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Del frío al fuego/Capítulo IV

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Capítulo IV

El Reus marcha por un mar finamente abullonado de huecos de olas como conchas. Se mece de un modo imperceptible. Los niños juegan por la cubierta, y la alegría va renaciendo en las caras, gratamente abanicadas por Ia brisa, debajo de la espaciosa toldilla, a la sombra de un sol casi estival.

Se han dejado completamente los abrigos y abundan los trajes claros, ligeros. Es sorprendente cómo pasamos de Diciembre a Julio en breve tiempo.

Yo he tirado mis apuntes de la marcha, mandando al diablo las náuticas ocupaciones, ante la grata amenidad de la tertulia, donde suelen hablar las damas de todo menos del mar.

Debemos ir cruzando al Sur de Grecia. Trato de imaginar el gris del agua como el tono en que se tintan los mares de los mapas, y trazo en largas y quebradas curvas a ambos lados las tierras y las islas que no veo. Recuerdo una gran carta del colegio en donde Grecia era rosa, azules la Anatolia y Gandía y Chipre, y el Egipto heliotropo...; así me los figuro aquí.

Se ha hablado del vino de Chipre, de las rosas de Alejandría, en la mesa. Un erudito ha resucitado el tiempo helénico. Esto es inevitable. La gallarda serenidad del buque ha devuelto a cada uno sus manías, sus mezquindades, sus vanidades. Gentes humildes, con traza de no haber comido en fonda jamás, sino por fiesta, y que no vendrían en este lujo de viaje si no lo pagara el Gobierno, hallan detestables los asados, y las salsas, puestos a no asombrarse del festín que vienen a ser las comidas. Unos, alrededor nuestro, con el hambre sana de a bordo, se reservan para cualquier título del francés rimbombante del menú -y encuéntranse sorprendidos con sesos fritos... Otros, presumiendo de avisados, llenan de una vez con el tinto macón la batería de copas que tienen por delante: la del agua, la del vino, la del jerez, la del champaña, la del coñac... Nosotros, entre tanto, el grupo distinguido nos reímos... con una distinción que oculta un poco de la misma torpeza vanidosa.

Al fin es esta vanidad de distinción lo que nos une, y la escondida fuerza que sigue deslindando entre rabias y entre envidias las jerarquías que preví al embarcar. No basta entre el pasaje de primera el común derecho a lo mejor del buque que da el billete: hay que conquistarse derechos de clase dentro de la clase. Y las delimitaciones son tan fijas, en pocos días, que igual que a la generalidad sublevaría ver venir a nuestras cámaras y a nuestra cubierta pasajeros de la popa, enojaría en nuestra pequeña tertulia un intruso.

Han sido los primeros títulos para tal preeminente conquista, los dientes blancos, las uñas bien pulidas, los trajes bien cortados, las joyas... los brillantes en los dedos de los hombres y las grandes turquesas orladas de brillantes en las orejas de las damas. Felices los que desde luego contamos, además, con un uniforme respetable.

Alrededor de este núcleo, constituido en aristocracia de a bordo, y que ha quedado como alto otorgador de la admisión de «nuevos íntimos», se ha ido aumentando la tertulia con pocas personas más: unas abonadas por la belleza, como Purita y su madre; otras por su canto, por su música, y aun por una vieja miss de compañía, como una india señorita y su papá, de netos tipos malayos, europeizados en Francia.

El húsar, tendido en su silla, apenas ya con mareo, mira de soslayo a Pura, que habla con el teniente de cazadores... joven menudito, simpático, posesor de una pitillera de frac, con monograma...

Sigue admirándome la perfecta separación que marca hacia nosotros la entrada de la escalera. Del lado allá, nos miran como elegidos los otros grupos. Podría jurar que hay uno intermedio cuya ambición es nuestro trato. Uno contiguo, inseguro de sí mismo, casi disperso, formado por varias familias y señoras y señores que no cesan de comparar en hostil silencio sus blusas y sus topacios con nuestros brillantes. Figuran los más próximos en él mi vecino el del maletín y su hermosa pescadera (convenido que lo es, hasta probar lo contrario), siempre engalanada. -Y, por lo menos, todos ellos se sienten y se saben, a su vez, bien diferenciados de aquella extrema izquierda -según don Lacio-, cuya amontonada instalación empieza en la oficina del sobrecargo, y que le da a la cubierta, con sus madres lactantes y sus niños corretones, a quienes reparten galletas y frutas y aun trozos de tortilla salvados del comedor, aspecto de romería.

Charo charla, junto a Pura, que háblale bajo al teniente; Lucía sigue leyendo su voluminosa novela junto a mí... Y de pronto Charo dícele algo, muy quedo, a la señora del coronel, y continúa charlando. Pero lo que Charo ha dicho, breve, misteriosa, hurtadamente -pasa el corro deboca a oído y llega al mío en una musitación de Lucía:

-Se hablan de tú. ¡Son ya novios!

-¡Oh!

No sé qué me ha hecho lanzar la exclamación, la noticia o el pelo de Lucía que me ha rozado.

El marido la contemplaba rencoroso, tendido en su sillón, más marcado que el húsar. Ella ha vuelto a leer, en descuido de su acto indiferente.

Esta mujer me causa respeto y simpatía. Yo querría ser su amigo antiguo. Por un instante, trato de estudiar en su faz lo que hay de noble: es un serenísimo resplandor de inteligencia. Comparo a Lucía con Pura, indudablemente más guapa, y convénzome de que todo el deseo que podría encender con facilidad en mi sangre la andaluza, por una hora, tiene un no sé qué en mi alma, hacia Lucía, de ansiosa estimación fraternal.

Pura es incomparablemente más guapa, Lucía es incomparablemente más bella.

Pura es una de esas carnalísimas beldades que se encuentran alguna vez en los cafés-concierto y en las postales de nuestra exportación a París. Cuanto puede y vale, lo tiene en el brillo negro de los ojos, en la blanca piel, en la húmeda gracia roja de la boca y en las curvas airosísimas del cuerpo. Su gallardía, como la de los caballos, está fuertemente acentuada por una inconsciencia de brava brutalidad. No costaría gran pena creer que es maciza, y asustaría pensar lo que quedase de ella en los brazos de un amante, fatigado, apagados los deseos... Contacto de fuego, los de esa cara, los de esa boca... soportados pronto después como contactos de una libra de carne de la plaza.

Lucía tiene la frente alta, pálida, y nace sedoso en ella el cabello obscuro con una idealidad casta y limpia. En la arcangélica paz de su semblante, miran sus ojos con franca valentía, seguros de sí propios, responsables, y las líneas delicadas de sus labios muestran un tic de amargor y de piedad al jugar a la sonrisa con sus dientes grandes, blancos, blancos..., muy blancos y firmes y levemente desiguales... Yo dudo que el marido sepa los tesoros de amistad que hay en estos ojos; los tesoros de pasión que hay en esta boca... Y al mirarle noto que me está mirando amenazadoramente, y comprendo mi imprudencia. No tengo el menor derecho a crearle a su mujer una de estas historias de murmuración que ya corren por el barco. -Sonríole y le ofrezco un cigarro con toda cordialidad.

Porque es cierto. Las murmuraciones empiezan a volar impías en la sociedad naciente, en la diminuta ciudad flotante que cruza apretada en un casco por las aguas solitarias. El comandante de Estado Mayor se dice que le inspira a Charo preferencias; él es un hombre de cuarenta años, fino, feo, con la fealdad simpática de un japonés. Se dice también que el capitán de a bordo mira a la pescadera, y que ella no se cansa de mirar al capitán. Y es lo raro, sin embargo, que tales imputaciones de injuria, positivas probablemente, no disminuyen la consideración a la condesa, y antes se la dan que se la quitan a la bien plantada pescadera, salvada en galantería. Le ocurre igual al rico filipino, admitido, más aun que porque su desmedrada hija cante y hable el francés y el inglés y traiga una miss, porque él trae en segunda, respetuoso con la niña, una querida francesa, una cocota, que es sin duda la que vi en mi excursión del otro día... Pronto ha corrido la nueva por el Reus, dándole al indio bravo las de la ley para alternar en la «distinguida sociedad».

Charo ha promovido discusión acerca del papel social de la mujer. Excitado el marido de Lucía contra una intervención oportunísima de ella, a quien apoyó el comandante, discute ahora con éste en forma descompuesta, absoluta, rígida como su criterio fósil...

-¡Éstos se pegan! -me dice el capitán del buque marchándose-. Ya verá usted: al término del viaje, llevo diez o doce duelos concertados.

Por no oírlos, me levanto también y bajo al fumadero, entreteniéndome en ver jugar al ajedrez, cerca de la mesa donde actúa de tresillista don Lacio.

Además -debo confesármelo-, me ha hecho bajar, también, Sarah, la cubanilla. Me inquieta con su atención. No cesa de mirarme. Le inspiro una curiosidad, una gratitud extrañas... ¿Qué le pasa a esta criatura?... Soy el único que le dice de usted, y que en la duda de tratarla como a niña o como a dama, le acerca en la mesa los dulces, los sorbetes, parándose en las puertas para dejarla pasar... ¡Bah, ella, la pobre, me admira y me agradece esta consideración que ve formalmente en mis estrellas de capitán por vez primera!

Hoy, al verme de paisano, lo expresó ingenua:

-¡Oh! ¿por qué se quitó el uniforme? ¡Le hacía tan bien!

-¡Pero me ahogaba, Sarita! -respondí.

-¡Todo lo van ustedes cambiando! ¡Qué lástima! ¡qué lástima! -añadió ella.

He creído, sin embargo, observarle un rencor hacia Lucía, como si advirtiese y le doliese que sea la mujer a quien hablo con agrado. ¿No resulta una fiscalización fastidiosa?

Llega el húsar. Tráeme con picaresco alborozo una noticia. ¡La pescadera acaba de ser sentada en nuestro corro, por el capitán!

-¡Venga! ¡venga!

Subo, picado de curiosidad, y hállolos, efectivamente, en nuestro corro.

Por esta novedad, o porque se agotó de sí, la discusión ha terminado. Tiene la pescadera la palabra. Cuenta (no habla el marido) que es salamanquina, sobrina del senador señor Montes no sé qué, y casada hace año y medio; Pascual, que estaba en la Diputación de la provincia, va a Manila, ascendido, en Hacienda, protegido por el tío. -Sus finas maneras afectadas y sus deseos de agradar, la dejan pronto bien recibida por Charo, por la pasiva señora del coronel, por la misma Lucía -que la observa y la interroga un rato con la especie de curiosidad de estudio que parece todo inspirarla. Yo confirmo que Lucía tiene un temperamento de artista. Tal vez llegase a ser una sutilísima escritora, sin Alberto, cuyo juicio intransigente quedó manifiesto hace poco. Cuando lee novelas, tiene entre los dedos un pequeño lápiz de marfil y anota a menudo en las márgenes. Inspíranme gran curiosidad esas notas.

Pascual queda a un extremo de la tertulia, en actitud involuntariamente respetuosa de guardia civil licenciado. Bien le lleva quince años a su mujer. No fuma más que cuando el húsar, que se ha sentado entre él y ella, le ofrece susinis. Como el capitán no suele pasar largo tiempo en la reunión, frecuentemente reclamado por los servicios de a bordo, el húsar procura serles grato a la pescadera y a Pascual. Ella se llama Aurora, pero le hemos dicho el apodo demás para que ya lo pierda. Muéstrase gozosa y amable; agradecida al capitán, de quien ha ganado el honor de hallarse entre nosotros, este joven con rubio bigote káiser y uniforme de platas, plácela como un lazo afectuoso más que la afirma el triunfo.

De sobremesa, esta tarde, hasta después de encender las luces, fórmase al piano un concierto improvisado donde canta la india el che faró senza Eurídice. Acuérdase Pascual de un joven relojero paisano suyo y consumado violinista, que viene en segunda. Absuelto en gracia a ello de su categoría de clase, instase a Pascual a que lo llame -y toca en efecto diestramente trozos de ópera, acompañado por Charo y por Lucía.

Se me antoja que disgusta a Aurora esta llamada..., tal vez porque descubre la índole de amistades de su esposo..., tal vez porque la hace perder a ella, desventajosamente con respecto a los demás, la calidad de posibles personajes enigmáticos que afectamos todos. A cada nombre ilustre, famoso, nos es posible sonreír con un «¡Ah, sí... fulano!»... que haga pensar a los demás: «¿Será pariente?»...

Oímos, al fin, por la hilera de ventanas abierta al mar, y a pesar del ruido trepidante de la hélice y del agua, un tumulto de cantares y guitarras que cae de la cubierta. Al subir hallamos grande animación. El cielo es de una transparencia mágica. La luna traza espléndido camino de argenterías sobre las olas y contrasta a lo largo de la borda su dulce fulgor con el rejozo de las eléctricas lámparas derramado bajo el toldo. Dos o tres guitarras, tañida una por manos femeniles, acompañan malagueñas que entonan alternativamente algunos jóvenes con aguda y grata voz. Y todo el mundo se agolpa en torno, depuestas las animosidades, cediendo por primera vez aquí, más que abajo, al poético encanto de la noche, de la música, del mar...