Del frío al fuego/Capítulo IX

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Capítulo IX

Todo pasó. Estamos leyendo con la misma indolencia de siesta bochornosa que antes de morirse nadie y de haber estado a punto de hundirnos con el muerto. La pobre rubia no es sino una pasajera más que ha tenido la rarísima fortuna de ganar categoría con su desdicha: tercera preferente -cámara y cubierta de segunda- gracias al capitán. Por las tardes van a acompañarla algunos ratos Lucía y otras señoras. Acaban departir. Con su pañolillo de luto, con su humilde compostura, sin el desaliño trágico y las sombras del dolor, su cara no es tan bella... tiene algo de abultada rudeza campesina. -Sin embargo, con ocasión de su desgracia, de la peregrinación que hubo al día siguiente hasta su cámara, y ya que mi intervención y la de Lucía no dejaron que el doctor Roque pudiese averiguar el éxito de su dinero contra la honradez de la muchacha, el doctor Roque conoció, a la cocota francesa que trae su amigo y casi compatriota el filipino; y parece que en la noche última ha debido intervenir la vigilancia de a bordo: el filipino y el doctor llegaron casi al revólver, por no se sabe bien qué intentos o sorpresas en aquellas apartadas galerías... Madama está castigada a no salir en ocho días del camarote.

¡Oh, los amigos!

Cuando se habla de anteanoche, se dice mirando con horror las olas, aún inquietas: la noche de la tempestad. Abundan los tafetanes por las narices y las frentes, encima de los chichones. Además, el mar arrancó del barco algunos bocoyes y dos jaulas de gallinas. He tenido que inclinarme a la evidencia de estos resultados, y sobre todo después de haberle oído ayer al capitán, en el almuerzo: «Oh, sí, sí, una decente pelea. ¡Hubo sus ratos muy serios!»...

Vuelvo a leer, dejando recuerdos. Vuelvo a alzar delante de los ojos Las vírgenes de las rocas. Cerca de mí, tres sillas al medio, ha quedado solamente Pura, dormitando, bostezando... esperando al relojero...

La novela es de Lucía y está en italiano; las notas en inglés. Pero he realizado dos descubrimientos: adivino el italiano, sin más que mis recuerdos de la ópera y de las compañías dramáticas que van desde Roma a Madrid, y he ido además testarudamente traduciendo el inglés, valiéndome de mi poco de alemán, mejor que el alemán mismo. No teme igual, duda, Lucía, de su marido, a quien le esquiva preferencias literarias y sus más sutiles pensamientos con estas políglotas habilidades.

Voy repasando las notas manuscritas.

Dice aquí:

«¡Oh, soberano artista que me irrita!»

Aquí es el pasaje de la irrupción de aguas en la fuente:

«¡Admirable! ¡Admirable!... No es posible fundir más el alma y la vida y el agua y la piedra. Así la palabra inimitablemente dominada puede lograr, etéreamente, más armónica fluidez, y plásticamente, más riqueza de color y de relieve, que la música, que la pintura, que la escultura.»

Sin embargo, es cierto: le irrita. Parece concederle una violenta admiración rabiosa de no poder dejar de concedérsela:

«Ni con todo el talento de D'Annunzio se tiene derecho a una ignorancia tan completa del conjunto de la vida.»

Hay en estos rápidos juicios de ingenuo rigor un aplomo indiferente... de mujer dulcemente indómita, que me aturde. Parece que estoy oyendo su voz en el mismo ritmo pausado con que la oí hablarle a Charo, el otro día, del alcohol de los rizados; con que la he oído conversar acerca de los jaires de las faldas de campana... ¿Y acaso suponen más las maravillas del arte que los lazos y los rizos?

He aquí, en efecto, otra nota que confunde gentilmente ambas cosas:

«Clara Mill, elegante neoyorkina, discurrió vestirse siempre de verdes, ya que nadie usaba este color; para ir como ninguna, según mi Moniteur de la Mode. Gustó en París, y al año estaba de verde media Europa. Clara se volvió a su tierra dispuesta a vestirse de negro y amarillo. Debe de ser terrible esto para un artista que no pueda igual mudarse de arte que de frac.»

Pregunta ahora, con llamada al pie de estos renglones: y yo, después de haber calmado cada día con cualquier acto mi necesidad de predominio sobre los hombres, iría a tu amor...

«¿No es ésta la cruel incertidumbre de superioridad, teniendo que reafirmarse cada veinticuatro horas?»

Otras notas concretan, enlazan:

«Parece un extraordinario original y no es casi constantemente más que un extraordinario ejecutante de Wagner y de Nietzsche. Es el supra-artista que corresponde al superhombre ridículamente genial.»

Otras se refieren a la técnica, en sorprendente relación inesperada, al pie de la más exquisita e ideal divagación:

«Labor al revés de inventarismo zolesco. Persigues en tu interior - tu universo- la vibración sensible, hasta dejarla agotada en un analicismo científico de sutil psico-fisiologista que te quita sugestionabilidad, quitándole al lector toda emocional colaboración. ¡Ah, si Zola y tú no fuerais los contrarios prolijos prodigiosos!»

Otras, largas, con mayor rencor, se extienden y se cruzan por las márgenes:

«Insuperablemente conciso y exquisito cuando hunde su hipersensibilidad en las bellas cosas directas que se la enfrenan y objetivan (las aguas de Venecia y los galgos, en El fuego, y la fuente en este libro) es majestuosamente insoportable cuando se desborda él mismo de sí mismo o sobre aquello que no le domina la imaginativa exuberancia en gracia y naturalidad -como en el discurso del palacio de los Dues y en la romería de mendigos del El triunfo de la muerte. La Vida: esto es lo que no ha vivido jamás, intensamente, sino en el viejo arte de los otros, el supra-artista. Tal mujer es la resurrección orgullosamente confesada de tal mito, de tal dantesca visión, de tal gesto de Leonardo; tales manos, no son como esto o aquello que pueda ver cualquiera en los cielos o la tierra, sino «como los de la virgen de Rafael que está en el rincón tal de la sala cuál del Vaticano» o «como las de las de la estatua de Fidias que yace sola en el murado jardín de...»


Oigo:

-¡Qué antipáticos se ponen ustedes con los libros!

Es Pura, sola, no lejos de mí, tres sillas al medio, bostezando.

-¡Cómo! ¿No le gustan?

-¡Bah!

-¿Cuáles ha leído?

-¿Yo?... Ninguno. Estaba deseando a los doce años salir de la escuela por tirarlos.

-¿Y entonces, en qué se distrae usted?

-¡Yo! -dice asombrada de que yo venga como a juzgar necesarios a su distracción, los libros...¡toma!.. pues... ¡mire!... pues... ¡bah!... Ni que acaso Dios no hubiese...

Vuelvo la cabeza, porque la he visto iluminarse súbitamente de alegría.

Es que llega el relojero. Se sientan. Se hablan. Yo me marcho y me pongo a pasear.

Esta muchacha ha hablado también en nombre de la vida con la ingenuidad de sus bostezos. Acaso muchos le concedemos una importancia excesiva al arte de los libros.