De tal palo, tal astilla/Capítulo XVIII

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La casita del cura de Valdecines, próxima a la iglesia, no se cerraba en todo el día; y como la escalera arrancaba de la misma puerta que daba a la calle, Fernando subió sus peldaños sin necesidad de preguntar a nadie por el camino que buscaba. En aquella pequeñez no había ni cabía más que uno, y no era posible el extravío. Cuando llegó al piso, llamó a la puerta, entreabierta, con el regatón de la sombrilla; contestáronle «adelante», y se halló a los pocos pasos en una salita que se llenaba con una mesa de nogal, con las alas caídas, y cuatro sillas de paja, y se decoraba con las estampas de un Vía-Crucis de papel, pegadas con obleas en las paredes, en el orden conveniente. Esta pieza lindaba por un extremo con otra más pequeña, que pudiéramos llamar gabinete, en el cual había una mesita con tapete verde, arrimada a un viejo sillón de roble; sobre el tapete, un crucifijo y avíos de escribir; a un lado, una cama de haya torneada, con un jergón sostenido por sogas entrelazadas y cubierto con una colcha de indiana; en el otro lienzo de pared, tres estantes de libros en latín, y el Añalejo colgado de un clavo y abierto; en el tercer lienzo, frontero a la sala, una ventana, cuyo alféizar arañaban las ramas de un manzano movidas por el viento, que penetraba suave y cariñoso por los abiertos postigos, trayendo, para distribuirlos por toda la casa, los aromas recogidos en la campiña, que desde allí parecía un ascua de oro, iluminada por el sol canicular.

Hallábase el cura, envuelto en un raído balandrán y cubierta la cabeza con el solideo, acomodado en el sillón de roble. Pasaba, por las señales, de los setenta, y era pequeñito y endeble, de cara afilada y muy pálida, ojos vivos y cejas canas, como el poco pelo que le quedaba hacia las sienes. Tenía abierto sobre la mesa el Flos Sanctorum, y leía en él la vida del santo del día.

Fernando se detuvo delante de aquella reducidísima estancia, que le infundía cierta veneración, si no por la investidura del que la ocupaba, cuando menos por la humildad y el aseo que se respiraba en ella. Hizo notar su presencia con algunas palabras de cortesía; y al oírle, levantó el cura los ojos del libro y los fijó en él con señales de sorpresa y de curiosidad. Después se enderezó el cuerpecillo poco a poco, sin dejar de mirar a Fernando, y por último, le invitó a que pasara adelante. Al mismo tiempo salió a la sala, tan apresuradamente como se lo permitieron sus débiles fuerzas; cogió una silla, la acercó a la mesa del cuartito y brindó con ella al joven. Éste la aceptó, y entonces se sentó el cura en su viejo sillón.

-Sírvase usted indicarme -dijo a Fernando con afable sonrisa- en qué puedo complacerle.

-Por de pronto -respondió el preguntado-, en escucharme. Después..., después..., ¿quién sabe?

Y como al decir esto se oyera rumor de pasos hacia la sala, volvió a levantarse el cura y cerró ambas puertas.

-En lo primero -dijo, sentándose otra vez-, dése usted por complacido, y entienda que mía será también la complacencia. Para lo demás, tenga presente que, fuera del alma, que es de Dios, todo cuanto soy y me pertenece es del primero que lo necesita.

-Señor cura -continuó Fernando, para quien no pasó inadvertida la elocuente sencillez de estas palabras-: mi aspecto y mi lenguaje le dicen a usted harto claro que pertenezco al siglo, en cuanto éste tiene de batallador y aventurero en el orden de las ideas.

-Adelante -dijo el cura con voz serena y faz impasible.

-No conocí a mi madre.

-¡Tremenda desdicha!

-Quiero decir que jamás arrullaron mis sueños de niño los tiernos cánticos de la fe cristiana, ni mis labios balbucearon una oración, ni los ángeles se cernieron sobre mi cuna.

-Pero cuando falta una madre -observó el cura- que dirija los primeros pasos de la vida de sus hijos, la sustituye el padre.

-El mío, señor cura -repuso Fernando-, lidiaba a la sazón bajo la misma bandera a que yo me afilié más tarde. La sed de la ciencia le devoraba, y en satisfacerla se entretenía. Cuidaron de mí manos mercenarias, y me formaron al gusto de quien las pagaba.

-Naturalmente -dijo el cura con expresivo ademán-. ¿Y después?

-Después, como las cosas caen del lado a que se inclinan, cuando me desprendí de los brazos que me sostuvieron, caí en el agitado mar de las ideas reinantes y me dejé llevar del impulso de sus ondas. Aquel fue mi elemento: no conocía otro.

-¿Y luego?

-Luego me complacía en ver cómo aquellas ondas, al llegar a la opuesta orilla, espumosas y rugientes, batían y socavaban el vetusto continente, región extraña, donde yo no tenía una voz que me llamara, ni un brazo que se me tendiera. Cada roca desgajada del áspero valladar arrancaba a mi pecho un grito de triunfo.

-Es decir, en neto romance -añadió el cura-, que se echó usted al mundo campando por sus respetos, y se entregó al frío racionalismo con todas sus consecuencias.

-Precisamente, señor cura.

-Muy bien. ¿Y por último?

-Por último, llegó un día en que en ese camino, hasta entonces cómodo y placentero, se atravesó un obstáculo; dédalo misterioso que sólo podía salvarse con la luz de la fe. Yo no la tenía. Acudí con ansia al depósito de mis recuerdos, y no hallé entre todos ellos una sola chispa que, avivada con cariñosa solicitud, pudiera producir la luz ambicionada. Entonces convertí todas mis fuerzas a un solo propósito, y batí con ellas los muros de mi razón, esperando hallarla débil por alguna parte; pero fue en vano mi intento. Como acero de buen temple, cuánto más la golpeaba, más se endurecía. Conocí mi debilidad para llevar a cabo tamaña empresa y desistí de ella. En esta situación de desaliento acudo a usted, señor cura.

-¡A mí! -exclamó éste con candorosa admiración-. ¿Y para qué?

-Para que me enseñe a luchar... y a vencer.

-Vamos, señor don... ¿Cómo es su gracia?

-Fernando.

-Señor don Fernando, usted se chancea.

-¡Juro a usted que no es ese mi propósito!

-¡Yo!... ¡Un pobre cura de aldea, abrumado por el peso de los años y de las fatigas del sacerdocio; ignorante, sin la menor experiencia del mundo en que usted se ha formado!... ¡Hijo mío, si yo pudiera infundirle la fe que me sobra por la virtud del buen deseo!... porque usted me lo asegura, creo que no son de broma sus intentos; pero preciso es que reconozca que se engaña en lo que se refiere a mis fuerzas. Además, no quiero ni debo ocultar a usted la extrañeza que me causa verle acudir en su conflicto al humilde párroco de Valdecines, cuando en el mundo en que vive deja tantos varones ilustres por su ciencia y sus virtudes.

-Loable es la modestia, señor cura; pero o yo me engaño mucho, o la de usted es excesiva en este caso. De todas maneras, y respondiendo a la observación que me hace, debo decir a usted que si en Valdecines busco lo que tanto le admira, consiste en que cuando andaba en el mundo no lo necesitaba.

-Debí suponerlo; y usted perdone mi indiscreción.

-No merece ese nombre su atinadísimo reparo. Y volviendo ahora al asunto de sus fuerzas, sean éstas lo que fueren, ¿debo deducir de lo que usted me ha dicho que se niega a auxiliarme con ellas?

-¡Eso no! -respondió el anciano sacerdote con gran entereza-. Pero usted me ha indicado que viene a que yo le enseñe a luchar y a vencer; y a tanto como eso no me atrevo a comprometerme.

-Pues dejemos limitado el auxilio a lo que usted quiera.

-A lo que pueda hacer -rectificó el cura-; a poner cuanto tengo al servicio de usted que, en este caso, es el servicio de Dios, y por tanto, mi deber.

-Eso me basta por ahora -replicó Fernando.

Después de un instante de meditación, dijo el cura:

-¿Me permite usted, ante todo, imponer dos condiciones?

-Cuantas usted quiera -respondió el joven-. Vengo resuelto a todo.

-Mucho mejor entonces. Pues la primera -añadió el cura, mirando con escrutadora fijeza a Fernando- que ha de responder usted a todas mis preguntas con entera ingenuidad, sin que reparos ni escrúpulos de escuela se lo estorben.

-Por entendido.

-La segunda condición es que, cuando llegue el caso, ha de someterse usted ciegamente al plan de batalla que yo proponga.

-Eso se supone, señor cura.

-Pues con la ayuda de Dios, doy comienzo a la tarea. Dos causas pueden haber movido a usted a dar el paso que está dando: el deseo de conocer la verdad, porque el alma, esclava de los errores de la mente, se le imponga, o la necesidad de creer porque a ello le obligue algún fin mundano. En el primer caso, me atrevería, señor don Fernando, a prometerle la victoria; porque tendríamos de nuestra parte la conciencia y la voluntad de usted, y lo que más vale, el enemigo desalentado y atento sólo a defender sus falsas posiciones. En el segundo caso, hijo mío, es imposible prever el éxito de la batalla. La misma necesidad del triunfo le hará a usted desatentado y débil en el ataque. El convencimiento es hijo de la serena reflexión, y ésta no cabe en un cerebro perturbado y calenturiento. Ahora bien: del relato que usted me ha hecho deduzco que, desgraciadamente, estamos en el segundo de los casos expuestos.

Fernando, no poco ni desagradablemente sorprendido con tan hábil modo de plantear la cuestión, quiso responder con vaguedades y subterfugios.

-Me ha prometido usted -le interrumpió con entereza el cura- ser franco y sincero conmigo.

-Pues bien -repuso Fernando-: confieso que un fin mundano me movió a buscar eso que se llama verdad, o como le dije al principio, la luz de la fe que necesito para destruir el obstáculo puesto en mi camino. Pero sea cual fuere la causa eficiente, el resultado es que, en este momento, quiero, con toda la fuerza de mi voluntad, descubrir esa verdad absoluta, para abrazarme a ella y acogerla en mi corazón.

-No niego el propósito; pero insisto en sospechar de la calidad del deseo, y en desesperar de los resultados.

-¿Por qué si mi decisión es heroica?

-Porque el enemigo está muy entero, y el alma de usted no siente el peso de las cadenas que la ligan a la tierra, alejándola de Dios.

-¿Y por esa consideración, que no deja de ser fundada he de renunciar yo hasta al intento?

-¡Líbreme Dios de aconsejárselo a usted! Cualquiera que sea el camino que se emprenda para llegar al conocimiento de la verdad debe seguirse. Cuanto mayor y más penosa la jornada, más meritoria. Lo que he querido decir con estos reparos es que no seré yo, por mis pocas fuerzas, el dichoso que le tome a usted de la mano y le conduzca con firme paso al reino de Dios... ¡Pero dejar de intentarlo: dejar de brindarle con el apoyo de mi brazo, aunque trémulo y endeble!... ¡No cumpliera yo con el más sagrado de mis deberes, ni ofreciera a mi alma la más pura y santa de las alegrías! ¡Hijo mío -prosiguió, alzando las enjutas manos y la venerable cabeza hacia el cielo-, la poca vida que me resta diera en este instante porque a mi mente bajara un rayo de la inspiración divina, para llevar el convencimiento a la razón esclava, y el amor de Dios al corazón profano!

Fernando contemplaba con vivísimo interés aquel sencillo y hermoso modelo de humildad cristiana.

-Señor cura -le dijo con respetuosa afabilidad-, cuánto más duda usted de sus fuerzas, más grandes me van pareciendo a mí. ¡Animo, y a la pelea!

-Hijo mío, por mí no ha de quedar. Iremos a ella con toda decisión; pero es preciso, puesto que he de dirigirla, que estudie antes el terreno... Y aquí vuelvo a recordarle a usted el compromiso empeñado de decirme toda la verdad.

-No faltaré a él, señor cura.

-Cuando un médico -prosiguió éste- es llamado a la cabecera de un enfermo, lo primero que averigua es la calidad de la dolencia que le postra. Conocida la calidad, busca la cantidad, a fin de que el remedio produzca el resultado apetecido.

-Perfectamente -dijo Fernando sonriendo muy satisfecho.

-Ahora bien -continuó el anciano-, me ha declarado usted la calidad de la dolencia que le aflige; es necesario que yo conozca también su cantidad; es decir, que me manifieste usted toda la extensión de sus dudas en materias de fe.

-¡Dudas! -exclamó Fernando con acento sombrío-. Yo no tengo dudas.

-Pues entonces... -replicó el cura con vehemente curiosidad.

-¡Es que no creo en nada!

-¡Virgen María..., qué desventura! -exclamó el santo anciano, llevando hasta la boca sus manos entrelazadas.

-¡Pues si yo dudara -prosiguió Fernando con nerviosa exaltación-; si el conflicto en que me hallo consistiera en el más o menos de fe; si entre el dogma católico y los principios de la ciencia impía, como ustedes le llaman, vacilara siquiera mi razón, la batalla estaba ganada! Pero es, señor cura, que en mi mente no cabe... ¡ni la idea de Dios!

-¡Oh!... ¡Calle usted, desventurado! -exclamó el santo hombre, en ademán de tapar la boca a Fernando.

Éste se quedó mirándole con ceño duro. Conoció el cura el errado concepto que el joven había formado de su exclamación y dijo, después de serenarse un poco:

-Hace cincuenta años que ejerzo la cura de almas; en todo ese tiempo no he oído de labios humanos confesión tan espantosa; y en más de setenta que cuento de vida, no me he atrevido a creer que haya un ser dotado de razón que, cuando menos, no la utilice en conocer a quién se la ha dado. Éste es el motivo de mi sorpresa. No tome usted por señal de cambio de sentimientos mis ademanes y palabras. ¡Antes, hijo mío, ha crecido con sus declaraciones la compasión que me inspira su estado moral!

-Gracias, señor cura -dijo secamente Fernando, en quien se rebeló el orgullo de secta al oír que se compadecía de él un pobre cura de aldea; pero considerando que, si había de dar algún fruto su tentativa, necesitaba pasar por esa y otras humillaciones semejantes, dominóse y añadió-: ¿Quiere decir que no se arrepiente usted de sus propósitos de acometer al enemigo, ni por haberle visto en la actitud en que acaba de presentársele?

-¡De ninguna manera! -respondió el cura-. En ocasiones, y ésta es una de ellas, a medida que crecen los peligros aumenta el valor para arrastrarlos. Lo que haré es cambiar de táctica, pues de nada serviría la que pensaba adoptar.

-Es muy justo.

-No quiero que olvide usted, señor don Fernando, que soy un pobre cura de aldea, acostumbrado a luchar con tibios y, descuidados, pero jamás con incrédulos; que mis ataques han sido al sentimiento más bien que a la razón, y en fin, que en el campo que el Señor ha puesto a mi cuidado, más que roturador, he sido jardinero. Hoy me presenta usted un terreno bravío y escabroso, y se trata de ponerle en buenas condiciones de cultivo. Hay que cortar las malezas; extirpar una a una sus raíces; remover el suelo hasta lo más profundo; pasarle, como quien dice, por un tamiz para que en él no quede ni un germen de sus impurezas; darle después condiciones vegetales, y por último, depositar en él buena semilla... La obra no es imposible, ciertamente; pero sí larga y difícil. Yo, señor don Fernando, no puedo argüir a usted con textos, porque empezaría usted por negar su autoridad, y en ello sería muy lógico con su criterio especial; no fío gran cosa en las manifestaciones palpables del poder de Dios, porque delante de los ojos las ha tenido toda su vida y no las ha visto; es usted, creyéndose libre, porque niega lo sobrenatural, esclavo de su razón, que es limitada y le engaña; ésta es la venda que le oculta la verdadera luz; arrancarla de sus ojos es la obra de mayor necesidad. Pero usted es hombre formado en las luchas de la razón, avezado a la controversia y a la disputa de las academias y del periódico; posee, cuando menos, el arte de pelear, el método que, si no conduce por sí solo a la verdad que se busca, alienta a la mentira y le da fuerza y empuje, especialmente contra adversarios tan débiles e inexpertos como yo. No puedo, en una palabra, derribar con mis golpes el castillo de sus errores; necesito socavarle poco a poco, hasta que, falto de base, se derrumbe él por sí solo. Pero esto exige un plan, y el plan una detenida meditación. ¿Me permite usted, como adversario leal, que me retire a mi tienda a meditar sobre el trance y preparar mis armas?

Fernando, a quien devoraba la impaciencia, se avenía mal con plazos y dilataciones.

-¿Y ha de ser larga esa tregua? -preguntó.

-Hasta mañana a estas horas, por lo menos.

Fernando hizo un gesto de inquietud.

-¿Ve usted cómo sucede lo que yo temía? -dijo el cura-. Lo primero que usted tiene que vencer es la impaciencia. Dominados por ella, no hay términos hábiles de reflexionar; y no reflexionando no se hace obra bien concertada. Mañana, si usted quiere y se resigna, le indicaré alguna senda por dónde comenzar... Entiéndalo usted bien: por donde comenzar a caminar en busca del bien que desea. Una vez en marcha, yo cuidaré de desembarazarle de estorbos el camino, si usted no se cansa o no se arrepiente, y no se empeña en retroceder. La empresa, hijo mío, para usted es noble, y para mí..., para mí, si la llevo a cabo, la mejor corona de mis canas y el más glorioso remate de esta carrera, cuyo fin tocan ya mis cansados pies. ¡Bien vale la pena de que nos tomemos el tiempo necesario, siquiera para que yo le pida a Dios que me auxilie con su ayuda para llevar a buen término esta obra, que ha de ser para gloria suya y eterna salvación de usted!

Fernando, dispuesto a marcharse, se levantó.

-Hasta mañana, señor cura -dijo.

-Hasta mañana, hijo mío -repitió el cura, levantándose también.

Luego añadió:

-Cuento con usted.

-Empeño mi palabra de hacer todo lo posible por no faltar.

-Adiós, pues, y que la gracia divina le ayude y le acompañe.

Salió Fernando a la calle, no pesaroso de la entrevista, pero con pocas esperanzas en los convenidos planes, y el corazón lacerado por la inclemencia de Águeda.

Tenía razón el cura de Valdecines, mientras el peso de los errores nos abrume el alma, empresa es de titanes desprenderse de ellos.