Del frío al fuego/Capítulo I
Capítulo I
Al saltar al bote siento la transcendencia de mi resolución y comprendo las conmemoraciones. Mandaría esculpir en esa grada del embarcadero: «POR AQUÍ SALIÓ AL OTRO LADO DEL MUNDO ANDRÉS SERVÁN»... Mi madre, mis hermanas, alguna mujer acaso bien querida, podrían venir a ver en Barcelona la última piedra que pisé de España -si no volviese.
-¿Al Reus?
-Al Reus.
Juega el timón y orienta el esfuerzo del remero por entre dos bergantines. La negra mole del buque se destaca no lejos, coronada de humo. Permanece en mitad del puerto, donde lo dejé por la mañana, sólo que ha vuelto a la ciudad la banda izquierda y le rodean más lanchas.
Todo igual. Tronchos y algas flotantes en las sucias aguas, olor a limos y a sardinas, vaporcillos y velas que cruzan, grandes barcos llenos de cordajes por la extensa línea de los muelles... El viejo patrón rema con la misma indiferencia que reinaron otros paseándome por las bahías en Cádiz, en Santander... sino que esta vez no seré yo el que se queda envidiando a los que van a surcar el Océano; voy también a los países del oriente, del sol y la hermosura, del fuego y de la guerra... habiendo bastado para ello una instancia al Ministerio escrita en una hora de mayor aburrimiento y con idéntico fastidio que el parte de la guardia.
Ahora está hecho: el mar me recoge por suyo. Tiene algo de temerario este rompimiento con mis hábitos y mis cariños, fatalmente provocado por aquella firma, y que continúa realizándose de pequeñez en pequeñez...; la real orden, el tren, las fondas, este barco que me espera: todo ello bien simple, y en conjunto lo extraordinario. Asómbrame lo que puede contener de irremisible consecuencia un acto baladí, como aquel de mi instancia de aburrido y lo que existe de inadvertido y fácilmente invitador por las sendas que conducen a lo heroico... ¿afrontaría nadie lo grande, lo extraordinario, lo heroico, si no hubiese llegado insensiblemente a la situación irremediable de afrontarlo?...
Tal la mía. El buque me atrae, esfinge monstruosa de la suerte. Me irrita un poco el pensar que ya no podría dejar de ir a él aunque quisiese. Según me acerco lo veo más negro y enorme, más enmarañado de mástiles y jarcias, más seductoramente siniestro, para mi enojado amor, con sus ruidos y cabrías bajo el humo de las anchas chimeneas. Luego, percibo su bandera de correo en la popa, y en la borda muchos pasajeros, damas también, que miran hacia el bote. Esto me restituye el orgullo y la responsabilidad de la empresa: con un acto, en suma, de libre voluntad la he determinado.
No causa mal efecto mi uniforme de capitán de Artillería... Miro el reloj: las cuatro; media hora aún para zarpar. Sin duda llego el último.
En la escala, rodeada de pequeñas embarcaciones, que danzan con el oleaje manso, encuentro únicamente marineros que suben cajas y maletas. Me saluda arriba el sobrecargo, recordándome. Por la próxima galería, desde el portalón, disimulando entre la gente mi perplejidad, me dirijo al camarote..., por hacer algo -tal vez con el fin de investigar qué compañeros tendré. Está al pie, precisamente. Y en esto, me equivoco. El segundo de este lado, en este piso que corresponde a la baja cubierta, es el 34, y el mío el 3. Voy a la otra banda... ¡es tan fácil desatinarse en un palacio que a lo mejor da la vuelta!
El 3. -Cae mi litera bajo la ventana. Sobre las de enfrente hay, en una, una teresiana de húsar, y en la de encima un maletín de fina piel, que sólo me indica el gusto de su dueño. Inspecciono la estrecha estancia. Cerrado el vidrio, flota en ella un cáustico olor a pinturas agrias y a no aireadas gutaperchas. Las paredes, barnizadas de blanco como el techo, continúanse abajo con retablos de caoba llenos de tiradores: los hago jugar descubriendo los lavabos de portland, provistos de sus grifos y depósitos. Entre los espejos empotrados se ostenta un cilindro de latón con este aviso:
EN CASO DE INCENDIO DERRÁMESE
ESTE LÍQUIDO INCOMBUSTIBLE POR EL FUEGO.
Bien. Fuera, pude leer esta mañana las prohibiciones de tener cerillas, alcohol...
Salgo, y me interno en la galería, fisgonamente, aprovechando el estar arriba todo el mundo. Puertas en fila. Una se cierra de un golpe, no sin haberme permitido vislumbrar el tono rosa de un corsé y el tono blanco de una enagua. Sonrío. Sigo adelante. Deben de ser irremediables las indiscreciones en tal vida de compacta vecindad. -Salvando un pasadizo, a la derecha, me encuentro en un rellano de escalera de partidos tramos y balaustrada elegante. Agrádanme la discreta luz y el tibio confort del buque, sobre alfombras, aunque me persigue por todas partes el olor acre a fiambres y a carbón de piedra, a maderas guardadas, como sándalos y cedros. Otro cartel me para:
INSTRUCCIONES PARA CASO DE INCENDIO
El reglamento de lo espantoso. Lo leo entero. Señala el puesto y el deber de cada uno, tripulación y pasaje, en las catástrofes. Procuraré no olvidar que siendo el 3 mi camarote, me corresponde el salvavidas 27 y el bote 6, de la banda de estribor... ¡Estribor?... derecha?... me informaré. Por lo pronto, lo importante es dejar sabido que, siguiendo ante la muerte la cortesía que en un baile, se deberían embarcar primero los niños, después las señoras, y por último los hombres.
Un poco me crispa de delicioso horror esta noción de peligro, bien hallada con mi idea del viaje. Y me complace la suma previsión... Nada hay que me asuste más que lo imprevisto. He creído muchas veces que sería capaz de matar un toro si el toro me dejase meditar delante de él.
Con esta idea, subo la escalera pensando que mis actos, mis movimientos, son quizá todos voluntados, pasados por el cerebro..., sin que esté muy cierto de que ello sea para mí una ventaja... Y siempre el temeroso pasquín:
SE PROHÍBE TERMINANTEMENTE A LOS SEÑORES
Debajo un buzón de petitorio:
SOCORRO
PARA LA SOCIEDAD DE SALVAMENTO
¡Bravo! Por esta vez deberán echar los otros, por si el náufrago soy yo. Y no entiendo bien cómo pudiesen ir a salvarme a mitad del Océano.
Penetrado de la importancia de aquellas otras precauciones contra el fuego, arrojo al agua la caja de cerillas, así que llego a la cubierta.
En una ringlada de canapés y sillones de lona y de bejuco, reconozco el mío, mandado embarcar por la mañana, con sus iniciales. Está desierto este lado. Un marinero pasa.
-¡Oiga!, ¿la banda de babor es la derecha?
-No, ésta, señor -contesta sin detenerse.
«Babor, izquierda; babor, izquierda...» repito para fijarlo, marchando a la de estribor por el descansillo de la escalera que se abre a ambas. Mas al encontrar tanta gente, desisto de buscar mi salvavidas 27 y el bote 6. Me acerco a la borda.
Barcelona se espacía frente al extenso puerto, cerrándolo con sus altos edificios, detrás de los embarcaderos y escolleras que pueden seguirse en líneas quebradas a lo lejos como un vaporoso seto de mástiles. El sol de Diciembre, ya poniente, alumbra con fríos tonos de naranja la entrada de las Ramblas, destellando en la gran bola de Colón. Corta sombrío el Montjuich a la izquierda (babor-recuerdo) las lejanas costas, y sobre el agua ondulada continúan danzando las lanchas y los vaporcillos -en torno al inconmovible Reus, clavado como un peñón; en torno asimismo a otro gran vapor con bandera verde y a un crucero de guerra. Sírveme la observación para esperar que estos grandes trasatlánticos no se moverán tampoco en la mar demasiado... Mal viaje el mío, si no: sin salir de la bahía me he marcado un poco en días de Sur, en Santander..., verdad que con olas respetables.
Se me observa. Me pongo a observar -a intervalos fugaces de la atención múltiple y despierta que nos domina a todos. Nadie quiere perder detalles del embarque. De tierra adentro, como yo, la mayoría, y muchos seguramente mirando el mar por vez primera, esta vida tan nueva de a bordo cáusanos extrañeza.
Las grúas que chirrían izando de las barcadas grandes bultos, un remolcador que acaba de llegar trayendo pavos y hortalizas, los oficiales sonando sus silbatos, los grumetes en los palos, el capitán que pasa, la limpia cubierta espaciosa como la terraza de un hotel, la brisa, la humedad, las gaviotas...
Y sin embargo hay curiosidad muy principal para nosotros mismos. Trueca cada cual por un talante digno su absorta admiración al sorprenderse contemplado... ¡Desconocidos que llegamos al buque como a un desierto islote para formar la íntima sociedad de un mes, donde deberá conquistarse su rango cada uno, donde pronto tendrán que ser determinadas las categorías, las jerarquías, las simpatías!...
He de confesar que me desilusiona el conjunto. Predominan las caras ordinarias y los estúpidos aspectos. Estas barcadas para la guerra, no han de ser de grandes de España, precisamente. Mucho sargento recién ascendido a oficial, con sus mujeres algunos, todavía sargentas. Tipos como de tenderos, familias como de enriquecidos menestrales; y entre unos y otros, este y aquel matrimonio distinguido, que hace corro aparte con sus chicos y sus amas, y tales cuales jóvenes y señoritas elegantes. Los chiquillos son plaga, y me humilla que tantos niños y niñeras, y tanta gente del montón, haya de formar mi compañía en el viaje... heroico.
Hacia el puente, donde abundan más las fachas estimables, dos rubias con sombreros salmón, en un grupo de otras señoras, me dan cuando paso sus fragancias de gardenia, de trébol... Una gran dama, enlutada en sedas opulentamente, departe en otro grupo con un respetable señor...
De improviso, ronca e imponente, suena larga la sirena, por dos veces, con rugidos que alcanzarán dominadores los ámbitos del puerto y la ciudad. Se produce un movimiento de prisas: es el segundo toque de marcha. -La escala se llena, hacia los botes, de gentes que temen ser arrebatadas a los mares...
Abajo, a lo largo del negro costado del Reus, que veo luciente y lleno de redondos agujeros como el murallón de un fuerte, quedan pronto sueltas las lanchas, en la ansiosa terquedad de los pañuelos contestados desde arriba.
Se alejan las gabarras, de las grúas, ya ociosas. El barco-aljibe termina su descarga de agua dulce. Se ve acercarse un esquife de guerra cuyos ocho remos se alzan a compás, con honores de almirante. Los anteojos lo asestan. En sus bancos de popa, alfombrados de rojo, y entre maletas y cabás de fulgentes níqueles, vienen un joven, demasiado joven para poder ser alto jefe de tal consideración, y una joven vestida de gris con simplicísimo buen tono.
Han atracado.
Ambos son altos, esbeltos, de indudable porte aristocrático -sobre todo, ella. Ni la falta absoluta de parecido, ni la extrema cortesía con que él, incierto en la insegura escala, le da la mano al subir, los revela como hermanos: recién casados, sin duda.
El capitán los recibe gorra en mano, y los guía por sí mismo al interior.
-Es la hija del contraalmirante Ruiz, recién casada -me dice el doctor del buque; -él, creo que va de juez a Filipinas.
Han cruzado entre dos filas de curiosos. Se comprende desde luego que son lo más chic del pasaje.
Pero, en esto, una campana da las cinco, a dobles; se percata todo el mundo de que el portalón se cierra, y se les olvida, con la atención a esta postrera maniobra, de levantar la escala y recoger las anclas. La sirena resuena de nuevo formidable, largamente, y bajo su ruido sin fin y las bocanadas de humo, siéntese pronto trepidar el barco y empezar a removerse alrededor el agua aceitosa en que resbala la espuma... Avanza ya el vapor, virando, dejando atrás en su oleaje las lanchas en que vuelven a agitarse los pañuelos... Pasa cerca de otros buques...
Esto es hecho... marcha... marcha, enfilando la boca del puerto, donde larga al fin un cañonazo a la vista del mar libre...
-¡Adiós, Barcelona! ¡Adiós, España! ¡Adiós...
Pronuncian nombres mis labios. El vello erízaseme en la espalda, a un calofrío que debe de recorrer a todos con esta brisa fuerte que nos da de proa...
La borda ha sido largo rato una batería de anteojos de tres tubos, de gemelos de campaña, de gemelos de teatro... Y cuando debajo del sol se esfuma por fin completamente Barcelona en la apoteosis de un cegador polvo de oro, me doy cuenta de que el ruido de la hélice es más rápido y vibrante, de que el agua pasa por las bandas cortada con velocidad, de que el buque se lanza bravamente al desierto de las aguas, y de que el suelo de madera me hunde y alza como si fuesen mis pies en el dorso de un cetáceo cuyo respirar profundo aumentase en su hendir las olas cada vez más encrespadas.
Hace frío. Asusta lanzarse en pleno invierno a este baño de tristes humedades infinitas.
-¡Señorito, al comedor!
Suenan una campana..., timbres... Los mozos vienen personalmente advirtiendo que esto llama a la mesa. Por la cubierta hay menos gente. Guiado al comedor a través de pasillos y anchas escaleras alfombradas y ornadas de macetas, que parecen con sus bajos techos las del foyer de un teatro, ocupo el primer sillón giratorio que encuentro. Están las mesas llenas, principalmente las pequeñas, laterales, situadas perpendicularmente desde la central hasta ambos costados de buque -pues coge su ancho la espaciosa cámara.
-¿Y los niños? -pregunto a un camarero de frac y guante blanco.
Pienso que se hayan quedado en el puerto, propio no más este viaje de corazones esforzados. Aquí, bajo el rico artesonado de caoba, entre las columnas, los dorados y las flores, no veo chiquillos ni tanta cara tosca.
Los niños comen después, señor; es costumbre. Además, no cabrían ahora. Están los cien puestos ocupados.
Entra el capitán. Se sienta en el testero de la gran mesa, contra el piano. Como veo sitios sin nadie junto a él, voy a uno. Calculo que por allí será más puntual el servicio. Además, el capitán, un bilbaíno con quien ya he hablado en las oficinas de la Compañía, es hombre de cincuenta años cuya corta barba gris, cuidada con esmero, le da a la faz morena simpática expresión. Lo mismo deben de reflexionar unos cuantos reflexivos, porque cambian también de puestos inmediatamente -entre ellos la gentil pareja de recién casados.
Empieza la comida fríamente etiquetera; sobre todo, en torno al capitán. En resumen se han instalado alrededor suyo gentes gratas. A la izquierda, el joven matrimonio, un cómodamente de Estado Mayor y una rubia cubana -una rubia escandalosamente teñida, con su marido y una polluela a quien nombran Sarah. A su derecha, yo, la familia de un coronel de Ingenieros, con dos hijas de figuras insignificantes, y un poco más lejos un teniente de Caballería (que debe ser el de mi camarote) y una mamá andaluza con una preciosísima joven, que ya de serlo da fe al haberse atraído alrededor buen golpe de solteros...
Veo con pena que no vienen las dos rubias de los sombreros salmón, ni la dama opulentamente enlutada.
Pero el comedor, con todos sus ramos y su silencio de festín solemne, se mueve como un restorán-zaranda que tuviese un diablo socarrón entre las manos. Los haces del poniente sol, tendidos por toda su extensión desde los circulares ventanillos de una banda, oscilan en barras paralelas a cada cabeceo del buque, arrancando chispas y mareadores centellazos a la cristalería, paseándonos su luz por los ojos, por los platos... Creo que se les debe buena parte de la seriedad casi fúnebre de los comensales... Algunos se marchan...
Terminada la sopa, se han clareado las mesas por notable modo.
Son inciertas figuras que salen como fantasmas escalera arriba.
El calor, en pleno Diciembre, aquí abajo, sofoca.
El calor, y el olor insoportable a hullas, a flores, a maderas.
Se empieza a comprender.
A cada nueva defección, el capitán sonríe. Observa luego de reojo a los que nos obstinamos en mantenernos junto a él a todo trance...
El marido de la hija del almirante, pálido, «olvidado de un pañuelo», va por él con urgencia sospechosa.
Mi presunto compañero, el húsar, sale disparado en demanda de aire libre; y la joven andaluza, Pura -que la nombró su madre-, un tanto desencajadas las facciones, ríe, sin embargo, bromeando ya con sus vecinos, que se han permitido los primeros comentar las escapadas.
-¿Qué tal, capitán? -me interroga el del barco.
-Oh, bien, capitán, -le replico dominando mi cierta revolución interna.
Me ha mirado sutilmente burlona la hija del almirante, esperando la respuesta.
Esta mujer tiene una serenidad singularísima en los ojos. La única que conserva el natural sonrosado en las mejillas. Más que bella aún, es inteligente su faz, distinguida con una suprema distinción su figura toda.
Un apuesto teniente de Cazadores parte a escape del lado de Purita.
-¡Pienso que la dejan sola! -dícele a ésta mi vecina con discreta gentileza.
-¡Ah, sí!..., ¡y a usted! -devuelve con agradecida arrogancia sin notar que hay en la frase un matiz de compasión a su lividez y a su esfuerzo de dominio. -¡Su marido también cayó!... ¡Qué hombres!, ¡no sirven para nada!...
Esto generaliza la conversación.
Por no aumentar con mi persona el ridículo desfile, yo no sé lo que daría.
Me esfuerzo, me sereno río, bromeo también... Y en esto, oyendo detrás de un macetón las descuajantes arcadas de uno que no ha tenido tiempo de alejarse, Pura, cuya madre ya no está hace rato, lívida y perlada su frente de sudor, se alza impulsiva, cruza como otro fantasma hasta una columna, primero, y después a la escalera, desviada en zis-zás su indecisa marcha por un bamboleo del barco, y sube por fin aferrándose a la balaustrada con ambas manos.
Todos nos reímos afablemente, piadosos con la flaqueza humana que desvela el mar lo mismo en los humildes que en los altivos y tocados de etiqueta.
Una rápida y condescendiente confianza tiéndese entre todos los que habíamos ido llegando al comedor con aire de cancillerescos convidados.
Quedamos a los postres doce o catorce personas.
El capitán, mi bellísima vecina, la familia de Cuba, yo...
-Oh, capitán, ¿y lo mismo todo el viaje?
-No, mi valiente artillero -díceme jovial-; ¡este golfo de Lión es de lo más bailadito, siempre!
Me consuelo. Sin embargo, siéntome tan débilmente seguro de mí propio, que apenas sale mi aristocrática vecina en busca del marido, parto a la cubierta.
Hay para formarse de la travesía un detestable concepto por estas primeras impresiones
¡Qué otro el cuadro! Por las sillas, por los canapés, no se ven más que cuerpos como muertos, y caras como la cera. Nadie hace caso de nadie. Varias señoras enseñan las piernas, sin reparo maldito, desplomadas, torcidas por el vómito de mortales agonías. Acá y allá, los mozos recogen del piso con cubos y escobones lo poco que se ha comido abajo...
Me acerco a la borda. Enciendo un cigarro, con mecha. Puesto el sol, ya no se divisa tierra. El Reus sigue hundiéndose de proa a popa y las olas grises se estrellan contra él. Sopla un airazo seguidote y fresco... que es, de tanta desolación, lo menos desagradable.