Del Socialismo Utópico al Socialismo Científico: Capítulo I
I
[editar]El socialismo moderno es, en primer término, por su contenido, fruto del reflejo en la inteligencia, por un lado, de los antagonismos de clase que imperan en la moderna sociedad entre poseedores y desposeídos, capitalistas y obreros asalariados, y, por otro lado, de la anarquía que reina en la producción. Pero, por su forma teórica, el socialismo empieza presentándose como una continuación, más desarrollada y más consecuente, de los principios proclamados por los grandes ilustradores franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo, aunque tuviese sus raíces en los hechos materiales económicos, hubo de empalmar, al nacer, con las ideas existentes.
Los grandes hombres que en Francia ilustraron las cabezas para la revolución que había de desencadenarse, adoptaron ya una actitud resueltamente revolucionaria. No reconocían autoridad exterior de ningún género. La religión, la concepción de la naturaleza, la sociedad, el orden estatal: todo lo sometían a la crítica más despiadada; cuanto existía había de justificar los títulos de su existencia ante el fuero de la razón o renunciar a seguir existiendo. A todo se aplicaba como rasero único la razón pensante. Era la época en que, según Hegel, «el mundo giraba sobre la cabeza», primero, en el sentido de que la cabeza humana y los principios establecidos por su especulación reclamaban el derecho a ser acatados como base de todos los actos humanos y de toda relación social, y luego también, en el sentido más amplio de que la realidad que no se ajustaba a estas conclusiones se veía subvertida de hecho desde los cimientos hasta el remate. Todas las formas anteriores de sociedad y de Estado, todas las ideas tradicionales, fueron arrinconadas en el desván como irracionales; hasta allí, el mundo se había dejado gobernar por puros prejuicios; todo el pasado no merecía más que conmiseración y desprecio. Sólo ahora había apuntado la aurora, el reino de la razón; en adelante, la superstición, la injusticia, el privilegio y la opresión serían desplazados por la verdad eterna, por la eterna justicia, por la igualdad basada en la naturaleza y por los derechos inalienables del hombre.
Hoy sabemos ya que ese reino de la razón no era más que el reino idealizado de la burguesía, que la justicia eterna vino a tomar cuerpo en la justicia burguesa; que la igualdad se redujo a la igualdad burguesa ante la ley; que como uno de los derechos más esenciales del hombre se proclamó la propiedad burguesa; y que el Estado de la razón, el «contrato social» de Rousseau pisó y solamente podía pisar el terreno de la realidad, convertido en república democrática burguesa. Los grandes pensadores del siglo XVIII, como todos sus predecesores, no podían romper las fronteras que su propia época les trazaba.
Pero, junto al antagonismo entre la nobleza feudal y la burguesía, que se erigía en representante de todo el resto de la sociedad, manteníase en pie el antagonismo general entre explotadores y explotados, entre ricos holgazanes y pobres que trabajaban. Y este hecho era precisamente el que permitía a los representantes de la burguesía arrogarse la representación, no de una clase determinada, sino de toda la humanidad doliente. Más aún. Desde el momento mismo en que nació, la burguesía llevaba en sus entrañas a su propia antítesis, pues los capitalistas no pueden existir sin obreros asalariados, y en la misma proporción en que los maestros de los gremios medievales se convertían en burgueses modernos, los oficiales y los jornaleros no agremiados transformábanse en proletarios. Y, si, en términos generales, la burguesía podía arrogarse el derecho a representar, en sus luchas contra la nobleza, además de sus intereses, los de las diferentes clases trabajadoras de la época, al lado de todo gran movimiento burgués que se desataba estallaban movimientos independientes de aquella clase que era el precedente más o menos desarrollado del proletariado moderno. Tal fue en la época de la Reforma y de las guerras campesinas en Alemania la tendencia de los anabaptistas y de Tomás Münzer; en la Gran Revolución inglesa, los «levellers» , y en la Gran Revolución francesa, Babeuf. Y estas sublevaciones revolucionarias de una clase incipiente son acompañadas, a la vez, por las correspondientes manifestaciones teóricas: en los siglos XVI y XVII aparecen las descripciones utópicas de un régimen ideal de la sociedad ; en el siglo XVIII, teorías directamente comunistas ya, como las de Morelly y Mably. La reivindicación de la igualdad no se limitaba a los derechos políticos, sino que se extendía a las condiciones sociales de vida de cada individuo; ya no se trataba de abolir tan sólo los privilegios de clase, sino de destruir las propias diferencias de clase. Un comunismo ascético, a lo espartano, que prohibía todos los goces de la vida: tal fue la primera forma de manifestarse de la nueva doctrina. Más tarde, vinieron los tres grandes utopistas: Saint-Simon, en quien la tendencia burguesa sigue afirmándose todavía, hasta cierto punto, junto a la tendencia proletaria; Fourier y Owen, quien, en el país donde la producción capitalista estaba más desarrollada y bajo la impresión de los antagonismos engendrados por ella, expuso en forma sistemática una serie de medidas encaminadas a abolir las diferencias de clase, en relación directa con el materialismo francés.
Rasgo común a los tres es el no actuar como representantes de los intereses del proletariado, que entretanto había surgido como un producto de la propia historia. Al igual que los ilustradores franceses, no se proponen emancipar primeramente a una clase determinada, sino, de golpe, a toda la humanidad. Y lo mismo que ellos, pretenden instaurar el reino de la razón y de la justicia eterna. Pero entre su reino y el de los ilustradores franceses media un abismo. También el mundo burgués, instaurado según los principios de éstos, es irracional e injusto y merece, por tanto, ser arrinconado entre los trastos inservibles, ni más ni menos que el feudalismo y las formas sociales que le precedieron. Si hasta ahora la verdadera razón y la verdadera justicia no han gobernado el mundo, es, sencillamente, porque nadie ha sabido penetrar debidamente en ellas. Faltaba el hombre genial que ahora se alza ante la humanidad con la verdad, al fin, descubierta. El que ese hombre haya aparecido ahora, y no antes, el que la verdad haya sido, al fin, descubierta ahora y no antes, no es, según ellos, un acontecimiento inevitable, impuesto por la concatenación del desarrollo histórico, sino porque el puro azar lo quiere así. Hubiera podido aparecer quinientos años antes ahorrando con ello a la humanidad quinientos años de errores, de luchas y de sufrimientos.
Hemos visto cómo los filósofos franceses del siglo XVIII, los precursores de la revolución, apelaban a la razón como único juez de todo lo existente. Se pretendía instaurar un Estado racional, una sociedad ajustada a la razón, y cuanto contradecía a la razón eterna debía ser desechado sin piedad. Y hemos visto también que, en realidad, esa razón eterna no era más que el sentido común idealizado del hombre del estado llano que, precisamente por aquel entonces, se estaba convirtiendo en burgués. Por eso cuando la revolución francesa puso en obra esta sociedad racional y este Estado racional, resultó que las nuevas instituciones, por más racionales que fuesen en comparación con las antiguas, distaban bastante de la razón absoluta. El Estado racional había quebrado completamente. El contrato social de Rousseau venía a tomar cuerpo en la época del terror , y la burguesía, perdida la fe en su propia habilidad política, fue a refugiarse, primero, en la corrupción del Directorio y, por último, bajo la égida del despotismo napoleónico. La prometida paz eterna se había trocado en una interminable guerra de conquistas. Tampoco corrió mejor suerte la sociedad de la razón. El antagonismo entre pobres y ricos, lejos de disolverse en el bienestar general, habíase agudizado al desaparecer los privilegios de los gremios y otros, que tendían un puente sobre él, y los establecimientos eclesiásticos de beneficencia, que lo atenuaban. La «libertad de la propiedad» de las trabas feudales, que ahora se convertía en realidad, resultaba ser, para el pequeño burgués y el pequeño campesino, la libertad de vender a esos mismos señores poderosos su pequeña propiedad, agobiada por la arrolladora competencia del gran capital y de la gran propiedad terrateniente; con lo que se convertía en la «libertad» del pequeño burgués y del pequeño campesino de toda propiedad. El auge de la industria sobre bases capitalistas convirtió la pobreza y la miseria de las masas trabajadoras en condición de vida de la sociedad. El pago al contado fue convirtiéndose, cada vez en mayor grado, según la expresión de Carlyle, en el único eslabón que enlazaba a la sociedad. La estadística criminal crecía de año en año. Los vicios feudales, que hasta entonces se exhibían impúdicamente a la luz del día, no desaparecieron, pero se recataron, por el momento, un poco al fondo de la escena; en cambio, florecían exuberantemente los vicios burgueses, ocultos hasta allí bajo la superficie. El comercio fue degenerando cada vez más en estafa. La «fraternidad» de la divisa revolucionaria tomó cuerpo en las deslealtades y en la envidia de la lucha de competencia. La opresión violenta cedió el puesto a la corrupción, y la espada, como principal palanca del poder social, fue sustituida por el dinero. El derecho de pernada pasó del señor feudal al fabricante burgués. La prostitución se desarrolló en proporciones hasta entonces inauditas. El matrimonio mismo siguió siendo lo que ya era: la forma reconocida por la ley, el manto oficial con que se cubría la prostitución, complementado además por una gran abundancia de adulterios. En una palabra, comparadas con las brillantes promesas de los ilustradores, las instituciones sociales y políticas instauradas por el «triunfo de la razón» resultaron ser unas tristes y decepcionantes caricaturas. Sólo faltaban los hombres que pusieron de relieve el desengaño y que surgieron en los primeros años del siglo XIX. En 1802, vieron la luz las "Cartas ginebrinas" de Saint-Simon; en 1808, publicó Fourier su primera obra, aunque las bases de su teoría databan ya de 1799; el 1 de enero de 1800, Roberto Owen se hizo cargo de la dirección de la empresa de New Lanark .
Sin embargo, por aquel entonces, el modo capitalista de producción, y con él el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, se habían desarrollado todavía muy poco. La gran industria, que en Inglaterra acababa de nacer, era todavía desconocida en Francia. Y sólo la gran industria desarrolla, de una parte, los conflictos que transforman en una necesidad imperiosa la subversión del modo de producción y la eliminación de su carácter capitalista -conflictos que estallan no sólo entre las clases engendradas por esa gran industria, sino también entre las fuerzas productivas y las formas de cambio por ella creadas- y, de otra parte, desarrolla también en estas gigantescas fuerzas productivas los medios para resolver estos conflictos. Si bien, hacia 1800, los conflictos que brotaban del nuevo orden social apenas empezaban a desarrollarse, estaban mucho menos desarrollados, naturalmente, los medios que habían de conducir a su solución. Si las masas desposeídas de París lograron adueñarse por un momento del poder durante el régimen del terror y con ello llevar al triunfo a la revolución burguesa, incluso en contra de la burguesía, fue sólo para demostrar hasta qué punto era imposible mantener por mucho tiempo este poder en las condiciones de la época. El proletariado, que apenas empezaba a destacarse en el seno de estas masas desposeídas, como tronco de una clase nueva, totalmente incapaz todavía para desarrollar una acción política propia, no representaba más que un estamento oprimido, agobiado por toda clase de sufrimientos, incapaz de valerse por sí mismo. La ayuda, en el mejor de los casos, tenía que venirle de fuera, de lo alto.
Esta situación histórica informa también las doctrinas de los fundadores del socialismo. Sus teorías incipientes no hacen más que reflejar el estado incipiente de la producción capitalista, la incipiente condición de clase. Se pretendía sacar de la cabeza la solución de los problemas sociales, latente todavía en las condiciones económicas poco desarrolladas de la época. La sociedad no encerraba más que males, que la razón pensante era la llamada a remediar. Tratábase por eso de descubrir un sistema nuevo y más perfecto de orden social, para implantarlo en la sociedad desde fuera, por medio de la propaganda, y a ser posible, con el ejemplo, mediante experimentos que sirviesen de modelo. Estos nuevos sistemas sociales nacían condenados a moverse en el reino de la utopía; cuanto más detallados y minuciosos fueran, mas tenían que degenerar en puras fantasías.
Sentado esto, no tenemos por qué detenernos ni un momento más en este aspecto, incorporado ya definitivamente al pasado. Dejemos que los traperos literarios revuelvan solemnemente en estas fantasías, que hoy parecen mover a risa, para poner de relieve, sobre el fondo de ese «cúmulo de dislates», la superioridad de su razonamiento sereno. Nosotros, en cambio, nos admiramos de los geniales gérmenes de ideas y de las ideas geniales que brotan por todas partes bajo esa envoltura de fantasía y que los filisteos son incapaces de ver.
Saint-Simon era hijo de la Gran Revolución francesa, que estalló cuando él no contaba aún treinta años. La revolución fue el triunfo del tercer estado, es decir, de la gran masa activa de la nación, a cuyo cargo corrían la producción y el comercio, sobre los estamentos hasta entonces ociosos y privilegiados de la sociedad: la nobleza y el clero. Pero pronto se vio que el triunfo del tercer estado no era más que el triunfo de una parte muy pequeña de él, la conquista del poder político por el sector socialmente privilegiado de esa clase: la burguesía poseyente. Esta burguesía, además, se desarrollaba rápidamente ya en el proceso de la revolución, especulando con las tierras confiscadas y luego vendidas de la aristocracia y de la Iglesia, y estafando a la nación por medio de los suministros al ejército. Fue precisamente el gobierno de estos estafadores el que, bajo el Directorio, llevó a Francia y a la revolución al borde de la ruina, dando con ello a Napoleón el pretexto para su golpe de Estado. Por eso, en la idea de Saint-Simon, el antagonismo entre el tercer estado y los estamentos privilegiados de la sociedad tomó la forma de un antagonismo entre «obreros» y «ociosos». Los «ociosos» eran no sólo los antiguos privilegiados, sino todos aquellos que vivían de sus rentas, sin intervenir en la producción ni en el comercio. En el concepto de «trabajadores» no entraban solamente los obreros asalariados, sino también los fabricantes, los comerciantes y los banqueros. Que los ociosos habían perdido la capacidad para dirigir espiritualmente y gobernar políticamente, era un hecho evidente, que la revolución había sellado con carácter definitivo. Y, para Saint-Simon, las experiencias de la época del terror habían demostrado, a su vez, que los descamisados no poseían tampoco esa capacidad. Entonces, ¿quiénes habían de dirigir y gobernar? Según Saint-Simon, la ciencia y la industria unidas por un nuevo lazo religioso, un «nuevo cristianismo», forzosamente místico y rigurosamente jerárquico, llamado a restaurar la unidad de las ideas religiosas, rota desde la Reforma. Pero la ciencia eran los sabios académicos; y la industria eran, en primer término, los burgueses activos, los fabricantes, los comerciantes, los banqueros. Y aunque estos burgueses habían de transformarse en una especie de funcionarios públicos, de hombres de confianza de toda la sociedad, siempre conservarían frente a los obreros una posición autoritaria y económicamente privilegiada. Los banqueros serían en primer término los llamados a regular toda la producción social por medio de una reglamentación del crédito. Ese modo de concebir correspondía perfectamente a una época en que la gran industria, y con ella el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, apenas comenzaba a despuntar en Francia. Pero Saint-Simon insiste muy especialmente en esto: lo que a él le preocupa siempre y en primer término es la suerte de «la clase más numerosa y más pobre» de la sociedad («la classe la plus nombreuse et la plus pauvre»).
Saint-Simon sienta ya, en sus "Cartas ginebrinas", la tesis de que «todos los hombres deben trabajar». En la misma obra, se expresa ya la idea de que el reinado del terror era el gobierno de las masas desposeídas.
«Ved -les grita- lo que aconteció en Francia, cuando vuestros camaradas subieron al poder, ellos provocaron el hambre». Pero el concebir la revolución francesa como una lucha de clases, y no sólo entre la nobleza y la burguesía, sino entre la nobleza, la burguesía y los desposeídos, era, para el año 1802, un descubrimiento verdaderamente genial. En 1816, Saint-Simon declara que la política es la ciencia de la producción y predice ya la total absorción de la política por la Economía. Y si aquí no hace más que aparecer en germen la idea de que la situación económica es la base de las instituciones políticas, proclama ya claramente la transformación del gobierno político sobre los hombres en una administración de las cosas y en la dirección de los procesos de la producción, que no es sino la idea de la «abolición del Estado», que tanto estrépito levanta últimamente. Y, alzándose al mismo plano de superioridad sobre sus contemporáneos, declara, en 1814, inmediatamente después de la entrada de las tropas coligadas en París, y reitera en 1815, durante la guerra de los Cien Días , que la alianza de Francia con Inglaterra y, en segundo término, la de estos países con Alemania es la única garantía del desarrollo próspero y la paz en Europa. Para predicar a los franceses de 1815 una alianza con los vencedores de Waterloo , hacía falta tanta valentía como capacidad para ver a lo lejos en la historia.
Lo que en Saint-Simon es una amplitud genial de conceptos que le permite contener ya, en germen, casi todas las ideas no estrictamente económicas de los socialistas posteriores, en Fourier es la crítica ingeniosa auténticamente francesa, pero no por ello menos profunda, de las condiciones sociales existentes. Fourier coge por la palabra a la burguesía, a sus encendidos profetas de antes y a sus interesados aduladores de después de la revolución. Pone al desnudo despiadadamente la miseria material y moral del mundo burgués, y la compara con las promesas fascinadoras de los viejos ilustradores, con su imagen de una sociedad en la que sólo reinaría la razón, de una civilización que haría felices a todos los hombres y de una ilimitada perfectibilidad humana. Desenmascara las brillantes frases de los ideólogos burgueses de la época, demuestra cómo a esas frases altisonantes responde, por todas partes, la más mísera de las realidades y vuelca sobre este ruidoso fiasco de la fraseología su sátira mordaz. Fourier no es sólo un crítico; su espíritu siempre jovial hace de él un satírico, uno de los más grandes satíricos de todos los tiempos. La especulación criminal desatada con el reflujo de la ola revolucionaria y el espíritu mezquino del comercio francés en aquellos años, aparecen pintados en sus obras con trazo magistral y deleitoso. Pero todavía es más magistral en él la crítica de la forma burguesa de las relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa. El es el primero que proclama que el grado de emancipación de la mujer en una sociedad es la medida de la emancipación general. Sin embargo, donde más descuella Fourier es en su modo de concebir la historia de la sociedad. Fourier divide toda la historia anterior en cuatro fases o etapas de desarrollo: el salvajismo, el patriarcado, la barbarie y la civilización, fase esta última que coincide con lo que llamamos hoy sociedad burguesa, es decir, con el régimen social implantado desde el siglo XVI, y demuestra que el «orden civilizado eleva a una forma compleja, ambigua, equívoca e hipócrita todos aquellos vicios que la barbarie practicaba en medio de la mayor sencillez». Para él, la civilización se mueve en un «círculo vicioso», en un ciclo de contradicciones, que está reproduciendo constantemente sin acertar a superarlas, consiguiendo de continuo lo contrario precisamente de lo que quiere o pretexta querer conseguir. Y así nos encontramos, por ejemplo, con que «en la civilización la pobreza brota de la misma abundancia». Como se ve, Fourier maneja la dialéctica con la misma maestría que su contemporáneo Hegel. Frente a los que se llenan la boca hablando de la ilimitada capacidad humana de perfección, pone de relieve, con igual dialéctica, que toda fase histórica tiene su vertiente ascensional, mas también su ladera descendente, y proyecta esta concepción sobre el futuro de toda la humanidad. Y así como Kant introduce en la ciencia de la naturaleza la idea del acabamiento futuro de la Tierra, Fourier introduce en su estudio de la historia la idea del acabamiento futuro de la humanidad.
Mientras el huracán de la revolución barría el suelo de Francia, en Inglaterra se desarrollaba un proceso revolucionario, más tranquilo, pero no por ello menos poderoso. El vapor y las máquinas-herramienta convirtieron la manufactura en la gran industria moderna, revolucionando con ello todos los fundamentos de la sociedad burguesa. El ritmo adormilado del desarrollo del período de la manufactura se convirtió en un verdadero período de lucha y embate de la producción. Con una velocidad cada vez más acelerada, iba produciéndose la división de la sociedad en grandes capitalistas y proletarios desposeídos, y entre ellos, en lugar del antiguo estado llano estable, llevaba una existencia insegura una masa inestable de artesanos y pequeños comerciantes, la parte más fluctuante de la población. El nuevo modo de producción sólo empezaba a remontarse por su vertiente ascensional; era todavía el modo de producción normal, regular, el único posible, en aquellas circunstancias. Y, sin embargo, ya entonces originó toda una serie de graves calamidades sociales: hacinamiento en los barrios más sórdidos de las grandes ciudades de una población desarraigada de su suelo; disolución de todos los lazos tradicionales de la costumbre, de la sumisión patriarcal y de la familia; prolongación abusiva del trabajo, que sobre todo en las mujeres y en los niños tomaba proporciones aterradoras; desmoralización en masa de la clase trabajadora, lanzada de súbito a condiciones de vida totalmente nuevas: del campo a la ciudad, de la agricultura a la industria, de una situación estable a otra constantemente variable e insegura. En estas circunstancias, se alza como reformador un fabricante de veintinueve años, un hombre cuyo candor casi infantil rayaba en lo sublime y que era, a la par, un dirigente innato de hombres como pocos. Roberto Owen habíase asimilado las enseñanzas de los ilustradores materialistas del siglo XVIII, según las cuales el carácter del hombre es, de una parte, el producto de su organización innata, y de otra, el fruto de las circunstancias que rodean al hombre durante su vida, y principalmente durante el período de su desarrollo. La mayoría de los hombres de su clase no veían en la revolución industrial más que caos y confusión, una ocasión propicia para pescar en río revuelto y enriquecerse aprisa. Owen vio en ella el terreno adecuado para poner en práctica su tesis favorita, introduciendo orden en el caos. Ya en Mánchester, dirigiendo una fábrica de más de quinientos obreros, había intentado, no sin éxito, aplicar prácticamente su teoría. Desde 1800 a 1829 encauzó en este sentido, aunque con mucha mayor libertad de iniciativa y con un éxito que le valió fama europea, la gran fábrica de hilados de algodón de New Lanark, en Escocia, de la que era socio y gerente. Una población que fue creciendo paulatinamente hasta 2.500 almas, reclutada al principio entre los elementos más heterogéneos, la mayoría de ellos muy desmoralizados, convirtióse en sus manos en una colonia modelo, en la que no se conocía la embriaguez, la policía, los jueces de paz, los procesos, los asilos para pobres, ni la beneficencia pública. Para ello, le bastó sólo con colocar a sus obreros en condiciones más humanas de vida, consagrando un cuidado especial a la educación de su descendencia. Owen fue el creador de las escuelas de párvulos, que funcionaron por vez primera en New Lanark. Los niños eran enviados a la escuela desde los dos años, y se encontraban tan a gusto en ella, que con dificultad se les podía llevar a su casa. Mientras que en las fábricas de sus competidores los obreros trabajaban hasta trece y catorce horas diarias, en New Lanark la jornada de trabajo era de diez horas y media. Cuando una crisis algodonera obligó a cerrar la fábrica durante cuatro meses, los obreros de New Lanark, que quedaron sin trabajo, siguieron cobrando íntegros sus jornales. Y, con todo, la empresa había incrementado hasta el doble su valor y rendido a sus propietarios hasta el último día, abundantes ganancias.
Sin embargo, Owen no estaba satisfecho con lo conseguido. La existencia que había procurado a sus obreros distaba todavía mucho de ser, a sus ojos, una existencia digna de un ser humano «Aquellos hombres eran mis esclavos» -decía. Las circunstancias relativamente favorables, en que les había colocado, estaban todavía muy lejos de permitirles desarrollar racionalmente y en todos sus aspectos el carácter y la inteligencia, y mucho menos desenvolver libremente sus energías. «Y, sin embargo, la parte productora de aquella población de 2.500 almas daba a la sociedad una suma de riqueza real que apenas medio siglo antes hubiera requerido el trabajo de 600.000 hombres juntos. Yo me preguntaba: ¿a dónde va a parar la diferencia entre la riqueza consumida por estas 2.500 personas y la que hubieran tenido que consumir las 600.000?» La contestación era clara: esa diferencia se invertía en abonar a los propietarios de la empresa el cinco por ciento de interés sobre el capital de instalación, a lo que venían a sumarse más de 300.000 libras esterlinas de ganancia. Y el caso de New Lanark era, sólo que en proporciones mayores, el de todas las fábricas de Inglaterra. «Sin esta nueva fuente de riqueza creada por las máquinas, hubiera sido imposible llevar adelante las guerras libradas para derribar a Napoleón y mantener en pie los principios de la sociedad aristocrática. Y, sin embargo, este nuevo poder era obra de la clase obrera». A ella debían pertenecer también, por tanto, sus frutos. Las nuevas y gigantescas fuerzas productivas, que hasta allí sólo habían servido para que se enriqueciesen unos cuantos y para la esclavización de las masas, echaban, según Owen, las bases para una reconstrucción social y estaban llamadas a trabajar solamente, como propiedad colectiva de todos, para el bienestar colectivo.
Fue así, por este camino puramente práctico, como fruto, por decirlo así, de los cálculos de un hombre de negocios, como surgió el comunismo oweniano, que conservó en todo momento este carácter práctico. Así, en 1823, Owen propone un sistema de colonias comunistas para combatir la miseria reinante en Irlanda y presenta, en apoyo de su propuesta, un presupuesto completo de gastos de establecimiento, desembolsos anuales e ingresos probables. Y así también en sus planes definitivos de la sociedad del porvenir, los detalles técnicos están calculados con un dominio tal de la materia, incluyendo hasta diseños, dibujos de frente y a vista de pájaro, que, una vez aceptado el método oweniano de reforma de la sociedad, poco sería lo que podría objetar ni aun el técnico experto, contra los pormenores de su organización.
El avance hacia el comunismo constituye el momento crucial en la vida de Owen. Mientras se había limitado a actuar sólo como filántropo, no había cosechado más que riquezas, aplausos, honra y fama. Era el hombre más popular de Europa. No sólo los hombres de su clase y posición social, sino también los gobernantes y los príncipes le escuchaban y lo aprobaban. Pero, en cuanto hizo públicas sus teorías comunistas, se volvió la hoja. Eran principalmente tres grandes obstáculos los que, según él, se alzaban en el camino de la reforma social: la propiedad privada, la religión y la forma vigente del matrimonio. Y no ignoraba a lo que se exponía atacándolos: la proscripción de toda la sociedad oficial y la pérdida de su posición social. Pero esta consideración no le contuvo en sus ataques despiadados contra aquellas instituciones, y ocurrió lo que él preveía. Desterrado de la sociedad oficial, ignorado completamente por la prensa, arruinado por sus fracasados experimentos comunistas en América, a los que sacrificó toda su fortuna, se dirigió a la clase obrera, en el seno de la cual actuó todavía durante treinta años. Todos los movimientos sociales, todos los progresos reales registrados en Inglaterra en interés de la clase trabajadora, van asociados al nombre de Owen. Así, en 1819, después de cinco años de grandes esfuerzos, consiguió que fuese votada la primera ley limitando el trabajo de la mujer y del niño en las fábricas. El fue también quien presidió el primer congreso en que las tradeuniones de toda Inglaterra se fusionaron en una gran organización sindical única . Y fue también él quien creó, como medidas de transición, para que la sociedad pudiera organizarse de manera íntegramente comunista, de una parte las cooperativas de consumo y de producción -que han servido por lo menos para demostrar prácticamente que el comerciante y el fabricante no son indispensables-, y de otra parte, los bazares obreros, establecimientos de intercambio de los productos del trabajo por medio de bonos de trabajo y cuya unidad era la hora de trabajo rendido; estos establecimientos tenían necesariamente que fracasar, pero anticiparon a los Bancos proudhonianos de intercambio , diferenciándose de ellos solamente en que no pretendían ser la panacea universal para todos los males sociales, sino pura y simplemente un primer paso dado hacia una transformación mucho más radical de la sociedad.
Los conceptos de los utopistas han dominado durante mucho tiempo las ideas socialistas del siglo XIX, y en parte aún las siguen dominando hoy. Les rendían culto, hasta hace muy poco tiempo, todos los socialistas franceses e ingleses, y a ellos se debe también el incipiente comunismo alemán, incluyendo a Weitling. El socialismo es, para todos ellos, la expresión de la verdad absoluta, de la razón y de la justicia, y basta con descubrirlo para que por su propia virtud conquiste el mundo. Y, como la verdad absoluta no está sujeta a condiciones de espacio ni de tiempo, ni al desarrollo histórico de la humanidad, sólo el azar puede decidir cuándo y dónde este descubrimiento ha de revelarse. Añádase a esto que la verdad absoluta, la razón y la justicia varían con los fundadores de cada escuela: y, como el carácter específico de la verdad absoluta, de la razón y la justicia está condicionado, a su vez, en cada uno de ellos, por la inteligencia subjetiva, las condiciones de vida, el estado de cultura y la disciplina mental, resulta que en este conflicto de verdades absolutas no cabe más solución que éstas se vayan puliendo las unas a las otras. Y, así, era inevitable que surgiese una especie de socialismo ecléctico y mediocre, como el que, en efecto, sigue imperando todavía en las cabezas de la mayor parte de los obreros socialistas de Francia e Inglaterra; una mescolanza extraordinariamente abigarrada y llena de matices, compuesta de los desahogos críticos, las doctrinas económicas y las imágenes sociales del porvenir menos discutibles de los diversos fundadores de sectas, mescolanza tanto más fácil de componer cuanto más los ingredientes individuales habían ido perdiendo, en el torrente de la discusión, sus contornos perfilados y agudos, como los guijarros lamidos por la corriente de un río. Para convertir el socialismo en una ciencia, era indispensable, ante todo, situarlo en el terreno de la realidad.