De tal palo, tal astilla/Capítulo XV

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¡Qué vuelta la de Fernando a su casa! Llevaba una tempestad dentro de la cabeza; y parecíale que aquella tempestad le arrastraba por sendas y parajes desconocidos. El sol esplendoroso derramaba sobre el paisaje torrentes de colores y de vida; y él, sin embargo, veíase envuelto en una nube negra, preñada de horrores y tristezas; el campo no tenía matices ni aromas; los árboles no mecían su follaje ostentoso al blando soplo de la brisa; más bien gemían desnudos como si los fuera deshojando el cierzo de sus pesadumbres. Llegó a la hoz, y féretro se le antojó a su fantasía; canto funerario el lento murmurar del río, y eco de los suspiros de sus marchitas esperanzas el triste quejido del pájaro solitario; y como su imaginación era reflejo de las impresiones de su alma, hasta las peñas, entre arbustos y zarzales, le remedaban con insultante propiedad las hinchadas narices, los punzantes ojos y la infernal sonrisa de don Sotero, que se gozaba en su agonía; y ¡cosa más extraña aún!, por una caprichosa combinación de sentimientos y de ideas, todo este conjunto de objetos, de sonidos, de formas y de colores, venía a delinear la imagen fiel de Águeda inexorable, desoyendo los gritos de su corazón y lanzándole, solo y desarmado, a luchar contra el imposible de su conflicto. Recordaba todas las palabras que oyó de sus labios, como si estuviera oyéndolas todavía; y al pretender despojarlas, con el examen, de la aspereza de su rigor, los negros crespones de su espíritu les daban el color de la muerte y el amargor de la duda.

No supo cuándo, ni cómo, ni por dónde llegó a casa, ni por qué se fue derecho al cuarto de estudio del doctor, ni cuánto tiempo estuvo dando vueltas allí, sin advertir que éste le contemplaba y le seguía con anhelante mirada, en la cual se pintaban a la vez la curiosidad del médico y las angustias del padre.

-¡Fernando! -le dijo éste al fin-. ¡No es vida la que traes, ni la que me haces pasar a mí, viendo cómo tus preocupaciones crecen de día en día, y hasta dónde te llevan hoy!

Detúvose Fernando; y sin tratar de disimular el desasosiego que le dominaba, ni mostrarse sorprendido con la presencia de su padre, respondióle, como si continuara en voz alta un diálogo comenzado mentalmente.

-El día en que llegué a esta casa, y en este mismo sitio, te prometí descubrirte el fondo de mi corazón cuando fuera hora de hacerlo. Esa hora ha llegado, y voy a cumplir mi promesa en este instante.

-¡Acabarás, hijo mío! -exclamó el viejo doctor, viéndose en el acento de sus palabras y en la expresión de su fisonomía el ansia en que estaba viviendo.

Fernando se sentó a su lado, y dijo así:

-Cuando me referiste el triste suceso de Valdecines, unas palabras mías te hicieron sospechar que podía ser causa de mis preocupaciones la joven que hallaste a la cabecera de aquel lecho.

-Y he seguido sospechándolo.

-No necesito decirte cómo ni por qué empezamos a querernos. Bástete saber que cuando tratamos de medir la profundidad de aquel amor, que naciente y manso arroyo parecía, era ya inundación que nos arrastraba. Una vez, y porque el rumbo de la conversación así lo quiso, la malhadada cuestión religiosa surgió entre nosotros. Descubrirse mi incredulidad y cerrárseme las puertas de aquella casa, fue obra de un solo día. Al siguiente, y en este mismo sitio, me preguntaste por la causa del disgusto que yo no podía ocultar. Pensaba entonces y seguí pensando mucho después, que el obstáculo se destruiría con la reflexión y el tiempo; y he aquí cómo, hijo de estas esperanzas y de los temores que son inseparables compañeros de ellas, nació aquella melancolía que tu ojo certero descubrió en mi rostro y en mis cartas. Pero pasó el tiempo, y hasta pasó con él lo que yo creía causa principal, si no única, de la rigurosa medida tomada conmigo; y volví a acercarme a Águeda que, por desdicha mía, no me esperaba. Ni razones la convencen, ni súplicas la ablandan. Por incrédulo me cerró sus puertas, y sólo creyente puedo entrar por ellas. Entretanto, la pasión que yo creía llegada a su colmo, crece sin cesar, y a mi mente no baja un rayo de esa luz misteriosa que ha de iluminarla. Este es mi conflicto.

Oyó el doctor a Fernando con viva curiosidad y cuando éste acabó su brevísimo relato, díjole en su tono habitual de zumba:

-¡Conque ese es el conflicto! ¿Ni más ni menos?

-Te he trazado las cuatro líneas confusas del mapa de mi desdicha. La extensión real que representan, su realce y sus colores, no puedo yo descubrirlos; tú debes suponerlos.

-¿Y es esta la primera vez que te ves en apuros tales?

-La primera... y la última.

-¡Pues hay muchachos que a tu edad los cuentan por docenas y no se ahogan así!... ¡Mire usted qué talento y qué motivo para tener a su padre tanto tiempo en una angustia mortal!

-Deja tus burlas inclementes, y no me midas por la talla común. En esos ejemplares que citas, el amor es una necesidad de lujo, y un atractivo más del obstáculo. Nunca fui vencido de esa debilidad; no por virtud, sino por naturaleza, y tú no lo ignoras. No busqué el amor, él brotó en mi pecho aprisionándome. Decreto del destino o ley de la vida, su esclavo soy, y no puedo ni quiero pensar en romper la cadena.

-Pues hijo mío, arrástrala en buen hora; pero no te quejes.

-No me quejo de ella; antes bien, de flores me parecía. Quéjome del obstáculo que me detiene en el camino que esa misma cadena me hacía risueño y placentero.

-Pero ven acá, melenudo, llorón y mal poeta, ¿no habla nada a tu razón la misma naturaleza del obstáculo? ¿No se te ocurre que mujer que por tales pequeñeces te despide, no es digna de que por ella pase un mal rato un hombre como tú?

-No se me ocurre tal cosa; y a ti debiera ocurrírsete, en cambio, que de una mujer frívola y vana no me hubiera enamorado yo.

-Todos los Quijotes dicen lo mismo de sus Dulcineas.

-Un momento te bastó a ti para ver en Águeda cualidades muy superiores.

-Cierto..., pero hay gazmoñas que tienen mucho talento y, sin embargo, son gazmoñas y fanáticas. Bien puede ser esa joven una de ellas.

-No hay tal fanatismo ni tal gazmoñería. El fanatismo está en ti y en mí, que no queremos ver nada en serio ni concertado fuera de nuestras ideas.

-¿En qué quedamos entonces?... Porque de eso que dices se desprende que te ha convencido.

-¡Ojalá! El convencimiento que adquirí oyéndola es harto más triste. Me he convencido de que son irrefutables sus razones para rechazarme por incrédulo.

-Luego estáis conformes.

-Ni podemos estarlo.

-¡El demonio que te entienda!

-Todas sus deducciones son rigurosamente lógicas. Lo falso a mis ojos, lo santo, y de donde parten todos los radios de sus ideas: los dogmas de su fe; lo que yo necesito creer si he de volver a cruzar las puertas de aquella casa.

-Pues insisto en lo dicho: esa tenacidad es lo que se llama vulgarmente fanatismo.

-No; el fanatismo es ciego, irreflexivo, inconsciente; esta resistencia es razonada, persuasiva y heroica, porque en la lucha arriesga Águeda lo mismo que yo, y no la arredra el peligro, ni la detienen humanas contemplaciones.

-Fanatismo... ilustrado, si quieres; debilidad siempre.

-¡Extraña debilidad la que da tales alientos para luchar y vencer en las mayores tormentas del corazón; extraña fuerza la mía, que me abate y enerva cuando necesito ser valiente! Si por los efectos hemos de juzgar de las cosas, entre mi fuerza y su debilidad, cualquiera en mi caso optaría por el fanatismo de Águeda. ¡Cuando menos, tiene grandeza!

-Pues hazte fanático. ¿Quién te lo impide?... ¡Y a fe que sería, como ahora se dice, noticia de sensación para tus conmilitones del racionalismo!

-Ni lo grave de mi situación se presta a tus bromas, ni con ellas has de conseguir tu propósito de disfrazar más hondos sentimientos. Déjalas, pues, a un lado, y dime, si lo sabes, cómo se vence en esta batalla, perdida hoy para tu hijo, o, cómo, en el desastre, se salva... siquiera la vida.

-¡Niño, niño! -exclamó aquí el doctor, hundiendo su mirada hasta lo más escondido de la mente de Fernando-. ¡Eso no se dice ni en chanza!... ¡La vida vale mucho a tu edad para arriesgarla en juegos de esa especie!

-¿Juegos llamas a esto?

-¡Juego lo llamo, y juego es todo aquello en que toma cartas esa víscera tan traída y tan llevada en las comedias del mundo! Y ahora añado que, por serio y complicado que el juego llegue a ser, debe ganar siempre la cabeza, aunque sea con trampas y mala ley... ¡Muérase el demonio! ¡Pero tú, hijo mío!... Vamos a ver, ¿qué proyectos son los tuyos para salir del negro trance?... Descúbremelos y examinémoslos con calma.

-Estoy resuelto a estudiar hasta el fondo de esa cuestión pavorosa; quiero descomponerla fibra a fibra y saborearla gota a gota sin odios ni prevenciones de escuela.

-¿Quieres hallar así la fe que te falta para llegar hasta Águeda?

-O el convencimiento pleno de que no me queda la más remota esperanza de vencer en esta lucha terrible.

-¡Empresa es!

-Pero me hallo en este instante como el que abre los ojos en medio de un desierto sin orillas; no sé hacia dónde dar el primer paso.

-Lo comprendo.

-Pero tú conociste a tu madre. Era piadosa, según mis noticias. Debió enseñarte a rezar; hablarte de Dios... a su modo.

-Hablábame, en efecto, muy a menudo de esas cosas.

-Dicen que «esas cosas» y otras semejantes son a manera de semilla que, aunque olvidada en esa edad, fructifica profusamente en cualquiera otra de la vida, si se la busca y se la cuida con esmero.

-Eso dicen también.

-¡Pues ni esa olvidada semilla encuentro yo entre los escombros de mis recuerdos! No hubo una mano benéfica y previsora que la arrojara sobre la aridez de mi infancia. ¡Mira si es grande mi desdicha en este momento!

El doctor frunció el entrecejo, se pasó la mano por la barba y preguntó secamente a su hijo:

-¿Me lo dices para reconvenirme con ello?

-Quiero que te vayas penetrando poco a poco de la gravedad del trance en que me veo. Sabes cómo pasó mi niñez; cómo entré en la juventud; qué vientos me empujaron; en qué moldes se fundieron mis ideas, y cuáles son éstas.

-Enemigas irreconciliables de las que vas buscando ahora.

-Pero con la desdichada circunstancia de que mientras me hallo a ciegas y atado de pies y manos, ese enemigo me asedia y me acomete, y no puedo retroceder ni defenderme.

-¿Y qué deseas por de pronto?

-Que me guíes y me ayudes.

-¡Guiarte yo!... Hijo de mi alma, ¡a buena parte vienes! Dum caecus caecum ducit... ya lo sabes: al hoyo los dos.

-Si no puedes darme luz, dame aliento siquiera.

-Te daré, hijo, hasta la vida, si te hace al caso... Pero dime en qué forma he de alentarte. Explícate.

-Respóndeme con la franqueza y lealtad con que yo te hablo. ¿Sientes el mismo entusiasmo que sentías en otro tiempo por el triunfo de tus ideas?

-Pues con franqueza y con lealtad Fernando: hace mucho que esas ideas y las otras ideas me tienen completamente sin cuidado.

-¿Y consiste esa diferencia en que se hayan modificado tus opiniones con la edad, o en el apartamiento en que vives de las luchas?

-En un poco de cada causa... y en otras más... Lo que me sucede en mi soledad, cuando vuelvo los ojos al agitado campo de las ideas, es que algunas veces me parecen locos los sabios militantes... lo mismo que los actores de una comedia vista de lejos; no percibo más que los manoteos, las zancadas y las contorsiones..., ¡ni un escrúpulo de sustancia!

-¿Cómo se explica entonces el calor con que aplaudiste mis dos últimas campañas?

-De un modo muy sencillo: teniendo presente que mi indiferencia por las ideas no me quita el entusiasmo que siempre he tenido por todo lo que sobresale de la talla vulgar. Te vi sobresaliente y eres mi hijo... ¡Figúrate si te aplaudiría con todo mi corazón!

-¿De manera que lo mismo me hubieras aplaudido en el campo contrario?

-Probablemente. La tolerancia es mi bandera.

-No le has guardado siempre la mayor fidelidad.

-Se la guardo desde que la plegué.

-¡Eso sí que es raro!

-No podía guardármela cuando peleaba por ella.

-Más raro todavía y absurdo.

-El absurdo está, Fernando, en escribir la palabra tolerancia en una bandera de combate, como se había escrito en la que yo elegí, no por el lema, sino por los soldados que peleaban debajo de ella. Tolerancia y lucha son dos ideas incompatibles. He aquí por qué no he sido yo tolerante hasta que he dejado de ser batallador; es decir, hasta que he cesado en mi empeño de imponer mis ideales de tolerancia a los demás.

-¿Y por qué invocaron ese lema los que alzaron la bandera antes que tú?

-Por contraposición a la intolerancia del enemigo.

-Siquiera, ese es franco.

-Ya se ve que sí.

-En sustancia: tú nunca has tenido gran fe en los principios filosóficos que has proclamado.

-Hombre..., puede que no.

-¡Me asombra la serenidad con que lo declaras!

-Sin embargo, no hay pizca de cinismo en ello; y te lo voy a demostrar. Dos hombres riñen en una calle por una futesa..., por una palabra anfibológica, hinchada y sesquipedal. Pasa un tercero, oye la disputa, se acerca y se para; y desde luego se pone con sus simpatías de parte de uno de los contendientes: tal vez porque grita más, y porque es bello y elegante, al paso que el otro tiene la ropa mal hecha, es feo y nada agradable de voz. No le importa un rábano lo que allí sucede; mas el contagio de la ira le arrastra, y la pasión le inclina hacia el contendiente preferido, pónese a su lado, y ayúdale contra el otro; pero con tal decisión y entusiasmo, que arriesgara en el trance hasta la vida, si fuera preciso. Acábase la contienda... por supuesto, por cansancio, no porque la verdad haya brotado del choque de los argumentos; sigue el intruso su camino, vásele pasando la sobreexcitación poco a poco; vuélvese a casa; y cuando se halla completamente tranquilo y en reposo medita en lo que se ha hecho, y se asombra de los gritos que dio, de los improperios que lanzó sobre el contrario, y de la desazón que le costó una contienda a la que no fue llamado, por una palabra que ninguno de los tres entendía, y que, aun cuando hubieran llegado a interpretarla en su verdadero sentido, ni la humanidad, ni el pueblo, ni el barrio en que pasó la escena, ni los tres personajes de ella, hubieran ganado con el triunfo el canto de un maravedí. Pues bien, Fernando, yo he sido ese tercero en todas las disputas filosóficas en que me has visto. Después me he asombrado del calor con que tomaba cuestiones de pura fantasmagoría.

-Y ese después, ¿se remonta muy allá?

-Quizá penetra un tantico en el campo mismo de mis batallas.

-Pues esa declaración, que yo iba buscando, envuelve un gravísimo cargo contra ti.

-¡Un cargo contra mí!... Y ¿quién puede hacérmele?

-Yo.

-A ver...

-Cuando entré a luchar en el campo de tus proezas, ya andabas tú riéndote de ellas.

-Poco menos.

-Sin embargo, no me lo advertiste.

-¿Por qué y para qué? ¿No eras libre? ¿No elegiste el terreno más de tu agrado?

-Le elegí porque era el tuyo; porque te tomé por modelo. Te vi colmado de aplausos y de coronas; creí en la sinceridad de tu entusiasmo, y en él me inspiré. Pero tú, por la educación que recibiste de niño, acaso comenzaste la lucha con dudas y remordimientos; yo tomé el punto donde tú le dejaste; y con fe en la solidez del cimiento, levantéme hasta donde ahora me hallo, como pájaro con sus alas, sin vértigos ni vacilaciones. Tal cual me ves, obra tuya soy. Ya que no me das la luz que busco, préstame siquiera tus desencantos para que yo socave con ellos la fortaleza de ese exclusivismo filosófico que absorbe toda mi inteligencia.

-Me harías reír, Fernando, si no me diera compasión el estado en que se halla tu espíritu. Te elevas según me dices, en alas de mis laureles al punto que ambicionabas, y me lo imputas como grave delito; consideras inexpugnable el castillo de tus ideas, y al mismo tiempo pretendes que se rinda a los alfilerazos de una dama, con el auxilio de cuatro burlas mías más o menos sazonadas. ¿En qué quedamos? O te crees invencible, o no, en tus posiciones. Si lo primero, ¿qué puedes reprocharme, en buena justicia, a mí que te di esa fuerza? Si lo segundo, pásate desde luego al enemigo, y buen provecho te haga.

-Pudiera reprocharte el descuido de no haberme enseñado ciertas cuestiones más que por una cara.

-¿Y qué ha hecho tu razón libérrima que no les ha buscado la otra?

-La razón se apasiona, como tú has demostrado muy bien en el ejemplo que citaste; y en fuerza de andar siempre en un carril, a él se acomoda, y con dificultad se aviene a otro sendero. El espíritu de bandera propende a mirar al enemigo por el lado más desfavorable o más débil. ¿No puede haberme sucedido a mí algo de esto en la doble ceguedad de mi entusiasmo y de mi educación irreligiosa y descuidada? Esto es lo que quiero ver; y para lograrlo, estoy resuelto a quemar hasta el último cartucho.

-Quema, hijo mío, hasta la cartuchera, cuando llegue el caso, si con ese recurso sales de apuros; pero por de pronto, desciende del volcán de tu fantasía al frío de la realidad, y empecemos por llamar las cosas por sus nombres. Lo que aquí sucede es que te enamoraste de una dama; que esta dama se enamoró de ti, que a pesar de ello te rechazó en cuanto supo que eras un hereje, digno de tu casta; que te impone su ortodoxia como condición de avenencia, y que tú no puedes creer esas cosas, ni fingir que las crees, ni renunciar a la dama... ¿No es esto?

-Precisamente.

-Ocurre también que tú eres vehemente y testarudo, y estás poco avezado a contrariedades; por lo cual quieres poseer inmediatamente el poderoso talismán que ha de abrirte las encantadas puertas, y que ya andas en su busca con el mismo afán con que estarías arrimando las espaldas a los Picos de Europa para derrumbar la gigante cordillera si tal hubiera sido la condición impuesta.

-Supongamos que no te equivocas... ¿Y qué?

-Que tu empresa es superior a las fuerzas humanas, y que no tengo noticias de que en estas regiones habiten hadas benéficas como aquellas que sacaban de apuros idénticos a los honradotes orientales de las Mil y una noches.

-¿Es decir, que me niegas tu auxilio?

-Te le daría, por ahora en un consejo; en el único que aquí cuadra, si fueras capaz de recibirle en lo que vale. Te diría: reserva las fuerzas que has de malgastar luchando contra un imposible, para vencer con ellas esa pasión insensata. Este es tu negocio... y también tu deber.

-¡Consejo digno de quien no ve en el corazón humano más que una víscera con determinadas funciones mecánicas!

Esto dijo Fernando levantándose desesperado y saliendo de la estancia. Y no tuvo la entrevista otro resultado, si no se cuenta como tal la puñalada que sintió en la consabida víscera el doctor con las últimas palabras de su hijo, cuyos dolores estaban quitándole a él la vida.