tiempo lanzó Águeda un grito desgarrador, y se abrazó al cadáver de su madre. Los sollozos, hasta entonces comprimidos, trocáronse en llanto ruidoso: moviéronse en desconcertado tropel las figuras vivas del triste cuadro alrededor del fúnebre lecho... y yo dejo aquí los pinceles, lector, declarando, en alivio de mi conciencia, que ni uno solo de los tristes pormenores apuntados en este capítulo son de rigurosa necesidad en la presente historia. ¡Mira tú si hemos perdido el tiempo!