Del frío al fuego/Capítulo V
Capítulo V
Nos hemos dormido al fresco, don Lacio y yo. Nos despiertan marineros. Por la cubierta no luce más que un farol, y la luna alta sigue plateando las aguas. Indícasela claridad del alba por la proa.
El baldeo va a empezar, ya apercibidas las bombas y amontonadas las sillas; y don Lacio propone una ducha. Lo más cómodo. Diariamente podremos tomarla aquí, ahorrándonos los cuartos ardientes y estrechos vaporados por cien cuerpos. No hay más que bajar al camarote a ponerse las chinelas y un trajecillo de hilo.
Hallo práctica la idea, y cuando volvemos a subir veo que no somos dos, sino varios los fantasmas blancos que acuden al remojón: el médico, los oficiales de guardia... Don Lacio está, pues, informado de las costumbres marinas.
Brilla lejos una luz, contra el fulgor del oriente. Es otro buque, por el vigía señalado, según dice el doctor, desde las once de la noche. Marcha menos; lo habremos de alcanzar... Pero las bombas funcionan y recibimos la lluvia que sueltan los mangueros a todos lados. Herméticamente cerradas las portañuelas, las escotillas, inúndase la cubierta de verdaderos torrentes que en sábana tornan al mar por las bandas.
Yo bajo a continuar mi sueño, fresco. Es singular: a bordo se está dispuesto a comer siempre, y a dormir. Antes me he tomado un cok tail de piperman, ron y huevo, y no despierto hasta las diez... con perfecta hambre.
Se habla en la mesa del buque a la vista. Es inglés, el Ophir: uno de los mejores trasatlánticos que hacen travesía a la Australia; pero el capitán quiere dejarle atrás con nuestro Reus, que tiene corte de quilla excelente. En Port-Said, adonde fondearemos a las cinco, hemos de entrar primero. Da su palabra.
Anímase el almuerzo, y hablamos de Port-Said. Se hará carbón. Habrá ocho o diez horas para visitar la ciudad, para comer en hotel y dormir en tierra quien lo desee, como descanso del barco. Óyelo Pascual, y desde su sitio, en otra mesa cercana, por encima de toda una fila de cabezas, trata de asegurarse, ansiosamente, en diálogo con el capitán..., Aurora, enojada de la ridícula ingenuidad, le pincha, le toca el codo, le calla...
Se sigue hablando regocijadamente de barcos, de puertos, de cosas marítimas. Se acuerda don Lacio y apuesta diez pesos a que yo no sé cuál es la banda de estribor... No acepto -y del pasillo, junto al piano, procedente del camarote, sale Charo hecha una flor. Trae falda seda perla, cinturón de gran broche, blusa amapola, y la cabeza de oro ruiselante, espléndidamente renovado el tinte entre ondas y entre rizos. ¡Bien tarda por adornarse! Se la recibe con plácemes, que ella acoge esponjada. Sus labios no son menos rojos que la blusa. Es otra inversa forma del ridículo matrimonial; pero don Lacio, a diferencia de la pescadera, sopórtala con tino, anticipándose a la comedida zumba de los... íntimos. Apenas se ha sentado ella, y tras un silencio en que aparenta cómicamente digno abandonarla al asombro de belleza en los demás, se inclina y la dice respetuoso al oído, para que lo oigamos todos:
-Charo, me parece... ¿permites?
-Qué.
-Me parece... que te has dejado algo más negra la ojera de babor.
-¡Vaya usted al cuerno, don Lacio! -contéstale Charo dominando la general risotada, riéndose ella más que nadie.
Y como siempre, estas chirigotas sirven para que la famosísima Charo se desborde en decires y alegrías. Es notable el polo de contacto en que han hallado su armonía los dos esposos, los dos caracteres tan opuestos.
El comandante de Estado Mayor la lisonjea. Va tomándola a broma también, mientras más ella se le muestra tierna. Lucía duda que el rizado del pelo suntuoso no sea hecho a fuego, igual que el de la negra cabeza de Sarita; pero ambas niegan. ¡Oh, alcohol en el camarote! A Lucía la obligó a tirar el de su maquinilla Alberto.
Pasamos la mañana con la caza del Ophir. De hora en hora, pierde distancia. Aprendemos que pertenece a la Oriental Steam Navigation Company. Marcha delante, a la izquierda de nuestro rumbo.
El capitán, obstinado en su empeño, no deja el puente.
Este espectáculo de fuera, y la proximidad de un puerto, nos harían hoy olvidar los chismorreos del pasaje, si no fuese porque Charo, sentada en un balancín y meciéndose violenta enfrente del grupo de la borda que formamos varios, nos enseña a cada vaivén las medias rojas. El viento de la proa ayuda alguna vez a su intención y le revuela la falda y la celeste enagua a la rodilla. Ella sabe que tiene bonitos el encaje del pantalón, la pierna, el tobillo, el pie, bien calzado en el gualdo zapatito... Si no enciende esto al comandante, ¡adiós! Todo un teatro.
Por lo menos anima al húsar, a Enrique, como le llamo en camarada, correspondiendo a su efusión. Me torna el brazo y me lleva a pasear a la otra banda, desierta siempre, ya por puro hábito, sin duda. -Ha hecho descubrimientos notables. El joven del violín, paisano de la pescadera, le ha contado ¡oh!.. que no hay tal sobrinazgo de senador del Reino.
Huérfana ella de un protegido del senador, había sido la querida de éste, quien, al dejarla en cinta, la casó con Pascual, conserje de la Diputación de Salamanca. El conserje apechugó con la boda a pleno conocimiento; pero llegó a trascender al público que, habiéndole cobrado a su mujer cariño, soportó luego su «menaje a tres» con tristeza, y que muerta la recién nacida y compadecido o medroso el senador de aquella torva sumisión irritada para con él y con las gentes (porque Aurora daba además mucho que hablar, aparte de ambos), había decidido alejarlos, con este empleo de Ultramar...
-Total, un amigo como hay tantos, este simpático violinista, y ella una chai, ¿sabe? -díceme Enrique.
Y con una agudeza de práctico y tenaz observador somático de las mujeres, que yo no habría sospechado en su aturdimiento donjuanesco, confiésame que se alegra de que el tenientito de Cazadores le haya evitado el peligro de la andaluza, muchacha de rápido compromiso en su condición de señorita sensual, apasionada y tonta.
Aparecen como evocados, allá abajo, Pura y el tenientito.
Buena moza, le lleva al novio la cabeza o poco menos. Se reclina en la borda, debajo de un blanco bote que pende de sus garfios.
Por no espantarlos, nos asomamos al mar igualmente en este extremo.
Cree el húsar que el mucho comer y el mucho holgar y el trato de mañana a noche en el barco, con aquella madre imbécil, podrán serle funesto a Pura... Al contemplarla tan guapa, de espaldas, ceñida en su traje blanco de piqué que acusa espléndidas redondeces, no estimo tan sincera la conformidad de mi amigo...; pero él insiste en razonarla, hombre, además, según veo, incapaz de concebir quince días de su vida sin aventuras amantes:
-Vale más la pescadera, ¡qué diablo!... para un viaje. ¿Dónde andará? ¡No ha subido esta mañana!... Tal vez bañándose... Aun en un fugaz lance con ella, sin contar la enorme diferencia de responsabilidades, puede uno al menos quedar tranquilo de eso tan terrible que consiste en dejar desencantada a una inocente... por culpas de lo veloz...
¡Oh, en esto tiene Enrique desabridas experiencias! Es un sensual «a fondo»... Se explana. No comprende que se burle la pasión fuera de sus grandes escenarios de reposo -y él se apasionaría tal vez demasiado de Pura. La otra, en cambio, la no pura, con arrestos para el capitán y para diez en amigable concierto, es sin duda una de esas impasibles lanzadas a todos los trances de la galantería con la frialdad de un maniquí que no supiera qué hacerse en otro caso de sus galas...
-Lo juraría! -añade- ¡es un leño! ¿No ve usted aquellos ojos grandes, apagados, de estúpida seriedad de ídolo cuando ya...?
Alguien llega, interrumpe... Son Pascual, el señor indio y el relojero-violinista.
Yo dejo al húsar con ellos, estrechando relaciones.
Pero la tertulia no se normaliza hoy, con la esperanza de tierra y la atención al buque inglés.
Lo alcanzamos, lo alcanzamos. A las doce leemos con gemelos claramente sus doradas letras en el casco: Ophir.
Entre él y nuestro buque chispea menudamente el mar lleno de sol.
El capitán sigue en el puente. Me entero al fin. No es por pasar al Ophir, sino porque no abandona jamás la vigilancia en las cercanías de costa. Habíame parecido un tanto pueril tal regata.
Entro a escribirle a mi madre en la camareta de señoras, convertida en escritorio general ya que aquéllas no la ocupan, y encuentro por excepción a Charo y Sarah con Lucía. Quiero dejarlas, pero me instan y escribo en la mesa del rincón. Esta pieza aseméjase a un tranvía, con sus divanes grises, con sus ventanas altas a los cuatro lados de la cubierta, armadas de persianas y cristales. Hay en las mesas papel y tinteros, con el escudo de la fastuosa Compañía. -Sarah no cesa de observarme, y me distrae. A mi pesar oigo frases sueltas. Me invade un terror. Había yo advertido de sobra que todos tienen a bordo cerillas, menos yo, y que el húsar, contra no importa qué prohibiciones y prudencias, fuma en su litera. Ahora resulta que la condesa confiésale a Lucía que se riza el pelo con tenazas, efectivamente, y que le brinda «un poco de alcohol para las suyas...» Este alcohol ardiendo con su llamita azulada junto a las ropas y las camas y las cortinas del estrecho camarote, acaba de hacerme reír de todas las ordenanzas del mundo. Si hemos de achicharrarnos por una punta de cigarro o porque una mujer se embellezca... ¡aún esto es preferible!
Cierro la carta. Ya estoy solo. He llenado dos pliegos. Empiezo otra para alguien... que no lo merece -y la rompo. Mas... no, no estoy solo; al salir veo a Sarah que ha permanecido en el diván detrás de mí, leyendo un libro.
-Dispense... ¡oh, Sarah!
-¡Ah!
-¿Qué lee?
-Mire.
Me muestra. Un espanto. Del amor, del dolor, del vicio, por Gómez Carrillo.
-¿Es de usted?
-De mamá.
-¡Bah, por Dios... no lea esto!. ¿Lleva mucho?
-¡Empezaba!
Cambia su color.
-¿Es malo? -pregunta.
-¡No... ea!... pero fuerte para una... para usted!
Cambia más su color, más no al rosa, al pálido.
Yo, saliendo, me planteo la duda de si empalidece porque la descubro leyendo un libro que ella no creería tan poco inocente, o al revés, porque la creo por demás inocente para el libro... ¡Eh, lo primero! ¡pobre chiquilla!... Sin embargo, que no lo juzga el Fleury, demuéstralo su lectura aquí esquivada de la madre.
Sorpréndeme el Ophir, casi emparejado con nosotros.
Con los gemelos se descubre su pasaje, que a su vez nos contempla.
Se descubre mal, por la distancia -aun con un anteojo marino que me da don Lacio: blancas y pequeñas figuritas de misses, entre la confusión blanca de los toldos.
-¡Tierra! -grita Lucía, bajando el catalejo, indicando el horizonte, gozosa de ser la primera en descubrirla.
Es la misma cinta lejana y tenue que en Sicilia. Miro el reloj. La una. A las cinco ha dicho el capitán que estaremos en Port-Said.
Don Lacio saluda con un chapurrado y berreado de la Africana a la costa egipcia:
- spettácolo divino.....
- ... sognata terra....
Apenas bajamos media hora al refresco de las dos, nos encontramos al tornar sobre cubierta con el Ophir más apartado de nosotros, pero atrás, sin duda atrás... Un ¡hurra! vencedor estalla... Y a continuación, a fiesta de alegría, las guitarras surgen y empieza como en la pasada noche un gran tumulto de canciones...
¡Oh, los ingleses!
Aquel buque blanco, fantástico, grande, silencioso, que marcha recto con sus palos hacia el cielo, debe llevar un cargamento de tiesos autómatas... de aburridos... de spleen ¡esta es la frase!- Nos damos cuenta, en efecto, de que nuestro escandaloso y español Reus, desbordante de peteneras y de tangos, lleva los mástiles un poco inclinados, con cierto aire de calavera que debe ser una gracia desde lejos..., especie de ómnibus que vuelve de los toros brindándole juerga y salero al mundo... ¡viva España!
Mas ¡oh!... sin duda cada cosa requiere su escenario, y debe ser la noche azul el de la guzla y la dulce malagueña. La juerga ha saltado al sol chulesca, aguardentosa, desgarrada en las gargantas... Y muere pronto por fortuna, ahogada de sí misma... El último tango canalla de zarzuela es disipado por el extraño espectáculo de la costa a que nos vamos acercando. Una barrera larga y tendida a flor de olas, al otro lado de la cual divisamos claramente otro mar maravillosamente tranquilo. El nuestro es plomizo. El de allá, azul, de un azul de zafiro, terso como el cielo.
Esta costa parece una escollera tortuosa, interminable. El Reus marcha perpendicularmente a ella como para estrellarse. Dijérase que el capitán se ha vuelto loco -que hace bien en venir ya atrás, muy lejos, el Ophir con toda su pausa...
No es costa, en suma. Es una lengua de arena que nos cierra el paso en mitad del mar. Lo vemos según nos acercarnos. Por último, el doctor, único hombre de a bordo que no está ocupadísimo en esta aproximación al puerto, nos dice que aquella agua tranquila es el lago Manzaler, en cuya estrecha entrada de perforación está Port-Said -y el canal empieza... sin canal... o lo que es lo mismo, sin orillas...
Una hora después, entre barcos, entre vueltas, tras un recodo de peñascos, se nos aparece la ensenada de Port-Said. Una población como casi todas las marítimas, sencillamente, en herradura hacia la playa. Apenas un airón de palmeras, entre las casas blancas, entre los hotelitos levantados en la arena alrededor, nos hablan del África ardorosa.
El sol, sí, nos tuesta. Y en cambio, tan pronto como enfilamos el puerto, una turba de piraguas nos acoge, nos sigue, con negros muchachos desnudos que gritan y gesticulan pidiendo que se les arroje dinero al mar.
-¡Peseta! ¡Peseta!
-¡A la mer! ¡a la mer!
-¡A la mer! ¡Un franco!
-¡Peseta! ¡Peseta!
-¡Capitano, un franco!
Les dicen capitano a todo el mundo. Ven como linces, nadan como peces. Si la moneda no es de plata, es inútil, no se sumergen tras ella. Acá y allá vuelven con la peseta entre los dientes, ganando las piraguas, que se vuelcan.
-¡A la mer! ¡a la mer!
-¡Capitano, un franco!
-¡Peseta! ¡Peseta!... ¡a la mer!
Los hay de todas las edades, en igual ágil competencia. De cinco años, de doce años, de quince años. El liviano guiñapo que estos talludos se lían a la cadera, cae y se desliza a cada instante en la furia del gritar, del nadar... Cerca de mí está asomada Pura, que ríe y chilla algunas veces tapándose el rostro con los dedos... Igual hacen otras damas a lo largo de la borda, Charo, Aurora, Sarah, Lucía, la india y otras, y otras... Únicamente las niñas del coronel miran serias, impávidas.
-¡La naturaleza es inmoral! -dice gravemente don Lacio.
Y como las damas recogen en absolución su sentencia, añade:
-¡Y sobre todo, de viaje!
Hemos parado en mitad del puerto. Con el bote de sanidad nos rodean y nos asaltan muchas barcas pintorescas cuyos tripulantes convierten la cubierta, a escape, en una feria oriental. Son negros no mucho más vestidos que los chicos, y que venden mongolias, plumas de avestruz y pedazos de marfil; moros con colorinescos bombachos y turbantes, que ofrecen joyas y sedas carmesíes; judíos de cómica caperuza de palma que cambian duros por dollars; lavanderos mecánicos que nos devolverán limpias y planchadas en dos horas las camisas... Y entre todos, saludando compatriotas, garantizando servicios, el cónsul de España escoltado por un gigantesco abisinio en cuyo turco uniforme de oro y cobalto cae terrible el combo alfanje...
No nos hemos dado cuenta de que el buque ha vuelto a andar, de que se para, de que está abarloado en el muelle hacia el cual tiende desde el portalón sus pasarelas.....