De tal palo, tal astilla/Capítulo XXIX

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Desde que don Sotero vio la obra de Bastián destruida por la inesperada venida de don Plácido a Valdecines, juzgó en descenso su fortuna. Alentábale, sin embargo, la esperanza que ponía en el carácter estrafalario, bonachón y docilote del solterón de Treshigares; pero cuando habló con él y le vio tan firme y resuelto, comprendió que principiaba el fin de sus iniquidades y, lo que era más grave para él, que había quedado preso en la red tendida al caudal de los Rubárcenas. Ni sus atrevimientos hasta allí tenían fácil disculpa, ni el sesgo que tomaban las cosas se prestaba a imponerlos como ley por la fuerza de otros mayores. Meditó seriamente sobre el caso, y le vio muy negro por todas partes. Su mayor aspiración no podía exceder ya de que se le perdonara lo pasado. En cuanto a su intervención en casa de los Rubárcenas, no ya como tutor y curador de las huérfanas, pero ni siquiera como administrador de sus bienes, era una insensatez no darla por concluida. De manera que no solamente tenía que renunciar a la posesión de aquel caudal, con tanta maña perseguido, sino también a lo que de él pudiera pegársele a fuerza de manosearle. Era la primera vez que se le escapaba de entre las uñas una presa señalada con sus ojos. Le costó mucho trabajo resignarse a verlo así; pero la necesidad le obligó a ello.

La mejor jugada de toda su vida había estado a punto de hacerla en la vejez, y aquella jugada la perdió al cabo. Probado está que a esa edad es cuando más estragos causan las grandes pesadumbres y las agudas enfermedades. No se asombre, pues, el lector si le digo que en menos de veinticuatro horas se abatió la entereza de don Sotero, como áspero y bravío roble herido por el hacha en sus raíces, quédase aún enhiesto, pero hasta las brisas le bambolean, y el primer viento le derriba.

Resuelto a implorar hasta la misericordia de sus víctimas para sacar el único partido que le ofrecían las dificultades de su situación, consagró el corto plazo que le dio el indignado señor de Quincevillas para optar entre los dos extremos que le propuso, a arreglar sus cuentas del mejor modo posible; y aun en aquella ocasión demostró el buen ex procurador que, como el gitano del cuento, era una hormiguita para su casa. ¡Qué mano de raspa tan admirable! ¡Qué primor de destreza aquella pluma para imitar recibos de doña Marta! ¡Qué instinto aritmético el suyo para obtener alcances en su favor allí donde no había sino rastro de sus ávidas manos, al sacarlas llenas de lo que no le pertenecía, durante tantos años de administración! Y todos esos milagros los hacía el pío varón en medio del mayor desconcierto cerebral. Porque es de saberse que a la sazón hablaba solo y deliraba; y hasta el escaso mendrugo que comía, menos le servía para alimento del cuerpo que para dar fuerzas a su pesadumbre. ¡Qué no hubiera hecho el santo hombre puesto a la misma tarea en sana salud!

Antojábasele poco cuanto sacaba en números de los libros de su administración; y cuando pasaba la vista por el inventario, bien ordenado y dispuesto, de su propio caudal, aunque éste era bueno y estaba bien asegurado, creíase pobre y a las puertas de la miseria. ¡Tan grande le parecía lo que se le había escapado de entre las uñas, y por tan suyo llegó a contarlo!

El único deudor que aparecía allí sin hipoteca sólida y a todas horas realizable, era Fernando. ¡Dónde tuvo él la cabeza; qué sensiblera estupidez le cegó cuando hizo aquel desatinado negocio! ¡El ansia de tener cogido por ese lado al aspirante al caudal de Águeda; la convicción de que todo ello era un grano más en la semilla que había de darle tan abundante cosecha!... ¡Y la cosecha se perdió al menor soplo de la adversidad! ¡Mentecato, y mil veces mentecato!... ¿Dónde puede haber disculpa para el hombre que así aventura lo que más ama y necesita?... Si, bien mirado, el doctor se hallaba en lo mejor de la vida y al ver cómo la traía de regalona y descuidada, el más lerdo comprendería que hasta los clavos de la puerta se habría comido ya para el día de su muerte. ¡Qué lucida hipoteca para sus seis mil duros! ¡Y el muy torpe hostigaba y perseguía a su deudor exponiéndole a coger una enfermedad, o a cometer un desatino que le costara la vida antes de adquirir con qué pagarle! Afortunadamente, aún era tiempo de enmendar esa torpeza. Buscaría a Fernando, le hablaría al alma, le pediría perdón por sus pasadas inclemencias, y hasta se brindaría a ayudarle en sus proyectos. ¿Y por qué no? Al cabo y a la postre, ¿no era gallardo y excelente mozo? ¿No hacía con Águeda la pareja más hermosa que pudiera buscarse? ¿Que era un tanto descreído?... ¡Bah! ¿Quién se para en tales pequeñeces hoy? Tener o no tener, ésta es la cuestión. Pero ¿aceptaría el vanidoso joven sus excusas y protestas, después de la guerra que le había hecho él?

Así discurría el santo varón según iba leyendo y manoseando el recibo que ya conocemos, tras de llorar las mal aprovechadas horas de su vida (con los cuales discursos sufría congojas mortales y sudaba hieles y borra de azufre por todos los poros de su lacio pellejo, pues es de saberse que ayuno estaba su estómago aquel día hasta del fementido chocolate con que entretenía al levantarse los asaltos del hambre), cuando llegaba a Valdecines el pedáneo con la carta para Águeda, y la noticia, que se propagó por el pueblo como la llama en un reguero de pólvora, de que el cadáver hallado en la hoz era del hijo del doctor Peñarrubia.

Lo oyó Bastián a la puerta de su casa, subió las escaleras de cuatro zancadas; entró en la alcoba sin pedir permiso; y tal como lo cogió en la calle, se lo espetó en crudo a su tío, en la persuasión de que le daba la más sabrosa de las noticias.

No prestando crédito a sus oídos, que desde días atrás le zumbaban muy a menudo, don Sotero, sobresaltado y trémulo, hizo repetir a Bastián todas sus palabras; después le preguntó con la voz medio extinguida, quién le había dado la noticia, y por último, quién la había traído al pueblo; y cuando supo todo lo que sabía el alcalde pedáneo, encontróse sin fuerzas para moverse de la silla, y ni siquiera las tuvo para cerrar la boca y los ojos que se le habían quedado desmesuradamente abiertos; las negras ideas se bamboleaban en su cerebro al mismo compás que el armario y la mesa, y la ventana y las paredes de su cuarto; sentía que por toda su piel se deslizaba un sudor frío, como si la sangre, convertida en suero destilado, se le derramara por los poros y tan amarillo y desmayado se le puso el color, que Bastián, transido de susto, corrió a avisar a Celsa.

Entre tanto notó don Sotero, en medio de su modorra, que se le caía de las manos el papel que entre ellas tenía cuando entró en el cuarto su sobrino; y como ya no veía sino por los ojos de su perturbada imaginación, soñó que aquel documento se convertía en seis pesadísimas y repletas talegas con alas, las cuales seis talegas se alzaron volando y se le pusieron sobre el pecho. Como eran tan pesadas, ahogábase el hombre debajo de ellas; pero carecía de movimiento y de voz, y hubo de sufrir aquel suplicio hasta que las talegas volvieron a volar, todas a un mismo tiempo. Volaron muy alto, como pájaro que se va; pero detuviéronse allá arriba unos instantes en sosegado coloquio. Después se separaron unas de otras, tornaron a reunirse y, por último, muy adheridas entre sí, casi formando una sola masa, dejáronse caer a plomo, con una velocidad vertiginosa, sobre la cabeza de don Sotero. Veíalas éste descender, y no podía separarse un punto para evitar el golpe que le esperaba. ¡Qué golpe! Hubiera jurado el mísero, al sufrirlo, que le oyeron desde el otro hemisferio, que su propio cuerpo se había hundido en la tierra hasta el pescuezo, y que por el agujero abierto en su cabeza entraba todo el agua del regato del valle alborotada y ruidosa, llenándole el cráneo y desalojando de él hasta el último de sus desquiciados pensamientos. Entonces perdió también la sensibilidad y toda noción de su existencia.

Cuando don Lesmes llegó de la hoz al mediodía, Bastián le aguardaba a la puerta de su casa. Díjole lo que ocurría en la de su tío, y el cirujano corrió a ella sin detenerse a descansar un instante, pero apuntando en su memoria aquel día como el más infausto de todos los de su larga carrera profesional.

Hallábase ya tendido sobre el lecho el enfermo, con el rostro amoratado y verde espumarajo entre los dientes, y rodeábanle Celsa y algunos vecinos que habían acudido a sus gritos y los de Bastián, cuando le vieron derribado en el suelo después de la referida visión de las talegas.

Don Lesmes le reconoció detenidamente, y dijo, volviéndose a los circunstantes:

-Es un paralís de carácter apoplético.

Y como alguien le preguntara qué venían a ser en romance estos latines, añadió el cirujano:

-Una hemiplejía lateral derecha.

Tampoco esta explicación satisfizo la natural curiosidad de los presentes. Entonces preguntó Bastián a don Lesmes:

-¿Pero se muere o no se muere?

-Tan cerca está de morirse -respondió el cirujano-, que vas a ir ahora mismo a buscar la unción mientras yo empleo los pocos recursos que caben en lo humano para tratar de volverle a la vida.

Bastián que tal oyó, echóse sobre el agotado cuerpo de su tío, no para llorar ni para mesarse las greñas en testimonio de su pesadumbre, sino para registrarle los bolsillos, hasta dar con la llave de aquellos cajones en que se guardaban los tesoros del avariento. Cuando las tuvo en la mano recogió los libros y papeles que había sobre la mesa, los guardó en el arcón muy sosegadamente, y entonces salió a cumplir el encargo hecho por don Lesmes, entre las maldiciones de Celsa y el asombro de los demás.