De tal palo, tal astilla/Capítulo XXII

De Wikisource, la biblioteca libre.


Cuando entraban las dos hermanas en el portal de don Sotero, ya corrida media tarde, llegaba a la brañuca de la iglesia el primer carro cargado de rozo destinado a la hoguera de aquella noche. Media hora después llegó otro más, y tumbó su talumba sobre la del anterior, ya tendida en el suelo. Entonces subió el campanero a la espadaña, y apenas se oyó en el pueblo su primer repique, lanzó al espacio el mayordomo del santo hasta media docena de cohetes de las ocho o diez cabales que había adquirido para quemarlas en honor del glorioso patrono, entre el día de la fiesta y sus preludios solemnes; a cuyos seis estampidos (y ya se deja ver con este dato que los cohetes no eran de los mejores) el maestro dio por terminada la escuela en aquel día y puso en libertad a los muchachos. Corrieron los más talludos al campanario, y los rapazuelos a contemplar el rozo amontonado, y a tirar después de esta mata y de la otra, creyéndose muy felices con mostrárselas a sus camaradas del campanario, entre brincos y algazara, pero haciéndoseles siglos las horas que faltaban hasta que les fuera lícito prenderlas fuego, juntamente con todas las del montón, que se alzaba en la brañuca, prometiendo a los mirones, para aquella noche, una luz tan clara como la del mismo sol, y más chasquidos y chisporroteos que una función de pólvora mojada.

Silbaban como cien huracanes los chicos del campanario, sin cesar un punto de tocar las campanas, cuyos badajos había dejado a su disposición, y de muy buena gana, el campanero, y en los aires estallaba todavía algún cohete que otro; en los cuales ruidos provocadores la gente de la mies se sintió picada de la impaciencia; dio en la gracia de cortar con la azada tantos maíces como resallaba; convínose por unanimidad en que el estropicio consistía en el aquel de la fiesta, que aceleraba la mano; acordóse por los viejos dar suelta libre a los jóvenes, que ya no habían de hacer cosa con traza; y ahí tienen ustedes a las mozas tornando al pueblo, con las azadas al hombro, echando por parejas, cuando no por grupos de más de cinco, a gañote desplegado, los más alegres y regocijados cantares que habían resonado en el valle en todo el año. Seguíanlas los mozos en idéntico orden de formación; y apenas acababan ellas, con un suspiro, el dejo interminable del cantar, allí estaban ellos con una balada, lenta y dormilona, que prometía no tener fin. Pero le tenía, más tarde o más temprano; y vuelta a cantar ellas, y vuelta ellos a replicar. Y así en todas las mieses, por los cuatro costados de Valdecines; de modo que la poca gente útil que había en el pueblo se echó, también cantando, a la calle; y cátate convertida la comarca en una pajarera, motivo por el cual los viejos que se habían quedado resallando, juzgando de mal ver seguir en la tarea, también la suspendieron por aquel día, volviéndose al lugar, si no cantando, oyendo embelesados los cantares y recordando con gozo los ya remotos años en que ellos, con igual motivo, hacían dos cuartos de lo propio.

Entre tanto, el mayordomo había colocado las doradas andas, que estaban sobre un confesonario cubiertas con una desechada capa pluvial, en una mesa a la derecha del presbiterio, y bajaba luego la imagen del santo de su nicho del altar mayor, y la acomodaba sobre la peana de las andas, y la limpiaba el polvo, y la dejaba en disposición de ser vestida al día siguiente, mucho antes de la misa mayor, con dos pañuelos, bien cumplidos, de espumilla, y adornada con un arco más alto que ella, sujeto por sus dos extremidades a la barandilla de las andas, y profusamente revestido de pañuelos, cintas, relicarios y acericos, prestados a mucha honra por los pudientes del lugar.

Ya en él recogido el vecindario, y sin cesar repicando las campanas, y oyéndose cantar por todas partes, anticipáronse las domésticas tareas más de una hora; es decir, que las gallinas tuvieron que albergarse con el sol, y se pendió el ganado y se le echó la ceba poco después, y se sacó de la lumbre la torta sin estar cocida, y las gentes cenaron, mal y de prisa, mucho antes de anochecer.

Entonces volvió a reinar en el pueblo el ordinario y tradicional silencio; pero fue la tregua de corta duración. En cuanto el sol cayó detrás de las cumbres del poniente, y fue perdiendo el cielo las tintas sonrosadas del crepúsculo, y se disipó, el empedrado celaje, seña infalible de que el Nordeste, enemigo declarado de nubes y aguaceros, había de reinar al día siguiente, y comenzaron a brillar las estrellas, un mocetón que lo entendía y se reservaba para aquella ocasión, trepó al campanario y echó un repique de maestro, con admiración y aplauso de chicos y grandes, que correspondieron a la proeza con una relinchada que aturdió a Valdecines, y salió valle afuera en alas del fresco terral, entre el eco sonoro de las campanas y el estampido de los cohetes que el mayordomo lanzó, espadaña arriba, en aquel solemne instante.

Los chicuelos y gente menuda, que rodeaban el seco montón de escajos y discurrían en torno a la sucursal de la taberna que se había establecido bajo los árboles, sobre la pértiga de un carro, tomando el ruedo y vocerío por señal de comienzo de la fiesta, prendieron una mata a prudente distancia de la pila de rozo, y sobre la mata, ardiendo y chisporroteando, cayeron otras dos; y el punto luminoso que formaron en medio de la oscuridad de la noche fue el aguijón que puso en declarada carrera a la gente moza que le vio y se dirigía hacia el lugar de la fiesta, con relativa parsimonia, por todas las callejas de la aldea.

Llenóse de figuras donosamente cómicas aquel cuadro, que parecía capricho de Teniers por lo alegre, y de Rembrandt por la luz que le alumbraba; y fue la hoguera creciendo, creciendo, saltando los muchachos sobre el centro de ella, primero, a excitación de los grandes; después, por un extremo, y luego, por ninguna parte, pues el fuego formaba ya una pirámide tan alta como las primeras ramas de los vecinos álamos. A todo esto, el mocetón del campanario no daba señales de cansarse: los relinchos no cesaban abajo; debían de pasar de tres docenas los cohetes disparados hasta entonces, y la carral de vino tinto, acostada sobre la pértiga, comenzaba a verse rondada por la sediente y animosa juventud.

Pero no era el riojano mosto, ni tampoco el campaneo, ni la incipiente hoguera, ni lo que ésta podía llegar a ser, la salsa de aquella fiesta. Lo que todos esperaban, y había de dar el tono a la velada y bríos a los menos animosos, llegó cuando el mocetón del campanario se cansó, y se hubo trancado la puerta de la iglesia, y no quedaron otros ruidos en sus inmediaciones que la algarabía incesante de los muchachos, el hablar recio y el obstinado relinchar de los talludos.

Y fue que por tres callejas de las que desembocan en la braña aparecieron las más garridas mozas y cantadoras de mayor renombre, tañendo las sonoras panderetas y echando cada tonada, de cuatro en cuatro lo menos, que levantaba en vilo a los oyentes.

Bastián, en mangas de camisa, con la chaqueta enarbolada en un palo, el sombrero tirado hacia atrás, la bocaza abierta y las babas entre los dientes, iba delante de una de estas comparsas. Cuando llegaron todas a la braña, la hoguera las saludó con tal respingo, que llegó con la ondeante cúspide de las llamas, casi casi a la altura del tejado de la iglesia. Lo que quedaba libre del campuco se llenó de gente, y aún sobró de ella para esparcirse por las contiguas arboledas.

¡Entonces se armó allí la tremenda! Cuatro cantadoras con sendas panderetas se acomodaron en otros tantos asientos que la rústica galantería de los mozos improvisó en el acto; hizo corro la muchedumbre alborozada a dos largas filas de bailadores que se formaron instantáneamente; y al compás de los sonoros y encascabelados parches, recién templados al calor de la hoguera..., ¡adiós hierba de la braña en aquel tramo, que polvo fue pronto bajo los anchos pies de los danzantes; y adiós polvo también, que en espesa nube se le vio subir más alto que las campanas, entre las chispas del rozo que no cesaba de caer, mata a mata, en el foco enorme de aquella lumbre crepitante!

Y cátate lector, que en esto comienza el traca-racatrá-trá de las tarrañuelas con que algunos mozos, diestros en manejarlas, sorprendieron a la muchedumbre, y cuyo charrasqueo repetían y multiplicaban los ecos del frontón de la iglesia y de la bóveda de los árboles de enfrente, entre el incesante sonar de los panderos y el alternado vocear de las cantadoras... ¡Y aquello fue un delirio! Delirio que acometió hasta a los viejos allí presentes, que si no salieron a bailar al corro, se zarandearon de firme en el sitio en que se hallaban, y mecieron el ya tibio pensamiento en un columpio de gratas y refrigerantes memorias.

Como estas cosas sucedían tan cerca de la hoguera como lo consentía su calor, brillaban los rostros ardorosos de las danzantes, y se podían contar las pintas, los remiendos y las pegas de las alegres sayas de las mozas, y distinguir la que llevaba medias de la que iba en pernetas o de la que estaba descalza, pues de todo había; y tanta era la luz que a la sazón derramaba la hoguera, que transformaba, ante los fascinados ojos, en transparentes jirones de verde gasa el espeso follaje de los árboles, y aun llegaba a la carral de vino con fuerza bastante para que desde la braña se conociera, con sus pelos y señales, a todos y a cada uno de los agazapados bebedores; en la pared de la iglesia se leían cuantos letreros habían escrito allí los muchachos con carbón; relucía el entonces mudo metal de las campanas, como si ardiendo estuviera también, y hasta en el cielo parecía haberse extinguido el fulgor de los astros.

Así es que pudo verse perfectamente a Bastián, que no perdía baile, que bailaba por tres en cada uno, y que en cada breve descanso se largaba muy ufano a matar el gusanillo de la sed en la precitada sucursal de la taberna. Bien pronto se puso que echaba fuego por los ojos, y público fue que Tasia le arrimó un soplamocos por yo no sé qué irreverencia cometida por el gaznápiro en una rápida mudanza. Díjose también que de alguna otra muchacha recibió aquella noche igual obsequio que de Tasia por idénticos motivos; y es dicho muy creíble, porque a media jornada del jolgorio andaba el buen sobrino de don Sotero hecho una pólvora.

Con lo indicado tiene el lector lo bastante para saber lo que pasó en la hoguera de San Juan en Valdecines, en la ocasión de que vamos hablando; y hágase cuenta de que ya sabe todo lo que pasa en las demás hogueras de la Montaña, precursoras de la fiesta del lugar, salvo la diferencia de algún detalle, que no conviene más que a las de San Juan, como estos pocos que voy a mencionar, a fuer de minucioso y puntual historiador.

Es el caso que, no bien consumió la fogata el último escajo del acopio y la gente se quedó a oscuras, comenzó el pacífico desfile de los más con rumbo a los respectivos lugares. Los menos, es decir, una pandilla de mozos casaderos, enamorados y correspondidos los unos, pretendientes a secas los otros, aspirantes a serlo los demás, después de tomar un trago en la ya extenuada carral de la arboleda, que poco después fue arrastrada de allí a su correspondiente metrópoli, corrieron a la cercana casa de uno de ellos, donde había, sobre una cama, hasta una docena de arcos revestidos de flores naturales y olorosas. Tomó cada cual el que le pertenecía, y sobró uno, que era el de Bastián; y entonces se supo que éste, empapado en vino hasta los huesos y no muy firme de pies, había marchado hacia su casa mucho antes de apagarse la hoguera.

Dejando el arco sobrante, salieron otra vez a la calle los alegres mozos y entonando perezosas baladas y poniendo, en obsequio a la moza de sus pensamientos, un arco en esta ventana, que se alcanzaba con la mano, y otro en aquel balcón a fuerza de fuerzas, y encaramándose el más ágil sobre los hombros del más fuerte, se pasaron el resto de la noche; y ya querían como asomar los barruntos del crepúsculo sobre las cimas de las montañas fronteras a Perojales, cuando se fueron a descansar, despeados y enronquecidos.

Mientras ellos se acostaban, las revoltosas muchachas, que apenas habían pegado el ojo pensando en la travesura que tenían preparada, echáronse a la calle con sendos ramos de espinoso acebo al hombro. Reuniéronse en la ya desierta braña de la iglesia, donde se veía la enorme calva, hecha por sus mismos y otros tan saltadores pies, en el fino, verde y tupido césped, muy cerca del negro montón de ceniza que había dejado allí, por todo rastro, la hoguera, y en alegre comparsa, por la burlona Tasia dirigida, encamináronse, alumbradas ya por los tibios rayos del sol naciente, a la mies cercana. Allí, entre cháchara y bureo, fueron clavando ramos en otros tantos maizales sin resallar; y como no eran muchos los que se hallaban en tal atraso de labores, tuvieron las pícaras tiempo sobrado para recorrer todas las mieses del lugar sin que lo advirtiera el vecindario.

Y ahora sábete lector, por remate y fin de este capítulo, que no llegaron a seis los ramos puestos; pero que, ¡oh dolor de los dolores e inclemencia de las inclemencias!, de aquellos ignominiosos sambenitos, más de la mitad se alzaban en tierras del pobre Macabeo.