Ir al contenido

Del frío al fuego/Capítulo III

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo III

El mar se calma. Es más llano y más azul. Lo he visto por el ventanillo sentándome en la litera.

Se mueve el camarote menos. Mi vecino el húsar saluda, sonríe y habla. Se ha vestido, intentando salir, pero torna a tenderse. Confía en que el día de hoy concluirá de habituarle al buque.

Yo desatornillo el vidrio y lo abro. Entra una brisa primaveral, que renueva el aire confinado. El señor del equipaje flamante está en mangas de camisa, jabonándose las manos, y tengo que cerrar.

-¿Cómo? ¿Hoy tampoco piensa usted salir? -le dice casi hosco al húsar.

-Tampoco.

El húsar, informado por mí, ya conoce la tribulación matrimonial de nuestro huésped. Le ha contestado con cierta sequedad burlona.

Cuando sale, contristado, comentamos su intención. Proyecta indudablemente traer a su mujer aquí, en nuestra ausencia.

-¡No, pues eso no! ¡Vive el cielo!

-¡Pondremos vigías!

-Se lo diremos al mozo, a la camarera, al capitán; no debe estar permitido.

-¡Que se aguanten!

-Así como nosotros, pobres pecadores, nos aguantamos, amén Jesús. ¿Y es guapa ella?

-Muy guapa. ¡Salga usted, hombre, y ve el mundo!

-¡Pero, qué diablo, si por allí fuera se echan los hígados! ¿Qué hacen ustedes para no marearse?

-He oído preconizar varios remedios; el más cierto ponerse a la sombra de un olivo.

Luego me pregunta por la andaluza, Purita.

-Es más valiente que usted; no ha vuelto a marearse. Ahora come a su lado el teniente de Cazadores. Le ha ganado el puesto.

¡-Amigo! En la guerra como en la guerra.

Nos parece muy loca la niña e imbécil la madre.

Hija de un médico titular de Zamboanga, van a reunírsele. Todo esto, y la posesión en Filipinas «por más de cien mil pesos en fincas», y el deseo de casar a Purita con un militar, para que no se encerrase en un pueblo ¡la hija de su alma!, habíaselo referido la mamá al húsar aun antes de zarpar de Barcelona.

¡Oh, infelices! Forman entre las dos, probablemente, una de esas conjunciones femeninas de la estultez y la belleza, amasadas a un poco de malicia donosa, e irremisiblemente destinadas al fuego...

Vuelve el convecino. Sintiéndole toser, háceme seña el teniente y lee, como si ya estuviese leyendo, en un cuadernete que saca del bolsillo:

-Artículo 127. De los matrimonios a bordo: Queda rigurosamente prohibido a los señores pasajeros entrar bajo ningún pretexto en los camarotes de señoras, ni aun teniendo en ellos a sus cónyuges. Igual se entenderá a la inversa, para las señoras, en los camarotes donde se alojan sus maridos, castigándose la contravención con cepo o multas y separación indefinida, según las circunstancias y los sexos.

-¿Cómo?... ¿qué es eso? -pregunta el recién llegado, que ha prestado atención prontamente.

-¿Esto?¡Horrible, tiránico, cruel, amigo mío!... el reglamento de a bordo. Conviene tenerlo, a fin de no meter la pata; todo restricciones; por menos de nada, al cepo. Ni se puede fumar, ni puede uno emborracharse, ni puede...

-¡Cómo!... ¿el reglamento del... Reus?

-¡Sí, señor, del Reus!

-¿Y lo tiene el capitán?

-¡Claro!

Parte. Va a buscar al capitán. Le pedirá el reglamento. Le consultará su caso (es hombre para ello) concretamente, y obtendrá una respuesta parecida que libre de malévolos designios nuestro casto camarote. Porque si no existe, debe existir este artículo que ha leído el compañero en un... Escalafón del Arma de Caballería.

No me parece tan serena el agua cuando subo a la cubierta. Sin embargo, lo está más que en los días pasados. A babor cruza un navión enorme...

-Es esto babor, verdad? -asesórome de don José, del saladísimo don Lacio.

-¡Sí, hombre!... ¡todavía! -replica admirando mí torpeza.

Porque ha notado mi perenne confusión sobre este punto.

A babor cruza lejos por enfrente de nosotros, con rumbo opuesto, el enorme naviote, dando tumbos con su complejo y gigantesco velamen desplegado.

Un acontecimiento en la vasta soledad. En su honor han vuelto a relucir los anteojos.

Bajo por el mío. -Póngome a mirarlo.

Negro, breoso y sucio, brillando al sol con sus pingajos de jarcias y rodeado de espumas, con su brava tripulación solitaria escondida bajo su alcázar laberíntico de hinchadas lonas, yo lo contemplo como a un salvaje del mar.

Pienso durante una hora en los asesinatos feroces, en los odios de las largas travesías, en piratas, en hachas de abordeje..., en toda la trágica leyenda.

Nuestro esbelto y velocísimo Reus, empenachado de humo, se me antoja como una correcta continuación del tren lanzado desde Madrid sobre las olas.

Allá va, allá va esfumándose, perdiéndose, perdiéndose el fragatón ciclópeo, cargado de algodón, de café, de sus hombres tétricos y rudos, viniendo a su albedrío de todos los puertos del mundo... Es por último algo así como una tela de araña en el tul del horizonte... Se pierde...

Y una cosa aún más simple nos admira. Pasan dos gaviotas... ¿Tierra, entonces?... ¿Cuál?

-¡Sicilia! -nos dice a don José y a mí un marinero. -Se ve ya. Por la otra banda.

Don José, tira de mí, cantando:

-¡A estribor!... ¡a estribor!... las aves marinas con rumbo hacia allá...

Al límite del cielo dibújase la costa en cinta de nieblas.

Todos nos van siguiendo, enterados poco a poco.

Surge como un sueño la tierra, tras el hondo abandono de estos días, en que nos creyéramos perdidos. Se duda de ella. «¡Son nubes!»... «¡Es bruma!»... Y cada cual pone en la exclamación el ansia de engañarse, como si fuera indispensable certificar con el corazón, con los ojos, la increíble y maravillante cosa de que los marinos del Reus puedan seguir prefijadas rutas en el camino sin camino de las aguas. Como yo, todos se estarán acordando de Colón; y es una especie de Colón este capitán nuestro que ha descubierto a Sicilia.

El observatorio queda establecido a estribor. Las señoras, según van levantándose, senos reúnen -frescas, vaporosas, elegantes, con su leve primaveral elegancia de céfiros y tules. Presenta la borda aspecto de la hilada de tribunas de un Hipódromo.

-¡Es tierra! ¡Es tierra!

-Se ven velas. ¡Allí!

La costa se va destacando con sus altos y sus tonos. Empieza a verdear. En algunas puntas descubrimos faros. Seguimos acercándonos, pero habremos de sesgarla sin tocarla, según el rumbo. Los vaporcillos y las lanchas marcan la extensión del mar, ahora que la pierde. Flotan palos y hortalizas que nos dan más la sensación de esta tierra.

A la hora del almuerzo, distinguimos sin anteojo la franja verde interminable, sus promontorios, las arenas de sus playas..., mas hay que bajar al comedor, aunque se almuerce de prisa.

Citando volvemos a subir, la costa se divisa con todos sus accidentes panorámicos. La vamos corriendo a lo largo. Es siempre una franja de verdor ondeada por colinas y sembrada de blanco caserío.

Querríamos ver a las poéticas gentes felices de este paraíso; los anteojos no alcanzan a detallar más que tal cual poblado, tal cual grupo de árboles..., y nos figuramos a los sicilianos con sus gayas vestimentas de teatro, en pleno baile, al son de las arpas y las flautas.

De tiempo en tiempo las níveas viviendas dispersas por la fronda, se acercan, se agrupan, se aprietan en aldea, en ciudad..., y de una de éstas, respaldada en un desfiladero, distinguimos las torres monumentales de un templo... ¿Caltagironte?... ¿Girgenti?... Está no cerca del mar, tal vez a un par de leguas... Mis conocimientos geográficos no alcanzan a más que tales dudas. Me consuela que hay quien espera descubrir por esta parte sur el Etna.

-¡Oh, Sarah!... ¡Vea!

-Qué.

-¡Qué lindo juguete!

Le doy mis gemelos. Entre festones de bosque se alzan los minaretes de un chalet, que queda atrás.

Ella lo mira, y luego me mira con su intenso mirar apasionado.

-Sí, ¡oh, qué lindo! ¡Me quedaría de buena gana!

El coronel dícela lo bien que la caería «para poner sus muñecas».

Sarah se vuelve a mi lado.

-La muñeca de esa casa -dice-, sería yo. En una novela de mamá...

Se interrumpe con uno de sus fáciles rubores de triste mujercita. Únicamente añade, bajando los ojos:

-¿Verdad que usted también se quedaría, señor Serván?

-Oh, señor Serván..., ¡por Dios, Sarah! ¡me hace usted un viejo!

-¡No!... es que... ¡es que yo soy tan pequeña!

Calla. Torna a dirigir los gemelos al chalet, que queda atrás.

Yo me limito a contemplarla. Debe sufrir, la pobrecilla criatura a quien nadie da importancia. No vienen jovencitos de su edad en cuyos ojos pueda encontrar su misma interrogación ansiosa de los misterios del amor... de la vida...

Una hora más tarde, vuelve a encontrarse otra vez a mi lado, y me nombra Andrés... con voz dulce, llamándome la atención hacia unos torreones.

No acaba esta costa de Sicilia, plana y monótonamente bella, y acabamos por sentarnos, mirándola a intervalos de la conversación. La vemos con suave frescura de color, en la distancia, como a través de un velo tenuísimo de brumas... El mar se corta a lo lejos en franjas verdes que hay quien dice que son desembocaduras de ríos... que hay quien dice que son volcánicas corrientes...

A las doce, citando un oficial toma en el puente la hora del sol, miramos los relojes, confirmando el diario retraso de casi veinte minutos. Tres días de navegación nos han enseñado muchas cosas; y entre ellas, ésta de ir ganando tiempo hacia levante. Aplicados a los pequeños detalles queremos comprobar su exactitud. Se espera con afán el medio día. Cada uno lleva su reloj según salió de Barcelona, para estimar la diferencia total al fin del viaje.

Sabemos asimismo que mientras haya palomitas, esto es, que mientras las olas rompan en espuma, no obstante la quietud del aire, sigue la marejada de fondo -la de los mareos y los balances odiosos. Y observando siempre en la rueda alta del timón a un marinero que la mueve sin cesar, fijo en la proa, desde su avanzado observatorio del puente, aprendemos que hay que afrontar ola por ola a fin de que no batan al Reus de costado. El vigía se nos antoja, pues, la providencia, y su misión algo sagrado de cuyo descuido dependemos todos.

No paran aquí nuestras tareas, en esta vida de holganza como la de una playa, como la de un flotante hotel de balneario -hasta el punto de que no he vuelto a coger el alemán. Don Lacio, pasajero reincidente, nos habitúa a consultar cada noche el cuadro de la marcha colgado sobre el buzón de petitorio; y varios llevan su carnet de apuntación. Día tal... Singladura... 340 millas... Consultamos los barómetros, los termómetros, los higrómetros del comedor, en horas fijas, siendo cátedras de náutica los grupos, a menudo, donde se empieza a apreciar el valor justo de un nudo, de una milla, de la extensión del mar que se descubre, del tiempo que tardan en perderse de vista los barcos...

-¡Babor, derecha; estribor, izquierda! -termina siempre don Lacio, dirigiéndose a mí-. Y además no siempre se dice el mar, sino la mar..., es más marinero.

Hacia las tres de la tarde se hunde Sicilia en lejanías, confundida con las brumas.

Otra vez «la mar», redonda y solitaria, que nos concentra nuevamente en la extraña intimidad de desconocidos que ya nos sonreímos, nos queremos, nos odiamos...

¿Quizás no estoy viendo al señor del maletín junto a su esposa, torvo y triste, pensando en el teniente y en el capitán del Reus, y en la maldita y ridícula tesitura del Reglamento de a bordo?

Ha consultado, en efecto, al capitán, que le ha quitado la esperanza.

Y en tertulia, oyendo al capitán, nos hemos burlado del infeliz.

«¡Oh, ya ve usted, capitán -le argüía últimamente-, hay temperamentos, hay temperamentos... que no se pueden pasar... sin caer uno hasta malo!... No la señora, que le da igual, al fin como señora... Por mí..., los médicos...»

El viaje heroico se me va transfigurando, pues, en una especie de sainete, y el barco en una gran casa de vecinos.