Del frío al fuego/Capítulo VIII

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Capítulo VIII

El resto de la tarde lo empleo en mi cuestación caritativa, en compañía del capitán y don Lacio, pero al anochecer, la mucha mar obliga al capitán a retirarse al puente, y el fuerte mareo del pasaje entorpéceme no poco.

Contamos el total, a las nueve de la noche, don Lacio y yo, en el comedor: quinientas ochenta pesetas. Pero es un horror el barco; se mueve y cruje por todas partes como desencajado a los furiosos vaivenes. El calor nos ahoga. Don Lacio, en fin, no es capaz de continuar dictándome la cuenta de justificación que yo escribo, y se retira al camarote... Prosigo solo, sacando fuerzas de flaqueza, por no ceder a este girar de luces y de cosas, y últimamente termino, encontrándome tan mal, que voy en demanda también de mi litera...

No hay nadie por los pasillos. Tengo que asirme fuertemente a cada instante, para no dar contra las paredes. A través de las pequeñas puertas de caoba, oigo gritos, lamentos... Ha sido un desastre la comida de esta tarde -diez personas. La vajilla no ha cesado de romperse, a pesar de las dichosas pesebreras... Botellas que rodaban de las mesas, rimeros de platos y bandejas de copas que se hacían añicos al caer los camareros de columna a columna, lanzados por los balances.

De lejos, a lo largo del alumbrado pasadizo, que más bien parece una ardiente cañería cuadrada de calefacción, veo alejarse la silueta de otro pasajero, que resulta diagonal en su verticalidad, con respecto al suelo y al techo, en la gran inclinación que ha aumentado el Reus desde Port-Said.

El camarote está imposible. Tumbados sin desnudarse Pascual y el húsar, ni siquiera hablan. Cierran los ojos en las caras lívidas. Es un horno, sofoca, asfixia. No hay que pensar en abrir el ventanillo; al revés, tengo que atornillarlo más exactamente...: lo bate el agua sin cesar, y por los resquicios de su circunferencia se ha ido infiltrando pared abajo. Sea de esto, o de improvisadas fregaduras de aquellos hombres que se multiplican por el barco con cubos y escobones, el suelo se ve húmedo; y de vez en cuando lo cruzan las maletas de extremo a extremo, resbalándose en los más fuertes balanceos..., en los que diríase que se agarran y retuercen también las entrañas... haciéndonos de paso afirmarnos al borde de ataúd de la litera, para no caer... Se inclina tanto algunas veces, que llego a creer que se me vendrán encima desde la pared de enfrente, convertida en techo, el húsar, Pascual... En suma, salto de la estrecha cama, no pudiendo soportar más tiempo esta atmósfera limitada y pesadota en el cerrado cajón que sube y baja desniveladamente como el de una montaña rusa...

Vuelta atrás en el pasillo. Llego como puedo al fumadero. Unas señoras chillan, o tras yacen acá y allá por los divanes, desajustadas, enseñando alguna vez en contorsiones más de lo que convendría al recato, entre hombres que vomitan sin maldito aprecio alrededor... La pescadera y Pura con su madre, rezan con fervor junto a una mesa, donde todavía se muestran esparcidas las barajas. No hallo más conocidas, al aislarme en un rincón. Lucía sabe hurtarse, la primera a estos cuadros lastimosos.

Me explico la concurrencia aquí. Al menos, por la lumbrera, cuyas compuertas están abiertas, baja aire. De rato en rato caen también por ella chispas de agua; y una vez, a un hundirse y volcarse todo que se creería parar en el infierno, cae una verdadera rociada de gotas que aumenta el chillar de las chillonas... Son éstas un grupo de rebeldes más ganadas que por el marco por la rabia del terror... Sueltan cosas estupendas, contra el capitán, contra el buque:

-¡Pero esto es una barbaridad! ¿a qué seguir?

-¡Que se acerquen a una costa!

-Al revés, señora -ha dicho un oficial-; que conviene separarse para evitar los escollos.

-¡Pues que me lleven a mí y sigan si les parece!

-¡O que vuelvan para atrás; dicen que vamos con tra el viento! ¡Vaya unos marinos!

Las infelices creen de buena fe que bogamos por un río en cuya orilla podríamos esperar mejor tiempo. -Y a las once, cuando nos cierran desde arriba la lumbrera a causa de los más frecuentes golpes de mar, vuelve a aumentarse mi angustia con el calor, y siento, en verdad, la irritación de protesta instintiva que ellas contra esta fatalidad de no poder sustraernos en modo alguno al danzar furioso del buque, que todo se mueve igual por todas partes. En un teatro, en un templo, si alguien se desvanece de luces y perfumes, se sale; en un coche, se apea... Aquí no hay más que «seguir, seguir»... esto que horroriza a estas mujeres..., seguir a través de la negrura del horror mismo de lo inquieto, sin un momento de reposo...

Hay una idea que llega a atribularme. Siéntome desvanecido, y escuché días atrás al capitán, en admiración mía, que resisto más que él propio... ¡Si él se hubiese marcado y su gente también, en el puente, dejando sin gobierno al Reus!... Mas como la rápida noción del peligro me serena, pienso inmediatamente que más a ellos les dará fuerzas el espectáculo de la lucha y la conciencia de la responsabilidad. Entonces me levanto y subo a la cubierta, prefiriendo igualmente el cuadro del airado mar a esta angustia orgánica peor que todo.

En la escalera, la boca siniestra del exterior, que se abre y se cierra un segundo para dejar paso a un marinero, me aterra. Entran el agua y el huracán en bocanada. Dudo si, aun afirmándome con fuerza, no seré barrido por el viento y por las olas. Sin embargo, el alivio material que he sentido, me impulsa, y salgo a probar fortuna.

Me aferro a los pasamanos. Nunca como ahora se me justifican estos pasamanos que yo juzgué prodigados con exceso por el buque. Mis ojos, habituados a la luz, no ven sino tinieblas sacudidas en un fragor de infierno... El cielo está obscuro, el mar está obscuro, en la cubierta no hay más que alguna linterna mortecina... Y aunque el viento lleno de agua y de espuma sigue batiéndome, me doy cuenta al fin de que exagero precauciones... Se puede incluso marchar suelto sin más riesgo que una desviación o una leve caída, porque si bien son enormes las subidas y bajadas del buque, son lentas, muelles, casi previstas...

Pronto acomódanse mis ojos a la sombra, y veo. Es algo que participa de lo hermoso y lo espantoso. El Reus parece avanzar entre gasas voladoras; las luces de los mástiles, y la triple hilera de ventanillos de los camarotes, a todo lo largo del costado, alumbran en su torno un romper de olas y de espumas curvadas en láminas luminosas remolinadas sin cesar y siempre cambiantes en fantástico aleteo de danza serpentina... Se hunde, se alza, se yergue gracioso y lento..., es el barco una agilísima funámbula que va bailando su serpentina por la brava negrura de la noche...

El viento le cubre algunas veces de las gasas, de los blancos tules desgarrados...

Recorro la cubierta, afianzándome en la borda. Voy hacia la popa, procurándome el resguardo del vendaval en lo posible. Una sombra se destaca, inmóvil. No me siente, en el estruendo horrísono de todo. Veo relucir en su mano un arma... Y esto me detiene. ¿Quién es?... Ya me ha divisado. Estamos a tres pasos.

-Hola, capitán, qué noche, ¿eh? -me dice.

Es un hercúleo oficial reservista cuyo nombre ignoro. Ha tratado de ocultar la enorme navaja albaceteña; y no pudiendo, decídese a mostrarla y explicarse:

- ¿Eh?... No creo que está demás. Se lo aconsejo. La cosa está para un tumbo... Si el caso llega... ¡zis! ¡zas!... oportunamente. Éste es mi salvavidas: el 30.

Leo el número, efectivamente, en la blanca rosca amarrada a la baranda. El buen hércules ostenta un ademán resueltamente egoísta que me hace sospechar si la navaja no le serviría para defender también su salvavidas de hombres y mujeres... contra toda previsión de aquel reglamento que ya veo que no he leído solo. Háblame enseguida de que él podría salvarse sin bote, que no ve para qué sirva con olas como montañas...; es nadador y confía en que no será muy ancho este mar Rojo que recuerda de los mapas.

Paréceme la caricatura de mí mismo. Hay, en efecto, en mí, larvas de las mismas intenciones... Y yo no sé, quizás, si llegado el caso, defendería también mi vida insulsa a coces y a mordiscos... Sólo que no creo el asunto para tanto, y me despido, agradeciendo los consejos. Dígole que, como liado poco, prefiero los salvavidas de chaleco que hay en los camarotes también.

Confortado con tal forma original de cobardía, vuelvo hacia la proa, despacio. Durante un rato me distrae esta sensación de subir y bajar un poco dislocada como si estuviera en el extremo de un largo balancín. Al fin, me tiendo, pescando al paso un sillón que va y viene con los demás en dulce deslizarse, a cada vaivén, como los trastos del camarote. Por si acaso, lo sitúo no lejos de un asidero.

Y sí, rueda un poco todavía, no obstante mi peso, en los rudos balances. Los demás sillones no dejan de ir y volver desde la borda, acompasadamente, a cada tres o cuatro bamboleos, que viene uno mayor. El calor es fuerte, pero la salpicadura de las olas va compensándome la ducha. Estoy bajo el puente y diviso la baja borda delantera. La cruza el mar, incesantemente, por encima de los portalones. Las olas llegan, saltan, se extienden... vuelven a verterse en torrente por ambos lados. Las pobres terneras y gallinas de nuestra provisión deben ir medio anegadas. El viento me azota con salvaje ira, rugiendo, silbando, en una sinfonía a que se juntan, con el estallar de las aguas, los crujidos del buque y el rechinar de hierros y poleas por las alturas...

Algunas veces, entre la espuma pulverizada que viene más terrible abierta desde la proa como las dos blancas alas de un sudario que hubiesen al fin de envolvernos, el barco se inclina, se inclina contra el mar que sube en montaña monstruosa y que remonta la banda en abismo. Luego sube, sube la banda, baja el hinchado mar, y es la proa la que cae de un tremendo zarpazo, puesta al aire por la ola... Otras veces se siente como en una angustia del corazón el girar lejano y vago de la hélice en vacío...

El agua me moja. Hay unos instantes en que adviérteme la intuición que si esto no es una tempestad, puesto que ni llueve ni luce relámpagos el cielo en cerrazón por todas partes, tampoco las celestes furias harán mucha falta para ponernos en real peligro por sólo cuenta del mar, a nada que ya fuerce su furia. Marchamos contra el mar, contra el viento, efectivamente, según dijeron abajo...; y sea una ola por el timonel mal tomada, sea que fue más grande que ninguna la sima que abrió a su pie, y que iluminaron verdosa y horrible las luces de la banda, he visto al buque acostarse con una pesada pereza de indecisión y de cansancio cual si no fuera más a levantarse...

Es imponente este rodar en las tinieblas. Más allá de la zona débilmente alumbrada por el barco, donde alternan los combos antros cristalinos con los juegos formidables de las madejas de espuma, nada ven los ojos sino sombra, lejos, encima... inmensa... Creo a ratos que la quilla rasca rocas..., que el Reus va hacia un lado, rendido y suelto... Pero las dobles campanadas cada media hora, tranquilízanme; garantiza las demás esta vigilancia del reloj que sigue realizando un marinero, tan exacta.

No una borrasca -pienso-; un poco de marejada que el mar me brinda cortés, ya que lo cruzo. Y aun dándome cuenta de esta positiva pedantería íntima y enorme de mi realeza, «cortejada y festejada por el mar», me abandono a ella, por no ceder a esa más enorme cosa que consiste en el anonadamiento de uno mismo ante las grandezas espantosas, fundido a ellas como un átomo del aire, como una gota más de agua. ¡Con qué tremenda indiferencia me tragaría este mar, como a un gallo arrebatado del jaulón, como a una paja..., a mí, con mis dolores, con mi universo de cosas en la frente! Me finjo entonces que el Reus es un colosal hipocampo que me lleva sobre el lomo, que me hace sentir el fuerte subir y bajar de su carrera por las crestas de las olas, que me da el placer de mi destreza en ceñirle cuando se alza, cuando se alza, cuando vuelca hacia abajo y me falta... como un caballo de flexibles piernas poderosas galopando por montes y barrancos en medio de la noche.

Y me duermo..., persuadido de la firme triunfal seguridad de este galope que me mece más suave... Me duermo...



Una como parada repentina del buque, me despierta.

¡Oh!... alborea... Amanece, mejor dicho. ¡Cuán cambiado todo! Del cielo, apenas franjeado por pabellones heliotropo, le caen al mar casi sereno, cansado, luces de plata.

Yo, olvidado del pobre muerto que debieron arrojar anoche, soñaba ahora que acababan de arrojarlo por la borda...: mis ojos le seguían hasta el fondo, en gran transparencia del agua, sombrío, envuelto por el saco, arrastrado por las pesas de hierro, seguido de tiburones...

Pero el barco da una vuelta, ciertamente... ¡Qué!... Miro. Nadie en la cubierta... Vuelvo al otro lado la cabeza. Del castillete de proa baja un grupo... Y el cura revestido y con la cruz delante...

¿Acaban de arrojar el muerto?

Cierro los ojos por no verlo hundirse, pasando... Mas ya lo vi ¡oh ensueño y realidad!... Me doy cuenta de la maniobra; es la que explicó el capitán: el buque para, se lanza el cadáver y se vira en redondo para darle tiempo a sepultarse sin cogerlo con la hélice. Sin embargo, el capitán me dijo que sería el entierro a la una.

No habrán podido.

Es igual. Todos deben dormir en el barco, tronchados por la noche cruel.