Del frío al fuego/Capítulo VI

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Capítulo VI

Dan las seis en no sé qué náutico edificio del puerto, cuando lo dejamos en pandilla la condesa, su hija, Lucía y Alberto, el coronel con su familia, don Lacio y yo. Contra la claridad del crepúsculo el gas, empieza a lucir en la recta calle larguísima a cuyo frente está el Reus.

Debe de ser la más importante de Port-Said completamente europea, llena de tiendas de griegos.

Antes de recorrer dos tramos, ya las señoras han sufrido la tentación de algunos comercios, y bajo su dirección realizamos compras. Trajes de hilo, por medias docenas, baratísimos -ventaja de puerto franco. Nuestro poco de francés nos sirve a maravilla. Los horteras van enviando paquetes al buque, tomando nuestros nombres y entregando en garantía sus tarjetas.

Dos horas en compras. Yo me aburro. Sospecho que no veré la ciudad, por acompañar a estas damas. Me distraigo a las puertas, donde me acompañan Sarah y las hijas del coronel. Están llenas de gente las aceras. Por todo «exotismo» lucen los hombres, con chaqueta o con chaquet, gorros turcos. Tal cual negro, tal cual moro, pasan por la calzada con cargas, o vendiendo dátiles y cocos. Pocas señoras. Abundan tipos que, si son indígenas, no lo dicen más que en su morena tez y en sus negras cejas finas -que me empeño en ver oblicuas. Nuestros compañeros de barco han ido pasando a bandadas. No ha debido de quedar uno a bordo.

Por fin arrancamos. A los cien metros, nos detienen los frescos stores de un restorán que place a Charo. Entramos a cenar. Cocina inglesa, mucha salsa picante, carne cruda... Charo, como siempre, trinca mucho. Creo que esta célebre condesa se pasa la vida chispa. Se encuentra a gusto. Han entrado y han comido y se han largado dos caballeros morenos, y no acabamos nunca nosotros. Al final champaña, y charteux con el café exquisito -esto sí. Los cigarros son de paja.

Un escándalo -salimos a las once. Cuando Charo rindió a todos con su hablar, se puso con los mozos, la han informado de que es el ropero del mundo Port-Said. Hacia Europa, los pasajes de los buques compran abrigos, lanas; hacia el Asia u Oceanía, telas leves. Es raro el día que no pasan veinte correos de todas las naciones, afluyendo al Canal o del Canal. -Esto me explica, otra vez en la calle animadísima, el cosmopolitismo y la falta de carácter de la población, nada antigua -centro de mercaderes.

No hay coches. En una cruz de esquinas vemos parejas de enormes burros blancos, con sillas de montar, tenidos por beduinos, del diestro.

Un bazar fotográfico invita al grupo a comprar vistas. Tiemblo; pero, menos mal, veré el país en estampas. Charo parla y revuelve a sus glorias; le ha dicho al comerciante que somos una compañía de Circo que va a Manila. -Des femmes! ¡des femmes! -pide. -Des costumes de l'harem! -Muestra el dependiente algo perplejo una reservada puerta, y nos lanzamos...; pero Alberto vuelve a salir con los brazos en cruz, deteniendo a las señoras...

Hemos visto de una ojeada el harem bien el harem...

-¡Oh, el Egipto es inmoral, señoras mías! -lamenta don Lacio calle arriba, guiando.

A matemáticas distancias, otras calles rectas, menos alumbradas, cortan la que seguimos interminablemente, sin fin, que se pierde de vista con sus tiendas y sus luces. Los edificios, de dos, de tres pisos, tienen poco de monumentales. Sin duda lo selecto de esta plutocracia habita en los sueltos hotelitos de la playa.

Nos llaman siempre la atención en las esquinas los beduinos, con sus parejas de grandes burros. Reparamos que, indefectiblemente, de cada dos asnos, uno está con silla de jinete, otro de amazona. Nos los brindan, mas no comprendemos para qué; preguntamos, mas no nos entienden. Como no hay coches ni rastro de tranvías, suponemos que sean el medio urbano de transporte.

¡-Burros de junto! -dice don Lacio.

La animación continúa, como de artesanos que saliesen del trabajo en tanta sastrería. Deslúmbranos la blanca iluminación eléctrica de un chato palacete con balconaje de piedra, con atrio de columnas, en cuyo piso alto suena música. Subimos los hombres, exploradores, escarmentados del bazar, y hallamos una especie de salón de Alhambra lleno de mesas vacías, con discretos camarines al fondo, con ancho estrado en el frente donde una orquesta femenina tañe violines y liras y harpas. Al golpe de vista nos parece que hay en las artistas caras y trajes de todos los países. Únicamente nuestros combarcanos el húsar y el tenientito (-¡Adiós!- saludamos con los dedos) en un rincón, y un presunto alemán, en otro, toman refrescos en las sendas compañías de dos turcas, de una georgiana... Y en tanto, sonando un vals, las dulces orquestistas de trajes y pelos y senos de todos los matices, nos sonríen...

-¡Horror!!! -reniega don Lacio, reaccionándose de un desmayo para bajarme de estampía por la escalera.- ¡Esto clama al cielo!... Será preciso ¡vive Dios!... dejar las damas a bordo.

Tal designio le domina -al aire libre otra vez, tras de haber alarmado el pudor de las señoras con la misma exclamación. Nota Charo su prisa por hacerlas recorrer la calle, a fin de retomarlas por igual camino al Reus, y le pellizca. No importa. Él sigue, sigue, las fatiga. No hay teatros, no hay nada, no hay más que ese antro del mal..., «¡horror! ¡furor!»... Y esta calle infinita en Port-Said. Se queja del corazón. Desea descansar, en su querido barco... Estamos a un kilómetro. Tenduchos miserables, ya, no más, de cordeles y babuchas...

Encontramos a Pascual con su mujer y el paisano relojero. Él trae arte de dado al diablo. Ella se alegra de hallarnos, simplemente; no muestra el menor asomo de contrariedad por la compañía del amigo. Y nos volvemos juntos. Es la ocasión de desandar lo andado.

Tornamos a tropezar con los grupos de aburridos compatriotas. No se ve un carruaje siquiera en la incesante animación. Pero de improviso, por el centro de la vía, un tropel se nos acerca. Es una charanga que anuncia con gran farola de papel un baile.

Algo más abajo, otro tumulto de cosas rápidas nos sorprende y nos repliega a la acera. Son los burros blancos a todo galope, con los beduinos detrás a palo limpio. Diez, doce, veinte... seis más..., y encima de cada burro gigantesco un rubio inglés o una blonda miss elegantísima cuyas gasas y flores del sombrero vuelan entre risas y algazara...

El pasaje del Ophir.

¡Oh!

Nos dejan estupefactos, a los alegres españoles, a los juerguistas de los tangos, sobre todo, que no cesan de pasar, de dos en dos, de tres en tres, como quintos.

-¡Qué estúpidos! -comenta uno.

Es su venganza. Ganarnos hasta en zambra y buen humor los sajones, es ya ganarnos en todo.

Gente que lo entiende. Lucía recuerda que este sport lo puso en moda en París el rey Eduardo, siendo príncipe de Gales. Daudet lo alude en Les rois a l'exil.

Llegamos al puerto. El Reus aparece negro de carbón, rodeado de acarreadores que entran y salen por dos profundas escotillas de su panza. El Ophir está amarrado al pie, asaltado también de polvo y de hombres negros. -Acaso un poco entristecidas las damas, por la española educación que no las consiente las inglesas expansiones, van subiendo a encerrarse.

Pascual, desde hace rato, no se separa de mí, con ganas de decirme algo difícil.

-¡No, mira, espera! -le grita a su mujer.

Y a un ademán, me aparta, y... no se atreve. Guarda un papel y un lápiz que traía en la mano y cruza la pasarela tras de Aurora, cabizbajo. Yo, comprendo. El desdichado ha venido indagando qué idioma se habla aquí, mirando rótulos, preguntando cómo se escribe fonda en francés y en inglés... Juraría que habría querido que yo le escribiese una petición de cuarto para algún hotel por algunas horas. El relojero antes, y ahora el miedo de no hacerse entender o de quedarse en tierra, le traen desesperado. Son las doce. El Reus, según el cartelón de aviso, debe zarpar a las tres de la mañana.

Sin saberse cómo, yo, que quedo el último en el muelle, me siento embrazado por don Lacio... «¡horror! ¡horror!» que tira de mí... «¡horror!»... que me arrastra. Le ha dado el quiebro en el mismo portalón a la condesa, refugiada dentro a escape con todos los demás, huyendole al carbón...

Toma dos burros, de los que acuden al Ophir, salta, salto, picamos... Y bien pueden correr los beduinos al alcance.

-¡El rapto de los pollinos! -grita don Lacio, calle arriba otra vez, apartando gente, tratando inútilmente de guiar con los brazos, porque las cabalgaduras no tienen bridas ni cosa que lo valga.

Torcemos, o tuercen ellos, los burros, y nos llevan a placer por otras calles, por plazas, por plazuelas, en vertiginoso desfilar de cosas y de casas... Algo de barrio egipcio hemos debido cruzar, en el laberinto soledoso donde la luna platea arcos y ajimeces..., con los beduinos detrás echando el hígado. De tiempo en tiempo, las caravanas de ingleses, siempre a la carrera. Don Lacio califica a su burro de burro-exprés. Ya que no puede guiarlo, lo espolea.

Vamos por donde ellos quieren... Ahora nos pasan junto a una mezquita. Enseguida por una fortaleza... Otras calles, más calles... gente de nuevo. Por fin la calle principal, tomada por arriba, y los compatriotas que un si es no es nos reconocen asombrados... Sólo que pasamos, pasamos como sombras... Y he aquí que los burros se plantan, en seco, y nos admira ver a nuestros beduinos... ¡en el portal de la orquesta! esperándonos. «¡Mesié! ¡Mesié!»

Han debido de atajar, ciertos de que aquí darían los burros con nosotros. Se nos acercan, mano tendida:

-¡Mesié! ¡Mesié!

Después de pagar, bajamos, habiendo podido bajar por las orejas. La carrera ha terminado. Debe de ser siempre igual, sabiamente seguida por los burros.

Y puesto que la carrera itinerariamente acaba aquí, en este bar, o music-hall, o café-tocante o lo que sea ello, bien animada al fin su terraza, sospechamos que sean los del Ophir los que arriba suenan.

En efecto, cada mármol nos muestra a los rubios ingleses y a las blondas misses en torno a la cerveza y la soda. No tienen ellas en verdad traza de cocotas, con sus castas y rosadas caras audaces que me retraen la de Lucía; no tienen, no, sino muy señoril aspecto amable, aunque sean harto perdidas de todas las tierras ardientes estas artistas de trajes bizarros. Hay música, y se limitan a escuchar. Se guarda la forma del decoro, y les basta. Don Lacio cae en un instante de seriedad y de amargura para lamentarlo inverso de la educación de nuestras mujeres. Son gazmoñas, por culpa nuestra, ignorantes, hipócritas, incapaces -aun los más capaces de toda grosería recatadamente-, de afrontar en público con esta conciencia de ausencia, de dignidad, la más leve apariencia de pecado ajeno. Yo sonrío, pues no me parece el problema tan sencillo. Pero vuelve otro vals. Descubrimos al húsar y al tenientito. Nos sentamos. Las dos turcas llegan, se sientan. Toda la nube de griegas, persas, tártaras, armenias, circasianas, indias, chinas, japonesas, egipcias... recorren la concurrencia con bandejitas donde caen monedas. Si se las invita, aceptan frutas heladas, refrescos; si no, pasan... Don Lacio convida a una linda y pequeña macaca de «ojos de almendra». Yo a una odalisca azul con aljófares al cuello y ajorcas en las manos y en los pies... Dice «Cairo». Será del Cairo. Se quedan. Vuelven a volver... el juego es conocido. El tenientito se obstina en hacerle hablar a su turca el caló, creyendo que todas estas orientales pueden ser falsificadas con chulas madrileñas..., ¡que es creer en Port-Said!

A plazo casi justo, tres y cincuenta, pues el capitán nos confidenció que había tiempo hasta las cuatro y sólo anticipamos diez minutos -llegamos al buque un poco derrotados. Está en zafarrancho de baldeo y lo aprovechamos para cambiar de ropa y recibir la ducha que nos purifica de orientalismo. Todos duermen, menos la tripulación, lista a zarpar. Nos ha reanimado el agua y resolvemos esperar a ver la entrada del canal famoso. El calor, en la calma clara de la noche, es asfixiante. El pantalón, la chaquetilla, las chinelas, se nos secan en el cuerpo.

Ha desamarrado el Reus y empieza a marchar.

El lago nos recibe. Vamos a media máquina. No hay canal... pero el espectáculo es magnífico; -lo marcan balizas, y del agua inmóvil de plata surgen focos voltaicos de trecho en trecho. Una fantasía de luz en mitad del lago. La línea de blancos focos piérdese infinita delante de nosotros, detrás de nosotros, en la noche alumbrada más pálidamente por la luna. A espacios, se quiebra rectilíneamente, y a ambos lados, luces rojas, verdes, de pontones de señales, forman perspectivas de una iluminación fantástica, sin fin en el plano inmenso del mar. El agua hendida suavemente, cruza ondulando dulce por las bandas, abierta en hidras de fulgores nacarinos...

En las lejanías, fuera del apoteósico trayecto marcado en luz como para una cabalgata de nereidas, no se ve más que confusión azul, donde a ratos parecen esfumarse costas bajas sembradas acá y allá de dispersas luminarias. Luego las percibimos más distintamente, se acercan, se buscan, se angostan, y acaban por encerrarnos en verdadero canal donde apenas coge el buque. Son bordes de arena, que se ostentan bien al vívido resplandor no interrumpido de los focos -desesperadamente uniformes, desesperadamente iguales, que no se sabe además si asoman del lago como bancos, pues se siguen con líquida planicie los horizontes hasta la línea del cielo, tras ellos, a uno y otro lado.

No sabemos, en fin, cómo vamos, ni por dónde vamos, ni cómo está hecho todo esto. De rato en rato una linda casa flotante, con un apartadero donde una draga se recoge, déjanos pasar... Sin duda el alba, que ya clarea, nos lo podrá decir bellamente; pero... nos caemos de sueño y de fatiga...

-¡Oh por Dios, no subamos juntos! -pide el tenientito, que se siente, con póstumo pesar, novio infiel.

Y se lanza el primero a la cubierta.

Hemos ido llegando a la mesa a las once, en almuerzo extraordinario, él, Enrique y yo.

Cuando subo con Enrique, nos sorprende el mar... un mar opaco... arena, los desiertos... el canal todavía, que ya creeríamos bien pasado. Un asombroso paisaje de sencillez austera. ¡El mar, el desierto, todo lo grande aparece tan sencillo!... Arena..., el ruedo inmenso de una plaza de toros sin plaza, cortado al medio limpiamente con una cinta de agua por donde va el buque... El canal, al sol, sin las fantasmagorías nocturnas, se parece, pues, a los regatos que hacen los chiquillos en la calle después de una tormenta.

El desierto... ¡ah! el desierto es una cosa harto simple en su desolación monótona. Echo mis cuentas... babor, estribor... izquierda...: es éste el de la Arabia, entonces. Y al ir a ver el africano, al lado opuesto, me encuentro a don Lacio que me recibe delante del grupo de señoras:

-¡Hombre! ¡Perdido!... ¡Conque han tenido que retrasar anoche la marcha por esperar a ustedes!... ¡Moritas! ¡moritas!... ¡qué juventud! ¡horror! ¡horror! Y así...

Le corta y me anonada el chaparrón de medias frases y de sonrisas punzantes... Yo, callando, recuerdo «la inconsciente osadía de las mujeres» comentada anoche por don Lacio; pero estoy por darle a él un bofetón, al informarme: «Se ha levantado, como siempre, a las nueve; jugó al tresillo y durmió en la cubierta, como siempre»... Y capaz ha sido de hacérselo creer a su mujer -y como siempre, el color bilioso de su triste faz, ni da ni quita sospecha, ¡al rapto de las rabinas! -como enmendó a última hora.

Me defiendo, y es tremenda la carga de bromas y de pullas... por Charo, por Aurora al frente... Consuélame ver que no está Lucía...

-¡Sí, sí, sí! -falta Pura-, ¡como aquél!

Señala displicente al tenientito, que está más lejos, mirando los desiertos con cara de fastidio.

Le ha despedido del grupo. Le ha mandado a paseo, como él anoche se fue, dejándolas a la madre y a ella en el barco. Por suerte, este resquemor de novia agraviada desvía de mí la atención. Pura se queja asaz ingenuamente. ¡Señoras solas, no tuvo el... buen amigo! la cortesía de invitarlas a Port-Said. Las únicas que no lo han visto. Y luego por... por... Jura con los dedos en cruz no volver a hablarle en la vida... por... por...

-¡Ejem!... ¡Oh miren! -tose el coronel.

Señala una draga; pero todos le entienden y se habla de la draga -yo el primero. La bellísima, Purita iba trocando la sonrisa en franca ira. Es capaz de desbocarse...

Mas no había yo juzgado cuerdamente el canal: tiene su hermosura, y sobre todo, su tipo. Llega una de estas lindas casitas alzadas al borde en cada trecho y vemos en su verandah, bajo el volado alero chino, unas damas que nos miran, de blanco, rubias. Un pequeño macizo de palmeras procúrale sombra detrás, derramadas encima airosamente. Las dragas trabajan. Nos entera el doctor de que jamás cesan. El paso de cada buque basta a desmoronar las orillas, donde apenas en cortos espacios su misma infijeza permite muros de contención, sobre los cuales arrojan igual oleadas de arena los vientos del desierto. Y es tan importante mantener franco el paso, dado el perjuicio que un simple estorbo de días causase al comercio mundial y a la Compañía propietaria, que buque que embarranca y no sale en pocas horas, se le vuela, Cada buque de alto bordo viene a pagar por cada tránsito cuarenta y cinco mil duros, en oro, en cheques sobre Londres, al entrar, como ya en Port-Said lo pagó el Reus.

Surge como una aparición un beduino, por la orilla, aullando. Mal cubre su carne obscura una corta y sucia chilava de lienzo. Los demás, ya deben saber, porque veo que empiezan a dispararle desde la borda manzanas, naranjas, pedazos de pan... que él recoge. Corre y nos sigue -tan despacio marcha el buque. Su mechoncito de pelo en la cabeza rapada, flaméale en la coronilla. Va depositando las provisiones en haldada del balandrán, que sostiene con una mano, enseñando ya demasiadamente las zancas. Grita siempre, y canta, y ríe y hace piruetas y zalemas. Nos acompaña una hora, infatigable... Y poco después, otro aparece... Salvajes mendigos del canal, a quienes se les arroja la comida como a fieras... Tal vez sus huellas marcadas en la arena, como de feroces plantígrados, son las que muchos nos vamos empeñando en creer de tigres y leones.

Mas, esta vez, es clásica la perspectiva. Alcanzamos a una caravana. Veinte o treinta árabes con camellos. Un poco más adelante, mientras penosamente remolcado con cables desde una lancha para y se entra el Reus en un apartadero, para dar paso en contraria dirección a un crucero francés, vemos otras caravanas acampadas en la orilla. Van ganando la opuesta en balsas. Por el lado asiático se pierden otras en la llanura amarillenta que ahora, al menos, nos deja ver al final siluetas de montes.

Vamos contando los buques que encontramos, siempre ellos apartados, exceptuando el de guerra, por ser correo el nuestro. A la una, yo he visto cinco. A las dos, creemos llegar al mar, y no son más que otros lagos, los Amargos. Me dicen que se pasó otro esta mañana, viéndose de lejos Ismailia, donde está el palacio de Lesseps. El joven relojero y violinista, que resulta pintor, además, va sacando apuntes con su caja de colores.

Por fin, a las tres y media llegamos a Suez, en cuya enorme rada fondea el barco para dejar el práctico del canal y tornar el del mar Rojo y fogoneros árabes. Parece que junto a la caldera harán falta estos hombres habituados al fuego y al clima infernal. Hacemos la breve escala tan lejos del puerto, que apenas éste se divisa. Y ahora sí, se advierte que estamos en la mar. Ya se mueve, dejando sentir su ancha bravura. Los gemelos quieren descubrir el Sinaí en cada lejano pico de una sierra.