De tal palo, tal astilla/Capítulo XIII

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Ya que en Valdecines estamos, y de noche y con luna, hemos de dar un vistazo a la botica. Porque en Valdecines había, a la sazón, y habrá hoy probablemente, su poco de botica, de la cual se surtían, en los trances muy apurados de la vida, hasta siete pueblos de tres leguas en contorno. «Su poco de botica», dije, porque, en rigor de verdad, la de Valdecines no era botica por entero. Por de pronto, el boticario, hombre que ya pasaba de los sesenta, así manejaba la espátula en su laboratorio, como el zarcillo en la huerta, o el hacha en el monte cuando le pedían muy caro por bajarle un carro de leña, pues como él decía al tachársele estas inconveniencias profesionales, los tiempos corrían apurados, el arte no lucía, y la familia, femenina, sin una sola excepción, abundante y, desacomodada, a eso y a mucho más le obligaba..., por ejemplo, a ser industrial con matrícula, sin dejar de ser científico con real diploma; razón por la que, en el no muy holgado local de la botica, lo mismo se despachaban píldoras y vomitivos, que sogas de esparto, clavos de ripia y jabón de Málaga; de donde resultaba, a creer a los marchantes, que las medicinas de aquella botica supiesen a especies y bacalao, y a cerato y a valeriana los comestibles de aquella tienda. Y como entre la mesa de la oficina y el mostrador no había solución de continuidad, en ausencia del boticario despachaba las recetas aquella de sus hijas que estaba de turno en el mostrador; y por el contrario, en ausencia de la hija, servía el farmacéutico a los parroquianos de la tienda.

No faltaba quien, en el pueblo y fuera del pueblo, murmurase de estas informalidades en el trascendentalísimo manipuleo de los jaropes; pero a esas murmuraciones respondía el farmacéutico, con muchísima razón, que la culpa estaba en los mismos murmuradores que se resistían a pagar, por todo un año de asalareo, más de dos celemines de maíz, o veinte reales en dinero. ¡Vaya usted por todo ese tiempo y esa cuota a surtir de medicamentos a una familia entera, y oblíguese, con las ganancias, a tener mancebo que le supla en ausencias y enfermedades! ¡Gracias si de sus preparados contra lombrices y jaldía, en los cuales achaques era el tal farmacéutico un especialista de cierta fama, sacaba un adarme de jugo para endulzar los amargores de su penuria! Y gracias también a que, con el sistema de don Lesmes, apenas despachaba en el pueblo más que recetas de zaragatona. Lo cual no le impedía acribillar al pobre cirujano con zumbas y dicterios muy a menudo.

Solía ayudarle en la empresa, aunque recargando el auxilio con durezas y groserías jamás merecidas de un hombre tan inofensivo en su conversación como don Lesmes, la tercera capacidad del pueblo, ya que no le fuera por el entendimiento, por la profesión que en él ejercía, aunque también a medias, como el boticario la suya. Refiérome al maestro de escuela, hombre de tanta edad como el cirujano y el farmacéutico, y lo mismo que ellos, forrado en antiguallas y rutinas, con un geniazo bestial, apegado a la pauta y al puntero y, sobre todo, a la palmeta, sin que leyes ni métodos, ni tratados, lograran hacerle cambiar de sistema, ni tampoco obligarle a dejar la plaza en beneficio de profesor más apto y competente, según rezaba y lo exigía la ley imperante. Pero sin duda alguna, las cosas de Valdecines se imponían por su propia virtud al Estado mismo; o, al contrario, tan poco realce tenía el pueblo en el mapa general, que nadie se acordaba de él sino para sacarle las contribuciones y los quintos; por lo que, en punto a médico, botica y escuela, atrasaba dos siglos muy cumplidos en el reloj de los tiempos.

Volviendo al maestro, digo que cobraba mal los cincuenta celemines de maíz que le pagaba el pueblo, amén de veinte ducados para camisa y hogar; y que parecía empeñado en indemnizarse de estos daños y perjuicios con el pellejo de los muchachos, a quienes desollaba vivos cuatro veces a la semana, que eran los días, mal contados, que en ella daba escuela.

Por lo demás, alardeaba de docto y de consagrar lo mejor de su vida al perfeccionamiento de la enseñanza elemental, y aun de la misma lengua patria, contra cuyos perfiles y sutilezas bramaba como una bestia. Déjase comprender por esto que también era hombre de sistema. No había leído a Fray Gerundio de Campazas y, sin embargo, en punto a ortografía y otros requilorios gramaticales, se parecía al Cojo de Villaornate como un barbarismo a otro barbarismo. No he de exponer yo aquí sus luminosas teorías, porque sobre no venir a caso, nos ocuparía mucho terreno.

Esperaba que la Academia, aplaudiéndolas, se las recomendaría al Gobierno para la procedente recompensa; y en eso andaba desde años atrás, faltándole siempre la última mano a la Memoria razonada que tenía escrita.

Estos proyectos y el mucho pan que le comían, sin ganarle para un par de zapatos, los cinco hijos que sumaba, entre hembras y varones, le absorbían la mejor parte del poco entendimiento que le cupo en suerte. El resto lo consagraba a hacer almadreñas y colodras, que se vendían, aquéllas en invierno y éstas en todas las estaciones del año, en la tienda del boticario.

Pues digo ahora que estos tres sujetos, el cirujano, el boticario y el maestro, cada vez que se hallaban juntos reñían indefectiblemente; siendo de advertir que se juntaban todas las noches en la botica y, asimismo, que desde su consulta con el doctor Peñarrubia, el bendito don Lesmes estaba inaguantable de vano y satisfecho, lo cual exasperaba al pedagogo y sacaba de quicio al farmacéutico. De modo que, desde aquella fecha memorable, la discordia aparecía entre las tres susodichas capacidades de Valdecines, anticipándose a los trámites acostumbrados.

En la ocasión en que se las he presentado al lector, el boticario hacía píldoras sobre la mesa, y sus dos amigos departían con él desde la pared de enfrente, acomodados en sendos taburetes de pino, aunque muy separados entre sí.

Apenas comenzaba la sesión, ya chisporroteaba; y eso que don Lesmes, con su comedimiento habitual, había expuesto técnicamente a sus contertulios el estado de cada uno de los enfermos existentes en el pueblo, cosa que hacía todas las noches, y no había citado más que tres veces a su «íntimo amigo» el doctor Peñarrubia; pero cabalmente había visto el maestro a Fernando salir de la casa y con el último sahumerio al padre, asaltó al pedagogo este recuerdo del hijo. Habló del caso con su habitual aspereza, y concluyó diciendo:

-¡Se necesita tener muy poca vergüenza para hacer lo que ha hecho hoy ese mequetrefe!

-Pues ¿qué ha hecho? -preguntó don Lesmes en tono de negar importancia al suceso.

-¡Saltar, como quien dice, sobre el cadáver de quien le echó de casa, para volver a entrar en ella!

-Creo yo- repuso el cirujano-, que para hablar de ese modo de una persona se necesita conocer muy a fondo los motivos.

-¡Pamplinas llamo yo a esos reparos! -dijo el maestro dando un garrotazo en el suelo y echando lumbre por los ojos.

-Pues yo le digo a usted -respondió el cirujano contoneándose en su taburete- que estoy muy al tanto de lo que pasa en la familia de mi querido amigo y compañero el doctor, y que conozco los secretos más íntimos de esas señoras (como que entro y he entrado en su casa con la misma franqueza que en la mía); y puedo asegurar que en la ocasión presente se equivoca usted en cuanto asegura.

Bufó el maestro entre burlón y furioso, y replicó a estas palabras de don Lesmes:

-¡Chanfaina, y rechanfaina, y requetechanfaina! «¡Mi amigo el doctor!...», ¡pua!... «¡Mi compañero el doctor!...» ¡buf!... ¿De cuándo acá, zurriascas, le vienen a usted esas herencias? Ayer era para usted, como para toda la comarca, Pateta el herejote. Habló con él una vez, y eso para matar entre los dos a la señora, y ya es un santo, y un caballero, y un amigo íntimo suyo. ¡Zurriascas! ¡Yo llamo al pan pan, y al vino vino, y no cato hogaño lo que antaño me amargó!

Don Lesmes sufrió impávido esta descarga, y respondió a ella con muy acentuada solemnidad:

-En la vida profesional ocurren a menudo estos lances. En una persona aborrecida por antojo se halla a lo mejor un caballero perfecto y un amado condiscípulo, como a mí me ha sucedido esta vez con el doctor Peñarrubia.

-¡Zurriascas!... ¿Lo oye usted, don Casiano?

Don Casiano era el farmacéutico, que a la sazón tenía los brazos levantados y se ocupaba en redondear una píldora con cada mano, entre el pulgar y los dos primeros dedos. En esta postura siguió, con cara de pesadumbre, los primeros lances de la porfía; pero al llegar el cirujano a decir las últimas palabras, cargó el ceño de tempestades. Así es que a la pregunta del maestro respondió aplastando las píldoras entre las antes suavísimas yemas de sus dedos:

-¿De manera que andará usted a dos palmos de salir de angustias? Amigo y condiscípulo de doctor tan resonado y pudiente, cátate la zaragatona en triunfo; porque el tal leerá la disertación, la mandará arriba... y se declarará de texto en San Carlos: Miserimini mundanorum!

-Pues hombre -replicó don Lesmes con mucha calma-, de menos nos hizo Dios. Por de pronto, sépase usted que se enteró de mi sistema, y le tuvo en mucho; que quedó en enterarse más a fondo de él; que me ofreció todo su valimiento para hacerle triunfar, y que si a la presente no está la memoria en Madrid aprobada a claustro pleno, la culpa mía es por no haberme llegado un día a Perojales... ¡Y a fe que buen empeño tuvo en ello!

-¡Zurriascas! -dijo a esto el intemperante pedagogo-. ¡Si eso fuera verdad, diría yo que era Pateta tan simple como usted!

Tampoco esta vez se descompuso el cirujano; antes bien, echó a broma los dicterios y respondió al pedagogo con estas palabras solas, aunque envueltas en una sonrisilla irónica:

-¡Qué más apeteciera a usted que un padrino así para sacar a flote sus luminosos reparos a la gramática castellana! ¿Quiere usted que le hable del caso?... Porque la obra lo merece, o yo no entiendo jota de esos achaques.

-Como de los que salen del pulso: ni más ni menos -dijo el maestro, apoyando las dos manazas sobre el garrote y mirando, rojo de ira y enseñando los dientes al cirujano-. ¡Y ahora, entienda usted, y entienda ese fantasmón del otro mundo, que de los dejados de la mano de Dios no quiero yo ni el aire para respirar!... ¡Zurriascas!

-¡Bien dicho! -exclamó al oír esto don Casiano, arrojando las dos píldoras que tenía entre los dos dedos sobre un montoncillo de polvos de regaliz...

-Bien dicho estará -replicó don Lesmes, comenzando a enardecerse con la exclamación del farmacéutico, que le dejaba solo en la contienda-; pero ni con ello ni con los específicos de usted contra lombrices y jaldía se me prueba a mí que el señor tenía razón cuando dijo lo que dijo de mi joven e ilustrado compañero, el hijo de mi muy querido amigo y condiscípulo, el egregio doctor Peñarrubia.

-¡Echa lustre... zurriascas! -gritó aquí el maestro-. ¡Date vientos, farolete!

-Miserimini mundanorum -refunfuñó don Casiano, volviendo a su postura, digámoslo así, chinesca.

-Similis congregantur..., latinajos corrompidos -dijo don Lesmes, en tono de zumba-. Lo que aquí hace falta es probar en romance corriente lo que el señor asegura.

-No hay que probar -replicó el aludido- lo que todo el mundo sabe; y todo el mundo sabe que ese mequetrefe fue arrojado de la casa por la hoy difunta señora, por sus ideas diabólicas, por sus herejías escandalosas y por hijo de su padre..., ¡ese amigote y condiscípulo tan querido de usted..., zurriascas! Esta es la fija; y por ello da en cara a todo Valdecines la sinvergüencería con que ahora vuelve a llamar a las mismas puertas, y la no sé qué diga, de la... qué sé yo qué, que se las abre.

-Pues yo, que estoy al tanto de los secretos de esa ilustre casa, donde entro con igual franqueza que en la mía -exclamó don Lesmes, no poco exaltado-, digo que todo eso que se cuenta son supuestos de gentes envidiosas..., cuando no sea obra de algún pícaro a quien, por más señas, hace usted mucho la rosca.

-¡Zurriascas!... ¡Yo no hago la rosca a nadie; que eso se queda para usted y otros matasanos como usted! Y si lo dice por quien yo barrunto, sépase que él me buscó a mí, porque me necesitaba.

-¡Por cierto que supo usted responder al consonante de los propósitos de ese fariseo! ¡Vaya una cría que le sacó usted, lucida y despierta!

-Si el discípulo es alcornoque de por sí, ¿cómo ha de hacerle el maestro madera fina y de lustre?... ¡Pero zurriascas!, cuando menos, lo que cae por mi banda, no lo mato como usted.

-¡Dígalo Polduco, mi chico menor! Si no se lo quito a usted de entre las uñas, en ellas queda, como gorrión entre las del milano.

-¡Polduco es una cabra montuna, zurriascas! Me hizo muchas de las suyas, y al cabo le casqué las liendres; que de mí no se ríe ni la perra que ha de volver a parirle.

-¡Si usted supiera darse a respetar!...

-¡Si ustedes pagaran como deben!... ¡Zurriascas!

-No cobro yo tanto, y trabajo más... y me conformo.

-¡Ya! ¡Pero como que usted tiene el amparo de su amigo y condiscípulo el señor doctor!... ¡Puáaa!

-Y usted la mina de sus colodras y almadreñas. ¡Digo! ¡Vaya un par de copas para un invierno crudo! -expuso a esto don Casiano, comenzando a redondear otras dos píldoras-. ¡Como don Lesmes no saque a la zaragatona más jugo que al doctor!...

-De modo -replicó el cirujano- que como no está al alcance de todos la virtud de matar las lombrices con polvos de salvadera...

-Eso va con usted, don Casiano! -gritó el feroz pedagogo-. ¡Y que la cosa no lleva malicia, zurriascas!

-¿Por qué no le ha vuelto usted antes al cuerpo lo de las colodras, que no iba conmigo? -díjole el farmacéutico muy picado.

-Porque las verdades no ofenden; y es verdad, y a mucha honra, que para ganarme el pan hago colodras y almadreñas.

-Y yo, con el mismo honrado fin, remedios contra lombrices.

-Pero dice este licenciado zaragata que son de polvos de salvadera.

-Miserimini mundanorum, digo yo a eso, y que cada cual mire por su honra, que la mía bien guardada está.

-¡La mía está más alta que la chimenea!...

-Pues la mía levanta un codo sobre el campanario, ¡zurriascas!

-Todos son honrados y la capa no parece...

-A ver, a ver, zurriascas, ¿qué capa es ésa por lo tocante a mí?

-¡Lo mismo digo por lo que me alcanza en la alusión!

-El que se pica, ajo come.

-¡Me pico porque debo!

-¡Mucho que sí, zurriascas!

-¡Pues mucho que no!...

Yo no sé adónde hubiera ido a parar la disputa, sin la repentina aparición de una muchacha que preguntaba ansiosa por don Lesmes.

-¿Qué hay? -dijo éste, mirándola con mal gesto.

-Que vengo a visitar a mi padre.

-¿Quién es tu padre?

-Tío Luco Burciles.

-¿Perrenques?

-Así le llaman por mote.

-¿Qué tiene?

-A modo de un lubieso junto a la nuez, en salva la parte, que no le deja resollar.

-¿Qué le habéis puesto?

-Ajo rustrío le puso mi madre, con unto de lumiaco y ujanas fritas.

-¡Qué barbaridad!

-¡Zurriascas! -dijo aquí el maestro-. ¡Vaya usted a ver a ese pobre hombre, y sabrá lo que pasa... y cumplirá con su deber!

Don Lesmes, que ya se había levantado para seguir a la muchacha, se volvió un instante para decir al pedagogo por despedida:

-Los deberes de un profesor como yo están muy altos para que los conozca un remendón de gramática y un desbastador de colodras como usted.

Miserimini mundanorum! -exclamó con expresión de burla el boticario, envolviendo hasta dos docenas de píldoras en un cucurucho de papel, mientras el maestro se revolvía en su taburete, echando llamas por los ojos, y ternos secos por la boca, contra el mísero cirujano.

Y por fas o por nefas, así cada noche, y todas las del año.